| La dialéctica de la oración. |
Los monjes tienen por vocación el realizar mucho mejor
que los demás la oración continua o perpetua; un esencial problema práctico muy
debatido entre los cristianos de los primeros siglos. [Para los hesicastas,] la
dialéctica de la oración es su amor por el silencio.
Si bien ellos no tuvieron maestros que les enseñasen,
sí tuvieron a todos los santos anteriores; como san Ignacio de Antioquía, por
ejemplo, para quien nada grande podía hacerse sino se hacía en el silencio: en
aquel silencio en el que Dios obró sus “impresionantes misterios” en el alma de
María y en la vida de Jesucristo [10]. Se trata del silencio del fiel que “posee
la palabra de Jesús y puede, por lo tanto, comprender su silencio para llegar a
ser perfecto; para lograr que sus palabras sean hechos auténticos y que su
silencio se los haga comprender” [11].
¡Desgraciado el religioso que no considera la ley del
silencio como una regla a observar! Los padres del desierto, hombres de
oración, tuvieron al respecto la misma reacción espontánea del ser que no se
deja arrebatar el elemento en el que vive y del que se alimenta. “Un pez fuera
del agua”, denominaba san Antonio al solitario fuera de su celda. El silencio
es la celda portátil que el hombre de oración no abandona cuando, por necesidad
o por caridad, tiene que dejar su celda visible: “Si eres un hombre de
silencio, en cualquier lugar en el que te encuentres hallarás el reposo” [12].
A fin de cuentas, el silencio que se preserva cuando
se presenta la ocasión de hablar es una “huida de los hombres” más auténtica
que el simple distanciamiento en el espacio [13]. “Huyan de esto”, dice otro
anciano mientras se mete el dedo en la boca [14]. Se trata, además, de una
muestra de coraje que siempre se renueva y que se ve reforzada según el grado
de indiscreción de las personas molestas: “La primera vez, huye; la segunda
vez, vuelve a huir; y la tercera vez haz uso de una filosa espada” [15].
Abba Juan Colobos había logrado un grandioso fervor de espíritu. Y alguien con quien se encontró comenzó a alabarlo por su obra. Pero él se entregó a sus trabajos habituales y se mantenía en su silencio. La otra persona le dirigió por segunda vez la palabra, pero Juan continuó con su silencio. Y a la tercera vez le dijo al visitante: “Desde que entraste aquí has alejado a Dios de mí” [16].
Incluso estando ante la muerte es mejor permanecer
callado:
Abba Moisés le preguntó a Abba Zacarías, quien estaba a punto de morir: “¿Qué es lo que ves?”. Zacarías le respondió: “¿No es mejor callar, padre?”. Moisés dijo: “Es cierto, hijo mío, guarda silencio” [17].
Ese hermoso silencio le abrió a Zacarías las puertas
del cielo. Y Abba Or jamás hablaba si no había necesidad de hacerlo [18]. Tal es así, que le aconsejó a su discípulo Pablo: “Pon mucha atención para jamás
traer una palabra extraña a esta celda” [19].
Es bueno tener el deseo de hacerle el bien al prójimo
mediante un par de palabras de edificación, pero, ¿cuántas veces no es esto
sino un pretexto o una ilusión? El obispo Teófilo de Alejandría, a quien ya
hemos visto despedido por san Arsenio, también escuchó un día la opinión de
Abba Pambo respecto al silencio: “Dirígele una palabra al papa [éste era el
calificativo de entonces para los patriarcas de Alejandría] para su provecho
espiritual”. Y el anciano respondió: “Si él no se beneficia de mi silencio, tampoco obtendrá beneficio alguno de mis palabras” [20].
Existen también las conversaciones piadosas; y bien
entendidas, no es conveniente proscribirlas por completo de antemano. ¡Por lo
menos todavía no! Veamos a dos habitantes de Escete que navegaban sobre el Nilo
yendo a visitar a san Antonio. Luego se les une un anciano desconocido. ¿Qué
hacer en una balsa si no hay motivación alguna?
Los hermanos se entretenían hablando sobre los apotegmas de los padres [¡un tema más que recomendable como pasatiempo para los monjes!], sobre pasajes de la sagrada escritura y sobre aspectos de su trabajo manual. Pero el anciano permanecía en silencio […] Al llegar a lo de san Antonio, éste les dijo a los hermanos: “Han tenido una buena compañía junto a este anciano”. Y luego al anciano: “Has encontrado buenos hermanos para llegar hasta aquí, Abba”. El anciano dijo: “En cuanto a ser buenos, lo son; pero su corral no tiene puerta. Cualquiera que lo desee puede entrar al establo y llevarse al asno”. Y esto lo dijo porque aquellos hablaban sobre todo lo que se les venía a la lengua [21].
El silencio realmente se presenta como una panacea:
“Ante cualquier problema que te sobrevenga, la victoria sobre ella consiste en
callar” [22]. Pero, ¿a veces no es preciso hablar para agradar al prójimo? ¡Si
le hace tanto bien! “¡Más vale callarse!”, dice Abba Pambo; y Abba Poemén ha
apoyado su veredicto [23].
Los más expuestos a hablar de más eran quienes iban al
mercado –por ejemplo a Alejandría- para vender los productos manufacturados en
el desierto. ¿Acaso no es necesario regatear entre los orientales? Sin embargo, Abba Agatón y Abba Amón:
[…] cuando se dedicaban a vender algún utensilio, les era suficiente decir el precio una sola vez; luego recibían lo que se les daba sin decir ninguna palabra, con total tranquilidad. Y también a la inversa, cuando querían comprar algo, pagaban en silencio el precio que se les exigía, tomaban el objeto adquirido y se marchaban sin decir ninguna palabra [24].
¡Abba Agatón no actuaba de esa manera a causa de una
taciturnidad congénita! Durante tres años había llevado una piedra en su boca,
pero no como Demóstenes y para convertirse en orador, sino “para aprender a
callarse” [25].
Todos los demás ascetas sabían, gracias a la asidua
lectura de los sagrados libros, cuán difícil y cuán importante es dominar la
lengua. Ella es esa inquietum malum,
esa universitas iniquitatis [26].
Abba Sisoes logró un buen progreso a lo largo de treinta años y lo confiesa de
forma sencilla: “Ya no rezo a Dios a causa del pecado”. Sin embargo, todos los
días repetía esta invocación: “Señor Jesús, protégeme de mi lengua”. Y reconoce
que “hasta ahora, sigo cayendo todos los días a causa de ella y por eso cometo
pecados” [27].
Cuando se ha combatido durante mucho tiempo para el
logro de una virtud, luego se la considera más que a la propia vida:
Un hermano le preguntó a Abba Sisoes: “Si en nuestro viaje de camino nuestro guía se desencaminara, ¿sería necesario que se lo dijésemos?”. Y el anciano dijo: “No”. El hermano continuó: “¿Pero así no nos estaríamos dejando extraviar por él?”. Y el anciano dijo: “¿Y qué? ¿Acaso tomarás un palo para pegarle? Sé de unos hermanos que iban de camino por la noche y su guía se confundió de dirección. Los hermanos eran doce, y todos sabían que aquel se había confundido de camino, pero se hicieron violencia para no decírselo | y no romper el silencio nocturno [¡tiempo en que se observaba esta ley monástica con todo su rigor!] |. Cuando amaneció, el guía se dio cuenta de su error y les dijo: “Perdónenme, pero me confundí”. Ellos le dijeron: “Lo sabíamos, pero no te dijimos nada”. El guía se sintió admirado y dijo [¡palabras memorables!]: “¡Los hermanos prefieren la muerte antes que hablar!”. Y alabó a Dios por aquello. Y la distancia que se habían alejado del camino era de unos 19 kms.” [28].
¿Historia o apología? Como sea, se trata de una
doctrina fuertemente inculcada. He aquí, ahora, una prohibición que pasará a
muchas reglas monásticas, llegando incluso hasta nuestros días: “Si ves
espectáculos o escuchas historias [murmullos que corren], no se los cuentes a
tu vecino” [29]. Otra característica que será común en las hagiografías es la
de jamás perder el tiempo fuera de la celda; algo que se remonta a Abba Sisoes el
Tebano:
Cuando terminaba el oficio, se dirigía rápidamente a su celda. Y algunos decían: “Tiene al diablo en su cuerpo” [está endemoniado]. Pero en realidad él hacía la obra de Dios [30].
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10. Gr. mystēria
kraugēs, Ef. 19,1.
11. Ef. 15, 1-2. (Cf. Le lettere di Ignazio, Ed. Presenza,
Roma 1966).
12. Alf. Poemén, n. 8. Evergetinos, II, c. 47, p.
144.
13. Cf. Alf. Titoes, n. 2.
14. Verba
seniorum IV, n. 27. PL 73, 868 C.
15.
Alf. Poemén, n. 140.
16.
Alf. Juan Colobos, n. 32.
17. Alf. Zacarías, n. 5.
18.
Alf. Or, n. 2.
19.
Ibíd.
20.
Alf. Teófilo, n. 2.
21. Alf. Antonio, n. 18.
22.
Alf. Poemén, n. 37.
23.
Alf. Poemén, n. 47.
24. Alf. Agatón, n. 16.
25. Ibíd., n. 15.
26. Sant. 3:6. La lengua es esa “maldad inquieta”; ese
“universo de iniquidad”.
27.
Alf. Sisoes, n. 5.
28.
Alf. Sisoes, n. 30.
29. Alf. Poemén, n. 139.
30. Alf. Sisoes, n. 37; cf. I. Hausherr, Vie de Syméon
le Nouveau Théologien, Orientalia Christiana XII (1928), 28.
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