21.11.13





El eremita urbano:
la vida monástica en la ciudad.

por Theresa Mancuso

- 1996 -

¿El monaquismo urbano funciona? ¿Qué es un eremita urbano? ¿Cómo, y porqué razón, vivir un solitario estilo de vida monástico en medio de la ciudad? ¿Quiénes son estas personas?

A lo largo de los siglos se han dado novedosas formas y expresiones de vida monástica, tanto en la tradición cristiana de oriente como en la de occidente. Y las mismas continúan desarrollándose en la actualidad, en el nuevo paisaje del mundo moderno, en donde la vida del eremita –la del monje en soledad- no se limita al entorno rural sino que halla su lugar en la ciudad. Los monjes y monjas de los siglos XX y XXI serán eremitas y cenobitas, vivirán en comunidades y en soledad, en el campo y en la ciudad.

La vida monástica solo tiene una regla: el evangelio de nuestro Señor Jesucristo. El objetivo y propósito de la vía monástica es la unión con Dios, la unificación de la persona, la salvación humana, la iluminación y la sabiduría; en una palabra: la felicidad. Por lo tanto, la vida monástica en todo tiempo y en todo lugar es un esfuerzo comprometido y consagrado a vivir fielmente los preceptos de Cristo. La vocación monástica surge cuando sea y donde sea como respuesta directa al llamado de la gracia. El eremita urbano se halla inmerso en los tesoros de la tradición monástica, es una expresión integral en el aquí y ahora de esa misma tradición.

El carismático y audaz Bede Griffiths, el benedictino que llevó su vocación monástica a la India y luego regresó, escribió en The Marriage of East and West, que:

Cualquiera sea el destino de este mundo actual, la verdadera necesidad es encontrar una forma de vida que sea capaz de sobrevivir a todos sus desastres. Durante el Imperio Romano, fue la vida monástica la que salvó al mundo […] los monjes que huyeron a los desiertos de Egipto, Palestina y Mesopotamia fundaron una forma de vida basada en la oración y el trabajo bajo condiciones de la más extrema pobreza y simplicidad; y completamente solos sobrevivieron al colapso del Imperio Romano [… su] enseñanza y ejemplo condujo a la fundación de monasterios a lo largo de toda Europa, lugares en donde se hallaría la base de la nueva civilización. Hoy en día […] se está dando un resurgimiento de la vida monástica en todo el orbe […] son centros de fermento que gradualmente podrían transformar la sociedad y hacer posible una nueva civilización.

El mundo de Bede Griffiths quizás parezca estar lejos de las metrópolis ruidosas como New York, Chicago, Washington, París, Barcelona o Hong Kong. Sin embargo, las verdades intemporales a las que Bede se refirió son los imperativos evangélicos que llaman a la existencia de la vida monástica; se trata de formas novedosas y antiguas, hoy como ayer. Aquello que impulsó a Bede Griffiths a vivir su propia vida monástica en un mundo lejano, en un ashram hindú, es el mismo ímpetu que ha dado lugar a solitarias aventuras monásticas en el corazón de la ciudad. No existe geografía, tiempo ni espacio en donde el monaquismo no pueda prosperar y en donde la vida contemplativa no pueda crecer.

La oración, el trabajo, la pobreza y la simplicidad son el fundamento de un corazón monástico. Ya sea solo -como un solitario o eremita- o estando en medio de una comunidad, el camino del monje (mujer u hombre) es estar inmersos en Dios, concentrados en el evangelio de Cristo: viviendo su vida, respirando su aliento; es estar empapados de los eternos absolutos sobre los que no existen dudas, ni geografía delimitada; ni barreras de edad, tiempo, lugar, cultura o condición.

En tiempos pasados el desierto era una ciudad, según lo señala D. J. Chitty en su clásico trabajo sobre el monacato: The Desert a City. Hoy, quizás podamos decirlo de otra manera: la ciudad es un desierto. Pero, ¿qué implica este desierto tan fundamental a la vida del monje?

El desierto es la tierra desolada y salvaje; la árida soledad y el profundo silencio. El desierto es la reclusión en donde el monje busca, en la oración y la penitencia, el vaciamiento de sí mismo (kénosis), la libre renuncia a los deseos egoístas; es ahí en donde se esfuerza por el vaciamiento interior a la espera del tiempo de Dios (kairós), de la manifestación de la gracia divina.

El eremita urbano es un tipo de monje entre los muchos que existen. Y tal como los monjes de todas partes, está consagrado a Dios a través de votos o de promesas sagradas, sean públicas o privadas, temporales o perpetuas. Y están formuladas de manera tradicional, con la pobreza, castidad, obediencia y estabilidad; o puede que estén expuestas bajo novedosas formas creativas. Pero el significado es el mismo. El monje es uno, consagrado, ofrecido, entregado al completo servicio a Dios; inalterable en su amor, lleno de una extensiva caridad que define su corazón como un amante del Señor y compasivo con sus criaturas.

El amor sostiene al estilo de vida de la vocación monástica. El monaquismo es una vida de unión y de unidad, de comunión y de comunidad, de silencio y de soledad, de profundidad y diversidad. El amor es el llamado; el amor, la vocación; el amor es la senda, la vía, el significado y la recompensa.

Dios, y no un inventor humano, es quien hace a los monjes. Y él los hace cuando y dondequiera que le plazca.

Cuando toda la concentración del corazón se fija en Dios, la vía monástica puede urdir un extraño hilo. Puede que ya no se trate del mismo sueño que uno inicialmente tuviese al embarcarse en la travesía monástica. Tal como se despliega la vida, así también lo hace el llamado de Dios. La consagración, la dedicación, la inmersión en Cristo, esto es lo que permanece; todo lo demás es circunstancial.

Por lo tanto, a medida que la gracia de Dios se despliega en la humana historia de una persona, la delicada afinación de una vocación monástica se va ajustando al individuo. En otras palabras, quienes somos y lo que somos a partir de la mano de Dios y del vientre de nuestra madre, finalmente dictamina quienes tenemos que ser y lo que tenemos que ser. El misterio de la santificación a veces se ve condicionado por la transición, pero siempre y en todo lugar descansa en manos de Dios. Ser consagrado significa vivir en presencia de Dios, centrarse en él, dedicarse a él y pertenecerle a él, sin que importen las condiciones de vida que –después de todo- son solo un entorno y no la esencia de la vocación monástica. No es sorprendente, entonces (no debiera serlo), que encontremos monjes y monjas viviendo solos en la ciudad, a años de distancia y a kilómetros de donde comenzó su travesía monástica. También esto es parte del misterio de salvación.

La bella Regla de Vida, creada hace casi veinte años atrás por el P. Pierre-Marie Delfieux para la Comunidad de Jerusalén –monjes de la ciudad- dice: 

[…] Vos podés vivir en el corazón de Dios estando en el corazón de la ciudad, pues ésta también es su lugar de morada. Sé un monje o una monja en el corazón mismo de la ciudad de Dios” (N°128). 

Y esto es verdad tanto para los individuos como para las comunidades. Ante la falta de un soporte financiero que pueda concederle la ilusión de seguridad y confianza a la vez que posibilitarle una separación total del mundo, el eremita urbano tiene que salir todos los días a enfrentar las molestias y el bullicio de la ciudad tan solo para poder vivir. Y es exactamente así como tiene que ser. Ser “un monje o una monja en el corazón mismo de la ciudad de Dios” es trabajar en medio de la humanidad, sufrir los problemas y dificultades del trabajo, la disciplina de las tareas que son parte del lugar de empleo. Trabajar en el mundo real no es una distracción; es, más bien, un llamado al imperativo más generoso y absoluto: centrarse en el corazón, volverse hacia el interior a la vez que se permanece en la labor del exterior. No hay ninguna dualidad en este proceso. Se trata de un acto de unificación, parte y parcela de la experiencia monástica: laborare et orare.

La tarea de equilibrar la contemplativa vida interna con el trabajo exterior, estando uno en el centro de la ciudad, requiere de una perseverancia particular. Al principio parecerá imposible permanecer como contemplativo en la agitada atmósfera de la ciudad. Pero, no, no es imposible. El corazón clama a Dios: “Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten misericordia de mí, un pecador”, y va aprendiendo, poco a poco, a rezar con facilidad en medio de la ruidosa actividad y del salvaje frenesí de la ciudad. Con el tiempo, el monje en el mundo comprende que el más profundo centro es la propia fortaleza impenetrable de alegría, fe, espíritu y vida.

Más adelante, en su regla, el P. Pierre-Marie dice: 

Lo que los primeros monjes salieron a buscar ayer en el desierto, vos lo hallarás hoy en la ciudad. Toda vida monástica es una lucha, y el monaquismo urbano llama a los luchadores […] Seguidores de Cristo: las bienaventuranzas los invitan a una vida de verdadera lucha en el corazón de la ciudad (N° 129).

No existe ninguna protección excepto Dios para el eremita urbano que vive y descansa en el mundo real, en medio de una realidad tan dura y desnuda como siempre lo fue el corazón del desierto. Como los Padres y Madres del Desierto, el eremita urbano sabe del aislamiento y de la amenaza de lo salvaje, del rugir de las bestias y de la tentación al corazón. Encontrar la paz en la ciudad es caminar con Dios en el centro más profundo del propio ser.

El Monastic Typicon of New Skete (1980) dice lo siguiente sobre el trabajo: 

A lo largo de la historia, nuestros padres y hermanos en la vida monástica han enseñado que el trabajo no es solo necesario para el sustento, sino que es igualmente importante como un medio de autodisciplina y como ayuda para la oración, la adoración y el pleno crecimiento individual. El trabajo, por lo tanto, es parte y parcela de nuestra vida, sobre todo porque es esencial a la vida monástica en general (N° 71 y 72).

El eremita urbano, atado al trabajo por las mismas necesidades que caracterizan a todas las personas, será afortunado si puede obtener su sustento diario realizando tareas en su casa, dentro de la poustinia; pero no siempre sucede así. De hecho, raramente es algo posible. El monje que está en el mundo debe aprender a acomodarse para trabajar bajo las condiciones propias de una determinada profesión o en cualquier otro lugar, ya se trate de una tarea manual o intelectual. El trabajo reúne al monje con personas de todo tiempo y lugar. “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3.19); con el tiempo, el propio trabajo será dulce para el monje, pues no es sino otra expresión del canto interior del corazón: “Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.

Se dice que el hábito no hace al monje. Tampoco el trabajo lo hace. Lo esencial en la espiritualidad monástica es que el trabajo y cualquier otra dimensión de la vida se caractericen por un espíritu interno de recogimiento, de pureza de intención y de plena atención. El trabajo es un proceso de santificación, no una distracción. Al ir cada vez más a lo profundo de la fe para realizar adecuadamente la propia tarea, tanto el trabajo como el trabajador se verán inmersos y bañados por la luz de la presencia divina. De esta manera, el monje que está en el mercado se encuentra como en casa en el mundo de Dios.

En Contemplation in a World of Action, Thomas Merton escribió hace décadas atrás lo que quizás haya sido el preludio de los monjes en el mundo de hoy: “¿Realmente elegimos entre el mundo y Cristo como si fueran dos realidades en conflicto totalmente opuestas? ¿O elegimos a Cristo al elegir al mundo tal como es en él; es decir, creado y redimido por él? ¿Realmente renunciamos a nosotros mismos y al mundo para hallar a Cristo, o renunciamos a nuestro ser alienado y falso para elegir nuestra más profunda verdad al elegir tanto al mundo como a Cristo al mismo tiempo?”

El eremita urbano, ya sea inmerso en la soledad o en la labor fuera de su ermita, busca integrar la vida contemplativa de la poustinia con el mercado en donde se gana la vida. La renuncia al falso ser y la trascendencia del espíritu de este mundo, a través de la práctica interior de recogimiento y de la oración contemplativa, purifican el corazón y transforman el mejor esfuerzo en una pacífica armonía que define el correcto modo de sustento.

El monje es llamado por Dios a vivir solo en él: monos|monachos = uno|solo|solitario. Estando en comunidad o en su ermita, el monje se esfuerza por ser alguien con un solo punto de concentración [focus]. Dentro del mercado, el monje es vivo testimonio de la santidad del trabajo, de la bondad del mundo y de la salvación de la tierra a través de la misericordia de Dios. Puesto que la humildad debe caracterizar el alma de un monje, la simplicidad, caridad, gentileza, ternura y compasión ejemplificarán el desprendimiento de corazón que mantiene libre al eremita y aquello que lo capacita para vivir en el mundo sin ser mundano.

El eremita urbano se esfuerza por renunciar a lo que es mundano (centrarse en sí mismo, ser egoísta, arrogante, aprovechador y falso) para descartar aquellas actitudes de la mente que impiden su comunión con Dios y la armonía con las criaturas de este frágil planeta. El corazón puro del solitario de Dios aprende a regresar al mundo de manera tan frecuente como sea necesario; no como un aventurero que busca placeres o poder material, sino como un crucificado en Cristo, transfigurado por Cristo, reestablecido a la inocencia y santidad de la vida. Gradualmente, el alma del monje –es lo que se espera- se torna transparente, límpido, vacío y rebosante del gozo que solo proviene de Dios.

El Monastic Typicon of New Skete sostiene que: 

La oración y la adoración son las mayores preocupaciones de la vida monástica. A través de las celebraciones litúrgicas, los monjes participan de los misterios de la vida y muerte de Cristo, dirigiéndose a las realidades universales de la resurrección y transfiguración (N° 60). 

El eremita urbano, en comunión con los monjes y monjas de todos los tiempos y lugares, vive así el misterio pascual del Señor mientras entra a las celebraciones litúrgicas, sea en la liturgia de las horas o en la eucaristía.

El oficio divino establece las horas del día, conduciendo al alma en una espiral mediante la salmodia: elevándola, bajándola, remontándola hacia Dios y regresándola a la tierra. El eremita urbano, trabajando en el mercado del mundo, no pueda darse el lujo de cantar tercia, sexta o nona durante el día. Pero su oración interior nunca ha de cesar, lo acompaña en todas sus acciones, en aquellas labores de interacción social, en todos los momentos y lugares en que somos más libres para entrar profundamente en la oración de la Iglesia.

El eremita urbano intenta celebrar las varias horas del oficio divino del día tanto como le sea posible, pues la vida en el mundo requiere que el monje se ocupe de sus quehaceres sin perder el centro de su vocación. Están ahí prima, laudes, maitines, vísperas, completas. Al menos parte de las horas regulares ha de celebrarlas solo o en su parroquia. En ocasiones, puede que el eremita urbano se una a alguna comunidad religiosa para la observancia de la oración litúrgica.

La sabiduría del desierto es en la actualidad la sabiduría de la ciudad, de la ciudad de Dios. Sería tonto que uno se recargase demasiado intentando trabajar 35-40 horas a la semana fuera de la ermita a la vez que espera completar la liturgia de las horas. Dios no necesita lo imposible. La regla de la fe es simple: hacé lo que es posible; hacé lo que vos podés. Y hacélo lo mejor que puedas, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Concentrá lo mejor de tu existencia en lo que le das a Dios, sin olvidar lo que le das a la gente. 
A
¿Cuál es la diferencia entre el monje canastero del salvaje Egipto, que cada tanto salía a vender sus productos al mercado, y el monje de hoy que trabaja con una computadora en el centro de Manhattan y tiene que ir a Brooklyn o Queens en el tren subterráneo? Lo que importa es el espíritu, el corazón del monje, la sustancia interior. Lo que define a la vocación monástica es la unicidad de su concentración.

La oración que es íntima y que se despliega a cada momento, a cada hora, consolida nuestra unión con Dios e impulsa a la conversión de nuestros corazones una y otra vez, haciendo sagrados no solo nuestras pobres y frágiles vidas sino también todo lo que tocamos y todo aquel a quien amamos. El monje es fermento en el mercado y permanece así al apreciar y usar provechosamente el silencio y reclusión de su ermita, aun cuando haya pasado muchas horas fuera de ella.

La liturgia de las horas es, de principio a fin, la mayor celebración del corazón y el centro de la vida monástica. Es el gozo de los cristianos y el alma del monacato. Cantar el oficio divino es entrar una y otra vez en el misterio eterno de Cristo. En cada tiempo litúrgico, sus textos enseñan al corazón, renuevan el espíritu y reúnen a la humanidad con Dios en la persona de Cristo, el único que ama a la humanidad.

En buena medida, el monje puede celebrar la liturgia de las horas en una iglesia abacial junto a la comunidad de hermanas y hermanos, o en la iglesia parroquial en cualquier lugar de la ciudad o del campo en donde viva. Eso no importa. En el centro de la liturgia se halla el pleno significado de la vocación monástica: morir y resucitar con Cristo según la voluntad del Padre respecto a la redención del mundo.

La eucaristía es el alimento de la vida monástica, es su sustento y su gozo. Hallar a un monje a quien no le agrade la liturgia es encontrar un pésimo tipo de monje. Por lo tanto, se debe disponer de tiempo y energía para participar apropiadamente en la celebración de la eucaristía. Ella es el corazón y el centro de la vida monástica. Pacomio y los monjes de la cristiandad oriental celebraban la eucaristía semanalmente, pero el privilegio y la práctica del rito latino la celebra a diario.

Los cantos litúrgicos que circundan a la eucaristía proveen de sustento espiritual para la contemplación. El eremita urbano sale de la iglesia tras haber participado en la liturgia y vuelve a la ciudad, vuelve al lugar oculto de su poustinia llevando la riqueza de la escritura que resonó durante la eucaristía. Sea que se trate de un pequeño departamento en un ocupado complejo habitacional, en un vasto lugar industrial o profesional, el canto y significado de la liturgia de las horas y de la eucaristía permanece con el eremita durante todo el día, todos los días, nutriendo su corazón y su mente con aquello que permanece: el aliento vivo de la vida contemplativa.

Finalmente, el eremita urbano aprende a resguardar la reclusión religiosa y la soledad que proveen la profundidad del silencio y la concentración, indispensables para la vida monástica. La integridad de esta forma de vida y de la constancia personal del monje a esta vocación, surgen de la fuente de silencio y soledad que maduran en la reclusión. Sin embargo, el monje de la ciudad nunca debe convertirse en un eremita preocupado en sí mismo, alguien cuya tendencia al aislamiento surja de la autodecepción, como si el mundo fuese algo contagioso que tiene que evitar a toda costa. Una soledad equilibrada surge de una saludable visión de la realidad. Lo contrario es algo defectuoso.

Vivir en medio del mundo como eremita urbano no es sacrificar o minimizar la cualidad esencial de reclusión y soledad necesarios para la vida contemplativa. Los eremitas urbanos normalmente no son reclusos. Volverse hacia el interior en pro de la contemplación es una disciplina del corazón, no un acto de muros y defensas. Los monjes en todo el mundo tienen que ir y venir mientras aprecian y protegen el santuario interior de la reclusión monástica, elemento esencial de la vida del eremita. Ellos lo realizan al establecer y mantener los límites apropiados.

La hospitalidad y las necesidades sociales son parte de la realidad, esenciales para el equilibrio psicológico y espiritual, ni más ni menos. Ellas, además, tienen que ser armonizadas –como todo lo demás- con la realidad de la vocación del monje citadino. Por sobre todo, el eremita urbano debe aprender a equilibrar su reclusión  y su implicancia secular, pues al estar solo le urge comprender lo que constituye una reclusión monástica necesaria en el mundo y lo que constituye el estar afuera.

Los extremos pueden ser mejor abandonados mediante el estudio de los evangelios de Jesucristo. El Señor se retiró para rezar, descansó en el desierto y luego regresó a la ciudad. De igual manera, el monje en el mercado necesita separarse del mundo. Si los monjes de hoy han de ser la sal del mundo, “el monasterio” tiene que ser accesible a todos, de tal manera que ellos –quienes están en el mundo y entran en contacto con la vida monástica- “puedan saborear su vida, su adoración y su mensaje” (Monastic Typicon of New Skete, N°28).

El monje que sale del silencioso santuario de su oculta ermita para ir al centro de la ciudad y caminar entre personas del mundo, lo hace desde la necesidad y generosidad; lo hace para que el mundo saboree y disfrute la vida consagrada, lo que ésta es y significa, invitando al mundo a participar en la adoración y el mensaje de la vocación monástica. No debemos escondernos de la vida sino abrazarla, sumergir cada aspecto de la misma en el misterio de Cristo a medida que adentramos nuestra existencia en la realidad de la pascua; desde el bautismo hasta el día de nuestra vocación. Es así que todo resulta transfigurado por la gracia de Dios y todo el cosmos participa en la transfiguración de Cristo. 
 A
Para el eremita urbano esta integración armoniosa de todas las cosas es el centro de la vocación monástica. Es de esa manera exacta que siempre ha sido para la vida monástica a lo largo de toda su historia. Es el punto fijo de un mundo que gira, el lugar en donde Dios y la humanidad se encuentran y en donde el destello de sabiduría brota para iluminar a la tierra.

Me gusta pensar en que si, de pronto, Bede Grifftihs o Thomas Merton -o cualquiera de los grandes monjes y monjas que son nuestros antepasados espirituales- participasen de un día o de una semana en la vida de un eremita urbano, se sentirían lo suficientemente confortables. Ellos reconocerían el ritmo de la oración, el silencio, la soledad, el trabajo, la hospitalidad, el estudio, la lectio divina y la liturgia.

Aquellos grandes seguidores de san Antonio, padre del monacato egipcio; o de san Benito, quien codificó la vida monástica;  o de los muchos que existieron entre éstos, reconocerían en el eremita urbano, en el monje en el mundo, el mismo deseo por Dios que los condujo a ellos a lo largo de su travesía espiritual. Ellos reconocerían el camino, pues es solo uno: abandonarlo todo, abrazarlo todo; lanzarse a un viaje del corazón a través de la oscuridad y de lugares desolados, remotos y salvajes, en el desierto y en la ciudad; lugares en donde la vocación monástica prospera y en donde Dios se reúne con la humanidad en un singular abrazo de amor.
 A
Referencias.

-  Chitty, D.J. 1961. The Desert a City. Oxford: Basil Blackwell.
- Griffiths, Bede, 1982. The Marriage of East and West. Springfield, Illinois: Templegate Publishers.
- Merton, Thomas, 1971. Contemplation in a World of Action. New York: Doubleday.


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Al alcance pero desatendido.

He pasado mi torpe vida en busca de maravillas,
de prodigios para disfrutar y que me sorprendieran.
Lo común no cautivaba mi atención,
cada día mi alma reclamaba el misterio.

Envidiaba a los que vivieron cuando Cristo predicaba,
quienes vieron sus portentos con tan solo una palabra.
¡Qué suceso el que un ciego de pronto viese,
que un leproso se limpiase, que los sordos oyesen!

Pero, ¡oh, cuán estúpido soy con este anhelo,
con mi búsqueda de un milagro para ver!
Dejé que mis días se fueran sin jamás notar
que el milagro fue que Dios me estaba creando.

James F. Finley.

...

Fuente: Mancuso Theresa, 1996. The Urban Hermit: Monastic Life in the City, Review for Religious, 55. 2, pp. 133-142.

N. del T.: la autora es una eremita urbana que vive en Brooklyn y trabaja en el Department of Probation, en la ciudad de New York. Fue maestra, luego monja contemplativa y ahora se dedica a escribir extensamente sobre la vida spiritual.


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7 comentarios:

Anónimo dijo...

Deus Mihi Dixit...
Un gran abrazo de parte de un hermitaño de ciudad.
Todo es posible en Cristo, fuente de fortaleza y bondad, donde he aprendido que el silencio es una de las virtudes mas valiosas para el agitado corazón humano, citando a mis grandes maestros como San Bruno y San Francisco de Asís.
Dios los bendiga.

Anónimo dijo...

Gracias, millones de bendiciones. UN fuerte abrazo.

Anónimo dijo...

Gracias, millones de bendiciones. UN fuerte abrazo.

Monk dijo...

He encontrado la lectura sumamente rica y llena de similitudes a la vida monástica que llevo. Soy un monje idiorrítimico de la comunidad monástica de HOLY TRANSFIGURATION MONASTERY - MONKS OF MT. TABOR, en California. Nuestra comunidad monástica pertenece a la Iglesia Greco Catòlica Ucraniana. Lo característico de la vida monacal idiorrítmica, que comenzó, y aún permanece, en el Monte Athos, GRECIA, es que el monje pertenece a una comunidad y vive la vida espiritual y de oración aparte de la comunidad cenobítica. En mi caso, vivo en Puerto Rico y soy profesor de teología en la Pontificia Universidad Católica de PR. El balance de vivir la vida monacal en mi pequeño "skete" conjugándolo con mis labores académicas, hace de mi estilo monacal uno, que a muchos sorprende.
Una vez más, gracias por este excelente artículo. Si desea comunicarse conmigo lo puede hacer a: monkmaximospr@gmail.com, o bien, visitar nuestra página web: www.monksofmttabor.com - en Facebook bajo: Maximos Mount Tabor y/o Holy Transfiguration Monastery - Monks of Mt. Tabor.
Dios los bendiga siempre,

monje Máximo (Macías)

Anónimo dijo...

Www.regladesanalberto.com

Alejandro dijo...

Les agradecería me ayuden en mi opción por ser heremita urbano, por favor necesito su ayuda y orientación, les dejo mi correo.
alejandroastopilco37@gmail.com

Anónimo dijo...

completamente de acuerdo con el canon 603 , creo mejor praxis mantenerse produciendo algo util, bueno en la casa (ermita)