por Gustav Niebuhr
- 2001 –
Richard Withers no se ajusta a la imagen
popular de un ermitaño. Su barba está limpiamente recortada y es alguien
amistoso, no taciturno. Vive aquí, en una pequeña casa adosada [row house] que refaccionó; y si bien este
agitado vecindario pareciera intimidante, no se trata del desierto. Y por
supuesto, estamos en el 2001, no es el s. IV, tiempo en que la vida religiosa
florecía como parte de una emergente Iglesia.
La vida que el hermano Withers ha
elegido: un ermitaño canónicamente reconocido por la arquidiócesis católico-romana
de Philadelphia, es posible debido a que el Vaticano se animó a revisar el Código de Derecho Canónico en 1983, permitiendo a los obispos aceptar ermitaños dentro de
sus diócesis. Desde entonces, hay quienes han elegido este camino, trayendo de
vuelta una antigua tradición, si bien los funcionarios católicos no parecieran
saber bien cuántos ermitaños hay en la actualidad. “Existe un compromiso, un
incesante deseo de estar a solas con Dios”, afirma en una entrevista Withers. Dicho
en pocas palabras, él vive la vida de un monje sin el apoyo de un monasterio.
Withers se levanta a las 05:00 a.m. para
mantener una hora de plegarias y sigue una disciplina monástica: la oración de
acuerdo a un antiguo programa que sigue los ritmos del día -los oficios de
laudes, vísperas y completas- junto a periodos para poder comer, trabajar,
dedicarse a la lectura espiritual y escribir.
Hasta el día de hoy, en que Withers profesó los votos de pobreza, obediencia y castidad ante el cardenal Anthony
Bevilacqua, la arquidiócesis de Philadelphia nunca había reconocido a un
ermitaño. Los funcionarios resultaron escépticos cuando el hermano Withers, de
46 años, les propuso la idea. Dos veces lo
desestimaron; hoy lo apoyan.
“Él es tan auténtico como aparenta”,
dice monseñor Alexander J. Palmieri, el magistrado o administrador de la
arquidiócesis. Ese tipo de vida, continúa, “significa estar a solas con Dios,
no solo para tu beneficio sino para beneficio de la Iglesia y del mundo”.
El hermano Withers dijo buscar
reconocimiento como ermitaño debido a su deseo de “un gran sentido de
obediencia” a la Iglesia. El status no implica beneficios financieros ni de asistencia
sanitaria, sostiene. Él sintió que era Dios quien lo urgía, a pesar de los
rechazos iniciales de la arquidiócesis. “Pero el mensaje que obtenía durante
las oraciones era: seguí intentándolo”, afirma.
El canon 603 de la Iglesia reconoce la
vida de los ermitaños como aquellos “a quienes Cristo ha retirado del mundo y quienes
dedican sus vidas a la alabanza de Dios y a la salvación del mundo a través del
silencio de la soledad y por medio de la oración y de la penitencia continua”.
El reverendo Daniel Ward, director ejecutivo
de un centro de consejería legal a hombres y mujeres que han tomado votos
religiosos, dice que el mencionado canon ha sido escrito sin dar
especificaciones al respecto, como si la Iglesia dijese: “Esto es posible, así
que dejen que se desarrolle”. “Se trata de revivificar la práctica de la
Iglesia primitiva, en donde la gente no pertenecía ningún grupo o a lo que
llamamos una orden religiosa o una congregación”, sostiene Ward.
Durante siglos, la Iglesia ha reconocido
a los ermitaños adheridos a las comunidades monásticas, mujeres y hombres que
vivían separados, pero próximos, al monasterio. Una orden que se erigió en
torno a este propósito es la Orden Camaldulense, fundada en 1012, que aquí tiene
un monasterio cerca de Big Sur, California.
Pero cuántas diócesis reconocen hoy a
los solitarios eremitas es una pregunta abierta. “Hay muchos ermitaños”,
asegura el hermano Withers, quien se mantiene en contacto con al menos tres de
ellos. Pero hay más.
Otro individuo fue aceptado como
ermitaño en agosto de este año en una diócesis en la región del pacífico norte.
Este hombre vive en una ermita, que está dentro de un bosque de pinos
ponderosa, y guía sus días por un ciclo de oración que se centra en los salmos
y la lectura de la Biblia. En una entrevista vía e-mail, dice que la intención
de un ermitaño no es buscar la unión con Dios en esta vida sino en la próxima.
Pidió que no lo nombráramos ni citáramos para preservar su aislamiento.
El hermano Withers nació en Los Angeles,
es uno de siete hermanos y creció, según dice, “en una cultura judía”. Su
familia se mudó a Camdem, N.J., cuando tenía ocho años. Once años más tarde, a
través de una serie de conocidos, incluyendo a su supervisor en la sección de
arreglos de bicicletas de la tienda en donde trabajaba, fue dirigiéndose hacia
el catolicismo. Fue bautizado y vivió durante años junto a otros que compartían
un compromiso con la Iglesia.
Desde el inicio, a través de sus plegarias,
aceptó sus propios votos de pobreza, oración y castidad. Y a través de señales
de Dios sintió que estaba en el camino correcto. Por ejemplo, a la semana de
haber aceptado el voto de pobreza, llegó a su casa y halló que le habían robado
sus herramientas; un hecho que entendió como una ayuda para cortar con el lazo
hacia las cosas materiales. Durante años estuvo considerando unirse a una orden
religiosa, pero no halló ninguna que fuera la indicada para él. En 1984, se
resolvió vivir solo, algo que al principio le produjo temor, pero también lo encontraba
espiritualmente enriquecedor.
En 1994 pudo conocer del canon que
permitía la existencia de ermitaños. Y en 1995 se dedicó a buscar
reconocimiento por parte de su arquidiócesis, pero fue desestimado. Y cuando ya
se disponía a una nueva solicitud, monseñor Palmieri le pidió que esperara otro
año más. La arquidiócesis le pidió a él y a su director espiritual, un
sacerdote local, que enviaran informes regulares sobre su vida.
El 14 de octubre, el hermano Withers
realizó la profesión pública de sus votos en su iglesia parroquial, poniendo
sus manos sobre las manos del cardenal Belivacqua. El evento salió en el diario
local, el Philadelphia Inquirer. Withers
dice que sintió toda esa atención como desafiante, pues estar “en medio de la
luz pública no es ningún consuelo”. Para él, su vida es una existencia común: “Tengo
que ir al lavadero, limpiar el piso y ganarme la vida”, sostiene. Para subsistir,
él además trabaja un día a la semana en una compañía que elabora instrumentos
científicos.
Pero su finalidad es distinta. Señala
que: “La razón por la que vivo solo, es para pasar todo tiempo en oración. Es en
soledad que puedo escuchar mejor a Dios”.
...
[Niebuhr Gustav, (30 de octubre del 2001). A City Dweller Chooses the Life of Religious Hermit, The New York Times]
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