30.10.14



El monaquismo: 
herencia del pasado y apertura hacia el futuro [1]

por Enzo Bianchi.

Expresar mis pensamientos respecto al monaquismo del pasado y a su futuro dentro de nuestro contexto occidental es una acción que pareciera temeraria. Pero asumo la responsabilidad, consciente de mis limitaciones y de una contribución que también ha de sujetarse a los imperativos de la brevedad. Solo espero dar lugar a algunas cuestiones, aunque –claro está- no para resolver los problemas. Y cuento con que, finalmente, estas observaciones puedan ser luego completadas a través de la lectura de otras dos contribuciones que he publicado sobre el tema.

1. Las dificultades del presente.

Toda realidad, cualquiera sea, cuando se la quiere interpretar como herencia del pasado y se quiere delinear su probable futuro, conviene que se la descifre según su actualidad; conviene evaluar su vitalidad y expresar para tal propósito un juicio que refleje su estado, su situación actual.

En lo que hace al monaquismo, estamos habituados a esta acción, pues ya desde los años 70 (como lo evidencia una conferencia de Michel Parys Mont-des-Cats en 1971) [2] el tema de la eventual crisis del monaquismo ha sido planteada en repetidas ocasiones y de manera casi obsesiva. Y frente a esta cuestión se han intentado diversas formas de respuesta, con frecuencia nada convergentes.

Sin embargo, es necesario reconocer que la capacidad de interrogarse [sobre este tema] siempre ha acompañado a las vicisitudes de la vida monástica a lo largo de su historia. Un antiguo apotegma da testimonio de ello a la vez que nos advierte contra las interpretaciones demasiado superficiales que pudiéramos realizar:

Los santos padres de Escete hicieron predicciones acerca de la última generación de monjes. Ellos dijeron: “¿Qué es lo que hemos hecho nosotros” Y uno de ellos, el gran abba Isquirión, respondió: “Nosotros hemos llevado a cabo los mandamientos de Dios”. Los demás le dijeron: “¿Y qué será de aquellos que vienen después de nosotros?”. Y él les dijo: “Ellos intentarán alcanzar la mitad de nuestras obras”. Y volvieron a decirle: “¿Y qué será de aquellos que vienen después de éstos?”. Y él les dijo: “Los hombres de esa generación no realizarán ninguna tarea, la tentación vendrá sobre ellos; y los que hayan sido probados en aquel tiempo serán muchos más grandes que nosotros y que nuestros padres” [3].  

De nuestra parte, no haremos una lectura superficial de la evolución de la vida monástica en occidente, sino que intentaremos tomar al menos lo que en ella ha seguido permaneciendo fiel al evangelio, lo que en ella per ducatum Evangelii itinera eius pergere (RB. Pról. 21); es decir, lo que en ella ha transitado por las vías del Señor bajo la vara del evangelio. 

Es innegable: el monaquismo atraviesa hoy una hora de gran dificultad, participa de la crisis de toda la Iglesia. El fin de la cristiandad, la evidencia de que la Iglesia es una minoría, la migración de la fe y la transformación del paradigma cristiano, son realidades que todos reconocemos; y seguirá siendo así porque ellas realmente están cambiando la vida de los cristianos, su lugar dentro de la historia y su compañerismo junto a los hombres. Sin duda, esta hora de dificultad para el monaquismo aparece retrasada en relación a otros componentes de la Iglesia. Fue a partir de los años 80 que se hizo evidente y continuamente es cada vez más punzante, por diversas razones. El envejecimiento de nuestras comunidades continúa haciéndose sentir, el ingreso de nuevos miembros se ha reducido significativamente y hay que reconocer que no es raro que se contravenga la propia stabilitas [la estabilidad monástica] (uno piensa incluso en la partida de hermanos profesos, con frecuencia pocos años después de su definitiva profesión solemne). Es necesario aclarar que esta situación general no pareciera vivirse bajo las mismas dificultades aquí y allá, en uno u otro monasterio. Pero tales casos son realmente raros, y para los mismos convendría valerse de un enfoque más puntual. En occidente, en tierras de vieja tradición cristiana, las dificultades son visibles y se las tolera de manera totalmente consciente. 

Sin embargo, una mirada nada superficial nos obliga a comprender esta hora no como una hora de decadencia de la vida monástica, sino más bien como una hora de pobreza. En los monasterios, mucho más en los últimos siglos, se ha venido llevando una vida marcada por la adhesión a la regla canónica del evangelio, por la fidelidad al propositum [el propósito de vida monástica] y por la preocupación por una vida eclesial adecuada. No se puede afirmar que esta última sea decadente, pero se debe reconocer que ha devenido en difícil, carente de miembros y menos rica en vitalidad y dinamismo.

Existen ciertas comunidades que se hallan en una condición por la que dolorosamente se encaminan hacia la muerte. Podemos decir de ellas que “tienen que cerrar” o que “han llegado a su fin”, pero en verdad ellas todavía “conceden vida”. Ellas viven de forma comunitaria lo que todo monje está llamado a vivir de manera personal: su propia pascua. ¡Y este hecho es más fecundo que el dinamismo de una comunidad rica en miembros!

He aquí, entonces, una situación de indigencia, de pobreza y a veces de miseria, pero no de decadencia; una situación en la que de todos modos es posible vivir el evangelio, más que nunca. Permítanme ahora un ejemplo que me marcó profundamente: el ejemplo del monasterio de Tibhirine, en Algeria. Eran siete u ocho monjes, muy pocos, algunos procedentes de monasterios franceses que habían llegado ahí por razones de oikonomía [de administración/organización]. Era un monasterio que el superior general de la Orden quería cerrar, era un monasterio que estaba luchando por vivir… ¡Sí, era un monasterio pobre y miserable, pero con una sublime capacidad de fecundidad cristiana! Cuando llegó su hora, este monasterio pudo conocer la epifanía de lo que fue una vida escondida, nada brillante e incapaz de [sobresaliente] manifestación…

Pero la dificultad de la hora también está marcada –hasta cierto punto- por la incomprensión de una parte del sistema eclesial, la cual no comprende la originalidad de la vocación monástica, ni la considera tampoco útil ni fructífera en relación a otras manifestaciones, a otros carismas y a otros diaconados de la Iglesia; no es capaz de hallarle un lugar dentro de la comunión eclesial que pueda respetar su particularidad. Existen otras manifestaciones eclesiales que actualmente son atendidas, que son aprobadas, puestas en evidencia y señaladas como ejemplares. Y lo son a tal punto, que no solo obstaculizan la posibilidad de vocaciones monásticas dentro de la pastoral actual, sino que dificultan también la comprensión de la propia vida monástica dentro de la Iglesia, el significado profundo de su presencia.  

El monaquismo, acostumbrado durante siglos a recibir una atención y amor privilegiados por parte de la Iglesia, vive hoy un momento de desarraigo y de sufrimiento por la falta de cuidado eclesial sobre su presencia y su ministerio. Este cambio de época del cristianismo, en efecto, se da bajo el signo de la “nueva evangelización” y pareciera no dar lugar al monaquismo, el cual se siente habitualmente más llamado al testimonio que a la misión y que –de todos modos- cree posible la evangelización sin las palabras y obras de la pastoral común, sin la habitual edificación sacramental.

Es paradójico, pero hoy en día el sistema eclesial pareciera capturado por la eficacia de las formas de vida consagrada –de la secularidad, del dinamismo apostólico, de los movimientos eclesiales, de las “nuevas comunidades”- que pueden presentarse como “formae Ecclesiae” [bajo las formas de la Iglesia] que reúnan a solteros y personas casadas; y cuando se piensa en la vida monástica, se la representa como “femenina y de clausura”, bajo la devota ideología que ignora el carisma monástico o que ve de reducirla a un soporte contemplativo de la acción pastoral y misionaria.

Pero incluso esta dificultad que proviene del contexto actual, le enseña al monaquismo la humildad, el lugar –de hecho- de marginalidad que los diferencia del sistema y que no le permite ser más que un “tertium genus christianorum” [un tercer tipo de cristianos, en medio de dos ya existentes]. Y esto lo autoriza a ser fecundo en esa situación de frontera, en ese lugar marginal, apoyado –como está- en el desierto. Esta hora de dificultad, por lo tanto, es también una hora propicia para la toma de consciencia de la originalidad del carisma y servicio monásticos, porque autē ē asthéneia ouk estin pros thánaton – ¡Esta enfermedad no es para muerte! (Jn. 11:4).

2. Urgencias para el futuro.

En una conferencia que tuvo lugar en el Congreso de Abades, en septiembre del 2000, en Roma, el superior general de los dominicos: Timothy Radcliffe, interpretó con mucha fineza y con afecto –permítanme decir que casi con nostalgia y con rasgos románticos- la vida monástica [4]. Sostuvo que los monasterios son lugares en donde resplandece la gloria de Dios, los tronos en donde se asienta el misterio; y eso en virtud de lo que ellos no son y no hacen, pues el centro invisible de la vida monástica se manifiesta en el “cómo”, en la manera en que viven los monjes. Y para explicar esta convicción, Radcliffe citó un texto del cardenal Basil Hume, en el que éste sostenía que los monjes no hacen nada de especial y no consideran tener una misión o función particular dentro de la Iglesia: ellos están ahí, y simple y gozosamente, continúan estando ahí. Y afirmó todavía que los monjes no solamente no hacen nada de especial, sino que viven una vida que no tiene otro horizonte más que la venida del Señor. Los monjes y monjas simplemente son hermanos y hermanas; ellos no pueden aspirar a ser nada más, y deberían avanzar por la via humilitatis [por la vía de la humildad], pues: omnibus humilitatis gradibus ascensis, monachus mox ad caritatem Dei perveniet illam [remontando todos los grados de humildad, el monje pronto llega a aquel grado de amor a Dios…] (RB. 7.67). ¡Cuando se es un monje o una monja no es necesario ser algo más! Sí, el significado de la vida de un monje consiste en el hecho de que vive, que está ahí, que no avanza sino hacia el Reino de Dios. 

Esta descripción de la vocación monástica, en parte poética además de evocadora, nos resulta convincente sobre todo porque pone el acento en que la vida monástica es estar ahí y no realizar ninguna tarea en particular dentro de la Iglesia y el mundo; además de que tal vocación tiene que ser -y de hecho lo es- una vía evangélica, una vía modelada por el evangelio. Pero esto no siempre es fácil ni tampoco evidente, en especial porque el carácter evangélico de una determinada vida tiene que ser continuamente reinventado y confirmado por completo como la vida de un cristiano. Lo que el monaquismo debe confirmar de modo pleno, ahí donde pudiese haberse perdido o se halle despojado, es el seguimiento de Cristo dentro de la habitual existencia cotidiana, en lo concreto de una vida que se considera humana, en su forma más común y –por ende- más ampliamente compartida por los hombres dentro del contexto en que los monjes se encuentren. Es necesario y urgente que el monaquismo sea rigurosamente cristiano, y por eso mismo antignóstico, fiel a la tierra y eclesial. El ideal monástico debe, por lo tanto, convertirse en una forma radical de existencia cristiana, de una existencia que renuncia a ser un “estado de vida” y busca ser elemental, humana, “humanissime” [muy humana], abandonando así la coartada según la cual ¡es imposible llevar una vida dirigida a la santidad en medio de la normalidad del mundo y de la Iglesia! La vocación a la santidad es única, la esperanza de la Iglesia es única; ha llegado la hora, en verdad, de que el monaquismo combata en cuerpo y alma la batalla todavía inconclusa contra el gnosticismo (tal como lo exige el atento teólogo, Pierangelo Sequeri) [5].

¿Dónde es que se manifiesta la calidad de vida monástica? En el hecho de trabajar con las propias manos, de cultivar la fraternidad, de vivir el mandamiento nuevo, de mantenerse con vida gracias a la Palabra de Dios, en el servicio y entrega recíprocos, en la diaconía al otro; en una palabra: en la manera de vivir y de morir. ¿O será que queremos continuar privilegiando una forma de vida y sus signos externos, buscando a toda costa señalar la diferencia con los demás y así establecer una identidad propia para luego poder exhibirla? Hoy más que nunca, deberían recorrerse con frecuencia textos como el Grandeur et risque de la vie monastique, de Bernardin Schellenberger [6]; textos en donde la búsqueda monástica no se preocupe por conocer “lo que me distingue” o –por desgracia- “lo que tengo de más”, sino por dirigirse a vivir una existencia hacia la noûs [mentalidad], hacia el phrónesis [sentir] de Jesús (cf. 1 Co. 2:16; Fil. 2:5); una búsqueda siempre inclinada por concretizar en la verdadera vida cotidiana aquella vita Jesu [vida de Jesús] que es, contra todo gnosticismo, la vida del hombre. Y más aún, la vida del hombre enviado por el Padre para mostrarles a los hombres cómo vivir la existencia humana. En la Regla de Grandmont, se encuentra esta extraordinaria exhortación: “Si se les pregunta cuál es su orden y qué regla siguen, respondan que su primera y principal regla es el evangelio, fuente y principio de todas las reglas” [7].

La imaginería cristiana -y en consecuencia la imaginería monástica- es demasiado exuberante e impide captar la vida monástica cristiana en su realidad más esencial: ¡una simple vida humana que busca recordar la ordinaria vida humana de Jesús! De hecho, con mucha frecuencia los partícipes de nuestros monasterios esperan percibir “la clausura monástica”, “el encierro”, “las formas solemnes e icónicas del pasado” y “ciertos lenguajes esotéricos”, pero todas estas exigencias, si se viesen satisfechas, se revelarían como una transgresión del sencillo evangelio. Con mucha frecuencia, los monjes se exponen a investiduras que no les conceden nada, salvo demostrarles que pueden resultar gratificantes por saber llamar la atención y recibir el beneplácito de los demás. En tal sentido, conviene ejercer un cuidadoso discernimiento en relación a la actual demanda eclesial que espera que los monasterios constituyan una ayuda a la pastoral de la actualidad; es decir, ¡que se conviertan en “lugares excelsos” según la lógica del santuario!

3. Un signo necesario.    

Para combatir precisamente toda forma de gnosis y para recuperar la vida humana en su condición más sencilla y concreta, es necesario que el monaquismo dedique todas sus fuerzas a la construcción de una comunidad con vistas a la koinonía [comunión]; la cual es condición para el telos [objetivo final], a saber: que el ágape, el amor, haga su epifanía.

Desde siempre, la koinonía ha sido la forma vitae [la forma de vida] del monaquismo, y todos los textos fundadores: de Pacomio, Basilio y Agustín o incluso la Regla de san Benito, declaran haberse inspirado en la koinonía que fue vivida por la Iglesia Primitiva y testimoniada por los Hechos de los Apóstoles. Lograr la koinonía perfecta, ser cor unum et anima una [un solo corazón y una sola alma] (Hch. 4:32), fue percibida como la esencia de la vida monástica, la misma a la que el propio Casiano remonta el cenobitismo de los tiempos apostólicos [8]: y Jerónimo, en su prefacio a la traducción latina de la Regla de Pacomio, afirma que los monjes “viven como en los tiempos de los apóstoles” [9]. Basilio, por su parte, no solo recuerda la comunidad primitiva de Jerusalén como forma de vida cristiana, sino que incluso declara que la vida en común es la mejor y más segura medida del verdadero seguimiento a Cristo [10]. La Regula Benedicti da testimonio de su calidad comunitaria sobre todo en los capítulos 67 al 72 (en donde ya no depende de la Regula Magistri). En tales capítulos, el Christo omnino nihil praeponant, el hecho de no preferir nada sino a Cristo, está lleno del amor recíproco: todo tiene que hacerse sibi invicem, [de manera recíproca], los unos junto a los otros; hacerse según la lógica del syn [de manera conjunta] y del allélon [de manera recíproca] neotestamentarios; es decir, hacerse según el ferventissimo amore, el amor más ardiente (RB. 72.11; 71.1; 72.3).

La stabilitas, por lo tanto, se pone al servicio de la communion; y ahí tiene lugar la communitas de oración, de trabajo, de inteligencia, de fe y de proyecto de vida hasta la commoriendum convivendum [la convivencia conjunta] (cf. 2 Cor. 7:3). El monasterio no es un conventus al cual se regresa después de la missio (según Francisco de Asís), ni tampoco es una statio (según Ignacio de Loyola) ni mucho menos una residentia; el monasterio es y busca ser el medio en el que se vive y se manifiesta la communitas como forma de seguimiento.

Cuando los primeros cistercienses consideraron al monasterio como una schola communionis [escuela de comunión], como una schola et domus dilectionis [escuela y morada del amor], quisieron, precisamente a través de este surgimiento de la communitas, efectuar una renovación de la vida monástica. Sin duda, la koinonía no debe ser ni un mito ni un horizonte idílico, sino el objetivo que se ha de atender a diario y en la existencia concreta; incluso a través de las contradicciones e insuficiencias que marcan la existencia de cada uno.

Es necesario reconocer que el monje ha dispensado bastante energía en su paso por un ideal más bien encrático y ascético antes que evangélico; pero hoy en día las fuerzas, los esfuerzos, deben invertirse y dirigirse sobre todo a la búsqueda de la communitas. Se trata de refundar cada día la auténtica fraternidad a partir de la palabra escuchada, proferida, orada; a partir de la acción proyectada, pensada, realizada en común; a partir de la corrección y del perdón recíprocos, recibidos y ofrecidos. Diría, en suma, refundarse diariamente asumiendo la categoría de “sinodalidad”, en el sentido de syn-odos, de camino realizado de manera conjunta.   

La comunidad nace de la voluntad en común:

Ella vive de la presencia concedida y ofrecida de manera recíproca;
ella engendra la cualidad de la vida humana y cristiana.

Es precisamente por esto que Jesús aseguró que el único medio que permite reconocer a sus discípulos es el amor recíproco, ¡la comunión! (cf. Jn. 13:35).

Juan Pablo II, en un mensaje dirigido el 21 de noviembre de 1992 a la asamblea plenaria de la Congregación para los Religiosos, después de recordar que la vida en común es el signo más elocuente del amor dinámico y difusivo de la santa Trinidad (n.5), pasó a decir que: “Toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de vida fraterna llevada a cabo en común” [11].

Sí, estoy convencido de que la communitas -sobre todo hoy, en una cultura impregnada de individualismo, signada por la lógica del “sin el otro” y afectada por la falta de un horizonte común- es verdaderamente la urgencia hacia donde la vida monástica tiene que canalizar sus fuerzas y su atención; es un signo necesario en la Iglesia y en el compañerismo entre los hombres. Por otra parte, ¿no he escrito ya varias veces [12] que la koinonía no es solo una realidad hecha posible gracias el celibato, sino que éste es una condición esencial para vivir la vida monástica? El celibato y la comunidad son los únicos elementos fundacionales y específicos de la vida monástica.

4. Conclusión.

La vida monástica de la actualidad, principalmente por las dificultades que vive en el mundo occidental, vuelve a entenderse como un pusillus grex [pequeño rebaño], y su presencia con frecuencia asume el semblante de la debilidad y la pobreza. Pero en esta hora, que yo juzgo como pascual, conviene más que nunca recordar la promesa de Dios:

Y dejaré subsistir en medio de ti
un pueblo humilde y modesto,
que buscará refugio en el nombre del Señor (So. 3:12).

Y esto sucederá incluso si este pueblo humilde y débil es un pequeño remanente, del cual no quede sino una décima parte:

Y si este décimo fuera todavía abatido y despojado,
al punto de que solo quedara una cepa,
esa cepa será simiente sagrada (cf. Is. 6:13).

¡Esta revelación nos llena de esperanza!

¡Incluso si solo quedara una cepa del árbol del monaquismo, esa cepa será una simiente santa! Y esto vale para toda comunidad, para todo monasterio: cuando se ve agitado como roble que es abatido, es entonces que se halla dentro de una condición pascual.

En la pobreza y debilidad actuales de la vida monástica se encuentra una riqueza extraordinaria que solo el Señor sabe evaluar. Y en él confiamos nosotros, sabiendo que podemos vivir el evangelio en toda situación: en la fortaleza o la debilidad, en la riqueza o la pobreza, en el incremento o la disminución. Nada ni nadie nos puede impedir que vivamos el evangelio; y si la cepa es santa, la vida logrará renacer y vendrán periodos que serán ricos en flores y frutos.  

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1. Conferencia otorgada por el prior del Monasterio de Bose en el Congreso de Estudios Monásticos del Pontificio Ateneo Sant’Anselmo, el 01 de junio del 2002, en Roma. Traducido al italiano por Matthias Wirz. Cf. E. Bianchi, «Le monachisme au seuil de l’an 2000», in Collectanea Cisterciensia 61 (1999), pp. 3-21; Id., Quelle spiritualité les moines offrent-ils à l’Église?, Qiqajon, Bose 2001 (Temi di vita religiosa R); reimpreso en mi obra: Si tu savais le don de Dieu. La vie religieuse dans l’Église, Lessius, Bruxelles 2001, p. 238-281.
2. Cf. M. van Parys, «Crise du monachisme? Unité et pluralité», in Irénikon 46 (1973), p. 343-360.
3. Ischurion 1, en Paroles des anciens. Apophtegmes des pères du désert, J.-Cl. Guy (éd.), Seuil, Paris 1976.
4. Cf. Vie consacrée 3 (2001), p. 148-165 (publicado también en La Vie spirituelle 743 [2002], p. 21-37).
5. Cf. P. Sequeri, “Beata solitudo? Monachesimo cristiano e città postmoderna”, en Un monastero alle porte della città, Vita e pensiero, Milán 1999, p. 63-75.
6. Centurion, París 1985.
7. Cf. Règle de Grandmont, Prol. 11, en Regole monastiche d’occidente, Qiqajon, Bose 1989, p. 218.
8. Cf. Juan Casiano, Conferencias 18.5.
9. Cf. Regole monastiche antiche, G. Turbessi (éd.), Studium, Roma 1974, p. 105.
10. Grandes règles 7.4 y 7.1.
11. Informationes SCRIS 2 (1992), p. 165.
12. Cf. par ex. Si tu savais le don de Dieu, cit., pp. 47-55.

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Bianchi, E. (2002). Le monachisme, héritage du passé et ouverture au futur.


Enzo Bianchi es laico y fundador -además de prior- del Monasterio de Bose (1965), una comunidad monástica ecuménica en Magnano, Italia. En julio del 2014, fue nombrado por el Papa Francisco como asesor del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.



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23.10.14


Encuentro de Ana y Joaquín - Rusia, s. XVIII.

El misterio del matrimonio
dentro de la Iglesia de Oriente.


por Horia Roscanu.


Teólogo laico católico-ortodoxo. Director del CentrEmmaüs de espiritualidad hesicasta, en Montreal, Quebec.

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El oriente cristiano ve en el matrimonio y el monaquismo dos vías privilegiadas para seguir a Cristo, pues las dos son vocaciones religiosas y de servicio.

Vean la fragilidad del corazón humano: si uno no se ha entregado a Dios, ni tampoco al otro dentro de un proyecto matrimonial preciso y exigente, se arriesga entonces a replegarse en la autoidolatría y la autosatisfacción (Lucien Coutu, “La vie religieuse en Orient chrétien”, Reflets, 165, p. 23).

La nueva mirada que la Iglesia de Oriente tiene sobre el amor humano puede ser fuente de liberación para las personas que se sienten atrapadas en un conflicto.

Santificando la vida de la carne.

¿Es casualidad que el primer milagro de Cristo haya tenido lugar durante las bodas de Caná (Jn. 2:1-11)? El Señor ha transformado el agua en vino y de esa manera ha transfigurado todo mediante su presencia. Notemos que ese buen vino aparece hacia el final, de forma contraria al espíritu de “zapping” del mundo actual, en donde las parejas frecuentemente se separan tras dar lugar a la belleza exterior de la juventud y apenas aparecen las dificultades. No es sino tras largos años de complicidad, de pruebas y de alegrías, de ascesis y de sacrificios, que el verdadero amor se torna intenso. ¿Acaso los viñadores no dedican largos años de su trabajo para producir, no sin dolor, sus mejores vendimias?

“Dios se hizo carne para así transformarlo todo, para santificar la vida de la carne y para entrar en la vida cotidiana de los hombres” [1]. ¡Santificar la vida de la carne! El matrimonio es sagrado, no es un consentimiento a la debilidad humana ni un mal solo tolerable para que la progenie vaya a poblar los conventos. La antigua y pagana mancha que pesa sobre el sexo, elemento que penetró incluso en el cristianismo, afortunadamente no tiene hoy mayor audiencia. De allí que en la Iglesia Ortodoxa se desarrolle actualmente una seria reflexión sobre el sacerdocio femenino (véase al respecto el libro de Élisabeth Behr-Sigel y Mons. Kallistos Ware: L’ordination des femmes dans l’Église orthodoxe, París, ed. Cerf, 1998).

El cristianismo oriental no ha heredado la visión agustiniana sobre la sexualidad; y al respecto, su mirada permite superar dificultades en las que algunos podrían sentirse atrapados. El ícono que el cristianismo oriental propone como arquetipo de la pareja cristiana (y que se ofrece como regalo de matrimonio) es la imagen de los benditos antepasados de nuestro Señor: Joaquín y Ana, quienes se entrelazaron para poder concebir a la Madre de Dios. En algunos de estos íconos se puede ver un lecho nupcial de fondo. El abrazo nupcial es así canonizado por el ícono, mensajero de la enseñanza sobre la fe de la Iglesia. La Sagrada Familia no está completa sino con los padres de la Madre de Dios, quienes resarcieron la caída de la primera pareja de la humanidad:

¡Adán, he aquí tu renovación; Eva exulta de alegría! La pareja venerable ha concebido a la Oveja Inmaculada de la cual surgirá, de forma inefable, el Cordero de Dios que será inmolado para nutrir al mundo entero. Ana exclama desde la cima de la alegría: “¡Tribus todas de Israel, alégrense conmigo, pues he concebido al nuevo cielo, en el que pronto se elevará la estrella de la salvación y la fuente de la luz: Jesús!”. Adán y Eva abandonan ya sus lamentos, pues en este día y de manera maravillosa, la Madre de nuestra alegría surge como el fruto de un vientre estéril (Oficio del 09 de diciembre, fiesta de la Concepción de santa Ana).

¡Oh!, pareja bienaventurada, ustedes sobrepasan a todas las parejas de la tierra por dar lugar a aquella que aventaja a toda la creación. Alégrate, bendito Joaquín, por ser el padre de tal niña; y tú, santa Ana, bendito es tu vientre por dar lugar a la Madre de nuestra vida. Benditos los pechos que amamantaron a aquella que nutrió con su leche a quien nutre a todo lo que respira y todo lo que vive. La sagrada pareja conformada por Ana y por Joaquín alcanza los tabernáculos de los cielos. Junto a su hija: la Virgen Inmaculada, y en compañía de los ángeles, ellos están ahora exultantes e interceden continuamente por el mundo. Nosotros nos unimos a ellos en la fe y les cantamos, diciendo: “Ustedes que, por la Sierva de Dios, María Purísima, son abuelos de su hijo Jesucristo, intercedan por nosotros. Venerables y virtuosos padres de la Virgen Inmaculada, ustedes que poseen una sola alma y un solo deseo, ustedes han puesto fin a las devastaciones de la muerte al dar nacimiento a la Madre de la Vida. Adán se ha liberado de sus ataduras y Eva está libre de su maldición, los cielos se alegran y a los hombres se les concede la paz” (Oficio del 09 de septiembre, Memoria de los santos y justos antepasados de Dios: Joaquín y Ana).

Frente a esta pareja bastante concreta, tenemos que confesar –sin ánimo de atentar contra su condición de venerables- que la pareja que conforman José y María aparece desencarnada y poco imitable si les concedemos el carácter asexuado de su singular alianza, ¡incluso si los reconocemos entre los numerosos “hogares reconstituidos” de hoy en día!

Otro elemento del enfoque positivo de las Iglesias de Oriente sobre la sexualidad es el mantenimiento -desde los orígenes del cristianismo- de la tradicional ordenación sacerdotal de los hombres casados, en paralelo a una clerecía monástica y célibe. La sexualidad no es incompatible con el servicio al altar, ella es buena e invita a la santidad, al igual que todos los demás aspectos de la vida humana. El amor a Dios y el amor a los hombres, dice san Máximo el Confesor, no comprenden dos amores sino dos aspectos de un único y pleno amor [2]. Eros y ágape no son incompatibles ni tampoco excluyentes.

Matrimonio y monaquismo.

Cuando Cristo ordena que sigamos el camino angosto no se dirige solo a los monjes sino a todos los hombres. El monje y el laico deben alcanzar las mismas alturas; y si caen, sufren las mismas heridas. Ambos han recibido la misma suma que habrán de devolver (san Juan Crisóstomo).

El matrimonio es un compromiso dentro de una comunidad de vida; en otras palabras, es un cenobitismo (del griego koinós-bíos, vida en común). Sucede igual con la persona que elige la vida monástica. Ambos estados religiosos son complementarios. No existe una espiritualidad laica para el oriente cristiano, pues el evangelio es el mismo para todos.

La santidad monástica y la santidad conyugal son las dos laderas del Tabor; y en uno y otro lado, el objetivo es el Espíritu Santo. Quienes alcanzan la cima, yendo por uno u otro lado, entran “al reposo de Dios, a la alegría del Señor”. Y ahí, las dos vías, contradictorias a la razón humana, se encuentran interiormente unidas, resultan misteriosamente idénticas [3].

Aquellos que se comprometen con una u otra vía deben cultivar los mismos valores: humildad, paciencia, amor fraternal y espíritu de paz. Es necesario señalar aquí al monaquismo interior ensalzado por Paul Evdokimov, en donde los votos monásticos son asimilados a su manera por los laicos: la pobreza es la renuncia a un consumo desenfrenado, es el desprendimiento de los bienes materiales y la generosidad; la castidad no es ausencia sino la “integración del eros dentro del amor” (Olivier Clément) y la unificación del ser, es un esfuerzo constante por tratar al otro como un sujeto; y la obediencia es una adhesión alegre a los llamados del Espíritu [4].  

En el momento de la creación, la Trinidad dio origen a la pareja según su imagen; es decir, como una comunión de personas. “El hombre no alcanza la plenitud sino cuando vive en y por su prójimo” [5]. ¿Y quién es el primer prójimo del esposo sino su esposa? La compartimentalización de la vida a la que nos vemos forzados no tiene lugar en una visión cristiana de integración. El cristiano comprende, poco a poco, que todo en la vida es un sacramento que llama a la comunión con la Trinidad, a la acción de gracias. Y así, para los esposos cristianos, abrazar su unión es abrazar a Cristo. Ellos se convierten, entonces, en el padre, la madre, los hermanos y hermanas de Cristo; y él realmente se asienta entre ellos, en medio de su hogar.

La liturgia del matrimonio.

Dentro del ritual bizantino, el paralelo entre la sagrada liturgia de la eucaristía y la liturgia del matrimonio es sorprendente. Desde el principio se da la ofrenda, pues la Iglesia ofrece los novios a Dios, los cuales se ofrecen luego el uno al otro y después, de manera conjunta, mutua, lo hacen a Dios. Esto se manifiesta en el oficio de los contrayentes, en donde tiene lugar el intercambio de sus alianzas, llenas de fidelidad. Luego viene la anamnesis, que es “el recuerdo maravilloso de todo lo que Dios ha realizado por las bienaventuradas parejas -desde Abraham y Sara hasta Joaquín y Ana- para preparar el nacimiento de la Virgen María, por cuyo medio la humanidad le dio la bienvenida al Hijo de Dios” [6]. La Iglesia evoca también, junto a la lectura de la epístola de Pablo a los efesios (5:20-33), el desposorio místico de Cristo y su Iglesia como sublime modelo de unión del hombre y la mujer. Y la lectura del evangelio evoca las bodas de Caná. La epíclesis, momento central de todo sacramento, consiste en la imposición –por parte del sacerdote- de coronas sobre las cabezas de los esposos, para transformarlos en células vivas del Cuerpo de Cristo, en microiglesias domésticas. El amor humano de la pareja se ve así conectado a la fuente misma del amor.

Es así que el Espíritu Santo les hará posible al hombre y a la mujer convertirse, poco a poco, en imagen de Dios, en verdaderas personas que serán ellas mismas en la medida en que comulguen la una con la otra para llegar a ser una sola mientras siguen siendo dos [7].  

Las coronas son llamadas “coronas de martirio o de testimonio” (del griego, martyrion), pues los esposos deben darse mutuo testimonio del amor de Cristo; y quien dice amor dice don de sí, lo cual implica el martirio. Nuestra sociedad, guiada por el principio de placer, no comprenderá sino con dolor que el amor verdadero implica la cruz del sacrificio y “que es difícil amar” (Gilles Vigneault). Se requiere de un vuelco del espíritu para comprender las palabras que el sacerdote pronuncia sobre las coronas:

¡Que venga a su corazones aquella alegría que experimentó la bienaventurada Elena de Constantinopla cuando descubrió la preciosa cruz! […] Guárdalos en tu memoria, Señor, tal como recordaste a tus santos, los Cuarenta Mártires de Sebaste, enviándoles sus coronas desde el cielo […].

Luego viene la “danza de Isaías”. La alegría estalla en una triple danza alrededor del evangelio -presencia real y misteriosa de Cristo- situado sobre una mesa. La asamblea invocará, entonces, a la fe de Isaías y de los santos mártires. Pues a Isaías se le ha pedido que “baile de alegría” debido a que su profecía se ha cumplido:  

He aquí que la virgen está esperando, y dará a luz un hijo a quien llamará Emmanuel, Dios con nosotros (Is. 7:14). 
He aquí que la nueva pareja, coronada y santificada, recibe a su vez a Emmanuel. La Palabra de Dios se hace presente en el seno de la pareja, ella se hace carne, ella se encarna en la pareja y la convierte en una Iglesia en miniatura [8].

Luego se invoca a los santos mártires “que han combatido notablemente y han sido coronados en el cielo”, de tal manera que ellos ayuden a la pareja a dar también un buen combate. La vida conyugal implica, de hecho, “un duro combate, una renuncia al egoísmo, una auténtica y alegre cruz, una ascesis por medio de la cual uno muere a sí mismo para vivir por el otro” [9].

La comunión es la finalidad de los dos sacramentos, de la eucaristía y del matrimonio. El matrimonio es la incorporación en Cristo, con ayuda del Espíritu Santo, de la nueva familia. La pareja comparte un cáliz de vino que simboliza la alegría del amor. Y la comunión se revela como objetivo del matrimonio, pues mientras comparten juntos el cáliz eucarístico, la pareja realiza su vocación y su finalidad, que es entrar a la nueva familia en el misterio de Cristo. En ciertas iglesias, luego de su uso se quiebra la copa contra el suelo para significar así la indisolubilidad del matrimonio y la fidelidad que se deben los esposos.

Se notará con cierto asombro la ausencia del intercambio de consentimiento por parte de los novios dentro de los rituales orientales; no así en las iglesias que han cedido a la influencia occidental. Para el oriente, lo más importante es la epíclesis, la invocación de las gracias del Espíritu Santo sobre la pareja. Se trata de una alianza, de una relación mucho más exigente y más profunda que un mero contrato jurídico.

Sexualidad y control de natalidad.

¿Es necesario decir que la pareja cristiana es generosa, que no vive aislada y que su fecundidad –sea biológica o no- resultará del desbordante amor que dirija hacia la Fuente del Amor? Dice el sacerdote sobre los esposos:

Llena su morada de trigo, de vino, de aceite y de toda suerte de bienes, de tal manera que puedan favorecer a quienes lo necesitan […] Concédeles fecundidad y una hermosa descendencia; un perfecto encuentro de sus almas y de sus cuerpos; exáltalos como a los cedros del Líbano, como una viña a sus bellos sarmientos; concédeles abundantes cosechas, a fin de que siempre tengan lo que necesitan y que lo que les sobre puedan utilizarlo en toda obra buena que te sea de agrado; y que vean a los hijos de sus hijos como plantas de olivo alrededor de su mesa […].

En cuanto al control de natalidad, dirijo a los lectores  al siguiente párrafo extraído de una entrevista realizada al Catholicós de Armenia, Karékine I:

En nuestra tradición oriental, siempre hemos considerado que la tarea de la Iglesia es formar una consciencia cristiana en las personas a la vez que se les conceden las principales directivas para una conducta de vida según la voluntad de Dios. Pero no interferimos en los detalles que son relativos y discutibles, no entramos en el dominio íntimo de la vida de cada uno.
Pienso que nuestro deber es respetar la libertad que Dios nos ha concedido a todos a la vez que formar a los creyentes en el ejercicio de esta misma libertad, alimentando y favoreciendo así el crecimiento de su consciencia. La Iglesia no debe legislar para barrer la consciencia de las personas. No se trata de liberalismo o relativismo moral, sino de permitir que cada uno pueda ejercer su [libertad de] consciencia.
Este es un signo de confianza de la Iglesia hacia sus fieles: puesto que reciben la gracia de Dios y adquieren una educación cristiana, ella considera que están suficientemente maduros para poder diferenciar el bien del mal [10].

Vemos que es cuestión de responsabilidad, de madurez, de confianza y de respeto a la intimidad. Para la Iglesia, se trata de recordar las exigencias del amor sin inmiscuirse en los detalles que son más íntimos.

Existen formas de control de natalidad que serán aceptables e incluso inevitables para algunos, en tanto que otros preferirán evitarlas [10].

Recordemos también la reacción del patriarca Atenágoras I de Constantinopla tras la promulgación de la encíclica Humanae Vitae por Pablo VI:

Si un hombre y una mujer verdaderamente se aman, no soy yo quien vaya a entrar a su recámara; pues todo lo que ellos hagan será sagrado [11].

Respecto a las experiencias sexuales premaritales, tiempo en que el adolescente descubre su sexualidad, ¿es saludable abordar el tema con todas las prohibiciones que cursan dentro de cierta moral puritana? Para este tema, Olivier Clément tiene unas líneas admirables:

Acercarse a los jóvenes con un lenguaje juzgante sobre el tema de la sexualidad, desde un enfoque de permiso y prohibición, mientras ellos no saben bien si creen o no en Dios, es no solo absurdo sino también criminal. De hecho, podríamos alejarlos por mucho tiempo de Dios, de Cristo, de la Iglesia. La primera tarea es la evangelización. Es necesario –si es posible sin restricciones, ni siquiera disimuladas- lograr que perciban que no somos huérfanos, que no estamos temblando de frío en un mundo absurdo y sin esperanzas, para asegurarles luego -como en el momento en que el niño se acurruca contra su madre- la dulzura de la carne de los demás [12]. 

Y este teólogo ortodoxo francés continúa diciendo que es precisamente en el amor frecuentemente tierno y adolescente de buen número de nuestros contemporáneos, dentro de esta experiencia que hoy en día es para muchos el único rincón de ternura de la existencia, que se encuentra un lugar especial de evangelización.

Indisoluble y falible.

El divorcio no se admite en la Iglesia de Oriente, pero sí se perdona; pues se acepta que existe solo un pecado imperdonable, el pecado contra el Espíritu Santo. El sacramento del matrimonio no es algo mágico sino un don de la gracia; y las personas que se han comprometido a esta vocación puede que fallen. Ellas pueden equivocarse, e incluso entrar a una espiral de autodestrucción en donde el amor asentado en el seno de la pareja termine siendo asesinado.

En este caso, la Iglesia puede admitir que la gracia no ha sido “recibida”, puede aceptar la separación y permitir un nuevo matrimonio. Ella jamás anima las segundas nupcias a causa del carácter eterno del lazo matrimonial, pero sabe tolerarlas cuando, en casos concretos, se presentan como la mejor solución para un determinado individuo [14].
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Referencias.

1. Dieu est vivant, Catéchèse orthodoxe, Cerf, 1987, p. 350.
2. Patrología griega 90, 408 D.
3. Paul Evdokimov, Sacrement de l’amour, DDB, 1980, p. 98.
4. Jean-François Roussel, "Paul Evdokimov et le monachisme intériorisé", Théosis, 1991, p. 5.
5. Kallistos Ware, Le Royaume intérieur, Cerf, 1996, p. 40.
6. Dieu est vivant, p. 350.
7. Ibid., p. 351.
8. Ibíd.
9. Ibíd.
10. Karékine I, Catholicós de los armenios, Entretiens avec Giovanni Guaïta, Montrouge, Éditions Nouvelle Cité, 1998.
11. Jean Meyendorff, Le mariage dans la perspective orthodoxe, YMCA Press/OEIL, 1986, p. 90.
12. Citado por Olivier Clément, "L’Église orthodoxe et la sexualité", Contacts 150 (1990), p. 134.
13. Olivier Clément, Corps de mort et de gloire, DDB, 1995, pp. 82-83.
14. Jean Meyendorff, op. cit., p. 78.
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Roscanu H., (2000). Le mystère du mariage dans l’Église d’Orient, Théosis, n. 21, ed. de septiembre. Centre Emmaüs, Canadá.

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22.10.14


Portada del film Metéora (2012), de Spiro Stathoulopoulos.

El ascetismo: 
puente entre matrimonio y monaquismo
dentro de la espiritualidad ortodoxa.


por Vincent Rossi, teólogo laico ortodoxo.  


La tradicional enseñanza de la Iglesia Ortodoxa que sostiene que el monaquismo es un llamado espiritual “más elevado” o “el más elevado”, es recibido por muchos conversos como una idea opresiva y confusa. Pues éstos tienden a pensar: “Si el monaquismo es la vocación más elevada, y yo estoy llamado a llevar una vida conyugal dentro del mundo, entonces pareciera que se me está exigiendo vivir una vida según una vocación ‘inferior’”; lo cual es una visión frustrante y desalentadora. Más aún, la literatura ascética de la Iglesia Ortodoxa está tan pesadamente dedicada a la experiencia del ideal de vida monástico, que las personas “laicas” -en especial los conversos- encuentran difícil ver dónde es que encajan y cómo es que toda esta enseñanza “monástica” se aplica a ellos. Son muchos los conversos casados y solteros que sienten que su espiritualidad tiene un tope definitivo: ellas son personas “laicas” que viven su vocación en el mundo, por lo que se les pide mucho menos a nivel espiritual y –lo que es peor- se espera mucho menos de ellas. A estas personas se les asegura que los laicos pueden “salvarse” mientras llevan una vida de ataduras en el mundo y siguen lo mejor que puedan los preceptos y prácticas de la Iglesia. Sin embargo, y por desgracia, con este enfoque (que básicamente yerra por enseñar una verdad a medias, según expondré más abajo) los conversos casados o solteros no-monacales se sienten condenados a ser “ciudadanos de segunda clase” dentro del Reino [de Dios].

Ciertos observadores, tras notar el creciente número de cristianos evangélicos entrando en la Iglesia Ortodoxa, creen que el surgimiento de este problema se basa en la antipatía y falta de familiaridad del mundo protestante con el monaquismo. Pero esto implica ignorar el hecho de que tal confusión también se da en el número igualmente vasto de conversos anglicanos/episcopalianos y católico romanos, quienes provienen de tradiciones que alientan y honran al monaquismo. Es claro, entonces, que esta evidente oposición entre matrimonio y monaquismo no es solo el resultado de la previa filiación religiosa de los convertidos a la Iglesia Ortodoxa. Existen muchos factores activos que contribuyen a crear este clima de confusión respecto al rol del monaquismo en la vida de los casados y solteros de la Iglesia. Por eso es crucial que los líderes de ésta: teólogos, catequistas y evangelistas, tengan en cuenta los siguientes factores a medida que la Iglesia Ortodoxa extiende sus esfuerzos misioneros y evangélicos por el occidente.

1. En primer lugar, está la brecha que existe entre Iglesia y cultura en occidente. Se trata de un factor seriamente subestimado por muchos líderes eclesiales provenientes del Viejo Mundo. Las sociedades ortodoxas tradicionales fueron, aun con sus históricas faltas, básicamente normales y humanas. En las sociedades cristianas tradicionales -sean semíticas, eslavas, griegas o celtas-, la Iglesia y la cultura se apoyaban de manera mutua: el sacerdote, el político y los padres de familia trabajaban de manera conjunta en pro de los mismos objetivos. El matrimonio y el monaquismo estaban orgánicamente unidos dentro de una comunidad cuya alma era la sagrada liturgia, cuyo estilo de vida era el ascetismo tradicional, cuyos “biorritmos” estaban regulados por el ciclo de los oficios de la iglesia, y cuyos feriados y celebraciones nacionales eran las grandes fiestas anuales de la Iglesia Ortodoxa. Sin embargo, en la actual sociedad occidental -sea en América o Europa- este lazo orgánico entre Iglesia y cultura ha sido cortado de raíz.  

2. En segundo lugar, se ha de tener en cuenta el bajo nivel de cultura espiritual -tanto en el mundo de occidente como en el de oriente- y su contraste con la cultura intelectual y técnica del mundo “post-moderno”. Cuando a un anciano del monasterio rumano de Sihăstria (que quizás sea el equivalente del Óptina Pústyñ, del monasterio ícono de la Rusia del s. XIX) se le preguntó porqué el celo por la oración y por las buenas obras era tan débil en la actualidad, respondió:

Porque la fe ha disminuido en todo el mundo. Hoy en día, los laicos y monjes confiesan que ya no pueden rezar como lo hacían en el pasado. Es solo a través de un gran esfuerzo y con mucho dolor que algunos buenos monjes y laicos pueden mantener la oración pura durante el día y la noche. Los demás siempre estamos rodeados por diversas preocupaciones, personas y debilidades; y cuando rezamos, nuestras mentes siempre se dispersan y se llenan de variados pensamientos (Spiritual Conversations with Romanian Elders, del P. Ioanichie Balan).

Y esto tan solo confirma la antigua profecía de Abba Juan el Enano:

Esto es lo que dijo uno de los ancianos estando en éxtasis: “Tres monjes estaban parados a orillas del mar y una voz vino a ellos desde el otro lado, diciéndoles: ‘Tomen alas de fuego y vengan aquí, conmigo’. Los primeros dos así lo hicieron y alcanzaron la otra orilla, pero el tercero se quedó llorando y lamentándose desconsoladamente. Lo hizo hasta que también le fueron dadas alas, pero no de fuego sino unas débiles y sin fuerzas, de tal manera que alcanzó la otra orilla yendo a veces bajo el agua, otras veces sobre la misma. Y esto es lo que sucede con la generación de ahora: si se les conceden alas, ellas no son de fuego sino débiles y sin poder” (The Desert Christian, Benedicta Ward).

Muchos líderes ortodoxos son ciertamente bastante conscientes de esta situación, lo cual posiblemente contribuya a su rechazo de una promoción más vigorosa o entusiasta de la tradicional ascética ortodoxa y de la espiritualidad monástica dentro de sus tierras de adopción.  

3. En tercer lugar, existe una confusa forma –un tanto insensible y básicamente inefectiva- en que el “ideal monástico” es frecuentemente presentado ante los conversos occidentales. Recuerdo una lección otorgada por el P. Seraphim Rose en uno de sus escritos, en donde hablaba del “peso” de toda la tradición ortodoxa, con toda su magnificencia y trascendencia cayendo de manera implacable sobre el pobre converso; a veces empujándolo fuera de la Iglesia. El ascetismo monástico ortodoxo, con sus elevados ideales y su inflexible rigor, es en verdad un concepto de mucho peso; en especial para nosotros, niños de la presente era y acostumbrados como estamos a comprender la vida en términos de toda forma de confort sin esfuerzo, propio de nuestra cultura que busca incesantemente la “felicidad”.  

Lo que resta de este artículo lo dedicaré para remarcar estos dos últimos factores.

Hay un axioma en la Iglesia Ortodoxa, surgido en el correr de su historia, que dice: “Tal como va el monaquismo, así va la Iglesia”. La salud del monaquismo es un barómetro de la salud de la Iglesia. Sin embargo, resulta inexplicable que a través de los estándares del pasado e incluso del Viejo Mundo de la actualidad, el monaquismo ortodoxo sea tan débil en occidente. Al observar las tradicionales sociedades ortodoxas del pasado, en donde el monaquismo y el matrimonio estaban orgánicamente unidos en la cultura, se evidencia de buen grado que el ascetismo practicado por las familias comunes y por los simples campesinos sobrepasaba en rigor e intensidad a la practicada en muchos monasterios del occidente actual. Todos los factores antes mencionados probablemente hayan contribuido a este estado de cosas, sin mencionar la dislocación y el shock culturales de la así llamada “diáspora” ortodoxa.

Como quiera que sea, lo cierto es que en la actualidad se necesita desesperadamente de un puente entre los ideales monásticos/ascéticos de la Iglesia Ortodoxa y la formación intelectual/psicológica de los ortodoxos contemporáneos. El intento de “sanar” esta situación actual buscando diseminar el “ideal monástico” como una suerte de panacea no ha logrado proveernos del puente necesario; no lo ha hecho debido a que el ascetismo monástico con demasiada frecuencia es presentado de manera dogmática, desencarnada [idealizada] y sin discernimiento adecuado. De ahí que se den dos lamentables resultados:     

a. Se termina poniendo un enorme peso sobre el alma del cristiano ortodoxo, en especial si es alguien fervoroso o idealista, tal como lo son muchos conversos; y esto podría tener efectos perjudiciales.

b. Se pierde una grandiosa oportunidad para enseñar la verdadera vía ascética bajo términos que toda alma moderna pueda comprender y utilizar.

La solución a la confusión sobre las vocaciones “más elevadas” y “más bajas” no radica en insistir obstinada y “dogmáticamente” –aun si fuera correcto- en que toda la tradición siempre ha declarado que el monaquismo es una vocación superior. Por otra parte, tampoco es particularmente beneficioso buscar con insistencia en los escritos de san Juan Crisóstomo y otros autores patrísticos “pruebas” que apoyen la sublimidad del “ideal conyugal”. Ninguno de estos enfoques solucionará el problema. Discutir el ideal monástico de esta manera no es efectivo debido a que aquel no está encarnado, el ideal monástico resulta abstracto a la vida de la Iglesia en occidente; es decir, hay una diferencia entre el ideal conceptual y la realidad concreta. Por lo tanto, en relación al matrimonio y al monaquismo, necesitamos hacernos la pregunta que Pablo les hizo a los corintios respecto al cuerpo y a sus miembros (1 Cor. 12:12-31). Dada la unidad del cuerpo físico del ser humano, no tiene sentido hablar del mayor o menor honor de los diferentes a la vez que esenciales órganos que lo constituyen. ¿Acaso puede el ojo (el monaquismo) decirle a la mano (el matrimonio): “No te necesito”? Pablo se sirve de la metáfora del cuerpo y de su inherente simbolismo para tratar precisamente la misma cuestión, el tema de los dones espirituales “más elevados” o “más bajos”. Y nos muestra así que, en la realidad del Cuerpo de Cristo existe una unidad orgánica, eucarística, de todos los dones y de todas las vocaciones.  

Necesitamos comprender lo que realmente nos está diciendo el testimonio de la tradición de tal manera que su sabiduría pueda ser “desplegada” de forma beneficiosa para la actual generación. Siguiendo una técnica de san Máximo el Confesor, necesitamos “diferenciar para poder unir”. Veamos, entonces, de diferenciar primero aquellos elementos que pudieran estar en conflicto o ser confusos, de tal forma que podamos apreciar después su armonía y unidad inherentes. Aquí parecieran existir estas áreas: 1) el conflicto entre monaquismo y ascetismo; 2) la confusión del “ideal monástico” con la institución del monaquismo; y 3) el doble significado de la palabra monaquismo: el monaquismo “interior” y el monaquismo “exterior”. Si analizamos el tema de esta manera, la retórica pregunta de san Pablo sobre los méritos de los diversos miembros del cuerpo hallará su respuesta en sí misma.

1). Necesitamos diferenciar ascetismo de monaquismo. Muchos conversos, iniciados en la maravillosa literatura espiritual de la tradición ortodoxa, como: la Filocalia, La escala del divino ascenso [de Juan Clímaco] o La guerra invisible [de Nicodemo el Hagiorita], tienen la impresión de que solo los monjes están llamados a ser ascetas. Nada más lejos de la verdad. Todos los cristianos están llamados a la vida ascética. En Mateo, capítulo 16, Jesús nos concede la ley fundamental de todo discipulado cristiano: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt. 16:24-25). La esencia de la vida ascética es, precisamente, negarse a uno mismo por el bien de Cristo y tomar la propia cruz para seguirlo. No existe otra forma de seguir a Cristo. Es a través de la ascesis que todos los cristianos: monjes, clérigos y laicos, recorren el mismo camino.

Para mostrar la naturaleza universal de la ascesis ortodoxa y su íntima unión con la oración noética, veamos la clamorosa declaración de san Simeón de Tesalónica acerca de la oración del nombre de Jesucristo (Little Russian Philokalia, vol. 4, p. 146):

Que todo hombre piadoso repita continuamente su nombre como una oración, en su mente y con su lengua. Que siempre se obligue a esto mientras está parado, viajando, sentado, descansando, hablando o haciendo cualquier otra cosa. Entonces hallará una grandiosa paz y regocijo, tal como lo saben por experiencia quienes así están ocupados. Esta actividad es tanto para quienes viven en el mundo como para los monjes en medio de la agitación. Todos deben esforzarse por dedicarse a esta oración, incluso si lo hacen de manera limitada. Todos: clérigos, monjes y laicos, deben tener esta oración como guía y deben practicarla según sus propias capacidades.  
Los monjes han adquirido un compromiso, y es por eso que tienen una obligación inevitable con esta tarea […] Los clérigos tienen que ser prestos con esta oración como si se tratase de una tarea apostólica y de una prédica divina […] Que aquellos que están en el mundo se ocupen en esta actividad como un sello sobre sí mismos, como un signo de su fe, como una protección, como parte de su santificación y para expeler toda tentación […] Que todos le dediquen tiempo, según sus propias capacidades, y que mantengan cierta cantidad de esta oración como toda una obligación (cursiva añadida).

Bajo esta línea de pensamiento, sería innecesario citar la vasta cantidad de fuentes patrísticas que confirmarían nuestro punto para así concluir que la vía de ascesis cristiana, el camino de la cruz, no es automáticamente monástica sino solo una de sus formas; si bien la más preeminente. La ascesis se les exige a todos los cristianos ortodoxos por igual.

2). También necesitamos diferenciar a la institución monacal del “ideal monástico”. Según san Teófano el Recluso, la institución monacal consiste en los rangos monásticos (poslushnik o novicio; ryassaforo o primera tonsura; krestonosets o tonsura total; y skhimnik o gran schema), la regla monástica (cuyos principales puntos son el ayuno, la obediencia y la oración) y las formas de vida monástica (cenobítica, eremítica y en sketae). Todo esto constituye la “imagen externa” del monaquismo. Pero su “imagen interna”, su esencia, es –según san Teófano- “una continua labor de dominio y de extirpación de las pasiones, a fin de que uno pueda mantenerse puro e inmaculado frente al rostro de Dios”. Por supuesto, los solteros y casados no-monacales no viven según el orden externo del monaquismo, pero, ¿quién se atrevería a decir que ellos no tienen la responsabilidad de trabajar continuamente en la conquista de sus pasiones a fin de mantenerse puros e inmaculados frente a Dios? Tal como el propio Teófano lo dice:

Existen mujeres laicas que llevan vestidos de vivos colores pero son monjas en su espíritu, mientras que hay monjas de oscuros mantos que son mujeres laicas en su corazón (Kindling the Divine Spark). 

Desde esta perspectiva, las personas laicas –según san Teófano el Recluso- no necesitan sentirse excluidas de ninguna posibilidad espiritual simplemente porque sus vidas se asientan en medio de las preocupaciones del mundo.

3). Finalmente, necesitamos diferenciar la espiritualidad monástica según sus dos posibles significados: monaquismo externo y monaquismo interno. Según san Máximo el Confesor: 

El monje es aquel hombre que ha liberado a su intelecto del apego a las cosas materiales y quien por medio del autocontrol, del amor, la salmodia y la oración se apega solo a Dios” (Char. 2:54). 

En otro lugar, el Confesor señala de manera aún más enérgica: 

Aquel que ha renunciado a cuestiones como el matrimonio, las posesiones y demás logros mundanos es un monje a nivel exterior, pero aun no es un monje a nivel interno. Solo aquel que ha renunciado a las apasionadas imágenes conceptuales de tales cosas ha convertido en monje a su ser interior, al nous. Es fácil ser monje según el ser exterior, si uno así lo desea; pero se requiere de no poco esfuerzo para convertir en monje al ser interior (Char. 4:50).

Esto es similar a la enseñanza del Recluso sobre la “imagen interna” del monaquismo, de la que –como hemos visto- no están excluidos los laicos. La expresión “no poco esfuerzo” es un fuerte subrayado que san Máximo revela en su siguiente afirmación:

¿Quién, en esta generación, se ha visto libre de las apasionadas imágenes conceptuales y diría que se le ha concedido así la oración ininterrumpida, pura y espiritual? Esta es la marca del monje interior (Char. 4:51). 

El punto de estas citas, y también de este ensayo, no es negar la preeminencia del monaquismo como paradigma de la espiritualidad dentro de la tradición ortodoxa. Su objetivo es llamar un poco más a la sobriedad toda vez que se invoque el “ideal monástico”, demostrando que desde la perspectiva más elevada de la tradición hesicasta, tanto los monjes como laicos de la actualidad están más o menos en la misma barca; o, según la visión del anciano Juan el Enano, ambos están sobre el mar y con las mismas alas vacilantes.

Junto a las diferenciaciones entre ascetismo y monaquismo, y entre monaquismo exterior e interior, necesitamos exhibir todavía otro concepto más para clarificar nuestro enfoque sobre los principios del ascetismo no-monacal: la espiritualidad. Estamos trabajando con tres conceptos básicos que con frecuencia se confunden o son reemplazados entre sí: monaquismo, ascetismo y espiritualidad. La espiritualidad es un término realmente difícil de definir, pues posee un sentido más amplio e inclusivo que los otros dos. Dentro de la ortodoxia, incluye a la mentalidad patrística, la experiencia de vivir en Cristo y la reflexión sobre esa experiencia. En tal sentido, podemos decir junto al obispo John Zizioulas (Being and Communion), que desde la época de la Iglesia primitiva han existido dos tipos básicos de espiritualidad dentro de la santa ortodoxia: una podría denominarse “eucarística”, ya que se basa en la comunidad eucarística, en sus experiencias y en sus normas. A la otra, Zizioulas la llama “monástica”, pero yo prefiero denominarla “hesicástica”, ya que describe con mejor precisión el tipo de espiritualidad que se diferencia de la eucarística; y así evito, además, sugerir que esta última dimensión puede separarse del monaquismo o del hesicasmo. Recuérdese que aquí estamos diferenciando no para separar sino para unir. Tanto en la espiritualidad eucarística como en la hesicástica, la práctica del ascetismo es fundamental: el individuo lucha contra sus pasiones, se esfuerza por el logro de las virtudes, busca la gracia en la oración y la unión con Dios en Cristo Jesús. La espiritualidad hesicástica se caracteriza no solo por su renuncia al mundo y por su austero ascetismo, sino particularmente por la entrega voluntaria a la autoridad espiritual de un geron o staretz; incluyendo en tal entrega prácticas como una obediencia estricta al anciano elegido, una diaria revelación de los pensamientos y otras actividades que no le son posibles al común de los laicos. La espiritualidad eucarística, por otra parte, se caracteriza por una participación ascética y noética dentro de la comunidad eucarística como una vía para superar la filautía: el amor a uno mismo y a sus hijos pequeños, como la glotonería, la avaricia, la vanagloria, etc. Finalmente, sin embargo, ambos tipos de espiritualidad son solo modos de la única espiritualidad que existe en la Iglesia Oriental: el camino para llegar a ser un templo vivo del Espíritu Santo a través de la participación en la gracia increada y en la energía deificante de Dios. La espiritualidad ortodoxa, entonces, tanto eucarística como hesicástica, es la espiritualidad que se encarna de manera más perfecta en la persona santa. 

Normalmente, el tipo de espiritualidad más natural para los casados y solteros no-monacales es la eucarística. Bajo esta forma de espiritualidad, el propio Jesús es nuestro “padre espiritual” a través de la eucaristía y del sacerdocio; y la Iglesia es nuestra madre espiritual. Y nuestras familias son nuestras “celdas”. Tal como los ancianos les aconsejan a los monjes: “Quédate en tu celda y tu celda te enseñará de todo”, así también la Iglesia, nuestra madre espiritual, nos dice a nosotros, los no-monacales: “”Quédate con tu familia (que es un microcosmos de la Iglesia) y tu familia te enseñará de todo”. Las tres actividades principales de la Iglesia: oración, ayuno y caridad, junto al ciclo de vida sacramental y litúrgico completan una regla ascética que es inagotable y perfectamente adaptable a nuestras fuerzas (o debilidades). No hay nada espiritualmente limitante ni restrictivo en la espiritualidad eucarística de la Iglesia; ninguna gracia está ausente y ninguna puerta espiritual está cerrada.  

Por sobre todo, no existe un tope a la santidad o sacralidad de la espiritualidad bíblica, eucarística, de la santa ortodoxia. En Mateo, capítulo 5, Jesús les dice a todos los cristianos: “Por lo tanto, sean perfectos, tal como su Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt. 5:48). El monaquismo, después de todo, no es un fin en sí mismo. El “ideal monástico” no es el monaquismo en sí sino algo más elevado: el  martirio. Recordemos que el monaquismo comenzó como una forma de martirio, era el martirio “blanco”. Y el martirio no es nada más ni nada menos que la negación total de uno mismo a favor de Cristo y de la cruz, es un camino de gracia no limitada a los monjes sino abierta a todos los cristianos.

La enseñanza del venerable anciano y santo: Paisius Velichkovsky, respecto a la tonsura de la orden monástica, es igualmente aplicable –con ligeras adaptaciones- a los casados y solteros ortodoxos no-monacales.

Tenemos tres enemigos contra los cuales debemos librar a una guerra a diario: el primero y más temible es el demonio; el segundo es nuestro cuerpo, la carne; y el tercero es el mundo.

El primer grado de combate ascético es contra el mundo. A diferencia del monje, nosotros no tenemos que abandonar el matrimonio, nuestras familias y posesiones. No renunciamos a ellos. Pero podemos y debemos renunciar al apego pecaminoso a los mismos; podemos, siguiendo a san Máximo, esforzarnos para renunciar a las pasiones que nos mantienen atados a las cosas y no a Dios. La segunda arena de combate es la carne. Nosotros, no-monacales, estamos tan obligados como los monjes a controlarnos respecto a los alimentos demasiados placenteros y las bebidas libertinas.

A través del ayuno buscamos terminar con el deseo por el pecado y con las diversas provocaciones que dan lugar a su aparición; a través de la vigilancia en los momentos de oración, buscamos destruir la pereza; y también buscamos eliminar muchas otras pasiones, superarlas a través del recuerdo de Dios, lo cual solo se logra mediante el sufrimiento que se soporta con un espíritu de devoción (san Marcos el Monje).  

Pero nuestro cuerpo es también nuestro amigo, pues con su ayuda podemos realizar postraciones, dar limosnas y verter nuestras lágrimas. Esta es la razón por la que san Gregorio Palamas habló de nuestra relación con el cuerpo como “aparejada y enajenada, como [la relación con] un enemigo misericordioso y un amigo traicionero” (Oración 14). Nuestro tercer enemigo es el propio demonio, aquel contra el cual nos envolvemos en nuestra más difícil batalla: la naturaleza visible contra la invisible. Y aquí nuestro armamento es “la armadura de Dios”: la verdad, la rectitud, el evangelio de la paz, la fe, la paciencia y la oración (Ef. 6:11-18); todo lo cual reclamamos cuando nos esforzamos por mantener los mandamientos de Cristo y de la Iglesia buscando adquirir la verdadera riqueza de las virtudes. Por lo tanto, la clave para el ascetismo no-monástico es esforzarse sin cesar, según la propia capacidad, confiando no en nosotros mismos sino siempre en Cristo y en su novia: la Iglesia.

Amén. 
...


Rossi V. (1996). Ascetism: The Bridge Between Marriage and Monasticism in Orthodox Spirituality. Again Magazine.

www.stgeorgegreenville.org


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