23.11.13



El hermano Richard Withers.

Un habitante de la ciudad 
elige la vida de un ermitaño religioso.

por Gustav Niebuhr

- 2001 –

Richard Withers no se ajusta a la imagen popular de un ermitaño. Su barba está limpiamente recortada y es alguien amistoso, no taciturno. Vive aquí, en una pequeña casa adosada [row house] que refaccionó; y si bien este agitado vecindario pareciera intimidante, no se trata del desierto. Y por supuesto, estamos en el 2001, no es el s. IV, tiempo en que la vida religiosa florecía como parte de una emergente Iglesia.

La vida que el hermano Withers ha elegido: un ermitaño canónicamente reconocido por la arquidiócesis católico-romana de Philadelphia, es posible debido a que el Vaticano se animó a revisar el Código de Derecho Canónico en 1983, permitiendo a los obispos aceptar ermitaños dentro de sus diócesis. Desde entonces, hay quienes han elegido este camino, trayendo de vuelta una antigua tradición, si bien los funcionarios católicos no parecieran saber bien cuántos ermitaños hay en la actualidad. “Existe un compromiso, un incesante deseo de estar a solas con Dios”, afirma en una entrevista Withers. Dicho en pocas palabras, él vive la vida de un monje sin el apoyo de un monasterio.

Withers se levanta a las 05:00 a.m. para mantener una hora de plegarias y sigue una disciplina monástica: la oración de acuerdo a un antiguo programa que sigue los ritmos del día -los oficios de laudes, vísperas y completas- junto a periodos para poder comer, trabajar, dedicarse a la lectura espiritual y escribir.

Hasta el día de hoy, en que Withers profesó los votos de pobreza, obediencia y castidad ante el cardenal Anthony Bevilacqua, la arquidiócesis de Philadelphia nunca había reconocido a un ermitaño. Los funcionarios resultaron escépticos cuando el hermano Withers, de 46 años, les propuso la idea. Dos veces lo desestimaron; hoy lo apoyan.

“Él es tan auténtico como aparenta”, dice monseñor Alexander J. Palmieri, el magistrado o administrador de la arquidiócesis. Ese tipo de vida, continúa, “significa estar a solas con Dios, no solo para tu beneficio sino para beneficio de la Iglesia y del mundo”.

El hermano Withers dijo buscar reconocimiento como ermitaño debido a su deseo de “un gran sentido de obediencia” a la Iglesia. El status no implica beneficios financieros ni de asistencia sanitaria, sostiene. Él sintió que era Dios quien lo urgía, a pesar de los rechazos iniciales de la arquidiócesis. “Pero el mensaje que obtenía durante las oraciones era: seguí intentándolo”, afirma.

El canon 603 de la Iglesia reconoce la vida de los ermitaños como aquellos “a quienes Cristo ha retirado del mundo y quienes dedican sus vidas a la alabanza de Dios y a la salvación del mundo a través del silencio de la soledad y por medio de la oración y de la penitencia continua”.

El reverendo Daniel Ward, director ejecutivo de un centro de consejería legal a hombres y mujeres que han tomado votos religiosos, dice que el mencionado canon ha sido escrito sin dar especificaciones al respecto, como si la Iglesia dijese: “Esto es posible, así que dejen que se desarrolle”. “Se trata de revivificar la práctica de la Iglesia primitiva, en donde la gente no pertenecía ningún grupo o a lo que llamamos una orden religiosa o una congregación”, sostiene Ward.

Durante siglos, la Iglesia ha reconocido a los ermitaños adheridos a las comunidades monásticas, mujeres y hombres que vivían separados, pero próximos, al monasterio. Una orden que se erigió en torno a este propósito es la Orden Camaldulense, fundada en 1012, que aquí tiene un monasterio cerca de Big Sur, California.

Pero cuántas diócesis reconocen hoy a los solitarios eremitas es una pregunta abierta. “Hay muchos ermitaños”, asegura el hermano Withers, quien se mantiene en contacto con al menos tres de ellos. Pero hay más.

Otro individuo fue aceptado como ermitaño en agosto de este año en una diócesis en la región del pacífico norte. Este hombre vive en una ermita, que está dentro de un bosque de pinos ponderosa, y guía sus días por un ciclo de oración que se centra en los salmos y la lectura de la Biblia. En una entrevista vía e-mail, dice que la intención de un ermitaño no es buscar la unión con Dios en esta vida sino en la próxima. Pidió que no lo nombráramos ni citáramos para preservar su aislamiento.

El hermano Withers nació en Los Angeles, es uno de siete hermanos y creció, según dice, “en una cultura judía”. Su familia se mudó a Camdem, N.J., cuando tenía ocho años. Once años más tarde, a través de una serie de conocidos, incluyendo a su supervisor en la sección de arreglos de bicicletas de la tienda en donde trabajaba, fue dirigiéndose hacia el catolicismo. Fue bautizado y vivió durante años junto a otros que compartían un compromiso con la Iglesia.

Desde el inicio, a través de sus plegarias, aceptó sus propios votos de pobreza, oración y castidad. Y a través de señales de Dios sintió que estaba en el camino correcto. Por ejemplo, a la semana de haber aceptado el voto de pobreza, llegó a su casa y halló que le habían robado sus herramientas; un hecho que entendió como una ayuda para cortar con el lazo hacia las cosas materiales. Durante años estuvo considerando unirse a una orden religiosa, pero no halló ninguna que fuera la indicada para él. En 1984, se resolvió vivir solo, algo que al principio le produjo temor, pero también lo encontraba espiritualmente enriquecedor.

En 1994 pudo conocer del canon que permitía la existencia de ermitaños. Y en 1995 se dedicó a buscar reconocimiento por parte de su arquidiócesis, pero fue desestimado. Y cuando ya se disponía a una nueva solicitud, monseñor Palmieri le pidió que esperara otro año más. La arquidiócesis le pidió a él y a su director espiritual, un sacerdote local, que enviaran informes regulares sobre su vida.

El 14 de octubre, el hermano Withers realizó la profesión pública de sus votos en su iglesia parroquial, poniendo sus manos sobre las manos del cardenal Belivacqua. El evento salió en el diario local, el Philadelphia Inquirer. Withers dice que sintió toda esa atención como desafiante, pues estar “en medio de la luz pública no es ningún consuelo”. Para él, su vida es una existencia común: “Tengo que ir al lavadero, limpiar el piso y ganarme la vida”, sostiene. Para subsistir, él además trabaja un día a la semana en una compañía que elabora instrumentos científicos.  

Pero su finalidad es distinta. Señala que: “La razón por la que vivo solo, es para pasar todo tiempo en oración. Es en soledad que puedo escuchar mejor a Dios”.

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[Niebuhr Gustav, (30 de octubre del 2001). A City Dweller Chooses the Life of Religious Hermit, The New York Times]


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