27.11.13



Suspendido con el eremita.

por Andrew Lee Butters

- 2008 –

He transcurrido la mayor parte de la marcha descendiendo por los filos del Valle de Qaddisha, no tanto preocupado por lo que pasaría si de pronto cayese por el desfiladero de la montaña como por el protocolo social que corresponde al visitar a un eremita. Después de todo, los eremitas han elegido la soledad por sobre la compañía; en especial por sobre los extraños que resultan inesperados. Pero el monasterio Nuestra Señora de Hawka, un santuario del s. XIII construido sobre el rojizo y pedregoso escarpado situado a un costado del valle, es uno de los últimos eremitorios activos y es considerado una especie de tesoro nacional por el Líbano.

Si de pronto el uso del teléfono para acordar una audiencia con antelación no es una opción al alcance, todavía se puede recorrer bastante bien esta traicionera senda.

Cuando llegué a la gruta del monasterio, el único sonido que se escuchaba era el arrullo de dos blancas palomas situadas en lo alto, como si resaltasen la santidad del lugar. Solo unos pocos siglos después del amanecer de la cristiandad, diversos varones santos llegaron a las montañas del norte del Líbano en búsqueda de soledad. Aunque la atracción por la vida ascética de alguna manera se ha debilitado en la era actual. El padre Darío, un sacerdote colombiano de 73 años, vino a vivir a Hawka hace ocho años, convirtiéndose en uno de los tres eremitas del Líbano.

Tal status realmente hace que el visitante se sienta algo nervioso por presentarse. ¿Qué tal si estando en el monasterio me tropiezo estando en plena misa? ¿O si interrumpo al padre en un momento clave de su contemplación sobre la creación divina? O, lo que es más probable, ¿qué pasaría si la razón por la que renunció a una vida de placeres terrenales fue alejarse de la estima de periodistas extranjeros, para quienes él es una fascinante curiosidad? Lo cierto es que, ¿qué tiene que ver alguien que ha elegido la vida de un eremita con aquello que algunos de nosotros –quienes trabajan en la economía corporativa de la ciudad- podrían llamar “problemas de la gente”?

A pesar de mi agitación, resultó evidente que el único ritual necesario para solicitar una audiencia con un eremita era tocar la puerta. El padre Darío sale de su recinto vistiendo un hábito negro y portando con una cálida sonrisa. Luego me explica que aunque tiene muchos visitantes –algunos de los cuales lo despiertan en medio de la noche o trazan grafitis con sus nombres en las paredes de su celda-, todos son bienvenidos. Es el deber de los eremitas cristianos –explica- el servir a Dios y a la humanidad a través de la oración y la penitencia. Y eso, al parecer, incluye el soportar a los tontos con buen humor.

De hecho, el eremitismo de la Iglesia Católica y de sus ramas orientales no es una suerte de escape original hacia la naturaleza y la libertad, sino un rol definido por el derecho canónico y sujeto a la disciplina y la jerarquía. Para convertirse en eremita, uno primero tiene que ser miembro de una orden monástica o haber sido consagrado por un obispo. El padre Darío fue un sacerdote de la Iglesia Católica que vivía en Florida y ganaba cerca de doscientos dólares por hora trabajando como psicólogo, hasta que Dios le dijo que abandonara sus posesiones materiales y tomara la vida contemplativa. Pero la palabra del Señor no sería lo único necesario para convertir al padre Darío en un eremita. Solo después de diez años de haberse mudado al Líbano y de haberse convertido en monje maronita fue que recibió la bendición del obispo para dar el paso siguiente. Se apartó de la agitada vida del monasterio principal, en donde los monjes disfrutan de teléfonos celulares y de Mercedes Benz, hacia el silencio del valle. Hoy en día transcurre su tiempo según un ajustado programa: 14 horas de oración, 3 horas de trabajo en una huerta, 2 horas de de estudio de textos místicos y 5 horas durmiendo sobre un tablón de madera con una piedra bajo su cabeza. “Al principio resulta difícil, pero ahora no puedo dormir con una almohada”, afirma.

Lamentablemente, aun con todos sus ensayos en el proverbial desierto, el padre Darío tiene poco que ofrecer bajo la forma de sabiduría gnóstica a los fugaces excursionistas. Aunque tiene una historia divertida sobre lo que se puede obtener a través del Departamento de Seguridad Nacional [Homeland Security] durante un vuelo a Medio Oriente si tenés el mismo apellido (Escobar) y el mismo lugar de nacimiento (Medellín) que el legendario narcotraficante. “Mucha gente viene aquí pensando que conozco el futuro. Pero yo tan solo sé una cosa: que todos moriremos”, sostiene. Luego me dice que vea de casarme.

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Lee Butters Andrew (13 de octubre del 2008). Hanging with the Hermit. Time Magazine.


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