10.11.14






El 23 de octubre de 1958, en su segunda y última carta al poeta y novelista ruso Borís Pasternak, autor de Doctor Zhivago, Thomas Merton le confesó lo siguiente:

¿Debería contarte cómo conocí a Lara [protagonista de la novela, a quien Merton toma como imago de lo femenino], cómo fue que la encontré? Es una historia bastante sencilla, aunque no se lo cuento a la gente, claro. Eres la cuarta persona que la conocerá. Creo que no existe ninguna falsa discrepancia [entre ambos] que pudiese impedir que te lo cuente; más bien, es claro que tenemos mucho en común.
Cierta noche soñé que estaba sentado junto a una joven judía, de catorce o quince años. De pronto, ella expresa un profundo y puro afecto por mí, abrazándome de tal manera que me sentí conmovido hasta las profundidades de mi alma. Entendí que su nombre era “Proverbia”, y me pareció muy sencillo y hermoso. Y también pensé: “Es de la estirpe de santa Ana”. Le hablé de su nombre, pero no parecía estar orgullosa del mismo, ya que al parecer las otras chicas se burlaban de ella por tal razón. Pero le dije que era un nombre muy hermoso; y ahí terminó el sueño.
Pocos días después, mientras estaba en una ciudad cercana [Louisville], lo cual es raro para nosotros, estaba caminando solo en medio de una concurrida calle cuando de pronto vi que todos eran Proverbia, que en todas las personas brillaba su extraordinaria pureza, belleza y timidez; lo hacía aun cuando ellas no supiesen quiénes eran y aun cuando pudiesen sentirse avergonzadas de sus nombres, debido a que otros se burlarían de ellas a causa de los mismos. Estas personas no conocían su verdadera identidad como aquella niña tan querida a Dios que -desde antes del principio mismo- se hallaba jugando todos los días bajo su mirada, jugando en el mundo.
Bueno, has sido iniciado en el escandaloso secreto de un monje que se ha enamorado de una joven, ¡y que es judía! No se puede esperar mucho de los monjes de hoy en día. El ascetismo heroico del pasado ya no existe.

Pocos meses después, en 1959, Merton visitaba al artista y grabador vienés Victor Hammer en su hogar, en Lexington, Kentucky. Mientras almorzaban junto a la esposa de su amigo, notó un tríptico que éste había realizado y cuyo panel central tenía la imagen de un Cristo adolescente siendo coronado por una mujer de oscuros cabellos. Cuando le preguntó a Hammer quién era aquella mujer, el artista respondió que aún no lo sabía, pues había intentado representar a la Virgen María pero no estaba satisfecho. "Ella es Hagia Sophia; es la Sagrada Sabiduría quien corona a Cristo", le aseguró Merton.

Posteriormente, en 1963, Merton escribiría el poema en prosa: Hagia Sophia, que veremos ahora. Pero antes de pasar a leer esta lírica reveladora, quizás convenga recordar lo siguiente. En esta línea de descubrimiento de lo femenino, en marzo de 1966, mientras se recuperaba de una intervención quirúrgica en la espalda en el Saint Joseph’s Hospital de Louisville, Merton comenzó a tener una experiencia concreta del amor humano al enamorarse de la joven enfermera Margie Smith. El quincuagenario monje trapense, entonces, le dedicaría a esta joven de 25 años y de largos cabellos oscuros las páginas de su: A Midsummer Diary for M., el cual es en parte un diario y en parte una carta de amor, lugar en donde reflexiona sobre el profundo impacto y significado que tuvo para él tal relación.


Hagia Sophia y el joven Cristo - grabado inconcluso de Victor Hammer, 1962.

Hagia Sophia.

por Thomas Merton, o.c.s.o.

(1963)

I. Amanecer. Hora de Laudes.

En todas las cosas visibles existe una fecundidad invisible, una difusa luz, una mansedumbre sin nombre, una plenitud escondida. Esta misteriosa unidad e integridad es la Sabiduría, la madre de todo: natura naturans [la naturaleza que crea]. En todas las cosas existe una dulzura y pureza inagotables, un silencio que es una fuente de acción y de alegría; se eleva mediante una generosidad inexpresable y fluye hacia mí desde las ocultas raíces de todos los seres creados, acogiéndome con delicadeza, saludándome con indescriptible humildad. Es a la vez mi propio ser, mi propia naturaleza y la gracia del pensamiento y arte de mi creador dentro de mí, hablando como la Hagia Sophia [gr. la sagrada sabiduría], hablando como mi hermana: la Sabiduría.

Estoy despierto, he nacido de nuevo a la voz de ella, de mi hermana, enviada hacia mí desde las profundidades de la fecundidad divina.

Supongamos que soy un hombre durmiendo en un hospital. En verdad, soy ese hombre que está durmiendo. Es dos de julio, fiesta de Nuestra Señora de la Visitación; una fiesta de la Sabiduría.

A las cinco y media de la mañana estoy soñando en una habitación silenciosa, hasta que una dulce voz me despierta de mi sueño. Soy como toda la humanidad despertando de todos aquellos sueños que se han soñado durante todas las noches del mundo. Es como Cristo despertando en todos los seres que estuvieron separados, aislados y solos en todos los lugares de la Tierra. Es como si todas las mentes regresasen juntas hacia la conciencia, viniendo desde todas las distracciones, contradicciones y confusiones hacia la unidad del amor. Es como el primer amanecer del mundo (cuando Adán despertó de su no-existencia ante la dulce voz de la Sabiduría y la reconoció); y es como el último amanecer del mundo, cuando todos los fragmentos de Adán retornen de la muerte a la dulce voz de la Hagia Sophia y sepan dónde están.

Así es el despertar de un hombre, una mañana, a la voz de una enfermera del hospital. Despertando de la languidez y la oscuridad, de la impotencia y el sueño, enfrentando nuevamente a la realidad y encontrándola generosa.

Es como ser despertado por Eva. Es como ser despertado por la Virgen Bienaventurada. Es como surgir desde la vacuidad primordial y situarse en la claridad, en el paraíso.

En la fresca mano de la enfermera se halla el toque de toda vida, el contacto del Espíritu.

La Sabiduría clama para quienes han de escucharla (sapientia clamitat in plateis) [la sabiduría clama en las calles]; y clama especialmente para los pequeños, para los ignorantes y desamparados.

¿Quién es más pequeño, quién es más pobre que el hombre desamparado que duerme en su cama, sin conciencia y sin defensa? ¿Quién es más confiado que aquel que cada noche debe encomendarse a sí mismo para dormir? ¿Cuál es el mérito de su confianza? La generosidad viene a él cuando se halla más desamparado y lo despierta, lo hace estando fresco y comenzando a estar sano. El amor lo toma por la mano y le abre las puertas de otra vida, de otro día.

(Sin embargo, aquel que se ha defendido: peleando por sí mismo en la enfermedad, planeando para sí mismo, protegiéndose, amándose solo a sí mismo y viendo por su propia vida durante toda la noche, al final muere de cansancio. Para él no existe la novedad. Todo está raído y ya es viejo).

Cuando el desamparado se despierta fortalecido como la voz de la misericordia, es como si la vida, su hermana –o como si la Virgen Bienaventurada (su propia carne, su propia hermana) o como si la naturaleza hecha sabia mediante el arte y la encarnación de Dios- estuviese sobre él y lo invitara con inexpresable dulzura a despertarse y a vivir. Esto es lo que significa reconocer a la Hagia Sophia.

II. Temprano por la mañana. Hora de Prima.

¡Oh, bienaventurada, silenciosa, que hablas en todo lugar!

No escuchamos la dulce voz, la grata voz, a la misericordiosa y femenina.

No escuchamos a la misericordia o al amor complaciente, a la no-resistencia o no-represalia. En ella no existen razones ni respuestas. Pero ella es la calidez de la luz de Dios, la expresión de su simplicidad.

No escuchamos al perdón sin quejas que inclina el inocente semblante de las flores hacia la tierra llena de rocío. No vemos a la niña que está prisionera en todas las personas y que no dice nada. Ella sonríe, pues aunque creen haberla aprisionado no puede ser prisionera. Ella no es fuerte ni inteligente, simplemente no entiende el aprisionamiento.

Al desamparado, al abandonado al dulce sueño, la amable lo despertará: Sophia.

Todo lo dulce de su ternura le hablará por todas partes, en cualquier cosa, sin cesar, y nunca más volverá a ser el mismo. No se despertará para la conquista y los oscuros placeres, sino para la implacable y pura simplicidad de la consciencia única en todo y a través de todo: Sabiduría, Niña, Mediadora, Hermana.

Las estrellas se regocijan en sus ocasos y frente al surgimiento del sol. Las luces celestiales se regocijan a la salida del hombre para establecer un nuevo mundo al amanecer, porque él ha surgido de la confusa oscuridad de la noche primordial en la conciencia. Ha expresado el nítido silencio de la Sophia en su propio corazón. Se ha convertido en eterno.

III. La mañana en su plenitud. Hora de Tercia.

El sol resplandece en el cielo como el rostro de Dios, pero no reconocemos su semblante como terrible. Su luz se difunde en el aire y la luz de Dios se difunde a través de la Hagia Sophia.

No vemos a aquel que es enceguecedor en la oscura vacuidad. Él nos habla generosamente en diez mil cosas, en las cuales su luz es solo plenitud y Sabiduría. Y así, él no brilla sobre ellas sino desde dentro de ellas. Tal es la amorosa generosidad de la Sabiduría.

Toda perfección de las cosas creadas existe también en Dios; por lo tanto, él es Padre y Madre al mismo tiempo. Como Padre, él se sitúa en su solitario poderío rodeado de oscuridad. Como Madre, su resplandor se difunde, abrazando a todas las criaturas con una ternura y luz misericordiosas. La difusión del resplandor de Dios es la Hagia Sophia. Nosotros la llamamos su “gloria”. En Sophia, su poder se percibe únicamente como misericordia y como amor.

(Cuando los reclusos de la Inglaterra del s. XIV escuchaban las campanas de su iglesia, miraban sobre los muros y vallas a un cielo benévolo y hablaban en sus corazones a “Jesús, nuestra Madre”. Era Sophia que había despertado en sus corazones infantiles).

Quizás, en un aspecto más primigenio, Sophia es lo desconocido, la oscuridad, la ousía [gr. sustancia] anónima. Quizás ella es incluso la naturaleza divina, una con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y quizás exista en la inmanifiesta luz infinita sin esperar a ser conocida como la luz. No lo sé. La luz es pronunciada a partir del silencio; no la escuchamos ni vemos hasta que es pronunciada.

En el innombrable principio sin principio existía la luz. No hemos visto ese principio. No sé donde está ella en ese principio. No hablo de ella como principio [o comienzo], sino como manifestación.

Ahora la Sabiduría de Dios, Sophia, surge y llega de “un extremo al otro con su poderío”. Ella también podría ser el eje invisible de toda la naturaleza, el centro y significado de toda luz que existe en todo y para todo. La más pobre y la más humilde, la más oculta de todas las cosas, es, no obstante, más obvia en ellas y extensamente manifiesta, pues es su propio ser lo que se halla ante nosotros, desnudo y sin cuidado.

Sophia, la niña, está jugando en el mundo, obvia e invisible, jugando todo el tiempo ante el creador. Sus delicias existen junto a los niños de los hombres. Ella es su hermana. El corazón de la vida que existe en todas las cosas es ternura, misericordia, virginidad, luz; la vida entendida como pasiva, como recibida, como otorgada, como tomada, como renovada incansablemente por la gracia de Dios. Sophia es la gracia, es el espíritu, el Donum Dei [el regalo de Dios]. Ella es don de Dios y el propio Dios como gracia. Dios como todo y Dios reducido a nada, una inacabable vacuidad: exinanivit semetipsum [despojado de sí mismo]. Es la humildad como fuente de inagotable luz.

La Hagia Sophia en todas las cosas es la luz divina reflejada en ellas, entendida como una participación espontánea, como la invitación de ellas a la fiesta nupcial.

Sophia es el compartir del propio Dios con las criaturas. Es su emanación  y el amor por el cual él es concedido, conocido, poseído y amado.

Ella está en todas las cosas como el aire que recibe los rayos del sol. En ella, aquellas prosperan. En ella, glorifican a Dios. En ella, se regocijan para reflejarlo. En ella, se unen a él. Ella es la unión entre ellos. Ella es el amor que los une. Ella es la vida de comunión, la vida como acción de gracias, la vida como alabanza, la vida como festival, la vida como gloria.

Debido a que recepta de manera perfecta, no existe ninguna mancha en ella. Ella es el amor sin tacha y la gratitud sin autocomplacencia. Todas las cosas la alaban por ser ellas mismas y por participar en la fiesta nupcial. Ella es la novia, la fiesta y la boda.

El principio femenino en el mundo es la fuente inagotable de creativas penetraciones en la gloria del Padre. ¡Ella es su manifestación de radiante esplendor! Pero ella permanece invisible, vislumbrada sólo por unos pocos. A veces no existe absolutamente nadie que la reconozca.

Sophia es la misericordia de Dios en nosotros. Ella es la ternura con la que el infinitamente misterioso poder del perdón convierte la oscuridad de nuestros pecados en luz de gracia. Ella es la infinita fuente de generosidad; y casi pareciera ser en sí misma toda misericordia. Es así que ella obra en nosotros una obra más grandiosa que la creación: obra el nuevo ser de la gracia, obra el perdón, obra la transformación que va de esplendor en esplendor: tamquam a Domini Spiritu [como si fuera el Espíritu del Señor]. Ella es en nosotros la complaciente y delicada contraparte del poder, de la justicia y del dinamismo creativo del Padre.

IV. Al atardecer. Hora de Completas. Salve Regina.

Ahora la Bienaventurada Virgen María es el ser creado que realiza y demuestra en su vida todo lo que está escondido en Sophia. Por eso puede decirse que ella es una manifestación personal de Sophia, la cual es en Dios ousía antes que Persona.

Natura se transforma en María en madre pura. En ella, natura es como fue en el origen de su divino nacimiento. En María, natura es totalmente sabia, se manifiesta como una persona completamente prudente, amorosa y pura; no es una creadora ni una redentora sino la criatura perfecta, perfectamente redimida, el fruto de todo grandioso poder de Dios, la perfecta expresión de la sabiduría en la misericordia.

Es ella, es María, Sophia, quien entristecida y alegre, con plena conciencia de lo que está haciendo, estableció en la segunda Persona, en el Logos, una corona, que es su naturaleza humana. Y así, ella consiente abrir la puerta de la naturaleza creada, del tiempo, de la historia, a la Palabra de Dios.

Dios entra a su creación. A través de su sabia respuesta, a través de su comprensión obediente, a través del dulce consentimiento agradecido de Sophia, Dios entra sin publicidad en la ciudad de los hombres rapaces.

Ella no lo corona con lo que es glorioso sino con lo que es más grande que la gloria; lo único más grande que la gloria es la debilidad, la vacuidad, la pobreza.

Ella envía, al infinitamente rico y poderoso, como un pobre y desamparado en una misión de inexpresable misericordia: morir por nosotros en la cruz.

Las tinieblas caen. Aparecen las estrellas. Los pájaros comienzan a dormir. La noche abraza la parte silenciosa de la Tierra. Un vagabundo, un indigente errante y de sucios pies, encuentra su camino bajo una nueva calle. Un Dios sin hogar, perdido en la noche, sin papeles, sin identificación y sin número -en un frágil exilio prescindible- reposa en la desolación, bajo las dulces estrellas del mundo, y se encomienda al sueño. 


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