| La plenitud interior. |
Los más famosos espirituales del oriente se nutrían de
estas enseñanzas. Como ejemplos, mencionemos únicamente a Isaac de Nínive y
Simeón el Nuevo Teólogo. Isaac pudo conocer sobre la eficacia espiritual del
silencio a través de las lecturas que hacía -sobre todo de la Vitae Patrum- y gracias a sus propias
experiencias místicas. Sabía muy bien que existían vocaciones diferentes y se
permite citar las palabras de san Poemén [65]. Pero para quien tiene el deber
de dirigirse hacia el estado de unión con Dios y hacia la oración perfecta, he
aquí su doctrina repetidamente expresada en diversos pasajes:
Por encima de todas las cosas, ama el silencio; él te concederá un fruto que la lengua es incapaz de describir. Al principio, nosotros mismos nos forzaremos al silencio; luego, desde nuestro propio silencio brotará todo aquello que nos conduzca al silencio. Que Dios te conceda la emoción por todo aquello que brota del silencio. Y si te dedicas a esta práctica, no sabría decir cuánta luz se intensificaría en ti. No creas, hermano mío, que lo que se dice del admirable Arsenio, a saber: que los padres y hermanos se reunían para verlo y que él permanecía sentado junto a ellos sin decir ninguna palabra, y que luego los despedía en silencio; no creas que esta manera de proceder provenía solo de su voluntad, incluso si al comienzo él debió verse forzado a hacerlo. A causa del ejercicio de esta regla de conducta, después de cierto tiempo brota cierta dulzura dentro del corazón; y [como] por la fuerza del propio cuerpo uno se ve movido a permanecer en el silencio [66].
Inmediatamente después de esto, Isaac pasa a hablar
del éxtasis. Para él, el éxtasis y el silencio van siempre juntos: el alma que
ya no puede pensar en sí, pierde todo deseo de hablar [67]. Y el alma lo logra
cuando se ve libre a causa de su fe en Dios, cuando a través de grandes pruebas
logra percibir “el sabor del auxilio de la fe”; es decir, la experiencia de que
una vida de fe implica la plenitud interior. En breves sentencias, Isaac
condensa sus ideas sobre este tema:
Son muchas las personas que corren para encontrarlo, pero él no se deja encontrar sino por aquel que posee un continuo silencio. Quien es servidor de Dios ama a la aflicción. Haz de saber que todo hombre que expresa multitud de palabras, aun cuando narre cosas admirables, está vacío en su interior. La pena interior es una brida para los sentidos. Si amas la verdad, sé amante del silencio. Al igual que el sol, el silencio te iluminará en Dios y te liberará de los fantasmas de la ignorancia. El silencio te unirá al propio Dios [68].
Isaac ha reflexionado también sobre las causas del
silencio:
Proviene, ya sea de [el apego a] la gloria humana, de un ferviente celo por la virtud o de cierta relación divina que existe en el interior y que atrae a la inteligencia. Si no se tiene presente a estas dos últimas [causas], se sufrirá fatalmente por la primera” [69]
… ¡A menos que se renuncie al silencio mismo! Pero
Isaac escribe para los hesicastas, seres entregados a la soledad. Para ellos,
el silencio se impone como la realización de su vocación a la eternidad, a
Dios. Pues:
[…] el silencio es el misterio del mundo futuro; mientras que la palabra es el instrumento [órganon] del mundo presente. Todo hombre que ayuna intenta asemejarse a la naturaleza de los seres espirituales. Por medio de su silencio y de su ayuno perpetuos se reconoce al hombre que es constante en el servicio a Dios en su interior. En estos misterios se realiza –incluso mediante los poderes invisibles- la liturgia plena de santidad de la esencia principal de los mundos [70].
A continuación de esto, Isaac revela los
inconvenientes que tendría quien fuera admitido dentro de “los misterios
divinos” y quebrase “el trascendente silencio del Señor universal”; alguien que
previamente tendría que haber renunciado a los placeres del cuerpo y a los
pasatiempos del espíritu.
Simeón el Nuevo Teólogo no fue un eremita por vocación
sino un cenobita de por vida. Y el padre espiritual que lo forma a su propia
imagen y según su propia doctrina fue Simeón Estudita, quien parece inculcarle
el amor al silencio de forma muy intensa debido a que en la vida comunitaria
existen muchas ocasiones para hablar.
No entres en la celda de nadie, salvo en la del higúmeno [abad o superior]; aunque muy ocasionalmente. Sobre todo si vas a consultarle sobre algún pensamiento, que sea dentro de la iglesia. Cuando termine la synaxis [la reunión litúrgica], retírate rápidamente a tu celda y ocúpate de tus servicios. Después de cenar, conténtate con hacer una reverencia [metania] al higúmeno mientras pides su oración y apresúrate de nuevo, con la cabeza baja, al silencio de tu celda. Más vale un solo trisagio [sanctus] con toda atención antes de dormir, que una vigilia de cuatro horas llena de palabras inútiles […].
Y lejos de permitirle algún tipo de amistad particular,
le dice que “es mejor que te mantengas como un extraño para todo hermano que
habite en el cenobio, y mucho más respecto a los conocimientos que hayas obtenido
en el mundo”. La perfecta anacoresis es, junto a la mortificación de la propia
voluntad, la renuncia a todo afecto privilegiado hacia los padres o amigos.
Luego de entrar al cenobio, sumérgete en el espíritu con la idea fija de que ya tus padres y amigos han muerto. […] Cuando se visita a un enfermo se le debe preguntar: “¿Cómo es que te ayuda Dios, padre santo?”, y después se tiene que tomar asiento, cruzar los brazos y mantenerse callado. Si hay otros que también lo están visitando, no hables con ellos de la escritura o de fisiología, sobre todo si nadie te lo pregunta, para evitar así que más tarde te lamentes por los inconvenientes [71].
El discípulo es digno de su maestro. Y este Simeón
llevó una vida de soledad, silencio y oración en medio de su comunidad:
Solo los días de fiesta compartía el alimento con los hermanos, estando con la cabeza baja y continuamente compungido. En cuanto daba gracias, se levantaba y se apresuraba hacia su celda, cerraba la puerta con llave y se entregaba a la oración.
Su modelo era san Arsenio:
No había nada más valioso para él que la conversación con Dios. Y tenía mucho cuidado en no dejar escapar ninguna palabra inútil, pues sabía que la transgresión a un mandamiento de Cristo, aun cuando aparentemente fuera mínima, algún día pondría al alma en grave peligro […] Desde entonces se encerraba todo el día en su celda y no la abandonaba en ningún momento.
Sus únicas salidas lo conducían al oficio divino,
luego del cual se nos dice y vuelve a decir que regresaba rápidamente y en
silencio a su celda [72]. Así se preparaba el gran místico bizantino, cuyas
obras atraen cada vez más –sin duda alguna- la atención de teólogos y
psicólogos.
Y terminamos ya este capítulo. Podríamos haber citado
muchas otras páginas sobre el silencio, entresacados de entre los varios
escritores espirituales del oriente. Diadoco de Fótice, por ejemplo, ha
reflexionado acerca de las leyes psicológicas que confieren tanta gravedad al
tema del silencio:
Si se abre la puerta de un baño, éste pronto pierde su calor. Lo mismo sucede con alma demasiado deseosa de hablar. Aunque no diga sino cosas buenas, ella pronto disipa su memoria [o la memoria, “el recuerdo de Dios”] y hace que se evapore hacia el exterior por la puerta por donde salen tantos discursos. Esto hace que el alma se vea privada de buenos pensamientos cuando en realidad debiera tenerlos. Es así que ella se dedica, entonces, a revelar sus tontos pensamientos a todo el mundo, sin hacer ninguna diferencia. Lo hace de esa manera porque ya no posee al Espíritu Santo, quien protegía su vista de aquellos elementos que le venían del exterior. Por lo tanto, aléjate de todo tumulto, de todo esfuerzo de la imaginación y evita la multitud de palabras. El silencio es excelente y es el padre de todos los buenos pensamientos [73].
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65. Alf. Poemén, n. 27.
66. Isaac Ninivita, De perfectione religiosa,
c. 65, Ed. Bedjan, París-Leipzig 1909, p. 450.
67. Cf. c. 51, p. 360.
68. C. 65, p. 446.
69. C. 38, p. 292.
70. C. 66, p. 470.
71. C. 124-127, 130, Philocalie,
tomo II, p. 167, col. 1. Nota: la ed. del 78 dice: “fisiología [¡sic!]”; mientras que
la del 80 y la del 91 expresan: “psicología [sic]”.
72. Vie de Syméon
le Nouveau Théologien, n. 25-28, p. 34 y ss.
73. Diadoco, cap. 70, traducción al francés de Godefroy
Hermant, Ascétiques ou Traités Spirituels
de S. Basile le Grand, París 1673, p.708 y ss.
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