Si hasta un simple paseo por la vereda
es un ejercicio de autodesprecio, ¿por qué no son más las mujeres que corren
hacia los bosques?
por Rhian
Sasseen.
15 de febrero del 2015.
A lo largo de las décadas, en una pequeña
comunidad llamada Pine Tree (en North Pond, Central Maine) se fueron perdiendo
cuentos, libros, dulces y tanques de gas propano. Este solía ser un lugar
rodeado por la agreste soledad; en el invierno era una soledad enterrada en la
nieve. Pero sus residentes desarrollaban sus vidas con cierta perplejidad:
¿quién, entre ellos, era el que estaría robando? Las historias se
multiplicaban: se trataba de un extranjero, de un fantasma, de un espíritu… de
un ermitaño. Con el correr de los años este personaje se metamorfoseó en una
leyenda y luego ya nadie estaba seguro si era real.
Cierta noche, mientras robaba alimentos
de una cocina, fue detectado por un sensor de movimiento conectado a una
alarma. Y ahí estaba: el ermitaño de North Pond. Era real. Llamaron a la
policía y el ermitaño fue arrestado; era abril del 2013. Luego fue enviado a
prisión.
Es aquí en donde el mundo exterior
empieza a entrometerse y en donde límites de esta historia comienzan a
diluirse. Pocos meses antes del arresto, la revista GQ había enviado a su escritor Michael
Finkel a encontrarse con el ermitaño. Tras lo cual apareció una nota con un
perfil sobre el mismo titulado: The
Strange and Curious Tale of the Last True Hermit | El extraño y curioso cuento del
último ermitaño auténtico. Parecía que nos adentraríamos a una historia de
aventura, a una de The Hardy
Boys en la vida real [1]: un
hombre rechaza a la sociedad, luego el hombre se ve nuevamente atraído a la
sociedad y así, al final, aprendemos una lección sobre la naturaleza humana y
la autosuficiencia.
Pero la historia se desvió de su curso.
Aun con los temerarios preconceptos de Hemingway, Kipling y otros grandiosos
aventureros blancos, el escritor pudo notar que en ellos el cuento del ermitaño
era una de esas historias del hombre-que-conquista-la-soledad solo en la medida
en que existía un hombre y algo de bosque. En cambio, el ermitaño de Maine se
asemejaba a algo más antiguo, a un cuento de hadas: hay un joven que va
caminando por los bosques, que es hechizado y solo años después logra salir,
cuando ya es viejo, extraño y se ha visto transformado para siempre.
Esto no evitó que el escritor fuera
inoportuno; le preguntó al ermitaño porqué lo había hecho. Seguramente “debió
tratarse de algún grandioso insight”;
de algo “que le fue revelado en la soledad”, algo como cierta iluminación,
tranquilidad o incluso un poema… ¿qué fue exactamente?
El ermitaño le dijo que en realidad no
había sido nada. Simplemente quería la libertad de estar solo.
Tras leer aquella nota sobre el ermitaño
de Main, con frecuencia pensaba en él, me sentaba y me admirada por la rapidez
con la que me desenvolvía a lo largo de mi vida cotidiana. De manera puntual,
¿cómo fue que lo había hecho? Los inviernos son realmente fríos en Maine y su
refugio era solo una tienda. ¿Por qué lo hizo? Me resultaba difícil aceptar
como respuesta la “no motivación”. ¿Cómo es, exactamente, el estar tan solo?
Empecé a preguntarme si yo tendría
aquella motivación en mí, ya que –después de todo- vivía en una ciudad. Todo el
esfuerzo me parecía difícil, incluso suicida. Cierta noche busqué en la web:
“mujer a solas en el bosque”, solo para probar. Los resultados fueron
desalentadores, pues en la primera página apareció una foto de stock que se
titulaba expresamente: “Triste solitaria caminando a solas en el bosque”. Y
otros pocos resultados explicaban que, si las mujeres éramos cuerdas no iríamos
a caminar a solas, pues no era nada seguro. Nosotras somos débiles. Además,
existen osos; y a ti no te gustaría salir lastimada y ser devorada, ¿o sí?
No hice aquello, claro. Pero los
resultados todavía me seguían molestando. Alguien me recordó la presencia de
las anacoretas medievales y de la sibila errante de Virgilio; de aquella que
“con labios furiosos profiere cosas solemnes, crudas y sin adorno”, según
Heráclito. También reconocí cierta agitación que se producía en mí toda vez que
me recordaban el axioma de Henry Thoreau: “Me fui a los bosques porque quería
vivir de manera libre”. Y es que Thoreau era parte del problema: Walden (1854), el diario que llevó durante
dos años en su soledad en medio de la naturaleza, ni siquiera podía concebir a
una mujer estando sola.
Una y otra vez, los más famosos, los más
célebres eremitas y reclusos resultaban ser hombres: ahí están Thoreau –por
supuesto- y también Christopher McCandless, quien vivió y murió a solas en
Alaska, tal como lo retrata el film Into
the Wild (2007); J.D.
Salinger, fue recluso tras el éxito de The
Catcher in the Rye (1951) y
hasta su muerte en el 2010; el explorador polar Richard Byrd, autor de las
memorias Alone (1938); el poeta norteamericano Thomas
Merton, quien se convirtió en monje trapense.
En la actualidad no quemamos brujas, las
avergonzamos.
Yendo más atrás, tenemos todavía a: san
Jerónimo; a Laozi [Lao Tsé], fundador del taoísmo; a Muhammad, a Jesús, a
Gautama Buddha. Y a Jean-Jacques Rousseau; los libros sobre reclusos están
siempre citando a Rousseau: “El hombre nace puro, es la sociedad la que lo
corrompe”. ¿Y cuál era el plan de Rousseau para las mujeres? Lo dijo en Émile o Sobre
la educación (1762):
Toda la educación de las mujeres debería planificarse en relación a los hombres: para complacer a los hombres, para serles útiles, para ganar su amor y su respeto, para criarlos cuando chicos y cuidarlos cuando adultos […] estos son los deberes de las mujeres de todas las edades y es esto lo que debería enseñárseles desde su infancia.
“Triste solitaria caminando a solas en el
bosque”… Si el ermitaño es siempre un hombre, si hay nobleza en su soledad,
¿qué queda, entonces, para las mujeres? Ser la solterona, la bruja; bajo la
idea de: “Seguro que algo está mal en ella”. Y no pretendan que esto ya no es
verdad. En la actualidad ya no quemamos brujas, las avergonzamos.
Pero para quienes entre nosotras todavía
quieren estar a solas, para quienes todavía lo ansían tras todos los abusos y
escepticismos del pasado, existen unas pocas guías e incluso dedicatorias a la
soledad femenina. ¿Quién es una ermitaña? ¿Realmente existe? ¿Quién es la mujer
que puede mirar al mundo y decir: “Quiero estar sola”?
Estar sola, después de todo, es admitir
una rara cualidad: estar alegre con uno misma.
La palabra ermitaño proviene de la traducción latina de
una palabra griega que alude a lo “del desierto”; y la historia de los
ermitaños es casi tan confusa como sus orígenes lingüísticos. Si bien los
ascetas se hallan con bastante frecuencia en la antigüedad (los griegos, a
través de Alejandro, sabían de la existencia de ermitaños en los bosques de lo
que hoy es Pakistán; y tenían además a sus filósofos cínicos), eremita es un término que con mayor frecuencia
alude a los moradores del desierto de la primitiva Iglesia cristiana, así como
a los religiosos de las órdenes que surgieron después de ellos. Pablo de Tebas,
el primero de los llamados “padres del desierto”, huyó al yermo egipcio a
mediados del s. III. Su sola compañía –supuestamente- era un cuervo que lo
visitaba diariamente y que le llevaba una hogaza de pan en sus garras.
¿Qué podría llevar a una persona a hacer
esto: a correr al desierto y errar por él de manera imperturbable, hasta que su
alma esté totalmente limpia o hasta que muera? A veces, amar es retirar la piel
para ver al hueso blanquearse bajo el sol.
“Yo era como un fuego de libertinaje
público”, le dijo María de Egipto a Zósimo de Palestina, el sacerdote que la
encontró vagando en el desierto tras 47 años de haber huido del mundo. Y
después de Pablo de Tebas, san Antonio popularizará la práctica eremítica. Los
estudiosos sostienen que el eremitismo -con su firme código de autorenuncia- se
expandió para reemplazar al martirio, que había dejado de ser una opción ante
el nuevo Imperio Romano que se cristianizaba. Pero la cristiandad se construyó
sobre el sacrificio; y fue ahí que logró distinguirse esta María de Egipto, la
primera mujer ermitaña.
Al igual que María Magdalena, María de
Egipto entró a su despertar religioso siendo una mujer disoluta y emergió
siendo una santa. Ella le preguntó a Zósimo:
¿Cómo puedo contarte los pensamientos que me urgían a la fornicación, cómo puedo expresarlos ante ti, Abba? [...] Un fuego se encendió en mi miserable corazón […] Y tan pronto como este anhelo vino a mí, me arrojé al suelo y lo humedecí con mis lágrimas.
A los 17 años de edad, María comenzó a
ofrecer su cuerpo a los ocasionales peregrinos, pero no por causas económicas
sino como método de autoinmolación. Este es un terreno que nos resulta
familiar; es una de las muchas formas –ahora cliché- en que se supone que las
mujeres tenemos que dar lugar al acting
out de nuestro dolor:
herirnos a nosotras mismas, mientras que los hombres hieren a otros. Soportar
una noche, autoagredirnos, mantener nuestra tenue relación con la comida… y la
pregunta sigue subsistiendo: ¿cuál es la mejor manera de escapar de nuestros
cuerpos? A los 29 años, María intentó entrar a la iglesia y vio que no podía
cruzar el umbral. Había algo que se lo impedía, ya sea Dios u otra fuerza
misteriosa. Comprendió entonces que necesitaba salir; necesitaba escapar,
necesitaba ser libre.
Es así que se fue al desierto con solo tres hogazas de pan; es ahí en donde 47
años después Zósimo la encontró, totalmente transformada. En ese entonces ya
era una mujer vieja, tenía 76 años. Ahí en el desierto, María le contó a Zósimo
que luchaba con animales salvajes, que arrancaba hierbas silvestres para
alimentarse y que las cocía bajo el sol inagotable. Pero no admitiría su paz
interior. “¿Por qué, Abba Zósimo, deseas ver a una pecadora? ¿Qué deseas
escuchar o aprender de mí, tú, que no has evitado tales contiendas?”, le
preguntó.
Traigo a colación a María no porque
pretenda convertir a alguien, sino porque en su contienda pública veo un
aspecto de mí misma. Los suyos fueron los problemas y autodesprecios que las
mujeres todavía concebimos para torturarnos a nosotras mismas: el sexo como
pieza de intercambio; el sexo como método de validación, como método para
probar nuestras propias credenciales, las mismas que son con mayor frecuencia
definidas por los hombres. El historiador de arte John Berger, escribió en su
informe sobre el arte europeo titulado Ways
of Seeing (1972):
Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se ven a sí mismas tras haber sido observadas. […] El estudioso de la mujer en sí, es masculino. Se trata de la fémina estudiada.
¿Qué fue lo que vio María cuando vio su
propio reflejo? ¿A ella misma o a la visión de algún otro?
Nos engañamos a nosotras mismas si pensamos que es así como luce la libertad.
Estar sola no es lo mismo que la soledad. Después de todo, ¿hay algo más
solitario que estar cerca a una persona que no te ama y a sabiendas de que
nunca lo hará? A veces, en pro de la propia integridad, de la propia salud,
necesitas decir: no. “No
lo haré”, “Yo no soy”, “Yo no quiero”… ¿pero qué es lo que no quieres hacer,
puntualmente? ¿Cuál es tu línea de demarcación? Para estar sola necesitas saber
quién eres exactamente.
Hay una razón por la que los seres
humanos prefieren los grupos de dos o más personas: porque es muy fácil. Es
mucho más fácil delegar tareas, señalar a una persona y decirle: “Tú verás por
la comida”; y a otra: “Tú nos guiarás por el camino”. En los cuentos de hadas,
los reyes y los ermitaños siempre se encuentran. Un cuento italiano muestra a
un santo ermitaño (hombre, por supuesto) que, tras ayudar a un joven a obtener
una princesa y un reino digno de oro, la exige la mitad de todo; princesa
incluida. Cuando el joven saca su espada dispuesto a cortar a la princesa en
dos, el ermitaño se retracta y se siente feliz al ver que el joven “mantuvo más
aprecio por su honor que por su esposa”.
La princesa es el premio. Pero María de
Egipto no era una princesa. Cuando se está sola, únicamente una persona toma
las decisiones. El alimento, el refugio, el agua… todo es responsabilidad de
una sola persona. Es así como luce la verdadera libertad: si lo arruinas, estás
muerto [2]. Si no lo haces, sobrevives. Si sobrevives: felicitaciones, no eres
posesión de nadie.
Para crear algo necesitamos la libertad
de poder adentrarnos, sin impedimentos, en la oscuridad de nuestras propias
mentes.
María sobrevivió. Hay un ícono medieval
que representa el momento en que Zósimo la encuentra: él la viste, le ofrece
una túnica, un manto o algo para protegerla de la crueldad de los elementos, de
la crueldad de nuestros ávidos ojos. Su brazo está extendido; ella de seguro
habrá de tomar la prenda, pero aún no lo hace. Esta es una representación
pictórica de nuestro aliento contenido. En ese momento, a mitad de camino entre
el sí y el no,
la espalda de María se inclina hacia adelante, como un animal; existe un cierto
poder en la columna vertebral. Y también como un animal, el dorado pelaje cubre
todo su cuerpo; es del mismo tono dorado que el halo que corona su cabeza. Se
observa, además, que la comisura de sus labios se eleva y se acerca a algo que
no podría denominarse sonrisa con toda propiedad. A partir de algo
salvaje surge la belleza; a partir de la soledad surge la satisfacción.
María lo hizo. Y tú también podrías
hacerlo. Pero, ¿por qué no lo haces? Porque no todas las mujeres pueden estar
solas.
Con frecuencia, nuestra supuesta
debilidad es usada en contra nuestra. “Es demasiado peligroso”, se nos dice si
queremos viajar. “No eres lo bastante fuerte”, se escucha si expresamos nuestro
deseo de salir a caminar, de ir en una barca o de soñar. Si salimos, moriremos.
Incluso los hombres que dicen gustar de las mujeres listas, de las mujeres independientes, expresan algo
distinto a lo que las propias mujeres definen con tales palabras. Cuando los
hombres dicen lista,
quieren decir: “Tengo opiniones firmes y ella está de acuerdo con las mismas”;
y cuando dicen independiente:
“Ella elegirá seguirme donde quiera que la lleve”.
Para trabajar necesitamos estar a solas.
Para crear algo necesitamos la libertad de poder adentrarnos, sin impedimentos,
en la oscuridad de nuestras propias mentes. En su ensayo, Alone in the Temple (1992), la poeta Leslie A. Miller
escribe:
Ser mujer y reclamar un apartamiento de la vida y de los seres queridos es difícil y es distinto. Expresar la necesidad de un retiro cuando se es joven o se es esposa […] pareciera ser propio de una egoísta, testaruda e incluso loca.
Expresar esta necesidad es difícil. Mil
años después de María de Egipto, y medio mundo más allá, una mujer de nombre Ji
Xian quería convertirse en monja. Sucedió durante la última dinastía Ming y el
caso sentó precedente, pues según Susan Murcott en su First Buddhist Women (1991), las primeras monjas budistas
fueron un “radical experimento” que en su fase más inicial consistió en
“errantes mujeres que vivían solas en el bosque”. Y la estudiosa Grace S. Fong
sostuvo en la revista Early
Modern Women, del 2007,
que para una mujer como Ji Xian, hija de la élite, había –salvo para las monjas
budistas o taoístas- “una característica falta de modelos y contextos para la
reclusión femenina”. Los nobles masculinos tenían opciones, como la tradición
de los poetas reclusos, los cuales abandonaban su vida en la corte a favor de
una vida dedicada a la composición de versos. Ji Xian era una poeta, pero su
obra retrata de manera vívida el grado exacto en que su arte estaba limitado
por su género: “Quiero imitar al recluso que está en el Puente del Ciervo, pero
siendo una esposa, ¿qué es lo que puedo hacer?”.
¿Qué podía haber hecho ella? ¿Qué puede
hacer cada una de nosotras? Es difícil navegar y llegar hasta los extremos de
la propia vida. En el 2014, la excursionista sueca Sarah Marquis expresó lo
siguiente en el New York
Times, luego de caminar más
de 16 mil kilómetros alrededor del mundo:
Si les dices a las personas lo que estás haciendo, ellas te dirán: “Estás loca”. Nunca me dijeron: “¡Qué buen proyecto, Sarah! ¡Sigue adelante!”.
El potencial para la catástrofe siempre
está implícito. ¿Qué pasa si perdemos? Se trata de los medios de producción.
Incluso para aquellas mujeres que -a diferencia de Ji Xian- fueron capaces de
ser reclusas, su feminidad se convirtió en una desventaja. Orgyen Chökyi, una
monja tibetano-budista del s. XVII y conocida en el occidente como “la ermitaña
del Himalaya”, escribió:
Que no vuelva a nacer en un cuerpo femenino […] Yo lo podría hacer sin la miseria de este cuerpo femenino / Cuánto lamento este pecho quebrado, este cuerpo femenino.
La feminidad, como se ve, puede ser una
barrera para la iluminación.
Una mujer necesita dinero y un espacio
propio si va a dedicarse a escribir ficción; pero, ¿qué podría haber producido
Ji Xian si simplemente se le hubiese dado la oportunidad de estar sola?
¿Cuántas son las mujeres que, antes o después de Ji Xian, nombradas o anónimas,
de élite o de otro status, se han visto impedidas de poder vivir solas? Dice la
poeta china:
Mi más profundo aprecio es por las altas montañas / elevados sentimientos, en vano existen los sueños / siempre los alojo entre aquellas nubes blancas.
No te atrevas a olvidar su nombre.
Pero, ¿por qué querría alguien estar
solo? Inténtalo por un momento. Enciérrate en otro espacio, en uno en donde no
hayan otras personas ni otras voces. Desconéctate de internet, apaga tu
teléfono. Permítete, tan solo por unos minutos, que tus posturas decaigan; que
tus miradas lo hagan. Deja que tu persona pública –tan difícil de mantener-
desaparezca.
Y respira. Ahí está tu garganta. Ahí está
la mosca, zumbando en la esquina del techo. Y ahí está también algo más: el
silencio. Una habitación silenciosa tiene su propio sonido, su propio peso.
Respira de nuevo, mantente respirando. Permite que la vida, con su pesadez y
polvareda, se deslice sin interrupción.
Este es el sentimiento, lamentablemente
raro, de ya no ser mirado. El psicoterapeuta Carl Jung, luego de ver una foto
del explorador del ártico Augustine Courtauld, señaló que éste tenía el rostro
de un hombre “despojado de su persona;
su ser público le ha sido robado, dejando a su verdadero ser desnudo ante el
mundo”. Para una mujer esto es doblemente cierto, pues la vida de una mujer es
una existencia vivida bajo continua supervisión; el suyo es un sistema de
regulaciones internas y externas incluso más restrictivo que la del hombre. Aun
un simple paseo por la vereda se convierte en un ejercicio de autodesprecio:
tienes que contraer el estómago, alisar tus pliegues (¿qué pasaría si
sencillamente se levantan y te dejan expuesta?). Y toda vidriera te ofrece un
vislumbre de tu propio reflejo… tienes arreglarte, arreglarte, arreglarte.
Esto es suficiente para conducir a una
mujer a la locura (¿aunque no esto de lo que siempre se nos ha acusado?); es
suficiente para conducir a una mujer hacia los bosques. Fue esto, precisamente,
una existencia vivida bajo la mirada de los hombres, de sus necesidades y de
sus exigencias, lo que llevó a Sarah Bishop -a la ermitaña de West Mountain,
Connecticut- a la cueva que ella llamaba: hogar.
En 1823, el escritor Samuel Goodrich escribió un poema sobre ella; y en 1856
recuerda su historia:
Con frecuencia se escucha hablar de los ermitaños, pero una ermitaña es un acontecimiento poco frecuente. Sin embargo, Ridgefield bien puede enorgullecerse de una de ellas entre sus curiosidades. Sarah Bishop era -en la época de mi juventud- una anciana delgada y fantasmal, encorvada y arrugada, pero que todavía realizaba una buena cantidad de actividades. Ella vivía en una cueva formada por la naturaleza, en una masa de rocas sobresalientes que colgaban en un valle o desfiladero profundo, en West Mountain.
El eremitismo de Bishop podría remontarse hasta la Guerra de la Independencia, cuando era una joven mujer. Durante la guerra, la casa de su padre fue incendiada por las tropas británicas y ella –como ha sucedido con las mujeres desde tiempo inmemorial- fue violada por un soldado.
Todo lo que sabemos de Bishop proviene de
Goodrich, el último de una serie de hombres que definieron el curso que siguió
la vida de aquella mujer. A su musa, Goodrich le asigna unas pocas estrofas,
con algunos parágrafos de la memoria dedicados a su propia vida; él la llama
“la monja de la montaña”, lindo término para una mujer cuyo cuerpo fue violado
en nombre de la libertad de su país. Si Bishop hubiese llevado un diario,
quizás hubiera tenido algo como: “No me pisotees”.
“Siento que la creación de una rústica
cabaña sería la solución para mi falta de hogar”.
Quizás Thoreau estuvo pensando en Bishop
–y en el precedente que estableció- cuando construyó su cabaña en los bosques
de Walden Pond; probablemente no. Walden es una obra central para la
automitologización nacional, para la imagen que los norteamericanos tenemos de
nosotros mismos como nación de individuos. Existen pocos equivalentes valiosos
para las mujeres norteamericanas; y poca evidencia de nuestra capacidad para
sobrevivir a solas. Anne LaBastille podría ser una de ellas. La serie de
memorias Woodswoman nos habla sobre la cabaña que la
tardía autora y ecologista norteamericana se construyó en las costas del remoto
lago Adirondack, en los 60.
Woodswoman (1976), publicada durante la cima de la
segunda ola del feminismo, comienza con un divorcio. A LaBastille, quien se
casó siendo joven y –peor aun- con quien era su empleador, se le dio un mes
para que pueda hallar un nuevo hogar. Y escribió lo siguiente, con una línea
final muy importante:
No tengo lugar a donde ir. Mi propia familia está muerta o dispersada, lo que me deja sin parientes hacia los cuales dirigirme […] De manera intuitiva, tomé mi decisión. Me construiré una cabaña de leños en la soledad de Adirondack. Espero que mi retiro hacia la paz de la naturaleza pueda remediar mi falta de esperanza. […] Siento que la creación de una rústica cabaña será la solución a mi falta de hogar.
Los escritos de LaBastille carecen del
lirismo de Thoreau, pero poseen su propio y abundante atractivo. Sus libros: Woodswoman y Woodswoman II (1987), Woodswoman III (1997) y Woodswoman IV (2004), son prácticamente guías
para hogares de campo; y dan la impresión de que si ella lo pudo hacer,
cualquiera puede hacerlo. LaBastille creció en las afueras de New York City; y
si bien tuvo un profundo interés por la vida al aire libre durante gran parte
de su infancia, una ocasional salida campestre no hace a un experto en la vida
silvestre. Tuvo sus errores y durante uno de los inviernos –según describe en
su primer volumen- casi muere. Pero sobrevivió.
En su segundo volumen LaBastille se
construye otra cabaña. Y como tomó una evidente inspiración en el Walden, la llamó: “Thoreau II”.
Al igual que para la realización del “Thoreau I”, ella nos provee una lista de
todo lo necesario. El total gastado en la construcción de la cabaña y en la
obtención del permiso necesario fue de US$ 578.05, según la moneda actual.
Thoreau, por su parte, gastó US$ 742.64. Por menos de mil dólares actuales, y
con menos dinero que uno de los más reverenciados reclusos de la historia,
LaBastille se construyó un oasis privado, una ruta de escape y un hogar.
Pero LaBastille no es la única mujer que
logró hacerlo, que fue una solitaria. Existen muchas mujeres más: la actual
eremita moderna Rachel Denton,
retratada en The Guardian,
en el 2009; la mujer del s. XII, Mugai Nyodai, primera maestra zen en el mundo;
Martha Frock, quien vivió durante 1940 en una cabaña en medio de los pantanos
de Florida; Anastasia la Patricia, la asistente personal de una emperatriz
bizantina y quien fundó un monasterio en Egipto; Margaret Kirkby, ermitaña de
segunda generación en la Inglaterra del s. XIV; Suchitra Sen, la Greta Garbo
del cinema indio; Despina Achladioti, la patriota griega conocida como “la Dama
de Ro” tras refugiarse en una isla desierta durante la Segunda Guerra Mundial;
la mística cristiana, Juliana de Norwich; Robyn Davidson, quien cruzó con
camellos los desiertos de la Australia occidental; e incluso la poeta Dorothy
Wordworth, hasta cierto punto.
Todas las mujeres que quieren estar
solas.
Hoy en día, las mujeres solteras pueden
sostener una pequeña industria de libros de autoayuda: Single: The Art of Being Satisfied, Fulfilled,
and Independent (2004); Choosing
Me Before We (2009); Living Alone and Loving It: A Guide to
Relishing the Solo Life (2002); Falling for Me: How I Hung
Curtains, Learned to Cook, Traveled to Seville, and Fell in Love (2011); Singled
Out: How Singles Are Stereotyped, Stigmatized, and Ignored, and Still Live
Happily Ever After (2006). Sin embargo, las solteras, a diferencia de
las ermitañas, no están realmente solas; ellas carecen, momentáneamente o para
siempre, de la compañía de un hombre.
Así que, ¿por qué no existen más mujeres
realmente solas, más mujeres ermitañas? El ermitaño, por supuesto, no solamente
es un soltero ni está simplemente solo; él está solo de una manera especial:
está libre de las ensordecedoras presiones y expectativas de la vida pública.
El ermitaño es realmente libre de actuar como señor o maestro, propietario o
ministro, soldado o ciudadano, siervo o rey. El ermitaño se ve libre incluso de
las simples posibilidades de ser un vecino.
Para las mujeres, durante la mayor parte
de la historia se ha tratado de ser madres o doncellas, hijas o esposas. Los
roles se barajaban, sus nombres y detalles cambiaban, pero todas compartían una
característica: ¿quién es el hombre a quien ella atiende? ¿Quién es el hombre
que vela por ella? La mujer se veía definida por el hombre; se trataba de la
mujer vista por el hombre. Cuán poco atractivo resultaba todo aquello. Con tan
pocas elecciones, es claro porqué conocemos pocas ermitañas y porqué la soledad
es vista como masculina.
Esta era la jerarquía de la que se reía
María de Egipto en el desierto; la jerarquía que Ji Xian evadía por los
vértices de su mente; la jerarquía contra la que Anne LaBastille escribió una
guía. Por algún tipo de milagro, estas mujeres fueron –de una u otra manera-
ermitañas. Aunque su escape fuera raro.
Una mujer sola, sin que la vigilen, sin
que la cuiden y sin hijos, es imposible de procesar para nosotros. ¿Qué es lo
que hace con su tiempo? Quemen a la bruja. Ella no existe. ¿Y qué hay de
aquellas mujeres que, haciendo frente a todo, se rehusaron a estas reglas? No
las recordamos. Y he aquí, por eso, una conmemoración a las pocas que lo
hicieron: “Quiero estar sola”. Se trata de una frase famosa. Piensen sino en
esta otra opción, en una tan identificable que logró crear un enigma con un
simple aliento. Garbo lo hizo parecer muy fácil; años después de la frase
mencionada ella diría: “Tan solo dije esto: ‘Quiero que me dejen sola’. Ahí está la diferencia”. Pero
ya era demasiado tarde; las palabras habían sido proferidas y el mito estaba
creado.
La podemos imaginar con total claridad:
glamorosa, inteligente, con esas cejas, ese rostro… y diciendo: “Dame un
whisky, con algo de ginger ale.
Y no seas tacaño, nene”. Una actriz se ve definida por su audiencia; y tras una
década en Hollywood, ella debió sentirse cansada de verse siendo vista. Por eso
surgió un rechazo, nadie más había de mirarla. Así fue que desapareció, se
transformó en un moderno cuento de hadas. Y es que una mujer que está sola es
un misterio o un objeto de piedad. Dime tú qué era Garbo.
…
1. The
Hardy Boys: Fran y Joe Hardy son personajes ficticios que aparecen en
varias series de misterio –en libros y demás medios masivos- para niños y
adolescentes.
2. La autora lo expresa en tono vulgar: If
you fuck up, you’re dead. Lo que aquí, en Argentina sería: “Si lo jodés,
estás muerto”.
Nota: esta entrada ya la había publicado y advertí que lo desplazaría. Ahora queda aquí.
...
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