III. Un dilema: entre soledad y caridad fraterna.
| Aun cuando la ambigüedad de esta expresión es más
bien superficial, como todo lo que se relaciona con las palabras, | surge ahora
un grave problema. Aunque no precisamente para los hesicastas, sino para los
cristianos en general; en especial para quienes deben enseñar los caminos de la
perfección. “La vida ascética tiene un solo objetivo: la salvación del alma”,
dice san Basilio. Y la salvación del alma consiste en la caridad, según un
principio primordial que jamás ha sido puesto en duda -a nivel teórico- desde
que san Ireneo lo opuso de forma victoriosa al intelectualismo de los falsos
gnósticos. Desde entonces, la única sabiduría y el único deber [de todo
cristiano] es conocer y abrazar el género de vida que conduce con mayor certeza
a la más alta caridad. ¿Por qué buscar, entonces, con tanta insistencia a la quietud?
Pero, ¿qué es la caridad? Esta fundamental cuestión de
la moral cristiana, que fue resuelta teóricamente por la respuesta de nuestro
Señor Jesucristo: “Amarás a Dios con toda tu alma, con toda tu inteligencia,
con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”,
nunca deja de producir -en todo tiempo y en todo lugar- nuevos problemas respecto
a su aplicación. ¿Cómo adecuar el amor a Dios con el amor al prójimo? Si la
medida para amar a Dios es amarlo sin medida, como dice Orígenes, ¿no habría
que entregarse a la búsqueda directa de tal amor en todo instante de la vida? Y
todo lo que no es un esfuerzo directo hacia ese amor, es decir, todo aquello
que no es oración, ¿acaso no es, ipso facto, pura vanidad y pura pérdida? Así
lo afirman sin vacilar los autores queridos por los hesicastas, como Nicetas Stéthatos
[1], quien se apoyó en venerables autoridades, como san Epifanio [2].
Pero, ¿qué queda, entonces, para la práctica de las
obras de caridad fraterna? ¿Y cómo podemos estar seguros que nuestros
sentimientos con relación al prójimo, e incluso nuestra entrega, son parte de
una auténtica caridad? Pues, ¿acaso desde hace tiempo no sigue viva en nosotros
la philautía [filaucía], ese virus
que infecta la fuente misma de nuestra afectividad, según la inagotable
enseñanza de san Máximo el Confesor? ¿Y por dónde habría que empezar para
realizar en nosotros la purificación perfecta, sin la cual no existe la caridad
pura hacia Dios y hacia el prójimo? ¿A qué acciones han de prestarle mayor
importancia nuestros esfuerzos? ¿A la extirpación del amor propio (una tarea
negativa que puede resultar decepcionante), a la actividad de servicio a los demás
(una tarea positiva sujeta a la ilusión) o al estudio que posibilite en
nosotros el desarrollo de un amor deliberado y consciente hacia Dios a través
de una intensa dedicación a la oración?
A este problema primordial, los hesicastas –con razón
o sin ella- lo consideran resuelto; sino para todos los cristianos al menos
para ellos. Es precisamente su certeza sobre este punto lo que constituye su
vocación de hesicastas. Ellos no son parte de la Iglesia jerárquica. En
principio, no son obispos ni sacerdotes ni tampoco clérigos, al igual que no lo
son los monjes en general (quienes no admiten a los clérigos debido a las
precauciones que todavía señala la Regla de san Benito; siendo la principal de
ellas la renuncia a todo privilegio). Y tampoco se enredan en ministerios
apostólicos, ni mucho menos se entregan como profesión a la hospitalidad o al
cuidado de los enfermos o de los pobres. Para ellos será suficiente el ejercer
tales formas de caridad cuando se presente la ocasión. Su caridad interior no
les impide, y hasta puede que les ordene, retirarse a los lugares en donde
tales ocasiones sean raras.
El problema con el que se enfrenta el hesicasmo no es
de orden doctrinal sino de orden psicológico y experimental. Una vez que se distingue el
objetivo -su objetivo-,
y una vez que se admite que para lograr ese objetivo se impone cierto grado de
soledad –al menos de forma intermitente- que asegure la quietud interior sin la
cual no es posible la unión con Dios, ¿cuál es la medida de tal soledad? No se
trata del mínimo exigido a todo cristiano ni tampoco del máximo que jamás ha
existido; se trata más bien de lo óptimo, es decir, de lo más eficaz
para alcanzar el ideal anhelado, lejos de ilusiones.
Si nosotros, personas del siglo XX, queremos estar
preparados para emitir un juicio justo sobre el fenómeno histórico del
hesicasmo, es necesario que comencemos este trayecto situando con toda
claridad, delante de nuestros ojos, su objetivo espiritual tal y como nos lo
presentan sus adeptos mejor entendidos. Y advirtamos que, si después de haber
repasado estas descripciones venimos a creer o seguimos creyendo que el objeto
de su ambición –que para ellos era valioso-, y que incluso todos sus
sacrificios y todos esfuerzos, no merecen nuestra humana simpatía ni nuestra
cristiana admiración, lo mejor será no leer lo sigue en este trabajo.
............
1.
Cf. Alf. Epifanio, n.3, PG 65, 164 B.
2. Centuria II, 77, PG 120, 937 AB; cf. Gregorio el Sinaíta, De quietudine et duobus modis orationis 11, PG 150, 1324 D.
2. Centuria II, 77, PG 120, 937 AB; cf. Gregorio el Sinaíta, De quietudine et duobus modis orationis 11, PG 150, 1324 D.
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