30.6.14




  

| Los silenciosos extáticos. |

Los primeros y más destacados en el silencio son quienes resultan ser los más místicos, los más extáticos entre los padres; comenzando por san Arsenio. Y Abba Titoes se distinguía, precisamente, por estas dos cosas: la rapidez en el arrobamiento y el cuidado de la lengua.

Toda vez que se mantenía en oración, si no bajaba rápidamente los brazos su espíritu era llevado a lo alto. Y cuando sucedía que los hermanos rezaban con él, con toda prontitud bajaba los brazos para impedir que su espíritu fuera elevado y se quedara así [en las alturas] [31].

¡Y sucedía así porque guardaba su corazón con todo cuidado!

Cierta vez se le preguntó: “¿Cómo he de guardar mi corazón?”. Y él respondió: “¿Cómo podemos cuidar del corazón cuando tenemos abiertos nuestra lengua y nuestro estómago?” [32].

Dominar la boca, seguía diciendo, es la verdadera “partida hacia el extranjero [xeneteía]” [33].

Aun con todo esto, ni en Escete ni en Nitria encontramos el mayor rigor sobre este punto; la discreción no pierde nunca sus derechos. El propio Poemén, a quien hemos visto recomendar tanto la taciturnidad, ha dicho: “Todo lo que rebase la mesura proviene del demonio”. Y sobre el tema de la palabra en particular, dice: “Quien habla a causa de Dios, hace bien; y quien se calla debido a Dios, también” [34].

Los sirios, héroes de la Philoteos Historia de Teodoreto, dan cierta impresión de practicar la ascesis por la ascesis misma; como san Acepsimas, quien guarda un silencio absoluto [35]; o Salamanes, quien hace lo mismo [36]. Este fenómeno se hallará incluso mucho más tarde en la historia de personas que vivieron con santidad. A una de ellas la menciono ahora: la vida más extraordinaria que conozco es la de san Sabas el Joven, quien murió en 1349 y quien era un hesicasta de la más reciente escuela. Sabas mantuvo un silencio total durante veinticinco años de peregrinaciones, a pesar de los malos tratos que esta locura le producía [37].

Además de todo esto, como algo más elevado en lo que respecta a la “huida de los hombres” y para mayor derecho, los hesicastas invocaron también a la autoridad de san Basilio en relación al silencio. Dentro de sus Reglas Menores, nos encontramos con seis cuestiones concretas sobre el tema del control de la lengua, que pareciera ser difícil de conquistar, de ejercitar y de conservar. La primera de ellas sorprende a nuestro espíritu crítico y hace temblar al alma aprehensiva: “¿Cuáles son las palabras que deben ser consideradas inútiles?” Respuesta:

En general, toda palabra es inútil cuando no sirve de nada al objetivo que uno se ha propuesto en el servicio a Dios. Ese tipo de palabras es tan peligroso -aun cuando lo dicho fuera bueno en sí mismo- que a menos que ellas estén relacionadas con la edificación en la fe, su bondad no es capaz de justificar a quien las ha proferido. Siendo todavía que afligirán al Espíritu Santo debido a que tal discurso no ha contribuido en nada a la edificación de la fe.

Luego de citar a Ef. 4:29, san Basilio agrega: “No es necesario señalar cuán grande es el crimen de afligir al Espíritu Santo” [38]. Después, hace un repaso de los diferentes pecados de la lengua: temas injuriosos, detracciones, difamaciones contra un hermano, difamaciones contra un superior y palabras insolentes que se pronuncian sin malas intenciones [39]. Todo es diagnosticado sin indulgencia y condenado sin piedad. Semejante severidad sin duda inspiró a más de uno a ver que lo más seguro era no hablar en lo absoluto. De hecho, las Reglas Menores establecen esta cuestión con claridad: “De si se tiene que guardar el silencio en todas las cosas” [40].

Las Reglas Mayores proceden de forma menos negativa en su elogio al silencio [41], pues hacen que podamos gobernar nuestra lengua, nos enseñan a usar sabiamente la palabra, nos hacen olvidar lo que aprendimos antes -en nuestros tratos con las personas del mundo- y nos hacen hallar el reposo (¡todo lo que conviene por completo al hesicasta!). 

De esta manera, a menos que se esté comprometido en una situación agobiante o que implique el cuidado que se le concede al alma; a menos que exista la necesidad indispensable de alguna obra de las manos o la obligación de atender alguna demanda de este tipo, es necesario mantener el silencio. Salvo que se lo vaya a interrumpir con el canto de los salmos [42].

Lo que muestra aún más la importancia que san Basilio le concedió al silencio, es su minucioso cuidado al reglamentar el uso de la palabra, pues:

Está reservada a quienes se les ha confiado el cuidado del buen orden, de la disciplina y de la conducta de la casa. Todos los demás deben guardar silencio. Pero incluso a aquellos a quienes las obligaciones de su cargo les conceden el derecho de hablar, han de hacer uso de este derecho con grandes precauciones. De cualquier modo, en los momentos en que la comunidad salmodia no se ha de proferir dentro de la casa ninguna palabra extraña al oficio  [43].

Y en las conversaciones que sean precisas, el tono de voz debe estar regulado según “las necesidades de quienes escuchan” [44].

Con todas estas consideraciones pareciera que siempre se estuviese rodeando a la expresión de Santiago: “Aquel que no peca de palabra es un hombre perfecto y, por lo tanto, capaz de controlar todo su cuerpo” [45]. Pero, ¿quién se atrevería a decirse perfecto o decir que se ha hecho libre de todo pecado de la lengua? La simplicidad de san Pambo se atreve: “Por la gracia de Dios, desde el día de mi renuncia [al mundo] jamás me he arrepentido de una palabra que haya dicho” [46]. Las confesiones de este tipo las encontramos también de manera esporádica dentro de la Vitae Patrum, ya sea sobre este tema o sobre otros. ¡Pero a qué precio parecieran haber adquirido sus logros espirituales estas venerables personas! Antes de responder a una pregunta, Abba Pambo hacía esperar cuatro días a quienes habían venido de lejos para hacerle consultas. Y cuando éstos llegaban ya al límite de su paciencia y decidían retirarse, los compañeros del santo los retenían diciéndoles: “No estén afligidos, que Dios los recompensará. Esta es la costumbre del anciano: jamás se apresura en hablar, espera a que Dios le conceda la certeza”.  Finalmente, Pambo escribía su respuesta sobre la arena [47]. Este hombre mezquino de palabras hablaba continuamente con Dios y suponía que todos los monjes hacían lo mismo [48].

En él se verifica la ley que hemos constatado en relación a san Arsenio: el silencioso se convierte en extático; el extático es silencioso. Y es silencioso por propia voluntad, extático a pesar suyo: 

Durante tres años se dedicó a pedirle a Dios: "¡No me glorifiques sobre la tierra!". Pero Dios lo glorificó a tal punto que nadie podía ver su rostro a causa de la resplandeciente gloria que irradiaba [49].

Y un poco más adelante se nos vuelve a decir: 

El rostro de Pambo brillaba como un relámpago. Al igual que el rostro de Moisés, volvió a tener la imagen resplandeciente que tuvo Adán antes de la caída. Pambo tenía la majestad de un rey sobre su trono [50]. 

Y este párrafo termina haciendo referencia a otros dos padres: Silvanos y Sisoes, quienes “tenían la misma conducta”.

Sisoes, quien no se atrevía a confesar que nunca había pecado con la lengua (cf. lo dicho más arriba) debido a que se vigilaba a sí mismo con una severa perspicacia, sostiene que su “huida de los hombres” (diez meses seguidos sin ver a nadie; n. 7) y su amor por el silencio le habían valido su unión con Dios; lo cual le hacía olvidarse de comer mientras su alma se sentía satisfecha [51]. Era un hombre tan humilde, que hacia el final de su vida consideraba que aún no había ni siquiera comenzado [52]; y estaba tan familiarizado con Dios, que hacía milagros sin saberlo [53]. Incluso se atrevió a hacer el siguiente pedido al Señor por el alma de un discípulo: “Dios, lo quieras o no lo quieras, yo no te dejaré tranquilo hasta que lo hayas curado” [54]. En suma, era “el cáliz elegido del desierto”, según el título que el propio Señor le dio mientras lo llamaba al cielo durante un último éxtasis [55].

Silvanos, otro extático [56], siempre se cubría con una amplia capucha hasta la altura de los ojos a fin de no ver a nadie -ni siquiera en el desierto- que pudiese interrumpir su contemplación interior [57]. Era, además, un hombre con una sólida reputación de prudencia [58] y quien sabía que lo más agradable del mundo era dar una lección de sentido común a un falso místico mesaliano [59].

Sócrates el Escolástico, en su Historia Eclesiástica, nos cuenta una memorable historia:

Pambo, hombre sin estudios, se fue a buscar a alguno que le enseñara un salmo. Pero apenas aprendió el primer versículo del salmo 38 (39), se dijo: “Vigilaré mis senderos para no pecar con mi lengua”; y ya no quiso escuchar el segundo. Y decía: “Tengo suficiente con este solo versículo para ver si puedo llevarlo a la práctica”. Pasaron seis meses sin que aquel que le enseñara lo volviese a ver; y cuando finalmente pudo expresarle su reproche, Pambo le dijo: “Es que aún no he aprendido de manera práctica el primer versículo del salmo”. Vivió así durante muchos años, hasta que alguien a quien conocía le preguntó si ya se sabía su versículo. Y él le dijo: “Es completamente justo que en diecinueve largos años haya aprendido a ponerlo en práctica” [60].

Es probable que este Pambo sea el mismo señalado más arriba, a pesar de la aparente contradicción entre sus dichos. Como sea, tales dichos acuerdan en su amor por el silencio. Junto a él lo hacen también todos los amantes de Dios, según hayan degustado lo dulce que es el Señor.

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31. Alf. Titoes, n. 1; cf. n. 6.
32. Alf. Titoes, n. 3.
33. Ibíd., n. 2.
34. Ibíd., n. 129 y 147.
35. Phil. Hist. XV.
36. Ibíd. XIX.
37. Vie por Ph. Kokkinos, Papadopoulos-Kerameus, Hierosolym. Stachyologia V, pp. 190-359.
38. Reg. Brev. 23, PG 31, 1197 D y ss.
39. Ibíd. 24-28.
40. Ibíd. 208.
41. Reg. Fus. tr. 13.
42. Loc. cit.
43. Reg. Brev. 173; Hom. Ps. 28, 9, PG 29, 373 D y ss.
44. Reg. Brev. 151.
45. Sant. 3:2.
46. Alf. Pambo, n. 5.
47. Ibíd. n. 2.
48. Ibíd. n. 7.
49. Ibíd. n. 1.
50. Ibíd. n. 2.
51. Alf. Sisoes, n. 4.
52. Ibíd. n. 14.
53. Ibíd. n. 18.
54. Ibíd. n. 12.
55. Ibíd. n. 14.
56. Alf. Silvanos, n. 2-3.
57. Ibíd. n. 4.
58. Ibíd. n. 6. 
59. Ibíd. n. 5.
60. Hist. Eccl. IV,  c. 23. Ed. Hussey, t. II, Oxford 1853, p. 521.


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