17.6.14






| La oración continua.|

He aquí Casiano, en quien hablan los héroes de la primera generación de la anacoresis. Dos de sus capítulos nos serán suficientes (el quinto y sexto de las Collationes X). ¡Cuán necesario es desprenderse de toda imagen durante la oración! Es necesario seguir el ejemplo de Jesucristo y retirarse a una elevada montaña para orar a Dios en lo secreto:

[…] Solamente pueden contemplar su divinidad, con ojos puros, quienes se elevan por encima de todas las obras y de todos los pensamientos bajos y terrestres; quienes se retiran y suben con él a esta elevada montaña de la soledad. Allí, Jesucristo aleja a las almas del tumulto de las pasiones, las aparta de la mezcla de todos los vicios y las sitúa en una fe viva; él las hace subir a la más alta cima de las virtudes, en donde les muestra la gloria y el esplendor de su rostro a aquellos que tienen los ojos del corazón suficientemente puros para la contemplación.
Y no es que Jesús no se deje ver por quienes viven en las aldeas y ciudades, es decir, por quienes están ocupados en la vida activa y en las acciones de caridad; sino que no lo hace con aquella gloria y radiante majestad con la que se muestra a quienes pueden subir a la montaña de las virtudes, tal como lo hicieron Pedro, Santiago y Juan. Es de esta manera que en otros tiempos se apareció a Moisés [Éx. 3:2] y habló a Elías desde lo profundo de la soledad [1 Reyes, 19:3 ss.].
Jesucristo ha querido confirmarnos esto con su ejemplo y nos ha trazado en su persona el modelo de pureza perfecta. Pues él, fuente inagotable de toda santidad, no tenía ninguna necesidad –como nosotros- del retiro y de la soledad para adquirirla; y siendo la pureza misma, no podía recibir la mínima alteración por parte de la multitud y del contagio con los hombres. Por el contrario, él purifica y santifica -cuando le place- todo lo que hay de impuro y de contagioso entre los hombres. Y sin embargo se retira a la soledad de la montaña para rezar [Mt. 14:23].
Por medio de ese retiro, quiso que aprendamos a separarnos de las perturbaciones y de la confusión del mundo, de tal manera que pudiésemos ofrecer a Dios nuestras perfectas oraciones y los afectos puros de nuestro corazón. Y así, aunque estemos en esta carne mortal, de algún modo podemos corresponder a esa magnífica beatitud que se promete a los santos en el otro mundo y considerar a Dios como el todo en todas las cosas [1 Cor. 15:28] [3].

¿En qué consiste la oración perfecta y qué se debe hacer para que sea continua?

Cuando sea así, la oración que el Señor le dirigió a su Padre a favor de sus discípulos se verá completamente realizada: “Te pido, Padre mío, que el amor con que me has amado esté en ellos y que ellos sean en nosotros. Que ellos sean uno; como vos, Padre mío, estás en mí y yo estoy en vos, que también ellos sean uno con nosotros". Esta oración del Salvador -que no puede quedar sin efecto- será verificada en nosotros cuando aquel amor perfecto con el que Dios nos amó primero sea derramado en lo profundo de nuestros corazones y así podamos amarlo a él como él nos ama.
Cuando aquello suceda, todo lo que amemos, deseemos, busquemos, anhelemos, pensemos, veamos, digamos y esperemos no será sino solo Dios; pues la unidad del Padre y del Hijo, y la del Hijo con el Padre se derramará en nuestros espíritus y corazones. Es decir, el amor que tenemos por él será continuo e inquebrantable, tal como el amor de él hacia nosotros es totalmente puro y eterno. Y así, permaneciendo siempre unidos a él, todas nuestras esperanzas, pensamientos y palabras tenderán hacia él y estarán en él; y entonces habremos llegado a aquel estado sublime que el propio Salvador anhelara en su oración por nosotros, en aquella que dice: “Que ellos sean uno tal como nosotros somos uno. Yo estoy en ellos y tú estás en mí, de tal manera que también ellos puedan ser consumados en la unidad. Padre mío, deseo que aquellos que me has dado estén conmigo dondequiera que yo esté” [cf. Jn. 17:21-26].
Es este el objetivo al que debe dirigirse el solitario, hacia donde debe dirigir toda la fuerza de su espíritu: a hacerse merecedor, dentro de este cuerpo mortal, de la imagen de la felicidad eterna; y a comenzar a degustar, dentro de este vaso tierra y arcilla, de todas las primicias; como si fuera un depósito de la gloria y vida divina que espera alcanzar en el cielo. Es este el fin de toda perfección: que el alma se desprenda a diario de todo lo que es la carne y de lo terrestre, y que se eleve sin cesar cada vez más hacia las realidades espirituales; de tal manera que todas sus obras, todos sus pensamientos y todos los movimientos de su corazón se conviertan en una sola y continua oración [4].
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3. Les Conférences de Cassien, traducidos al francés por De Saligny, doctor en teología. X Conf., cap. V, Lyon 1682, p. 405 ff.
4. Les Conférences de CassienConf. X, cap. VI.

En español, las Collationes se traducen indistintamente como Conferencias o Colaciones; y según he observado, tienen a los cap. V-VI señalados aquí como los cap. VI-VII. 


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