29.11.14



Te deum Mariae.

Te Matrem laudamus, te Virginem confitemur;
te æterni Patris, Stella Maris, splendor illuminat.
Tibi omnes angeli, tibi cœli et universe potestates,
tibi cherubin et seraphin humili nobiscum voce proclamant:

Virgo, Virgo, Virgo virginum sine exemplo,
ante partum et in partu et post partum.

Te Gloriosa apostoli praedicant; te prophetarum, Virgo, canunt lineæ;
te martyres sui Domini Matrem testantur.
Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, Matrem immensæ maiestatis,
venerandam Dei Sponsam maritique nesciam,
sancto solam gravidam Spiritu.

Tu es Regina Cœli, tu mundi totius es Domina.
Tu ad liberandum hominem perditum carne vestisti Altissimi Filium,
tu devicto mortis aculeo protulisti clarissimo vitam ex utero;
tu ad dexteram Patris sedentis Filii es Mater,
iudex vivorum qui est et mortuorum.

Te ergo quaesumus, Christi famulis subveni
pretioso tui ventris germine redemptis,
æterna fac cum sanctis tuis gloria munerari.
Salvum fac populum tuum, Domina, Christi per te hereditatem suam;
et rege eos et extolle illos usque in æternum.

Per singulos dies benedicimus te
et laudamus nomen Altissimi, qui te fecit Altissimum.
Dignare omni laude dignissima ab indignissimis laudari,
miserere nostri, Domina Mater misericordiæ.
Fiat misericordia Filii tui, Domina,
super nos ope tua, qui clamamus illi;
in te Domina speravi et non confundar in æternum.

...


Te alabamos, María.

A ti, Madre, te alabamos; a ti, Virgen, te confesamos
A ti, Estrella del Mar, te ilumina el esplendor del Padre.
A ti, todos los ángeles; a ti, las potestades del cielo y del universo;
a ti, los querubines y serafines, junto a nuestra humilde voz, proclaman:

Virgen, Virgen, Virgen de las vírgenes y sin igual:
antes del parto, durante el parto y después del parto.

A ti, Gloriosa, los apóstoles te pregonan; los profetas, Virgen, te cantan a coro;
y los mártires como su Señora Madre te testifican.
A ti, por todo el orbe, la santa Iglesia te aclama como Madre de inmensa majestad,
venerando a la Esposa de Dios que no conoció otro consorte,
embarazada solo por el Espíritu [Santo].

Tú eres la Reino del Cielo, tú eres Señora de todo el mundo.
Tú, para liberar al hombre perdido, revestiste con la carne al Hijo del Altísimo;
tú has vencido a la muerte al golpearla con la resplandeciente vida de tu vientre;
tú eres la Madre del Hijo sentado a la diestra del Padre,
de aquel que es el juez de los vivos y de los muertos.

A ti, por eso, los siervos de Cristo rogamos
que la preciosa semilla de tu vientre nos redima,
que en la eterna gloria nos presente junto a tus santos.
Salva a tu pueblo, Señora, a la herencia de Cristo  que es para ti;
gobiérnalo y elévalo continuamente a la eternidad.

Todos los días te bendecimos
y alabamos el nombre del Altísimo que te hizo Altísima.
Digna de toda alabanza excelsamente digna de los muy indignos que te alabamos,
ten piedad de nosotros, Señora, Madre de misericordia.
Haz que la compasión de tu Hijo, Señora,
permita que ayudes a quienes clamamos a él.
En ti esperamos, Señora, no nos confundimos frente a la eternidad. 

...


Fuente: Manuscrito de Maguncia (Alemania), Aug. N° 438, Bl. 68, s. XIV.


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13.11.14


Detalle del vitral Notre-Dame de la Belle Verrière (ca. 1180) – Francia.

Oración a la Virgen de Chartres.


por Henry B. Adams († 1918).


Señora llena de gracia:
simple, como cuando anteriormente pedí tu ayuda;
humilde, como cuando en vano recé por gracia
hace ya setecientos años; débil, agotado, dolorido
en el corazón y la esperanza, nuevamente pido tu ayuda.

Tú, que recuerdas todo, recuérdame a mí:
un académico inglés de nombre normando;
fui yo el millar que cruzó entonces el mar
para disputar en las escuelas de París y lograr la fama.

Cuando tu portal bizantino todavía era nuevo,
recé allí junto a mi maestro, Abelardo;
cuando el Ave Maris Stella fue cantado por vez primera,
apoyé al canto allí, junto a san Bernardo.

Cuando Blanca [de Castilla] dispuso tu hermosa Rosa de Francia,
yo estaba entre los sirvientes de la reina;
y cuando san Luis [IX de Francia] hizo penitencia,
seguí descalzo los lugares en donde estuvo el rey.

Durante siglos te he confiado todas mis aflicciones,
y te he molestado con los murmullos de un niño;
tú has escuchado la tediosa carga de mis oraciones,
y no podrías habérmelas concedido, pero al menos sonreíste.

Si luego te dejé, no fue mi crimen;
o si fue un crimen, no fue solo mío.
Todos los niños deambulan junto al evasivo tiempo.
¡Perdóname también a mí! ¡Tú, que perdonaste una vez a tu Hijo!

Pues él te dijo: “¿No sabes acaso que yo
debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. Entonces,
buscando a su Padre siguió su camino
directo hacia la cruz a la que todos debemos ir.

Y así, yo también vagué entre las huestes
que atormentaban la tierra para encontrar el indicio del padre.
No encontré al Padre, pero perdí
lo que hoy valoro más: a la Madre, ¡a ti!

Pensé que la falta era tuya, pues mi búsqueda frustraste;
me volví y rompí tu imagen entronada,
arrojé mi ídolo y retomé mi marcha
para exigir el imperio del padre para mí.

Cruzando el mar hostil, nuestro ambicioso grupo
vio elevadas colinas y bosques sobre el azul;
¡Era el reino de nuestro padre en la tierra prometida!
La tomamos, y destronamos también al padre.

Y ahora somos el Padre, junto a nuestra prole,
rigiendo el infinito; no Tres sino Uno.
Hicimos nuestro mundo y vimos que era bueno,
nos adoramos a nosotros mismos y no tenemos Hijo.

Pero sí tenemos dioses, pues incluso nuestro tesón fortalecido
vacila frente a la energía que poseemos.
¿Quién será el amo? ¿Quién entre nosotros servirá?
¿Quién llevará los grilletes? ¿Quién llevará la corona?

Aunque somos valientes, tememos al rostro de la esfinge
o a responder al antiguo acertijo que ella todavía hace.
Fuertes como somos, nuestro coraje temerario se encoge
para no ver más allá del destajo de nuestras tareas.

Pero cuando tenemos que hacerlo, rezamos, como en el pasado
ante la cruz sobre la que fue clavado tu Hijo.
¡Escucha, preciada Señora!, oirás la última
de las extrañas oraciones con que la humanidad ha gemido.


Oración al dínamo.

¡Poder misterioso! ¡Amigo generoso!
¡Amo despótico! ¡Fuerza infatigable!
Tú y nosotros estamos cerca del final.
Ya seas tú o nosotros debemos inclinarnos
para llevar la cruz de los mártires.

Sabemos lo que podemos cargar
como hombres, y también de nuestra fuerza y debilidad:
por debajo de la fracción de un cabello;
y sabemos que nosotros, con toda nuestra atención
y conocimiento, no te conocemos.

Vienes en silencio, fuerza primaria,
no sabemos de dónde, cuándo o porqué;
te detienes un momento en tu curso
para jugar, y ¡oh!, cruzas
hacia ¡el Alfa Centauri!

No sabemos si eres amable
o si eres cruel en tu feroz carácter;
pero ya seas materia o seas mente,
creemos saber que tú eres ciega
y solo nosotros somos buenos.

Sabemos que la oración es descartada
porque solamente tú eres fuerza y luz,
una corriente que fluctúa; noche y día.
Bien sabemos esto, pero aún así rezamos,
porque la oración es infinita

¡tal como tú! Dentro de la esfera finita
que limita la impotencia del pensamiento,
buscamos una salida en donde sea,
pero solo hallamos que estamos aquí
y que tú eres, ¡no eres!

¿Qué es lo que somos, entonces? ¿Señores del espacio?
¿Las mentes cuyas tareas haces tú?
¿Jockeys que te montan en la carrera?
¿O somos átomos girando rápidamente,
configurados y controlados por ti?

¡Aun hay silencio! ¡Aun no está el final a la vista!
¡Ningún sonido como respuesta a nuestra súplica!
Luego, es gracias al dios que nos mantenemos firmes,
aunque destruimos al alma, la vida y la luz,
¡tendrás que responder o morir!

¡No somos mendigos! ¿Qué cuidado
ponemos en esperanzas o terrores, en amores u odios?
¿Qué hay del universo? Vemos
solo nuestro destino cierto
y la palabra última del sino.

¡Toma, entonces, al átomo! ¡Quebranta sus conexiones!
¡Rasga su esencial secreto!
¡Redúcelo a nada! Aunque él
nos señala a nosotros y su viva sangre me unge
a mí, ¡el rey-átomo muerto!


¡Curiosa oración, preciada Señora! ¿No es así?
¡Extrañamente diferente a las oraciones que te rezo a ti!
Y más extraña aun, pues tú me hallas en este lugar,
aquí, a tus pies, pidiéndote ayuda otra vez.

Lo más extraño de todo es que he dejado de esforzarme,
ya no me preocupo por el nuevo cuño con que golpeará el destino.
En verdad, eso no importa. El destino nos concede
ciertas respuestas; pero todas las respuestas son iguales.

Así que mientras lentamente torturamos y atormentamos a la muerte,
y mientras esperamos por lo que nos mostrará el vacío final,
aquí en la espera siento la energía de la fe,
pero no en la ciencia del futuro, ¡sino en ti!

El hombre que resuelve el infinito y necesita
de la fuerza de los sistemas solares para su actividad,
no habrá de necesitarme a mí, ni le importarán demasiado los hechos
que me hicieron glorioso al amanecer del día.

Él me enviará, destronado, a reclamar mis derechos:
sobrevivientes fósiles de una edad de piedra,
entre hombres de las cavernas y trogloditas
que tallan al mamut en los huesos del mamut.

Él olvidará mis pensamientos, mis actos y mi fama
a medida que olvidemos las sombras del crepúsculo,
o que registremos el eco de un nombre
según los rasgones en el colmillo del mamut.

Pero cuando, al igual que yo, también él haya hollado las huellas
que lo conducen al poder por encima del control,
tampoco tendrá otra alternativa que vagar de nuevo
y sumergirse en una desesperanzada impotencia del alma

delante de la majestad de tu gracia y de tu amor,
de la pureza, la belleza y la fe;
en las profundidades de la ternura, por debajo; y por encima,
en la gloria de la vida y de la muerte.

Cuando tu portal bizantino todavía era nuevo,
vine aquí con mi maestro, Abelardo;
cuando el Ave Maris Stella fue cantado por vez primera,
me uní para cantarlo aquí, junto a san Bernardo.

Cuando Blanca dispuso tu hermosa Rosa de Francia,
con prendas de ilustre esperé a la reina;
cuando san Luis hizo penitencia,
mi oración fue profunda como la suya y aguda era mi fe.

Acerca de qué premio más elevado traerán setecientos años
o qué disputas más mortales habrá por un mayor terreno abierto,
o qué inmortalidad escurrirán nuestras fuerzas
desde el tiempo y el espacio, podemos o no inquietarnos.

Pero los años, las épocas o la eternidad
me encontrarán todavía ante tu trono,
reflexionando sobre el misterio de la maternidad,
del alma dentro del alma, ¡de la madre y el niño siendo uno!

¡Ayúdame a ver! No con una mirada mímica
¡sino con la tuya!, que porta un resplandor similar al sol
y concede a los rayos que ves con luz en la luz,
enlazando a todos los soles, estrellas y mundos en uno solo.

¡Ayúdame a conocer! No mi fingido arte
sino a ti, que te supiste libre de las leyes;
le diste a Dios tu fuerza, tu vida, tu mirada, tu corazón,
y tomaste de él el pensamiento, que es la causa.

¡Ayúdame a sentir! No con mis sentidos de insecto
sino con los tuyos, que sienten toda vida viviendo en ti,
al infinito corazón latiendo a partir de ti,
¡a la infinita pasión respirando el aliento que tú trazas!

¡Ayúdame a llevar la carga! No de mis pesos infantiles
sino de los tuyos, de quien asumió el fracaso de la luz,
fuerza, conocimiento y pensamientos de Dios,
¡la fútil locura del infinito!

...


Adams H. (1920). Letters to a Niece and Prayers to the Virgin of Chartres, pp. 125-134. EUA: Houghton Mifflin Company.



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10.11.14





El 23 de octubre de 1958, en su segunda y última carta al poeta y novelista ruso Borís Pasternak, autor de Doctor Zhivago, Thomas Merton le confesó lo siguiente:

¿Debería contarte cómo conocí a Lara [protagonista de la novela, a quien Merton toma como imago de lo femenino], cómo fue que la encontré? Es una historia bastante sencilla, aunque no se lo cuento a la gente, claro. Eres la cuarta persona que la conocerá. Creo que no existe ninguna falsa discrepancia [entre ambos] que pudiese impedir que te lo cuente; más bien, es claro que tenemos mucho en común.
Cierta noche soñé que estaba sentado junto a una joven judía, de catorce o quince años. De pronto, ella expresa un profundo y puro afecto por mí, abrazándome de tal manera que me sentí conmovido hasta las profundidades de mi alma. Entendí que su nombre era “Proverbia”, y me pareció muy sencillo y hermoso. Y también pensé: “Es de la estirpe de santa Ana”. Le hablé de su nombre, pero no parecía estar orgullosa del mismo, ya que al parecer las otras chicas se burlaban de ella por tal razón. Pero le dije que era un nombre muy hermoso; y ahí terminó el sueño.
Pocos días después, mientras estaba en una ciudad cercana [Louisville], lo cual es raro para nosotros, estaba caminando solo en medio de una concurrida calle cuando de pronto vi que todos eran Proverbia, que en todas las personas brillaba su extraordinaria pureza, belleza y timidez; lo hacía aun cuando ellas no supiesen quiénes eran y aun cuando pudiesen sentirse avergonzadas de sus nombres, debido a que otros se burlarían de ellas a causa de los mismos. Estas personas no conocían su verdadera identidad como aquella niña tan querida a Dios que -desde antes del principio mismo- se hallaba jugando todos los días bajo su mirada, jugando en el mundo.
Bueno, has sido iniciado en el escandaloso secreto de un monje que se ha enamorado de una joven, ¡y que es judía! No se puede esperar mucho de los monjes de hoy en día. El ascetismo heroico del pasado ya no existe.

Pocos meses después, en 1959, Merton visitaba al artista y grabador vienés Victor Hammer en su hogar, en Lexington, Kentucky. Mientras almorzaban junto a la esposa de su amigo, notó un tríptico que éste había realizado y cuyo panel central tenía la imagen de un Cristo adolescente siendo coronado por una mujer de oscuros cabellos. Cuando le preguntó a Hammer quién era aquella mujer, el artista respondió que aún no lo sabía, pues había intentado representar a la Virgen María pero no estaba satisfecho. "Ella es Hagia Sophia; es la Sagrada Sabiduría quien corona a Cristo", le aseguró Merton.

Posteriormente, en 1963, Merton escribiría el poema en prosa: Hagia Sophia, que veremos ahora. Pero antes de pasar a leer esta lírica reveladora, quizás convenga recordar lo siguiente. En esta línea de descubrimiento de lo femenino, en marzo de 1966, mientras se recuperaba de una intervención quirúrgica en la espalda en el Saint Joseph’s Hospital de Louisville, Merton comenzó a tener una experiencia concreta del amor humano al enamorarse de la joven enfermera Margie Smith. El quincuagenario monje trapense, entonces, le dedicaría a esta joven de 25 años y de largos cabellos oscuros las páginas de su: A Midsummer Diary for M., el cual es en parte un diario y en parte una carta de amor, lugar en donde reflexiona sobre el profundo impacto y significado que tuvo para él tal relación.


Hagia Sophia y el joven Cristo - grabado inconcluso de Victor Hammer, 1962.

Hagia Sophia.

por Thomas Merton, o.c.s.o.

(1963)

I. Amanecer. Hora de Laudes.

En todas las cosas visibles existe una fecundidad invisible, una difusa luz, una mansedumbre sin nombre, una plenitud escondida. Esta misteriosa unidad e integridad es la Sabiduría, la madre de todo: natura naturans [la naturaleza que crea]. En todas las cosas existe una dulzura y pureza inagotables, un silencio que es una fuente de acción y de alegría; se eleva mediante una generosidad inexpresable y fluye hacia mí desde las ocultas raíces de todos los seres creados, acogiéndome con delicadeza, saludándome con indescriptible humildad. Es a la vez mi propio ser, mi propia naturaleza y la gracia del pensamiento y arte de mi creador dentro de mí, hablando como la Hagia Sophia [gr. la sagrada sabiduría], hablando como mi hermana: la Sabiduría.

Estoy despierto, he nacido de nuevo a la voz de ella, de mi hermana, enviada hacia mí desde las profundidades de la fecundidad divina.

Supongamos que soy un hombre durmiendo en un hospital. En verdad, soy ese hombre que está durmiendo. Es dos de julio, fiesta de Nuestra Señora de la Visitación; una fiesta de la Sabiduría.

A las cinco y media de la mañana estoy soñando en una habitación silenciosa, hasta que una dulce voz me despierta de mi sueño. Soy como toda la humanidad despertando de todos aquellos sueños que se han soñado durante todas las noches del mundo. Es como Cristo despertando en todos los seres que estuvieron separados, aislados y solos en todos los lugares de la Tierra. Es como si todas las mentes regresasen juntas hacia la conciencia, viniendo desde todas las distracciones, contradicciones y confusiones hacia la unidad del amor. Es como el primer amanecer del mundo (cuando Adán despertó de su no-existencia ante la dulce voz de la Sabiduría y la reconoció); y es como el último amanecer del mundo, cuando todos los fragmentos de Adán retornen de la muerte a la dulce voz de la Hagia Sophia y sepan dónde están.

Así es el despertar de un hombre, una mañana, a la voz de una enfermera del hospital. Despertando de la languidez y la oscuridad, de la impotencia y el sueño, enfrentando nuevamente a la realidad y encontrándola generosa.

Es como ser despertado por Eva. Es como ser despertado por la Virgen Bienaventurada. Es como surgir desde la vacuidad primordial y situarse en la claridad, en el paraíso.

En la fresca mano de la enfermera se halla el toque de toda vida, el contacto del Espíritu.

La Sabiduría clama para quienes han de escucharla (sapientia clamitat in plateis) [la sabiduría clama en las calles]; y clama especialmente para los pequeños, para los ignorantes y desamparados.

¿Quién es más pequeño, quién es más pobre que el hombre desamparado que duerme en su cama, sin conciencia y sin defensa? ¿Quién es más confiado que aquel que cada noche debe encomendarse a sí mismo para dormir? ¿Cuál es el mérito de su confianza? La generosidad viene a él cuando se halla más desamparado y lo despierta, lo hace estando fresco y comenzando a estar sano. El amor lo toma por la mano y le abre las puertas de otra vida, de otro día.

(Sin embargo, aquel que se ha defendido: peleando por sí mismo en la enfermedad, planeando para sí mismo, protegiéndose, amándose solo a sí mismo y viendo por su propia vida durante toda la noche, al final muere de cansancio. Para él no existe la novedad. Todo está raído y ya es viejo).

Cuando el desamparado se despierta fortalecido como la voz de la misericordia, es como si la vida, su hermana –o como si la Virgen Bienaventurada (su propia carne, su propia hermana) o como si la naturaleza hecha sabia mediante el arte y la encarnación de Dios- estuviese sobre él y lo invitara con inexpresable dulzura a despertarse y a vivir. Esto es lo que significa reconocer a la Hagia Sophia.

II. Temprano por la mañana. Hora de Prima.

¡Oh, bienaventurada, silenciosa, que hablas en todo lugar!

No escuchamos la dulce voz, la grata voz, a la misericordiosa y femenina.

No escuchamos a la misericordia o al amor complaciente, a la no-resistencia o no-represalia. En ella no existen razones ni respuestas. Pero ella es la calidez de la luz de Dios, la expresión de su simplicidad.

No escuchamos al perdón sin quejas que inclina el inocente semblante de las flores hacia la tierra llena de rocío. No vemos a la niña que está prisionera en todas las personas y que no dice nada. Ella sonríe, pues aunque creen haberla aprisionado no puede ser prisionera. Ella no es fuerte ni inteligente, simplemente no entiende el aprisionamiento.

Al desamparado, al abandonado al dulce sueño, la amable lo despertará: Sophia.

Todo lo dulce de su ternura le hablará por todas partes, en cualquier cosa, sin cesar, y nunca más volverá a ser el mismo. No se despertará para la conquista y los oscuros placeres, sino para la implacable y pura simplicidad de la consciencia única en todo y a través de todo: Sabiduría, Niña, Mediadora, Hermana.

Las estrellas se regocijan en sus ocasos y frente al surgimiento del sol. Las luces celestiales se regocijan a la salida del hombre para establecer un nuevo mundo al amanecer, porque él ha surgido de la confusa oscuridad de la noche primordial en la conciencia. Ha expresado el nítido silencio de la Sophia en su propio corazón. Se ha convertido en eterno.

III. La mañana en su plenitud. Hora de Tercia.

El sol resplandece en el cielo como el rostro de Dios, pero no reconocemos su semblante como terrible. Su luz se difunde en el aire y la luz de Dios se difunde a través de la Hagia Sophia.

No vemos a aquel que es enceguecedor en la oscura vacuidad. Él nos habla generosamente en diez mil cosas, en las cuales su luz es solo plenitud y Sabiduría. Y así, él no brilla sobre ellas sino desde dentro de ellas. Tal es la amorosa generosidad de la Sabiduría.

Toda perfección de las cosas creadas existe también en Dios; por lo tanto, él es Padre y Madre al mismo tiempo. Como Padre, él se sitúa en su solitario poderío rodeado de oscuridad. Como Madre, su resplandor se difunde, abrazando a todas las criaturas con una ternura y luz misericordiosas. La difusión del resplandor de Dios es la Hagia Sophia. Nosotros la llamamos su “gloria”. En Sophia, su poder se percibe únicamente como misericordia y como amor.

(Cuando los reclusos de la Inglaterra del s. XIV escuchaban las campanas de su iglesia, miraban sobre los muros y vallas a un cielo benévolo y hablaban en sus corazones a “Jesús, nuestra Madre”. Era Sophia que había despertado en sus corazones infantiles).

Quizás, en un aspecto más primigenio, Sophia es lo desconocido, la oscuridad, la ousía [gr. sustancia] anónima. Quizás ella es incluso la naturaleza divina, una con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y quizás exista en la inmanifiesta luz infinita sin esperar a ser conocida como la luz. No lo sé. La luz es pronunciada a partir del silencio; no la escuchamos ni vemos hasta que es pronunciada.

En el innombrable principio sin principio existía la luz. No hemos visto ese principio. No sé donde está ella en ese principio. No hablo de ella como principio [o comienzo], sino como manifestación.

Ahora la Sabiduría de Dios, Sophia, surge y llega de “un extremo al otro con su poderío”. Ella también podría ser el eje invisible de toda la naturaleza, el centro y significado de toda luz que existe en todo y para todo. La más pobre y la más humilde, la más oculta de todas las cosas, es, no obstante, más obvia en ellas y extensamente manifiesta, pues es su propio ser lo que se halla ante nosotros, desnudo y sin cuidado.

Sophia, la niña, está jugando en el mundo, obvia e invisible, jugando todo el tiempo ante el creador. Sus delicias existen junto a los niños de los hombres. Ella es su hermana. El corazón de la vida que existe en todas las cosas es ternura, misericordia, virginidad, luz; la vida entendida como pasiva, como recibida, como otorgada, como tomada, como renovada incansablemente por la gracia de Dios. Sophia es la gracia, es el espíritu, el Donum Dei [el regalo de Dios]. Ella es don de Dios y el propio Dios como gracia. Dios como todo y Dios reducido a nada, una inacabable vacuidad: exinanivit semetipsum [despojado de sí mismo]. Es la humildad como fuente de inagotable luz.

La Hagia Sophia en todas las cosas es la luz divina reflejada en ellas, entendida como una participación espontánea, como la invitación de ellas a la fiesta nupcial.

Sophia es el compartir del propio Dios con las criaturas. Es su emanación  y el amor por el cual él es concedido, conocido, poseído y amado.

Ella está en todas las cosas como el aire que recibe los rayos del sol. En ella, aquellas prosperan. En ella, glorifican a Dios. En ella, se regocijan para reflejarlo. En ella, se unen a él. Ella es la unión entre ellos. Ella es el amor que los une. Ella es la vida de comunión, la vida como acción de gracias, la vida como alabanza, la vida como festival, la vida como gloria.

Debido a que recepta de manera perfecta, no existe ninguna mancha en ella. Ella es el amor sin tacha y la gratitud sin autocomplacencia. Todas las cosas la alaban por ser ellas mismas y por participar en la fiesta nupcial. Ella es la novia, la fiesta y la boda.

El principio femenino en el mundo es la fuente inagotable de creativas penetraciones en la gloria del Padre. ¡Ella es su manifestación de radiante esplendor! Pero ella permanece invisible, vislumbrada sólo por unos pocos. A veces no existe absolutamente nadie que la reconozca.

Sophia es la misericordia de Dios en nosotros. Ella es la ternura con la que el infinitamente misterioso poder del perdón convierte la oscuridad de nuestros pecados en luz de gracia. Ella es la infinita fuente de generosidad; y casi pareciera ser en sí misma toda misericordia. Es así que ella obra en nosotros una obra más grandiosa que la creación: obra el nuevo ser de la gracia, obra el perdón, obra la transformación que va de esplendor en esplendor: tamquam a Domini Spiritu [como si fuera el Espíritu del Señor]. Ella es en nosotros la complaciente y delicada contraparte del poder, de la justicia y del dinamismo creativo del Padre.

IV. Al atardecer. Hora de Completas. Salve Regina.

Ahora la Bienaventurada Virgen María es el ser creado que realiza y demuestra en su vida todo lo que está escondido en Sophia. Por eso puede decirse que ella es una manifestación personal de Sophia, la cual es en Dios ousía antes que Persona.

Natura se transforma en María en madre pura. En ella, natura es como fue en el origen de su divino nacimiento. En María, natura es totalmente sabia, se manifiesta como una persona completamente prudente, amorosa y pura; no es una creadora ni una redentora sino la criatura perfecta, perfectamente redimida, el fruto de todo grandioso poder de Dios, la perfecta expresión de la sabiduría en la misericordia.

Es ella, es María, Sophia, quien entristecida y alegre, con plena conciencia de lo que está haciendo, estableció en la segunda Persona, en el Logos, una corona, que es su naturaleza humana. Y así, ella consiente abrir la puerta de la naturaleza creada, del tiempo, de la historia, a la Palabra de Dios.

Dios entra a su creación. A través de su sabia respuesta, a través de su comprensión obediente, a través del dulce consentimiento agradecido de Sophia, Dios entra sin publicidad en la ciudad de los hombres rapaces.

Ella no lo corona con lo que es glorioso sino con lo que es más grande que la gloria; lo único más grande que la gloria es la debilidad, la vacuidad, la pobreza.

Ella envía, al infinitamente rico y poderoso, como un pobre y desamparado en una misión de inexpresable misericordia: morir por nosotros en la cruz.

Las tinieblas caen. Aparecen las estrellas. Los pájaros comienzan a dormir. La noche abraza la parte silenciosa de la Tierra. Un vagabundo, un indigente errante y de sucios pies, encuentra su camino bajo una nueva calle. Un Dios sin hogar, perdido en la noche, sin papeles, sin identificación y sin número -en un frágil exilio prescindible- reposa en la desolación, bajo las dulces estrellas del mundo, y se encomienda al sueño. 


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5.11.14


Cristo y los niños - P. Theodore Jurewicz – EUA, s. XX.

El hesicasmo: 
la paz del corazón en el corazón del mundo;
para no quedar embrollado.

por Horia Roscanu.

Aspirante [durante 1999] al doctorado teológico en la Université de Montréal.

Resumen.

Con frecuencia, es muy difícil lograr el silencio en medio de la ciudad. La espiritualidad de las Iglesias de Oriente propone, entonces, una relación con la realidad que busque dar lugar al silencio en el corazón de lo cotidiano; propone el recentramiento [recentrement] sobre lo esencial, que no es huir hacia el exterior sino vivir en el interior.

1. Una teología fuera de los muros.

A partir del mandamiento evangélico: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tus fuerzas [o voluntad] y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc. 10:25-27), Williams y McKibben [1] deducen tres tipos de teología, que son complementarias entre sí y que deben ir a la par con una vida espiritual equilibrada:

a. una teología centrada en el alma (fe): pensamiento.
b. una teología centrada en el corazón (esperanza): sentimiento.
c. una teología centrada en la voluntad (caridad): acción.

Lamentablemente, estos enfoques han sido eclipsados por solo uno de ellos, por la teología que apela al pensamiento. Se trata del único tipo que es formalmente concedido por los actuales sistemas de enseñanza. Y los cristianos de todas las tradiciones son sus víctimas en grado diverso.  

Desprovista de un equilibrio dinámico entre estos tres tipos de teología, la caída naturaleza humana ha proclamado a la teología académica como mucho mejor que las otras dos. No sorprende, entonces, que los cristianos pocos inclinados por la teología académica se sientan ciudadanos de segunda clase dentro de la Iglesia; han sido consentidos en esta suerte de sentimientos [2].

Una teología auténtica y sana necesita de los tres aspectos señalados arriba. En efecto, sin una base teológica formada en el corazón y la voluntad, la teología centrada en el pensamiento se reseca dentro del racionalismo y se desencarna; se transforma en un sistema de teoremas celestes, en una visión de la mente, en una “excavación de nubes” [pelletage de nuages: una elaboración de teorías sin ningún sentido práctico] y sin asiento en la realidad. De igual manera, sin una base teológica formada en la voluntad y el pensamiento, la teología centrada en el corazón y el sentimiento se convierte en vana, orgullosa y envidiosa; pues avanzará según las emociones y las modas, tal como una anemófila, sin anclaje en la inteligencia histórica. Y por último, sin una base teológica formada en el corazón y el pensamiento, una teología centrada en la sola voluntad se convierte en perezosa, lasciva y colérica [3].

Con el método hesicasta, la tradición cristiana oriental remite al equilibrio de estos tres pliegues complementarios de la teología; y consuma, también, los intentos de los cristianos que buscan un complemento indispensable de vida espiritual en sus búsquedas intelectuales. El hesicasmo sostiene con firmeza que: “Si eres teólogo, sin duda rezas; y si realmente rezas, ya eres teólogo” [4]. De aquí que la teología, entendida como conocimiento íntimo de Dios, no sea monopolio de los académicos ni de los clérigos eruditos; ella está accesible a todos, ella sobrepasa las remotas fronteras de la universidad y a veces incluso está exiliada…  

Pero, ¿qué es la meditación hesicasta? La palabra griega hēsykhia significa “calma, paz, serenidad, silencio, recogimiento, quietud, la marca de un interior unificado” [5]. Para resumirlo de manera lapidaria, se puede decir que el hesicasmo es la toma de consciencia de que “el Reino de Dios está dentro de ustedes” (Lc. 17:21). El método de oración (centrado en la invocación del nombre de Dios y en especial en el nombre de Jesús), la postura corporal y el rosario de lana [chotki], no son sino soportes para buscar la “liberación del dinamismo del Espíritu enterrado en el corazón humano” [6]. Lo esencial es “permanecer delante de Dios, con el intelecto dentro del corazón, y continuar así delante de él sin cesar, de día y de noche, hasta el fin de la propia vida” [7]. El hesicasmo representa el corazón íntimo de la espiritualidad ortodoxa, es la elección de “la mejor parte” (Lc. 10:42); es, también, la respuesta al mandamiento que dice: “Cuando vayas a orar, entra a tu habitación” (Mt. 6:6), a la cámara del corazón, al centro unificador de todo el ser. La palabra del apóstol: “Oren sin cesar” (1 Te. 5 :17), se convierte así en un objetivo real.

2. El monaquismo interiorizado o de “espiritualidad laica”.

El occidente medieval ha precisado ya que el monaquismo responde a los consilia [consejos] del evangelio y que el laicado responde a los proecepta [preceptos] del mismo. De dicho de otra manera: por un lado están los perfectos, los monjes; y por otro, los débiles, los laicos que viven en los arriesgados claroscuros de la ciudad terrestre. La vida conyugal, por lo tanto, ¡no es tolerada sino porque engendra vírgenes y habitantes para los monasterios! De aquí resulta la problemática brecha clérigo-laico, el que enseña y el que aprende, el clérigo activo-poderoso y el laico pasivo-obediente; brecha de la que ha surgido una muy lamentable situación en la actualidad. Y de la que ha surgido también la búsqueda demandante y legítima de una “espiritualidad laica” adaptada al mundo contemporáneo: “Solo existe una santidad […] Aunque en la actualidad se asiste a la búsqueda de una inteligencia y práctica de tal santidad que convenga debidamente al laico de la Iglesia, que esté al servicio del laico dentro de la Iglesia” [8].

En el oriente, sin embargo, suena otra campana: las exigencias del evangelio se dirigen a todos, cualquiera sea su estado [9]: “Cuando Cristo ordena seguir el camino estrecho, se dirige a todos los seres humanos. El monje y el seglar han de alcanzar las mismas alturas” (san Juan Crisóstomo). Una sola espiritualidad para todos y el mismo ideal para todos, pues solo varían los grados. Por lo tanto, el oriente cristiano no ha desarrollado una “espiritualidad laica”, ni una “espiritualidad para la tercera edad”, ni una “espiritualidad turística”, ni de parejas, ni de niños, ni nada por el estilo. El monje es, por otra parte, un simple laico [10] que lleva al extremo el radicalismo del evangelio. Y ya los apotegmas de los padres del desierto habían descrito a laicos ocupados en el mundo que sobrepasaban a los monjes en perfección: se consideraba que cierto médico de Alejandría era igual de santo que san Antonio el Grande, padre de los monjes [11].  

A lo largo de la historia han existido dos soluciones para vivir el evangelio:

a. Retirarse del mundo, huir al desierto y encerrarse en un claustro monástico. Pero se entiende que este tipo de vida no es para todos.

b. Cristianizar el mundo sin abandonarlo, construir la ciudad cristiana; tal era el objetivo de los teócratas. Pero su fracaso fue evidente, ya que jamás se puede imponer el evangelio por la fuerza ni tampoco prescribir su gracia como una ley. La Iglesia no puede imponer sus leyes de la misma manera que lo hace un poder político [12].

El mensaje cristiano […] no es una ley a imponer sino una imantación a proponer. No corresponde que la Iglesia dicte las leyes del Estado o que las impida como si fuera un “grupo de presión” política. La Iglesia inspira y santifica, no coacciona; ella tiene que cambiar los corazones. Incluso para sus propios hijos, la Iglesia debe ser una madre misericordiosa y no un poder jurídico impersonal [13].  

El teólogo laico, Paul Evdokimov [14], propone una tercera solución: la del monaquismo interiorizado; el cual responde a la exigencia evangélica de estar en el mundo sin ser de él: “Ustedes están en el mundo, pero no son del mundo”. Pero esta solución no es verdaderamente nueva, en el sentido de que es inherente a la tradición hesicasta que propone el ideal monástico para todos. Aunque todavía hace falta interpretar, encarnar, este ideal en nuestra vida de laicos ocupados en la ciudad terrestre.

San Juan Crisóstomo acierta cuando dice: “Aquellos que viven en el mundo y están casados, en todo deben asemejarse a los monjes. Tú, tú te equivocas por completo si piensas que existen exigencias propias para los seglares y otras para los monjes. Ambos tendrán que rendir las mismas cuentas” [15]. ¿Este padre de la Iglesia quiere decir que los laicos deben vivir los tres votos monásticos de igual manera que los monjes?  Por supuesto que no, pues la Iglesia no aprueba a quienes afirman que la vía monástica es la única vía de salvación. La oración, el ayuno, la lectura de las escrituras y la disciplina ascética son propuestas a todos por igual, a fin de que respondan según sus propias capacidades. Los ayunos dentro de las Iglesias de Oriente son prescritos a todos los fieles, pero pueden atenuarse según una cierta plasticidad, según el ritmo y aptitudes de cada uno. La norma -monástica y ascética- es que los fieles dediquen lo mejor de sí mismos, según sus posibilidades, al estado esencial que es crecer en la vida espiritual.   

De esta manera, la pobreza no es una necesariamente radical, sino una liberación de la influencia material que con frecuencia amenaza con sofocarnos. La verdadera pobreza se encuentra en el uso que se hace de los bienes materiales; es decir, entre el desapego y la sofocación en los bienes terrestres. Por ende, lo que se critica aquí es el éxito material como criterio de valor.

La castidad es la liberación de la influencia de la carne. Es ver al otro no como objeto de placer sino como un rostro, como una persona, con su poesía y su misterio irreductible. Es necesario decir que en occidente el término castidad poco a poco se ha convertido en sinónimo de no-genitalidad, lo cual no sucede en oriente. Por eso, en la liturgia bizantina del matrimonio, se reza porque Dios conceda a los esposos “un amor casto”; es decir, lleno de respeto y de ternura.

La castidad también significa respeto amoroso y no-explotador por la creación, aceptándola como don de lo Alto. Es, finalmente, la elección ultima entre la violación de la naturaleza, el hiperconsumo bulímico, el inmoderado uso de los recursos del planeta, el capitalismo salvaje y el uso de la fuerza por una parte; y por otro lado, la acción de gracias, la eucaristía en todas las cosas según san Pablo, la castidad llena de ternura respecto a la belleza de cuya administración somos responsables. Es revertir un valor mundano por otro, abandonar el primado de la eficacia por el de la veracidad.

En cuanto al tercer voto monástico, el de obediencia, se trata de liberarse de la creciente idolatría del ego. Es estar a la escucha de los llamados del Espíritu, obedecer al Padre que lo envía, responder de manera afirmativa y con generosidad a nuestra vocación filial. Evdokimov señala [16] que el Padre Nuestro contiene ya los tres votos: obediencia, a la voluntad del Padre (hágase tu voluntad); pobreza, al sentir hambre del pan sustancial, eucarístico, el único necesario (danos hoy nuestro pan de cada día); y castidad, en la purificación del mal (líbranos del mal/maligno).    

3. En el corazón de lo cotidiano.

Hoy en día veo la vida con los ojos del corazón. Soy más sensible a lo invisible, a todo aquello que existe en el interior […]
Gerry Boulet.

Cierta noche de diciembre, estando junto a mi hijo de cinco meses en el hospital (debido a una simple bronquiolitis), me vinieron estas palabras de san Silvano del Monte Athos (1866-1938): “Mantén tu espíritu en el infierno y no desesperes”. Pero, ¿cómo mantener los ojos fijos en lo esencial siendo un laico, padre de familia, atrapado por ansiedades reales y apresado por lo cotidiano? “Si esa la condición propia del laico, ¿cómo ser pleno ciudadano de la ciudad por venir no a pesar de la ocupación en la ciudad terrestre sino dentro de esa misma ocupación?” [17]. ¿Cómo vivir el mandamiento que se nos da todos sin excepción: “Oren sin cesar” (1 Te. 5:17), estando en el corazón del mundo?

Una novela de Ion Agârbiceanu, sacerdote y novelista rumano, narra la historia de un cura en un pueblo del s. XIX. En medio de la noche, el hombre le escribe una carta a su obispo para pedirle que considere reemplazarlo temporalmente en sus tareas pastorales. El país atraviesa por una hambruna, y éste sacerdote tiene una familia que alimentar y una hija a casar, por lo que quiere exiliarse a los Estados Unidos por uno o dos años. Cree que allá encontrará trabajo y que regresará con ahorros suficientes para casar a su hija y para retomar sus funciones pastorales con mayor entusiasmo. Pero alguien toca de pronto a su puerta: un aldeano está a punto de morir y su hijo ha venido a buscar al sacerdote para los últimos sacramentos. El cura vuelve en sí, arroja la carta al fuego de la chimenea, se pone su manto, toma su estola y su alforja y se adentra a la noche…

Esta muy bella historia nos introduce en lo que podría ser el hesicasmo en el mundo: se trata de un espíritu de vigilia interior, de centramiento constante sobre lo esencial estando en medio de las preocupaciones más terrenas, es una renuncia a las tentaciones de facilidad de este mundo. He aquí el hesicasmo en lo cotidiano: tratar de no perder de vista el Reino que viene, que lo vivamos desde ya aquí abajo, que aflore en la sonrisa de un niño y en la primavera que llega… Es buscar a Dios en medio del alboroto cotidiano, en medio de los cursos, de los pañales a cambiar, de los biberones y baños, de los artículos a escribir, de los cólicos a calmar, de los vaivenes en la guardería, de las interrumpidas noches en donde a veces pareciera que ¡los bebés quieren hacer de sus padres unos monjes acemetas! [18]. Por supuesto, las tentaciones de fuga no cesan, pero la oración del corazón dentro de un silencio tal que trasciende el tumulto de la vida me inscribe de nuevo en el corazón de la existencia para transfigurarla, para descubrir ahí la oscura luz de Dios.

Lleva tiempo apreciar con sorpresa las puestas de sol, las flores, los niños, las mil y un bellezas de todos los días; lleva tiempo satisfacer la vista, sentir los perfumes de la creación y de la vida, hacer que recen sus ojos y su nariz. Nuestros oídos dan la bienvenida a los sonidos de la vida, al susurro del viento contra las hojas, al crujir de la nieve bajo nuestras raquetas de nieve, a la agitación de las ramas escarchadas, al canto de la golondrina, al ruido de la corriente que fluye contra las rocas y al vaivén de las olas del mar en la playa [19].

Para que ese recentramiento constante tenga lugar, es esencial revitalizarse periódicamente en las bellas liturgias hebdomadarias, ahí en donde el cielo roza la tierra, en donde los cuerpos expresan la alabanza de los corazones a través de todos los sentidos [20]; así se quiebra la rutina y se santifica lo cotidiano. El cristiano, de hecho, no está solo sino que es miembro de una comunidad de creyentes que celebran la salvación y la victoria  de Cristo sobre la muerte y los infiernos. De esta manera se satisface periódicamente la sed de belleza y de comunión. El ícono, ventana hacia el Reino, es una buena ayuda doméstica para recentrarse en lo esencial, es un recordatorio cotidiano de nuestra vocación de portadores de luz en el mundo, un recordatorio para transfigurar todo el cosmos.

4. Conclusión.

Necesitamos hombres de silencio, nutridos de sorpresa, de atención, de “oración pura” y de belleza litúrgica para decir una palabra liberadora [21].

Cierta vez, mi hijo de cuatro años, Émilien, cerró sus ojos mientras acariciaba las orejas de Nicolas -su hermanito de ocho meses- para luego esbozar una sonrisa juguetona. ¿Qué adulto diría que posee tal atención, tal concentración en sus tareas cotidianas? La meditación hesicasta enseña a recentrar la mente, a dirigirla hacia el centro, hacia lo esencial. Y adquiere así, sin realmente pretenderlo, valiosa importancia para nuestro mundo moderno: capacidad de concentración, habilidad para vivir el momento presente, calma, paz interior y muchas otras cualidades que cada vez buscan más los hombres y mujeres de negocios, administradores, atletas, etc. En efecto, pareciera que en este amanecer del siglo espiritual ya se va delineando una verdadera necesidad de hombres y mujeres que tiendan a la unificación de su ser, de personas que hayan integrado sus valores espirituales y que lo demuestren en sus vidas, que cuiden de todas las facetas de su vida: física, psíquica, emotiva y espiritual. En el actual mundo de los negocios no existe vergüenza de afirmar los valores, la fe o la espiritualidad como sucedía durante los años 80. Las empresas verdaderamente modernas, las que sobrevivieron al cambio de siglo, saben respetar a las personas que emplean; en todas sus facetas. Ya no les piden, como lo hicieran en el pasado, que dejen su espiritualidad en el vestuario para no ser más que hormigas productivas y racionales, según la fábula de La Fontaine. Tales empresas también hicieron lugar a la cigarra que canta las maravillas del Señor en lo más profundo de nosotros mismos, por eso saben dejar libres las potencialidades espirituales que nos hacen mejores personas. Se trata de una “ecología del management”. Prueba de esto es el reciente foro internacional sobre management, ética y espiritualidad que tuvo lugar en la École des Hautes Études Commerciales, de Montreal [22].  

El hesicasmo conduce al silencio interior, y tal silencio va a la par con la teología apofática. Esta  teología es la aproximación negativa al misterio desarrollada por los padres griegos, quienes buscaron preservarla de toda racionalización y de todo antropomorfismo: “Al proceder a través de las negaciones, uno se eleva desde los grados inferiores del ser hasta las cimas más elevadas, separando progresivamente todo lo que puede ser conocido a fin de acercarse al Incognoscible dentro de las tinieblas de la ignorancia absoluta” [23]. De esta manera, uno comprende que Dios está más allá de todo, dentro de la “nube oscura” (Ex. 20:21), del mismo modo que ciertas experiencias humanas están más allá de todo lenguaje.

Notas.

 1.  Benjamin D. Williams y Michael T. McKibben, Oriented Leadership, Wayne (NJ), Orthodox Christian Publication Center, 1994, p. 37-40.
 2.  Ibid., p. 39.
 3.  Ibid., p. 39-40.
 4.  Évagre le Pontique, en Petite philocalie de la prière du coeur, traducido y presentado por Jean Gouillard, París, Seuil, 1979, p. 42.
 5.  Lucien Coutu, c.s.c., La méditation hésychaste, Montreal, Fides, 1996, p. 27. Esta obra constituye una de las mejores introducciones a la espiritualidad hesicasta. El autor concede regularmente charlas introductorias en el Centre Emmaüs (o donde fuera necesario), lugar que fundara hace 28 años.
 6.  Lucien Coutu, La méditation hésychaste, p. 40.
 7.  San Teófano el Recluso (1815-1894), citado por Kallistos Ware, Le royaume intérieur, Paris, Cerf, 1996, p. 84.
 8.  Yves Congar, Jalons pour une théologie du laïcat, Paris, Cerf, 1954, p. 585.
 9.  “Solo existe un cristianismo […] No existe una espiritualidad propia de los laicos […] el monje no es más que un cristiano que lleva al extremo las exigencias de lo único necesario, sin cuya primacía no existe vida cristiana digna de tal nombre”, Yves Congar, op. cit., p. 559-560.
10.  Es así a menos que el monje sea ordenado, en atención a las necesidades del monasterio, diácono o presbítero; lo que, claro está, no es automático.
11.  Kallistos Ware, Le royaume intérieur, p. 86.
12.  Véase a H. Roscanu, “'Une aimantation à proposer': jalons pour une éthique sociale orthodoxe”, Église et théologie, 27 (1996), 253-274.
13.  Constantinos Charalambidis, “Le mariage dans l'Église orthodoxe”, Contacts, 101 (1978), p. 70. De aquí la reticencia que sienten muchos grupos de cristianos ortodoxos, en principio opuestos al aborto, de asociarse a grupos militantes de tipo pro-vida, pues saben que el amor no se impone con las leyes.
14.  Paul Evdokimov, Les âges de la vie spirituelle, París, DDB, 1964, p. 121-146.
15.  Citado por P. Evdokimov, op. cit., p. 140.
16.  Ibid.
17.  Yves Congar, op. cit., p. 590.
18.  Los acemetas [akoímetai, los que no duermen] eran monjes de Constantinopla que se levantaban a toda hora del día y de la noche para realizar un breve oficio divino.
19.  Lucien Coutu, La méditation hésychaste, p. 32.
20. Las liturgias cristianas orientales exigen todos los sentidos: la vista (íconos, velas), el oído (cantos), el olfato (inciensos), el tacto (la veneración de los íconos) y el gusto (la comunión bajo las dos especies). La ausencia de asientos favorece la oración de todo el ser. 
21.  Olivier Clément, Corps de mort et de gloire, París, DDB, 1995, p. 68.
22.  Se trata del Premier Forum International sur le Management, l'Éthique et la Spiritualité (FIMES), École des H.É.C., Montreal, 18-19 de septiembre de 1998. Véase al respecto a Thierry Pauchant y colaboradores : La Quête du sens. Gérer nos organisations pour la santé des personnes, de nos sociétés et de la nature, Montreal, Quebec, 1996.
23.  Vladimir Lossky, Essai sur la théologie mystique de l'Église d'Orient, París, Cerf, 1990, p. 23.
...

Roscanu H. (1999). L'hésychasme, paix du coeur au coeur du monde: pour ne pas s'enliser. Théologiques, vol. 7, n. 2, pp. 95-103.


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