III. Quiesce (reposa).| La hesiquía. |
| El corazón en silencio, el corazón en paz. |
La soledad y el silencio no hacen de una persona un
hesicasta, pues simplemente puede que se trate de alguien original o de un
salvaje, de un filósofo o de un egoísta. La búsqueda de la tranquilidad
mediante el aislamiento es algo que practicamos a toda hora, lo hacemos debido
a nuestra necesidad de descanso o para reflexionar sobre nuestros intereses.
El hesicasta, en sentido cristiano (el único sentido
histórico de la palabra), practica la soledad y el silencio por amor a la
oración, a la unión con Dios, a la perfección espiritual. Sin embargo, en su
práctica existe un enemigo más temible que la comunidad de lenguaraces y la
disipación que ellos procuran: la disipación interior de un corazón que se ve
tironeado de un lado a otro debido a sus apegos y afectos, debido a la
presencia de interlocutores invisibles en su interior. Tal como lo dirá un día
–y de manera oportuna- un gran defensor de la espiritualidad hesicasta,
Nicodemo el Hagiorita: todos tenemos en nosotros un discurso interior con el
que “razonamos y componemos diversas obras, con el que juzgamos para nuestros
adentros y con el que leemos libros completos en silencio y sin que la boca
hable” [74].
¡Pero no todo el mundo ocupa su “discurso interior” en
componer sus obras! La mayoría de las personas, sino todas, la mayor parte del
tiempo se dedican a razonar y desvariar silenciosamente, según el grado de su
afectividad: Trahit sua quemque voluptas
- Amor tuus pondus tuum [75]. Las
auténticas compañías son aquellas que llevamos con nosotros dondequiera que
vayamos; tal como el devoto de la Imitación
de Cristo lleva siempre consigo a su consolador Jesús [76]. Esta es una ley
psicológica elemental que el propio Señor ha dejado fuertemente expresado en
su santo evangelio: “Ahí donde está tu tesoro, es ahí donde está tu corazón” [Mt.
6:21]. Es desde el corazón que surgen todos los pensamientos, tanto buenos como
malos, según la calidad del “tesoro”, del sustrato, de la fuente o de la raíz.
Precisamente, la primera revolución evangélica en relación al judaísmo (algo
que los padres han repetido con frecuencia) es una total interiorización. Nada
tiene valor sino solo el interior: Dios quiere la adoración en espíritu y en
verdad [Jn. 4:24]; limpien primero el interior del vaso y así también quedará limpio el
exterior [Mt. 23:26]; no es lo que entra en el hombre lo que lo ensucia, sino lo que sale
de su corazón [Mt. 15:11].
Lo que los cristianos deben tratar de realizar es la
reforma interior, la paz del corazón. Y los hesicastas son cristianos que van
tras este objetivo bajo condiciones que consideran más que favorables: la
soledad y el silencio. Es por esto que el término hēsykhía se emplea frecuentemente como sinónimo de vida
solitaria. Pero para hablar con toda propiedad, el término hace referencia más
bien a un estado del alma antes que a una condición exterior. Tal estado del
alma recibe también otro nombre, quizás más oportuno o más evangélico: amerimnía, ausencia de toda preocupación,
despreocupación, indiferencia. | Pero antes de detenernos
sobre este concepto, es importante observar una vez más que el término mucho
más frecuente es hēsykhía, que señala a todo el complejo de la vida
eremítica: desde la “huida de los hombres” puramente externa, hasta la
mística “eliminación de los pensamientos” (apóthesis noēmáton).
Esta palabra, por lo tanto, es una expresión de la doctrina profesada por los hesicastas. Su nombre mismo proclama que no consideran posible, sin el amor a la soledad y sin la práctica del silencio, esa quietud interior que es al mismo tiempo condición y resultado de su unión con Dios a través la oración. Ahora, precisamente, tenemos que estudiar la hesiquía según el sentido del lema concedido a san Arsenio; es decir, en tanto consecuencia de la fuga y del silencio, en tanto su coronación.
La palabra amerimnía, como sustantivo, no aparece en el Nuevo Testamento; pero el adjetivo amérimnos se halla en dos ocasiones: en Mt. 28:14 son los judíos quienes lo emplean al prometerle a los soldados que habían custodiado la tumba de Cristo: “Nosotros los convenceremos de tal manera que ustedes no tengan de qué preocuparse (amérimnous)”. San Pablo (1 Cor. 7:32), con el fin de explicar la razón por la que ha expresado que la virginidad es preferible al matrimonio, dice: “Me gustaría que estuvieran libres de toda preocupación”, sin molestias, sin problemas; lo cual no es posible en el matrimonio.
Un poeta de la comedia medieval, Posidipo, ha expresado esta idea en un verso que encontró, sin lugar a dudas, la aprobación del público: “¿Es usted casado? Entonces, no estará libre de preocupaciones (amérimnos)” [77]. Y otro poeta, Paladas, hace hincapié en que esta ley no tiene excepciones y la aplica al propio Zeus: “El propio Júpiter no puede escapar a las preocupaciones (amérimnos) que le da su Juno en el trono de oro” [78].|
Sin importar cuál sea la palabra, la idea de despreocupación es muy evangélica, pues hay también preocupaciones que son dignas de alabanza; como la preocupación (mérimnia) por las cosas de Dios (1 Cor. 7:32-34) y la solicitud de los miembros entre sí (1 Cor. 12:25). La primera es una manifestación de la caridad por Dios; la segunda, testimonio de la caridad por el prójimo. Adversus huiusmodi non est lex – Contra esto no hay ninguna ley [Gál. 5:23]. Es precisamente para dar lugar a este tipo de solicitudes en nuestros corazones que el Nuevo Testamento nos impone la eliminación de otras preocupaciones que sí son censurables: la mérimnia; o más precisamente, en plural: kaí aí mérimnai toú aiōnos [Mt. 4:19], aquellas preocupaciones que no sobrepasan la esfera de los intereses temporales. Las cuales son llamadas también “preocupaciones por la vida presente / preocupaciones en relación al alma”; es decir, preocupaciones por la vida, la salud, el cuerpo, la vestimenta, los alimentos, etc. La propia multiplicidad de estas preocupaciones evidencia su futilidad, su inutilidad, su nocividad.
Merimnás kaí thoribázē perí pollá, le dice el Señor a Marta: “Te dispersas en muchas preocupaciones y luego te ves perturbada. Pero solo una de ellas es necesaria; es, precisamente, la que tu agitación te arrebata: la quietud, la hesiquía, la contemplación de tu hermana María” [cf. Lc. 10:41-42]. Esta es la razón por la que la advertencia de no preocuparnos demasiado constituye un elemento esencial de la moral cristiana. Ella nos sitúa de inmediato en la fe en Dios todopoderoso, sin el cual nada puede suceder; y nos señala directamente nuestro deber de adorar a un solo Dios y de servirle solo a él. Pero no se trata solo y principalmente de una advertencia, sino más bien de una imposibilidad psíquica: “Nadie puede servir a dos señores” [Mt. 6:24]. Aun cuando se lo intente (¡y ya muchos lo han intentado!) y se pueda lograrlo de manera ilusoria durante algún tiempo, tarde o temprano será evidente que en el fondo jamás se ha amado a Dios según la única medida en que éste ha de ser amado sinceramente: con un amor sin medida. Es así como lo ha dicho, mucho antes que san Bernardo, Orígenes: “He aquí ese orden y esa medida. Cuando se trata de amar a Dios, no existe ninguna medida ni método alguno, sino solo el entregarle todo lo que se tiene” [79]. Esta no es sino una traducción del gran mandamiento de amar a Dios con toda el alma, con toda la inteligencia, con todo el corazón y con todas las fuerzas [Cf. Mt. 22:37]. Y el servicio a Dios -demostración externa del amor interno- exige la misma totalidad interna bajo pena de convertirse en una mentira. Es decir, en algo indigno de Dios, pues lo ofende; e indigno del hombre, pues lo degrada.
Esta palabra, por lo tanto, es una expresión de la doctrina profesada por los hesicastas. Su nombre mismo proclama que no consideran posible, sin el amor a la soledad y sin la práctica del silencio, esa quietud interior que es al mismo tiempo condición y resultado de su unión con Dios a través la oración. Ahora, precisamente, tenemos que estudiar la hesiquía según el sentido del lema concedido a san Arsenio; es decir, en tanto consecuencia de la fuga y del silencio, en tanto su coronación.
La palabra amerimnía, como sustantivo, no aparece en el Nuevo Testamento; pero el adjetivo amérimnos se halla en dos ocasiones: en Mt. 28:14 son los judíos quienes lo emplean al prometerle a los soldados que habían custodiado la tumba de Cristo: “Nosotros los convenceremos de tal manera que ustedes no tengan de qué preocuparse (amérimnous)”. San Pablo (1 Cor. 7:32), con el fin de explicar la razón por la que ha expresado que la virginidad es preferible al matrimonio, dice: “Me gustaría que estuvieran libres de toda preocupación”, sin molestias, sin problemas; lo cual no es posible en el matrimonio.
Un poeta de la comedia medieval, Posidipo, ha expresado esta idea en un verso que encontró, sin lugar a dudas, la aprobación del público: “¿Es usted casado? Entonces, no estará libre de preocupaciones (amérimnos)” [77]. Y otro poeta, Paladas, hace hincapié en que esta ley no tiene excepciones y la aplica al propio Zeus: “El propio Júpiter no puede escapar a las preocupaciones (amérimnos) que le da su Juno en el trono de oro” [78].|
Sin importar cuál sea la palabra, la idea de despreocupación es muy evangélica, pues hay también preocupaciones que son dignas de alabanza; como la preocupación (mérimnia) por las cosas de Dios (1 Cor. 7:32-34) y la solicitud de los miembros entre sí (1 Cor. 12:25). La primera es una manifestación de la caridad por Dios; la segunda, testimonio de la caridad por el prójimo. Adversus huiusmodi non est lex – Contra esto no hay ninguna ley [Gál. 5:23]. Es precisamente para dar lugar a este tipo de solicitudes en nuestros corazones que el Nuevo Testamento nos impone la eliminación de otras preocupaciones que sí son censurables: la mérimnia; o más precisamente, en plural: kaí aí mérimnai toú aiōnos [Mt. 4:19], aquellas preocupaciones que no sobrepasan la esfera de los intereses temporales. Las cuales son llamadas también “preocupaciones por la vida presente / preocupaciones en relación al alma”; es decir, preocupaciones por la vida, la salud, el cuerpo, la vestimenta, los alimentos, etc. La propia multiplicidad de estas preocupaciones evidencia su futilidad, su inutilidad, su nocividad.
Merimnás kaí thoribázē perí pollá, le dice el Señor a Marta: “Te dispersas en muchas preocupaciones y luego te ves perturbada. Pero solo una de ellas es necesaria; es, precisamente, la que tu agitación te arrebata: la quietud, la hesiquía, la contemplación de tu hermana María” [cf. Lc. 10:41-42]. Esta es la razón por la que la advertencia de no preocuparnos demasiado constituye un elemento esencial de la moral cristiana. Ella nos sitúa de inmediato en la fe en Dios todopoderoso, sin el cual nada puede suceder; y nos señala directamente nuestro deber de adorar a un solo Dios y de servirle solo a él. Pero no se trata solo y principalmente de una advertencia, sino más bien de una imposibilidad psíquica: “Nadie puede servir a dos señores” [Mt. 6:24]. Aun cuando se lo intente (¡y ya muchos lo han intentado!) y se pueda lograrlo de manera ilusoria durante algún tiempo, tarde o temprano será evidente que en el fondo jamás se ha amado a Dios según la única medida en que éste ha de ser amado sinceramente: con un amor sin medida. Es así como lo ha dicho, mucho antes que san Bernardo, Orígenes: “He aquí ese orden y esa medida. Cuando se trata de amar a Dios, no existe ninguna medida ni método alguno, sino solo el entregarle todo lo que se tiene” [79]. Esta no es sino una traducción del gran mandamiento de amar a Dios con toda el alma, con toda la inteligencia, con todo el corazón y con todas las fuerzas [Cf. Mt. 22:37]. Y el servicio a Dios -demostración externa del amor interno- exige la misma totalidad interna bajo pena de convertirse en una mentira. Es decir, en algo indigno de Dios, pues lo ofende; e indigno del hombre, pues lo degrada.
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74. Nicodemo el Hagiorita, Enchiridion, cap. 10, ed. 1801, p. 157.
75. Trad.: “Cada quien arrastra sus placeres” – “Donde
está tu amor, está tu dignidad (lit. peso)”.
76. Imitación de
Cristo, L. III, 16, 2.
77.
Anthologia palatina IX, 359, 5.
78.
Ibíd. 165, 5.
79. Comm. in Cant,
III, Baihrens VIII, p. 186, 1. 26 y ss. (Cf. Ed. Ital., Città Nuova, Roma 1976).
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