Suspendido con el
eremita.
por Andrew Lee Butters
- 2008 –
He transcurrido la
mayor parte de la marcha descendiendo por los filos del Valle de Qaddisha, no
tanto preocupado por lo que pasaría si de pronto cayese por el desfiladero de
la montaña como por el protocolo social que corresponde al visitar a un
eremita. Después de todo, los eremitas han elegido la soledad por sobre la
compañía; en especial por sobre los extraños que resultan inesperados. Pero el monasterio Nuestra Señora de Hawka, un
santuario del s. XIII construido sobre el rojizo y pedregoso escarpado situado a
un costado del valle, es uno de los últimos eremitorios activos y es
considerado una especie de tesoro nacional por el Líbano.
Si de pronto el uso
del teléfono para acordar una audiencia con antelación no es una opción al
alcance, todavía se puede recorrer bastante bien esta traicionera senda.
Cuando llegué a la
gruta del monasterio, el único sonido que se escuchaba era el arrullo de dos
blancas palomas situadas en lo alto, como si resaltasen la santidad del lugar. Solo
unos pocos siglos después del amanecer de la cristiandad, diversos varones
santos llegaron a las montañas del norte del Líbano en búsqueda de soledad.
Aunque la atracción por la vida ascética de alguna manera se ha debilitado en
la era actual. El padre Darío, un sacerdote colombiano de 73 años, vino a vivir
a Hawka hace ocho años, convirtiéndose en uno de los tres eremitas del
Líbano.
Tal status realmente
hace que el visitante se sienta algo nervioso por presentarse. ¿Qué tal si
estando en el monasterio me tropiezo estando en plena misa? ¿O si interrumpo al
padre en un momento clave de su contemplación sobre la creación divina? O, lo
que es más probable, ¿qué pasaría si la razón por la que renunció a una vida de
placeres terrenales fue alejarse de la estima de periodistas extranjeros, para
quienes él es una fascinante curiosidad? Lo cierto es que, ¿qué tiene que ver
alguien que ha elegido la vida de un eremita con aquello que algunos de
nosotros –quienes trabajan en la economía corporativa de la ciudad- podrían
llamar “problemas de la gente”?
A pesar de mi
agitación, resultó evidente que el único ritual necesario para solicitar una
audiencia con un eremita era tocar la puerta. El padre Darío sale de su recinto
vistiendo un hábito negro y portando con una cálida sonrisa. Luego me explica
que aunque tiene muchos visitantes –algunos de los cuales lo despiertan en
medio de la noche o trazan grafitis con sus nombres en las paredes de su
celda-, todos son bienvenidos. Es el deber de los eremitas cristianos –explica-
el servir a Dios y a la humanidad a través de la oración y la penitencia. Y
eso, al parecer, incluye el soportar a los tontos con buen humor.
De hecho, el
eremitismo de la Iglesia Católica y de sus ramas orientales no es una suerte de
escape original hacia la naturaleza y la libertad, sino un rol definido por el
derecho canónico y sujeto a la disciplina y la jerarquía. Para convertirse en
eremita, uno primero tiene que ser miembro de una orden monástica o haber sido
consagrado por un obispo. El padre Darío fue un sacerdote de la Iglesia Católica
que vivía en Florida y ganaba cerca de doscientos dólares por hora trabajando
como psicólogo, hasta que Dios le dijo que abandonara sus posesiones materiales
y tomara la vida contemplativa. Pero la palabra del Señor no sería lo único
necesario para convertir al padre Darío en un eremita. Solo después de diez
años de haberse mudado al Líbano y de haberse convertido en monje maronita fue
que recibió la bendición del obispo para dar el paso siguiente. Se apartó de la
agitada vida del monasterio principal, en donde los monjes disfrutan de
teléfonos celulares y de Mercedes Benz, hacia el silencio del valle. Hoy en día
transcurre su tiempo según un ajustado programa: 14 horas de oración, 3 horas
de trabajo en una huerta, 2 horas de de estudio de textos místicos y 5 horas
durmiendo sobre un tablón de madera con una piedra bajo su cabeza. “Al
principio resulta difícil, pero ahora no puedo dormir con una almohada”, afirma.
Lamentablemente, aun
con todos sus ensayos en el proverbial desierto, el padre Darío tiene poco que
ofrecer bajo la forma de sabiduría gnóstica a los fugaces excursionistas.
Aunque tiene una historia divertida sobre lo que se puede obtener a través del
Departamento de Seguridad Nacional [Homeland Security] durante un vuelo a Medio
Oriente si tenés el mismo apellido (Escobar) y el mismo lugar de nacimiento
(Medellín) que el legendario narcotraficante. “Mucha gente viene aquí pensando
que conozco el futuro. Pero yo tan solo sé una cosa: que todos moriremos”,
sostiene. Luego me dice que vea de casarme.
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