San Juan Bautista - antiguo icono copto. |
Su
número crece cada año. Pasan su vida en oración, no le temen a la pobreza y rechazan
toda jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu de la época. La Iglesia
ha decidido reintegrarlos al Derecho Canónico.
La última tentación: el eremita de la metrópoli.
por Vittorio Messori
- 2002 -
Solo
dos de cada cien ha elegido, como sus antiguos predecesores, vivir en
condiciones extremas: en cuevas, subterráneos o bajo el arco de algún puente.
La mayoría prefiere esconderse entre la anónima multitud de las grandes
ciudades como Milán, Turín y Roma.
Lo
que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio, la discreción y
el ocultamiento. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como
periodista o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos
de ellos en Europa, aquí y allá; y no hubiese tenido acceso a sus guaridas de
haber violado la promesa de no dar sus nombres ni direcciones. De todos modos,
si alguien quiere buscar su rastro, no los busque en lugares desiertos e
inhóspitos, es más probable que los encuentre en las periferias de los centros urbanos
o en los áticos de las metrópolis. Hablo de los eremitas. Han regresado por la
puerta grande y su número crece cada año, aunque pocos lo saben dado su empeño -como
es obvio- en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sabe de ellos y ha
decidido reintegrarlos a su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de
1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino simplemente porque parecían
formar parte de una página cristiana larga y gloriosa, pero definitivamente
cerrada.
Una
página que se inició incluso antes de Constantino, cuando en Oriente miles de
creyentes huyeron al desierto (éremos,
en griego) o a las montañas: grutas, hondonadas y
cabañas se llenaron de solitarios que luchaban contra leones y serpientes, como
también contra demonios tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias,
del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con
frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces contra
su voluntad– una comunidad a la que otorgaba una regla. Éste fue el destino de
quien en Occidente daría origen a la forma de vida monástica que marcaría beneficiosamente
los siglos venideros. Benito de Nursia empezó como eremita en el Speco de
Subiaco, pero su fama de santidad motivó a que lo forzaran a transformarse en
maestro y legislador de cenobios. Posteriormente, a pesar del aumento de miles
de abadías, monasterios y conventos, en donde la vida religiosa era común e
institucionalizada, muchos creyentes continuaron siguiendo la vocación al
aislamiento, a la soledad y a la libertad de elaborar ellos mismos “su” regla.
La
Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento custodiando
cementerios, puentes, faros o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de
Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables; y su
presencia concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa, que
persiguió a estos “parásitos asociales” como a “fanáticos oscurantistas”. En el
s. XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de la novela
romántica -al estilo del Conde de Montecristo-, de la pintura gótica y de la
ópera lírica. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había sido
canalizada desde hacía tiempo en las órdenes religiosas como las de los
cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la
comunión con los hermanos durante la oración y la conversación por lo menos una
vez a la semana.
El
silencio del código eclesiástico de 1917 resultó significativo: si no hay más
anacoretas, no hay más regulación. Pero esta rara y persistente vocación no
desapareció, sino que seguía incubándose bajo las cenizas, de modo que el nuevo
código publicado en 1983 tuvo que asumirlo. En el segundo inciso del canon 603,
la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como “consagrados” si “mediante
el voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos
evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del obispo diocesano”; y
si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan
redactado. Se trata de una legislación “leve”, con requisitos mínimos, como justa
y obligatoriamente corresponde a una elección de vida inspirada por la
obediencia a la Iglesia y a una lectura más rigurosa del evangelio, a la vez
que a una libertad y autonomía propia de los hijos de Dios que siguen una
vocación particular y del todo personal.
Las
estadísticas y encuestas son difíciles, por no decir imposibles: aunque se los
conoce (y difícilmente, dada su discreción), muy raramente los ermitaños
responden a los cuestionarios, mucho menos a las preguntas de quien pudiese
entrevistarlos. Sin embargo, en Francia y Alemania se han publicado libros
sobre ellos. Y recientemente, se ha publicado una investigación de jesuitas
americanos en su revista cuatrimestral para consagrados Review for Religious. Hay que reconocer que tales religiosos norteamericanos
han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo
han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría
social, pero todo un éxito dentro de la extraña categoría de los ermitaños, que
-si nos atenemos a valoraciones fiables- contaría en todo el mundo con unas veinte
mil personas. En Italia serían entre mil y mil doscientos, divididos por igual
entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan los
de otras confesiones cristianas e incluso los de otras religiones. Pues tal
como se ha señalado, el anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes,
porque recupera –viviéndolos todos los días– los valores que unen todas las
confesiones: oración, penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento y
contemplación.
Parece
que entre los neo-eremitas italianos también se cumple lo que revela la
investigación norteamericana, según la cual, solamente un dos por ciento ha
elegido vivir en cuevas o sitios por el estilo, como sótanos o debajo de los
puentes. Y la mayoría tampoco se encuentra en el campo, las montañas o montes.
En realidad, el mayor número de eremitas es “metropolitano”; la gran ciudad es
el verdadero lugar de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra
los nuevos demonios. Y según la misma investigación (aunque ya se sabe cómo
seguir este tipo de información), esta forma de vida es parte de una decisión
adulta: la mayoría de los solitarios tiene entre 50 y 60 años, y son rarísimos
los que están por debajo de los 30. No hay más que recordar el viejo proverbio:
“A joven ermitaño, viejo diablo”. Todos los maestros de la vida espiritual han
enseñado siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de
mujeres particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene
el apoyo de una comunidad fraterna, la soledad y el silencio constantes son un
gozo sólo para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un
hábito o con un distintivo. Y la obligada pobreza se convierte muchas veces en
miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su “desierto”. Dado
que el anacoreta buscará huir de toda “dispersión”, y por lo tanto de los
trabajos en fábricas u oficinas, vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer
dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Pero esto casi nunca les asegura
unos ingresos suficientes como para que su vida no se deslice de la pobreza a
la indigencia. Por eso muchos esperan a tener una edad suficiente para una
pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita cultivar en paz su propia
vocación.
En
general, tienen más suerte en su sustento diario quienes poseen un pequeño
lugar o una cabaña en el campo. Todas las experiencias sostienen que los
inicios son difíciles debido a la desconfianza de los lugareños que se
preguntan quién será ese “forastero” solitario que, por lo general, tiene un
aire distinto (la mayoría tiene un título universitario), que no recibe
visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las
gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco
incluido– las mínimas palabras indispensables. Así que la primera visita, por
lo general, es la del policía local, alertado por los informes de los vecinos.
Después, poco a poco, se irá aceptando al “forastero” como un miembro raro y
evasivo de la comunidad; y cerca de su ventana y de su puerta comenzarán a
aparecer frutas, verduras, pan y leche, a menudo acompañados por una nota
pidiendo oraciones. Sin mencionar que les pueden conceder una parcela de sus
huertas (normalmente no es mucho, pero ya es algo), de las que los eremitas
“campestres” pueden disponer. Aunque la mayoría de los solitarios son laicos,
también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la
vida eremítica tras muchos años de haber estado en comunidades tradicionales.
Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el
paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa
de la que provienen.
Pero,
¿por qué una elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una
vocación, una llamada, que ha florecido de nuevo como reacción a la embriaguez
“comunitaria”, “social”, que ha arruinado muchos ambientes religiosos. La
excesiva insistencia del compromiso con el mundo y el desbordamiento de las
palabras -habladas y escritas- han llevado a muchos, por contraste, a
redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su
vida por cosas “inútiles” según el mundo y, por desgracia, también según cierto
eficientismo cristiano de la actualidad. La sencilla regla que él mismo se redacta
-y que si quiere somete a la aprobación del obispo- prevé, por sobre todo,
horas de oración, de lectura espiritual y de meditación; prevé vigilias,
ayunos, penitencias y renuncias; prevé tareas “superfluas”, como la confección
de rosarios, de hostias o de íconos religiosos. En el ermitaño hay un rechazo
radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el
compromiso social y las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para
mejor. En cuanto a él, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender
hasta lo más profundo que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo
más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el
silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en el misterioso vínculo de la
“comunión de los santos”. Creo que esto es lo que quería decir la inscripción
que vi en la pared de la habitación de un anacoreta, en una casa deteriorada en
el corazón de Turín: “El que va al desierto, no es un desertor”. No es un
desertor sino más bien un creyente que, en vez del aparente activismo
constructivo, ha decidido practicar la forma más alta de caridad desde la
perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida –en favor de todos- en la
soledad y en el silencio más radicales.
A
partir del informe norteamericano, se estima que en el mundo, distribuidos por
los varios continentes, hay cerca de 20 mil nuevos seguidores de san Antonio; y
casi la mitad de ellos son mujeres. Por temor a las agresiones, en general
evitan lugares aislados de Norteamérica como New York y Chicago, y frecuentan
los estados montañeses y forestales del oeste del país. Otros ermitaños viven
al norte de Canadá, cerca al círculo polar. En Italia hay cerca de 1200 de
ellos, especialmente en Turín, Milán y Roma; otros están en los Apeninos, en
Abruzo, Calabria y en el interior de Sicilia. Hay muchos que viven en
santuarios abandonados, quienes a la vez ven de preservarlos.
La
vida eremítica comenzó en el s. III, en el desierto de la Tebaida egipcia, como
un escape de las persecuciones; fue entonces que aparecieron los patriarcas:
san Pablo de Tebas y san Antonio. Después de Constantino, la opción eremítica
fue principalmente una forma de protesta contra una Iglesia que realizaba
acuerdos con el poder. Y luego del s. IV, los eremitas pasan a Occidente: desde
la isla Pantelaria a Escocia, Europa se llena de ermitas, muchas de las cuales
continúan siendo habitadas hasta finales del s. XVIII. El fenómeno es un hecho
común en casi todas las religiones: en el Islam, el budismo, el hinduismo y el
judaísmo.
...
Messori Vittorio (17 de agosto del 2002). L'ultima tentazione: eremita metropolitano, Corriere Della Sera.
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