| El peligro del puerto. |
Sin embargo, Juan Clímaco abordó esta pregunta [la del
último párrafo anterior] en su Gradus II,
en donde habla: “Sobre la ausencia de apegos apasionados o sobre la ausencia de
la tristeza” [93]. | Aprospátheia no es lo mismo que apátheia.
El primero niega el afecto hacia alguna cosa o persona en particular; es un
concepto relacionado con el individuo. El segundo, considera al alma en sí
misma, da cuenta de que en ella ya no hay ningún pathos, ninguna enfermedad
moral, ninguna marca ni reflexión inmediata que esté fuera del dominio de la
razón; se trata de un concepto absoluto y universal |.
Existen una gran cantidad de objetos y multitud de
personas por los cuales no tenemos ningún sentimiento natural (aprospatheís),
pero esto no demuestra que hayamos hecho algo mínimo para avanzar hacia la
impasibilidad. Pues nuestra frialdad hacia la mayoría de los individuos
proviene sencillamente del hecho de que todas nuestras fuerzas afectivas están
concentradas en un pequeño grupo de personas; o sobre una sola: nuestro propio
yo. El estoico puede que trate de extinguir en sí la fuente misma de la
afectividad, pues para él ésta es contraria a la razón o a la naturaleza
universal. Pero el cristiano no busca sino invertir el sentido del movimiento
afectivo, apartándolo de la vanidad creada para dirigirlo por completo hacia el
Creador.
Aquel que tiene por bien comenzar a amar a Dios, aquel que tiene por bien el dedicarse a hallar el reino por venir, aquel que tiene por bien padecer a causa de sus faltas del pasado, aquel que tiene por bien aceptar con seriedad los pensamientos sobre el castigo y juicio eternos, aquel que tiene por bien aceptar el temor de su propia muerte, aquel es alguien que ya no ama más, ni se preocupa más ni se impacienta por nada más: ni por el dinero ni por las posesiones materiales, ni por sus padres ni por la gloria de esta vida, ni por sus amigos ni por sus hermanos. Toda relación, todo interés por estas cosas las ha alejado de sí y las rechaza; más aún su propia carne. A todas estas cosas las ha descartado y está desprovisto de toda preocupación, de tal manera que puede avanzar alegremente tras los pasos de Cristo. Y lo hace teniendo sus ojos siempre elevados al cielo, en donde espera lo seguro, según lo dijo un santo: “Mi alma está adherida a ti” [Sal. 62:9]; y según también otro autor memorable: “Señor, no me he cansado de seguirte, no deseo parar ni un día ni tampoco quiero el descanso del hombre” [94].
Es una gran vergüenza el que luego de haber abandonado todas estas cosas para aceptar una vocación que nos viene del Señor y no de hombre alguno, vayamos a atender aquello que no nos será de ninguna ayuda en el momento de mayor necesidad; es decir, a la hora de nuestra muerte. Esto es lo que el Señor ha denominado el volverse para atrás, y quien lo hace no es apto para el reino de los cielos [Lc. 9:62]. El Señor conoce la facilidad con que damos pasos en falso al principio, y sabe muy bien que rápidamente regresaríamos al mundo si viviésemos -o simplemente nos encontrásemos- con las personas que pertenecen a éste. Por eso le dijo a quien le pidió permiso para enterrar a sus muertos: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” [Mt. 8:22].
El signo del apego enfermizo [a una persona u objeto]
es la tristeza que genera, ya sea tarde o temprano (sobre todo temprano).
Quien rechaza al mundo ya ha escapado a la tristeza. Y quien, por el contrario, conserva el apego a algo visible, todavía no ha escapado de la tristeza. ¿Cómo podría evitar entristecerse al verse privado de lo que ama? Es preciso que siempre efectuemos una fuerte vigilancia [nēpsis], principalmente en todas aquellas situaciones en las que nos conviene estar atentos. En el mundo hemos visto a más de uno que, debido a sus ocupaciones, preocupaciones, distracciones y labores materiales, podía esquivar la locura de los cuerpos [la pasión sensual/sexual]. Pero cuando con toda amerimnía vinieron a la vida solitaria, lamentablemente se vieron mancillados por los movimientos carnales. ¡Tengamos cuidado de que, luego de comprometernos en avanzar por el camino estrecho y penoso, no nos extraviemos y sigamos por la ruta ancha y espaciosa! [95].
¡No nos hagamos ilusiones! ¡En la anacoresis misma
existe una falsa seguridad! La verdadera anacoresis no se obtiene sino a través
de un triple renunciamiento: el primero, en relación a las cosas y las
personas, incluidos los parientes; el segundo, en relación a la propia
voluntad; y “el tercero, en relación a la vanagloria que sigue a la obediencia”
[…] ‘¡Salgan de entre ellos, apártense! ¡No toquen la corrupción de este
mundo!’, dice el Señor” [Is. 52:11] [96].
Para persuadir a su lector, Juan Clímaco encuentra un
argumento bastante curioso que sería oportuno transcribir, ya que también es
parte de la mentalidad hesicasta:
¿Qué individuo de entre las personas del mundo alguna vez ha realizado milagros? ¿Quién ha resucitado muertos? ¿Quién ha arrojado demonios? Nadie. Todas estas maravillas son premios reservados a los monjes; el mundo no puede recibirlos. Pues si pudiera, ¿qué sentido tendría la ascesis o la anacoresis?.
Claro que, de un pasaje de este tipo, no se tiene
porqué concluir que la causa esencial por la que un eremita se sitúa en la
soledad es su deseo de ser un taumaturgo. Más adelante escribe Clímaco:
Sin profecías, sin iluminación, sin señales maravillosas y sin milagros, son muchas las personas que han alcanzado la salvación. Pero sin humildad y sin la huida de toda vanagloria, nadie entrará en la cámara nupcial [97].
La humildad protege a los taumaturgos. La mención de
los milagros reservada a los monjes y negada para las personas del mundo
simplemente confirma –mediante el testimonio de Dios- la superioridad del
eremitismo; que ya en otros lugares quedó firmemente establecida.
Lo que sigue es todavía más importante y nos devuelve
directamente a nuestro tema:
Cuando luego de que hayamos renunciado al mundo, los demonios intenten sofocar nuestro corazón con la memoria de nuestros padres y hermanos, tenemos que armarnos con la oración e inflamarnos con pensamientos sobre el fuego eterno, para así extinguir con tales recuerdos la ignición intempestiva de nuestro corazón. Si alguno cree haber logrado la disposición de despreocupación respecto a cualquier objeto, y sin embargo la privación del mismo le produce tristeza, entonces tal persona se equivoca por completo. ¡Hay jóvenes que, todavía animados por el amor físico y por la buena estima, pretenden dedicarse a la disciplina eremítica! Si es así, que se ejerciten [desde el principio] en la sobriedad y en la oración, que aprendan a abstenerse de toda comodidad y de todo mal, pues no sea que su final venga a ser peor que sus comienzos [cf. Mt. 12:45]. El puerto concede tanto la salvación como peligros; los navegantes espirituales lo saben bien. Y es un espectáculo lamentable ver que marineros que habían escapado a tempestades en alta mar naufragan estando en puerto [98].
Estas consideraciones demuestran que de los tres
puntos del programa revelado a san Arsenio, y que se fuera transmitiendo a
todas las generaciones de hesicastas, el último es el más difícil. Y lo es tal
como la moral del Nuevo Testamento es más difícil que la del Antiguo (según san
Juan Crisóstomo); tal como es más difícil ser monje a nivel interno: en el
espíritu y en el corazón, que serlo a nivel externo: según las observancias (al
decir de Evagrio); pues el tercer grado de toda vida espiritual exige una
plenitud de mortificación al que los dos grados precedentes tan solo nos
preparan. La separación de las cosas y de las personas es menos costosa que la
eliminación de los recuerdos agradables o penosos, que el hacer que dejen de
existir. La hesiquía, en sentido exacto de la palabra, es un suceso totalmente
interior, es la guerra invisible; o más bien, es el resultado de la victoria
conseguida en una guerra contra todas las fuerzas de la perturbación, de la
agitación, de las pasiones. | Y es también la amerimnía; y la apátheia,
según el lenguaje evagriano |.
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93. PG 88, 653-657.
94. Cf. Jer. 17:16, ¿sentido? Ver ed. de los Setenta.
95. Es otro recuerdo de Evagrio: Cent. I,
78-79, Supl. 52, Frankenberg, p. 117, c. 465, aunque transpuesto a la
contemplación de la hesiquía.
96. Col. 657 A.
97. Grad. 25, Col. 1000 B.
98. Loc. cit., col. 657.
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