24.3.17











Estaba.


Jesús, el Verbo encarnado, reproduce a su Padre. Él es el espejo en el que podemos ver, pues él es la imagen perfecta en la que el Padre se reconoce: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9). Jesús en su totalidad está ahí: es un reflejo, el reflejo ideal que es uno con el objeto que refleja y que sitúa entre nosotros y tal objeto a fin de que reconozcamos en él mismo a ese objeto.

Sin embargo, el Padre ha querido que entre este reflejo y nosotros haya todavía otro intermediario más, otra imagen más próxima a nosotros que reciba a la perfección sus características y nos las trasmita. Pero, ¿por qué este segundo intermediario, este espejo más próximo? No discutimos con Dios; tampoco sobre lo que él así lo ha querido. Aceptamos sus designios y lo adoramos. Luego buscamos vislumbrar en su luz las maravillas de aquellas intenciones sobre las cuales estamos seguros que son asombrosas. Cualquier otra actitud del alma no es cristiana o es insuficiente.

La vida de Jesús y la vida de María, el alma de Jesús y el alma de María “son sólo uno”. Ellos vivieron correspondiéndose sin cesar, el uno para el otro; hallar a uno es hallar al otro. El verlos así, unidos, con el alma de uno frente al del otro, es mejor que conocer a uno y al otro [por separado]. Pues en Dios, todo y todos se iluminan recíprocamente.

En [el curso de] estas dos vidas existe una cúspide: la del Calvario. La historia simple de ambos, tal como sus almas, se define en ese momento. Allí se muestran, precisamente, dentro de esta relación: el uno está enfrente del otro, se comunican entre sí todo lo que son. El objeto divino está frente a su espejo: uno está en una luminosidad total, separado de la tierra y resaltando sobre el cielo, por encima del mundo y de los hombres a la vez que conteniéndolos [a todos] para elevarlos consigo mismo; la otra está todavía sobre el suelo y mezclada con los hombres, a los cuales debe mostrarles lo que ella recibe, pues ella está ocupada únicamente en recibir para que así la imagen sea perfecta (Jn. 19:25):

Junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre.

María contempló y siguió todo para recibirlo todo. Este es uno de los sentidos de las palabras: “Junto a la cruz”; tal sentido es una de las razones para aquella postura que la atención cristiana ha sabido notar correctamente: de pie y al lado. Ella no debía perderse ni un movimiento, ni un dolor, sino no podría reproducirlo en su totalidad. 

Ella ya estaba acostumbrada a ese mirar sostenido que nunca se aparta ni flaquea; ese mirar ha sido su vida. Ella habría dejado de vivir si hubiese cesado [en su mirar]. Eso le fue fijado a través de la Inmaculada Concepción, cuando el ángel la saludó llamándola: “Llena de gracia”; es la ternura maternal que aumenta sin cesar su firmeza intensa; es la Pasión, el deseo de sufrir al lado [de su Hijo]. Y de sufrir así para guardar, prolongar, transmitir, revivir y fundar una nueva familia, para darle hermanos a Jesús e hijos a su Padre, para hacer en aquella hora lo que ninguna palabra es capaz de expresar.  

Para María, en aquella hora y a través de aquel suplicio -de aquella cruz, de ese abandono tan completo- el rayo divino es un rayo directo, la luz es resplandeciente, es la propia luz.

El objeto divino está despojado, no le queda sino ella -quien no es un obstáculo, por supuesto- y a quien él también está dispuesto a entregar. Ya no hay nada de lo creado; hasta ese entonces lo creado jamás lo hubo absorbido sino solo envuelto. Además, fue por nosotros que sus pies tocaron el suelo y vivió nuestra vida, tal como luego lo seguirá haciendo ella –siempre por nosotros- durante algunos años más. Pero esta es la hora del pasaje, del regreso. Él se separa, se diferencia de todo lo que es tinieblas, se eleva por encima de ellas, se halla en la plena luminosidad. Él está fijo, la cruz lo sostiene; la cruz que durante mucho tiempo fue oscura, desde entonces resplandecerá por todos los siglos a causa de él.

Es frente a tal luminosidad, a tal resplandecimiento, que María se mantiene “junto a la cruz”. Eso es lo que ella quiso reproducir de manera perfecta, mostrárnoslo y generarla en nosotros; se trata de la luz que ilumina la vida y vivifica todo y a todos: “Quien me sigue no andará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12).

María observa esa luz, se llena de ella; no es sino un espejo que la refleja, tal como Jesús refleja a su Padre; [ella] es luminosidad reflejada, es la luminosidad del momento en que el Sol de Justicia ilumina -desde lejos y de manera oblicua- los inmensos espacios de la oscura noche de la fe. 

Mientras se hace reflejo, ella logra engendrar, ser madre. Por eso san Juan, quien ha seguido todo, ha cubierto todo, ha querido todo y ha vivido todo, viene a recordarnos su status: “Junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre”. Se trata de la última vez; y no se aparta de él para así mostrarle que ella se ha convertido en la “Madre de [todos] los hombres”.

Estaba, san Juan utiliza mucho el [tiempo verbal] imperfecto, el tiempo impreciso que desborda el tiempo sucesivo dentro de la duración eterna a la vez que pareciera participar de ambos. Los estudiosos me darán razones lógicas para este hecho, pero me agradan más las razones simples y contemplativas que sólo pueden estar a la altura de un alma como la de san Juan.

Estaba, permaneció allí por mucho tiempo, se mantuvo, sostuvo su mirar y esa mirada la sostuvo. Ella no tuvo otro sostén; [esa mirada] le fue suficiente durante aquellas largas y crueles horas. ¿Realmente fueron largas y crueles esas horas? Sí, de una manera inexpresable. Y por eso mismo fueron también dulces y breves, porque allí ella estaba unida [a su Hijo].

Extraño misterio ante el cual me desconcierto toda vez que me sitúo frente a ellos dos: ¡sufrimientos innombrables que son a la vez la alegría más profunda!

Su unión jamás ha sido más completa y profunda, íntima y dulce. ¡Es el resultado de muchas cosas, de muchos actos, de muchas horas de amor! Apenas me atrevo a pensar en esto.

He visto emerger ante mis pensamientos aquellos años que han precedido a la Encarnación; luego, los años que siguieron al tiempo de gestación, en donde él estuvo verdaderamente sólo con ella. El propio san José –sí, san José mismo- ni siquiera sospechaba de la presencia celestial. Luego se dieron los treinta años de existencia terrestre. Y todo tendía hacia allá, hacia ese stabat para ella y hacia esa cruz para Jesús.

Hay una comunión establecida entre ellos, una que no quiere dejar de ser, que debe seguir, que debe ser fecunda y a la cual la separación externa no puede amenazar; es esta comunión la que Jesús consuma antes de morir. Se trata del culmen de su vida en común aquí en la tierra. Juntos la subieron lentamente; “lentamente”, es decir, al paso de Dios, que no es ni lento ni rápido sino justo. Es más, incluso estando inmóviles, tanto uno como el otro (él, fijo sobre la cruz; ella, junto a su crucificado) están en movimiento, vuelven a repetir en común el fiat que ha unido a sus almas a lo largo de sus días.

Estaba ahí, parada y unida; parada porque estaba unida, erguida según el deseo divino que es rectitud infinita y fuerza de su fuerza.

No puedo añadir más nada. Siento profundamente que toda su alma [de María] está allí, en ese deseo que los enlaza a ambos y a su principio… ¡Todo está allí!



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In dominica infra octauam aſſumptionis B.V. Mariæ, sermo.

14. [...] Vere tuam, o beata Mater, animam gladius pertranſiuit. Alioquin nonniſi eam pertranſiens, carnem Filii tui penetraret. Et quidem poſteaquam emiſit spiritum tuus ille Ieſus (omnium quidem, sed specialiter tuus), ipſius plane non attigit animam crudelis lancea, quæ ipſius (nec mortuo parcens, cui nocere non poſſet) aperuit latus, sed tuam utique animam pertranſiuit. Ipſius nimirum anima iam ibi non erat: sed tua plane inde nequibat auelli. Tuam ergo pertranſiuit animam vis doloris, ut plus quam martyrem non immerito prædicemus, in qua nimirum corporæ senſum paſſionis exceſſerit compaſſionis affectus.


Sermón del domingo dentro de la octava de la Asunción de la B.V. María.

14. […] En verdad, ¡oh, Madre santa!, una espada atravesó tu alma. Más aún, aquella no hubiese atravesado la carne de tu Hijo sin antes atravesarte a ti. De hecho, después de que aquel Jesús (que es de todos, por cierto, pero especialmente tuyo) entregó su espíritu, la cruel lanza que abrió su costado no tocó en lo absoluto su alma (pues no podría lastimarlo ni tampoco hacerle daño estando ya muerto), pero sí atravesó tu alma. Pues evidentemente su alma ya no estaba allí, pero la tuya de ninguna manera podría alejarse de ahí. Por lo tanto, ese fuerte dolor atravesó tu alma; más aún, debido a eso, con toda razón te proclamamos mártir, pues es claro que los dolores de tus sentidos corporales se vieron excedidos por tus sentimientos de compasión.    



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