23.6.14






| Evagrio: el teólogo de la vida eremítica. |

Fueron muchas las personas santas que se comportaron como san Arsenio y muchos los maestros espirituales que hablaron como él; incluso se expresaron antes que él. Evagrio Póntico es un típico caso al respecto, ya que este “filósofo de Escete” comenzó su carrera de asceta en la escuela de san Basilio y la terminó en el desierto; algo que este último no deseaba. ¿A qué se debió ese cambio, considerado por el propio Evagrio como “una huida”? Dice él: “De mi parte, si alguno me llama prófugo, confieso que lo soy” [40]. La disciplina basiliana, o mejor: la espiritualidad basiliana, no satisfacía a su espíritu “preso de amor por las sagradas enseñanzas y por la theōría [contemplación] relacionada con ellas”. Evagrio se refugia entonces en san Gregorio de Nacianzo, el Teólogo. Pero según la Historia Lausíaca, las desventuras que sufrió en Constantinopla lograron sacudir su vocación de asceta. Aunque el cielo intervino a través de un sueño para salvarlo y también santa Melania lo ayudó con sus consejos; es por eso que el fugitivo monje basiliano se dirigió a Escete. Desde entonces él será el portavoz de los eremitas y de la teología sobre la vida eremítica.

El amor por la theōría no cambió en él, simplemente comprendió mejor la diferencia entre la gnōsis simple (el conocimiento accesible a toda inteligencia) y la gnōsis verdadera (el conocimiento reservado a los espíritus ya purificados). Y para purificarlos aún con mayor profundidad, Evagrio les enseña a los monjes a ser dos veces solitarios: hombre-monje e intelecto-monje. Y esto, precisamente, para lograr la perfección en la oración:

Si tu inteligencia divaga en los momentos de oración, es porque aún no ora como un monje sino que todavía se encuentra en el mundo […] [41]. El hombre-monje es aquel que evita las acciones de pecado; el intelecto-monje es aquel que evita el pecado de los pensamientos y que en los momentos de oración ve la luz de la Santa Trinidad [42].

El lugar en el que se halla esta afirmación, en el prefacio de un grueso libro totalmente dedicado al combate contra los ocho pecados capitales, demuestra que toda la vida ascética se dirige hacia este solo objetivo supremo, a esta suprema beatitud y supremo deseo: la visión de Dios; la que a veces es llamada, teología; otras veces, oración; y sobre todo, oración pura.

Lo importante es la soledad del espíritu (noús monakhós), que en el habitual lenguaje bizantino se denomina hēsykhía: el eremitismo o anacoresis interior; o dicho de manera atrevida: la monasticidad del corazón. Pero no se llega a la tercera etapa sin antes pasar por la primera, que es la huida de los hombres. 

No es posible llegar a vivir como un monje y seguir visitando las ciudades, pues en éstas el alma se carga con las variadas imágenes que recibe desde el exterior [43].

El tema de los monasterios que se establecen cerca de las ciudades será discutido entonces más de una vez; incluso en nuestros días.

Según Evagrio, “el espíritu fácilmente imprime las imágenes dentro de sí y entonces se precipita a pensamientos diabólicos”, razón por la cual se perturba. El estado del praktikós [del activo] y el del contemplativo no es, pues, un mismo estado. La virtud, objeto de la práxis, se ve impedida por el pensamiento nacido de la pasión; pero en la contemplación, incluso el simple pensamiento es ya un obstáculo. La consideración o atención de las cosas corporales detiene la comprensión espiritual [44].

La comprensión espiritual es lo que denominamos oración. Y Evagrio Póntico nos habla, en nombre de los padres del desierto y de san Gregorio el Teólogo, de la necesaria relación que hay entre soledad y oración. Esto lo condujo a escribir un tratado sobre la oración, obra que se corresponde bien con lo que debía escribir un teólogo-filósofo-psicólogo, quien en sus sucesivas huidas en búsqueda de la contemplación, tuvo que dirigirse al desierto como el lugar más apropiado para procurarse el objeto de su ambición.   

Una vez en el desierto, dice Evagrio: “He resuelto no abandonar mi cabaña, pues libramos nuestro combate para poder contemplar a los seres y a la Santa Trinidad” [45]. Y si a modo de objeción se preguntan por qué tal combate no puede librarse fuera de la celda, frente a seres corporales que también son objetos de contemplación, se los diré de manera totalmente clara. Evagrio, y en general todos los orientales abocados al espíritu, los mirarían con profunda sorpresa y casi con horror: ¿es posible que se ignore hasta tal punto la naturaleza de la contemplación y las leyes de la psicología? Tan solo la memoria de las cosas es ya un impedimento para la oración, por lo que, ¿quién pretendería alcanzarla sin abandonar las cosas y exponiéndose sin defensa alguna a todas las impresiones que nos asaltan por doquier?

Cierto autor escribió un tratado de psicología al respecto, y bien pudo haber sido el propio Evagrio. Se trata de la obra: De diversis malignis cogitationibus [46], que expone una distinción sutil entre los pensamientos (o representaciones/sugestiones) que moldean o imprimen la inteligencia; y los pensamientos que no la imprimen sino que simplemente le conceden cierto conocimiento, sin grabarle forma ni figura alguna. Los de la primera categoría dañan gravemente a la oración; casi podría decirse que la destruyen. Hay una incompatibilidad absoluta entre tales pensamientos y aquella inmaterialidad que postula la unión del espíritu con Dios.

Además de esto, “existen cuatro formas en que la inteligencia recepta los pensamientos. La primera es a través de los ojos, la segunda a través de los oídos, la tercera mediante la memoria y la cuarta mediante el temperamento” [47]. A la memoria y al temperamento los llevamos con nosotros a la soledad, ésa es la razón por la que la huida de los hombres y de las cosas no es un acto suficiente; si bien es algo necesario debido a los desastrosos efectos que la vista y el oído causan sobre la oración: “A través de los ojos, la inteligencia recibe los pensamientos que la moldean; a través de los oídos recepta también los pensamientos de los demás que la moldean”. Por lo tanto, para llegar a Dios por medio de la oración-contemplación-teología, es preciso “no dejar que la inteligencia establezca la impresión de ninguna forma” [48]. Pero, ¿cómo es posible hallar el “lugar de Dios” que es totalmente espiritual, siendo que desde hace mucho tiempo la inteligencia no se desprende de las impresiones materiales? Y esto sin considerar que, además de las imágenes que imprimen en nosotros y de las fantasías (que acompañan tales imágenes) que componen nuestra capacidad reflexiva, los objetos también excitan en nosotros las pasiones; e incluso distorsionan la contemplación inferior.

Sin duda, es posible alcanzar aquella apátheia tan elogiada por Evagrio; y cuando la misma es perfecta en presencia de los objetos corporales, la inteligencia es capaz de dedicarse únicamente a su logos. En esto consiste, precisamente, la contemplación segunda o superior. Pero, ¿quién se atreverá a ufanarse de haber alcanzado semejante impasibilidad? Al menos hasta aquí, el monje tiene el estricto deber, a través de la virtud de la prudencia, de huir de todo aquello que hiera su alma y que avergüence su espíritu. De esta manera logrará generar dos esperanzas en la prosecución de su objetivo: la oración verdadera y la unión con Dios.

Es así que queda justificada la anacoresis, tanto por la teología (que le asigna su fin supremo) como por la psicología (que demuestra lo necesario para ese fin); queda justificada la “huida de los hombres” y de las cosas en la medida en que las necesidades elementales de la vida lo hagan posible y según las exigencias admisibles de la caridad. 

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40. PG 32, 245 = la carta 8 de san Basilio, que es de Evagrio; cf. con la carta 22, Frankerberg, p. 581.
41. De oratione, 43.
42. Antirrético, Prefacio.
43. Carta 41.
44. Ibíd.
45. Carta 58.
46. PG 79, 1199-1234.
47. Cent. Supple. 18.
48. De oratione, 66.


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