6.8.17



















¿Y quién comprende los caminos del Espíritu Santo?

por Vāyu-sakha.

A la edad de 28 años, este agraciado celebrante había ingresado a un instituto religioso de estricta observancia; lo hizo diez años después de haber concebido a una hija fuera del matrimonio, junto a una mujer radicada a más de seis mil kilómetros de su eventual locación de stabilitas. Posteriormente, al ser ordenado sacerdote, el reconocido teólogo tendría ya 34 años de edad; en tanto que la hija a la que nunca vio ni reconoció, estaría cumpliendo 16 años de vida en algún ignoto lugar de Inglaterra [1]. 

En aquella época pre-conciliar, la vigencia del conservador CIC de 1917 no halló –según el entendimiento de los superiores- objeción alguna frente al candidato al noviciado, como así tampoco frente a su posterior entrada al orden sagrado [2].

La fotografía representa la primera misa solemne que celebrara el P. Louis en la Abadía de Nuestra Señora de Gethsemaní, el 28 de mayo de 1949.

Sin duda alguna, el incesante oleaje de la existencia nunca traza rígidos guiones biográficos para los innumerables seres que navegamos en ella. Pero si alguien con un curso de vida similar a la del escritor señalado tocase hoy la puerta de un seminario diocesano o de un instituto religioso, ¿sería admitido a pesar de sus acciones pasadas y de sus repercusiones todavía presentes? ¿Lo permitirían el renovado CIC de 1983 y la interpretación post-conciliar del Ordinario o de la Santa Sede? ¿Sería posible que resonase incluso, de alguna manera y siquiera lejanamente, el concepto de los viri probati
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1. Aunque no existe evidencia alguna, se sugiere que tanto la hija como la madre –cuyos nombres se desconocen- podrían haber fallecido en un blitzkrieg sobre Londres durante la Segunda Guerra Mundial.
2. Nótese la calidad illicite sed valide del noviciado que habría cursado el joven norteamericano según el can. 542 §2, cuando señala la irregular condición de: parentes quorum opera sit ad liberos alendos vel educandos necessaria | “los padres a quienes se requiera para mantener y educar a los niños” (fragmento no explícito en la edición actual del CIC). En cuanto al orden sagrado, particularmente en los cán. 990 §1-2 y 991 §1, se deja en claro el derecho del Ordinario para dispensar a la persona de lo que podrían considerarse como irregularidades o impedimentos (facultad que en ciertos casos es extendida y reservada a la Sede Apostólica en el CIC vigente). 


Véase también: Hagia-sophia




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¿Cuánto tiempo dura el efecto de una sola consumición eucarística?

Se entiende que la presencia de Cristo en nuestro interior, en términos biológicos, dura tanto como subsistan las especies eucarísticas; es decir, unos cuantos minutos [1]. Pero luego de haber comulgado en estado de gracia, ¿cuánto dura aquel efecto primario de intensificación de la unión mística con Jesucristo y de la gracia santificadora? ¿Y cuánto los efectos de mayor alejamiento del pecado venial y de preservación contra el mortal? [2]. ¿Será que la eucaristía tan sólo genera un transitorio efecto efervescente sobre el fiel católico y es por eso que éste requiere de su fracción frecuente? ¿O será posible que, tras haberla consumido una sola vez, sus efectos puedan durar en el alma incluso como el rocío matinal que despierta y acompaña a la flor de un día? [3].


¿Cuán reales son los efectos de la eucaristía?

Si los frutos de la eucaristía son incuestionablemente reales, los sacerdotes -en virtud de su condición y obligaciones dentro del orden sagrado- tendrían que ser sus principales depositarios y el testimonio vivo de su efectividad [4]. Sin embargo, cuando eso no sucede y sucede aún lo contrario, ¿se diría que los fieles tan sólo acuden, en verdad, al piadoso consumo de una enigmática ausencia bajo las especies de pan y vino? Si no se perciben los esperados efectos de una supuesta causa, ¿se ha de dudar sólo de la realidad de los primeros o sobre todo de la existencia de la segunda?


1. CCE 1377.
2. CCE 1391-1395 y 1416.
3. Aunque es muy poco probable que un fiel católico comulgue una sola vez en su vida y -sintiéndose completamente satisfecho- alcance así la plena madurez espiritual, la pregunta apunta a la perdurabilidad y constatación práctica de los efectos que se le adjudican al cuerpo y sangre de Cristo tras el sincero acto de su consumición.
4. Para los frutos de la eucaristía, véase el CCE 1377; para lo pertinente al orden sagrado y a la dignidad y funciones sacerdotales, véase CCE 1536-1600. 


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¿Cuántas hogazas de pan y onzas de vino hacen a un buen cristiano?


por Vāyu-sakha.


Preguntas:

1. En esta época nuestra, en la que es posible comulgar hasta dos veces por día, ¿no se esperaría que la comunidad de católicos fuese más íntegra y robusta que en tiempos en que la comunión era realmente escasa? ¿Y los mejores entre sus miembros no debieran, incluso, manifestar un mayor grado de santidad que en el pasado?

2. Si bien un distintivo de los santos es su ferviente atracción por el cuerpo y la sangre de Cristo, ¿podemos evaluar, en la actualidad, el grado de perfección espiritual de una persona según la cantidad de pan y vino consagrados que haya consumido o el ansia que sienta por ellos?

3. Si alguno –por la razón que fuera- tan sólo se sujetara al mínimum de una comunión al año, ¿sería por eso menos digno de la misteriosa gracia divina que aquel que sigue un régimen laudable?



Fragmento sobre historia de la comunión.

Después de eso comenzó un glorioso tiempo: la auténtica Edad Media, periodo en el que durante dos siglos y medio la Iglesia rigió al mundo. Si alguna vez hubo un momento -en la historia de la tierra- en que el Reino de Cristo logró ser un poder imperial, ese fue el lapso entre san Gregorio VII y el inicio del reinado de Bonifacio VIII. Si sus súbditos se rebelaban, la Iglesia los sometía; pues el mundo mismo estaba de su lado. En medio del escepticismo de nuestro tiempo, Europa pareciera mirar atrás con cierta melancolía, lamentándose de aquella gloriosa Edad de la Fe, de aquella breve etapa de creencia religiosa. Sin embargo, y resulta extraño decirlo, se trató de un tiempo en que las comuniones eran escasas, poco frecuentes. El punto de esplendor más álgido de la Iglesia medieval es el IV Concilio de Letrán; ni siquiera en Nicea se dio una más augusta representación del mundo cristiano. Oriente y Occidente estaban ahí reunidos bajo la Sede de San Pedro; más de 400 obispos juraron fidelidad a Inocencio III, en tanto que reyes y emperadores competían con eclesiásticos en su profesión de lealtad. Pero fue precisamente entonces, cuando el mundo estaba a sus pies, que la Iglesia se vio obligada a sancionar a aquellos hijos suyos que no comulgaran una vez al año y a limitar su mandato a la comunión durante la Pascua, sin exigir nada de más.
Pero esto no es lo más sorprendente del caso. En épocas anteriores, la Iglesia exigía tres comuniones al año; aunque, de hecho, los fieles comulgaban con más frecuencia. Por ejemplo, mientras que el Concilio de Agda ordenaba solamente tres comuniones, sabemos que –en el mismo siglo- todo un navío de marinos tuvo que desembarcar un domingo debido a que no podían perder su comunión semanal [1]. Sin embargo, durante la Edad Media incluso los fieles comulgaban muy raramente. Se podría decir que los padres del Concilio de Letrán sólo exigían como promedio una comunión al año debido a la aspereza e ignorancia de los rudos guerreros con quienes trataban. Aún con todas sus virtudes, difícilmente se podría decir que un cruzado era un hombre de vida interior. Ellos iban por el mundo recibiendo y dando golpes, luchando y batallando a lo largo de toda su vida; aunque grandes y de corazón sencillo, maduraban como niños; y como a los niños, no se les permitía comulgar con frecuencia, ya que eran demasiado volátiles y demasiado ignorantes para poder apreciar lo que hacían. Y esto mismo bien podría decirse, con toda certeza, de la generalidad de los hombres de aquella época. Aunque no ha de considerarse esto como razón para las infrecuentes comuniones de las órdenes religiosas y –sobre todo- de los santos. Veamos algunos hechos para aclarar nuestro punto.
No puede haber una forma más segura de estimar la mirada de los santos medievales respecto a la comunión, que observar la frecuencia de comunión que ellos mismos exigían a sus religiosos a través de sus reglas. En todos los casos, veremos que sus ideas al respecto eran bastante diferentes a las nuestras. Tomemos, por ejemplo, a la única verdadera orden inglesa que alguna vez se haya establecido: la de Sempringham, instituida por san Gilberto en el s. XII [2]. Según su regla, los hermanos seglares sólo debían comulgar ocho veces al año. Como contraste, conozco sólo un caso de comunión más frecuente durante ese mismo tiempo: el de la pobre y extática inglesa de la diócesis de Durgham, a quien le fue permitido recibir a nuestro Señor todos los domingos. Es posible que haya otros casos aislados de este tipo, pero los mismos no pueden superar el hecho de la comunión poco frecuente de toda una orden religiosa. Si hubo un santo en cuyo instituto -más que en el de cualquier otro- pudieses esperar que el amor haya logrado reemplazar al miedo, ese sería san Francisco. Sin embargo, incluso ahí verás la misma infrecuencia. Existe una carta del santo en la que permite que el sacerdote de su orden solamente permanezca un día en cada convento a fin de celebrar la misa [3]. Quizás supongas que esta severidad se vio distendida para las monjas de santa Clara; pero, de acuerdo a su regla, las hermanas sólo comulgaban seis veces al año e iban a confesarse doce [4]. En el caso de las dominicas de claustro, sólo se les permitía comulgar quince veces al año, dado que era frecuente que pudiesen hallar a confesores que las escuchasen [5]. Existen, no obstante, ejemplos aislados de comuniones más frecuentes; tal como el caso de las hermanas de Santa María de la Humildad, a quienes Urbano IV les ordenó comulgar una vez cada quince días, además de cada sábado de Cuaresma y en Adviento [7]. Pero se trata de una excepción dentro de una congregación pequeña, lo cual no puede superar a la práctica mucho más extendida e importante de las órdenes de san Francisco y de santo Domingo. Otro estándar confiable para poder determinar la cantidad de comuniones de los fieles son las reglas de las órdenes terciarias, las cuales consistían en devotos que, aunque continuaban viviendo en el mundo, hacían lo mejor que podían para servir a Dios de manera perfecta. Se trataba de la verdadera élite de la laicidad, si bien los hermanos y hermanas de la orden terciaria de santo Domingo –de acuerdo a su regla- sólo comulgaban cuatro veces al año. Otro ejemplo remarcable es el de san Luis, quien si hubiese vivido en la actualidad de seguro hubiese comulgado a diario. Su austera vida, su profunda consciencia y su generosa devoción (por la que en las cruzadas arriesgaba absolutamente todo por amor a Cristo), de seguro le habrían concedido el derecho de recibir el Santísimo Sacramento con mayor frecuencia que sus contemporáneos. Sin embargo, aquel que declaró que la única medida del amor a Dios era el amor sin medida, fue tratado de manera tan miserable por su confesor que su habitual número de comuniones fue de seis al año [8]. Más tarde y durante el mismo siglo, siendo todavía laico, san Luis de Toulouse sólo recibía a nuestro Señor en ocasión de las principales festividades [9]; y santa Elizabeth de Portugal lo hacía sólo tres veces al año [10]. Un fiel de la actualidad no estaría nada satisfecho si fuese puesto bajo ese régimen de provisión.
¿Cuál podría haber sido la razón para las escasas comuniones durante la Edad Media? De seguro, Godfrey de Bouillon y sus bravíos hombres (aquellos que recuperaron Jerusalén y que derramaron lágrimas sobre la fría piedra en que reposó Cristo), merecían recibir su cuerpo con más frecuencia que un laico de la actualidad. Pero el hecho es un misterio tal, que yo difícilmente estoy preparado para resolver. Aunque podemos afirmar lo siguiente: si la necesidad de ellos hubiese sido tan grande como la nuestra, de seguro los santos de aquellos días los hubiesen instado a una comunión más frecuente. Así, hubiesen tenido menos impedimentos en su camino al cielo; en ese entonces incluso el mundo resultaba menos venenoso y los pecados menos maliciosos. En cualquier caso, sea que mi teoría esté o no en lo correcto, ése es el punto: existían menos peligros y existían menos sacramentos. Y es algo que podría hacerse mucho más evidente; pues, al parecer, en simultáneo con el periodo en que la Edad Media fue dando lugar a los tiempos modernos, en la Iglesia fue surgiendo también una lucha más sistemática por la comunión frecuente.
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Notas:

1. Bolandistas, enero, t.ii, pág. 446.
2. Brockie, Cod. Reg., t.ii, 503.
3. Bolandistas, febrero, t.ii, 102.
4. Véase su obra, pág. 94. En verdad, el santo le recomienda a los fieles una comunión frecuente, pero “frecuente” es un término relativo y ha de ser interpretado según la práctica de su tiempo y de su propia perspectiva, expresada en otra parte. Brockie, 3, 40.
5. Se trata, por supuesto, del minimum; y es posible que los individuos comulgaran con mayor frecuencia. Aunque, ¿cuál podría ser ese minimum en nuestros días? El Concilio de Trento ordena doblar ese número de comuniones, pero incluso eso nos parece poco a nosotros. Brockie, Cod. Reg., 3, 34.
6. Brockie, Cod. Reg., 4, 132.
7. Garampi, Memoire della B. Chiara de Rimini, pág. 516.
8. Bolandistas, agosto, t.v, 581. La expresión de su biógrafo dice ut minimum, respecto al cual el bolandista observa: Id pro tempore videbatur frequenter communicare | “Durante cierto tiempo, vio de comulgar con frecuencia”.
9. Bolandistas, agosto, t.iii, 809.
10. Bolandistas, julio, t.ii, 181.


Fuente: Bernard Dalgairns, John (1868). The Holy Communion, its philosophy, theology, and practice. pp. 221-225. 


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