7.12.13





“Quiero ser una solitaria”:
el encuentro con una ermitaña de hoy.

por Catherine O’Brien

- 2010 –

Si bien todos apreciamos algo de tiempo “para-mí-mismo”, pocos seguirían el ejemplo de Karen Markham, una ex profesora de música que ha vivido como ermitaña durante casi siete años, dedicándose a la oración y la contemplación espiritual por sobre las distracciones del s. XXI. Pero el extenso mundo ha arrojado una sombra sobre su reclusión…

En lo recóndito de las colinas Shropshire, tras una angosta senda campestre, se encuentra la pequeña cabaña de piedra que es el hogar de Karen Markham, una de las pocas ermitañas británicas oficialmente reconocidas. A primera vista, el lugar es todo lo que vos podrías esperar del mismo: remoto, tranquilo y tan silencioso que impresiona. Pero lo que se podría esperar de su ocupante es difícil de predecir. Después de todo, probablemente la mayoría de nosotros nunca vaya a encontrar con un ermitaño. Los eremitas son seres que eligen una vida de soledad, abstinencia y castidad; no tienden a prenderse en charlas triviales ni hacer sociales en divertidas fiestas.

Pero Karen, una ex profesora de música y compositora, es una ermitaña con una agenda. La singular vida que ha estado llevando por seis años y medio no solo ha dependido de su fe y determinación, sino también de la generosidad de una benefactora que le ha permitido vivir sin cobrarle alquiler y facilitándole un ingreso para su subsistencia. Pero ahora su anónima benefactora ha sido golpeada por un quiebre crediticio y está viéndose forzada a vender su propiedad. Karen enfrenta la posibilidad de quedarse sin techo durante los próximos meses, a menos que, como ella lo dice: “Dios abra otra puerta”.

Y continua diciendo que: “Sé que para la mayoría de las personas mi vida es una rareza. Ellas pensarán: ‘¿Por qué no va y se consigue un trabajo?’ Pero no puedo pensar en no estar aquí; y no tengo dónde ir”.

El régimen de Karen sigue las reglas de la vida solitaria establecidas por san Benito, el fundador del monaquismo occidental y quien vivió en el s. V como un eremita. Todos los días, Karen se levanta a las 04:00 a.m. y pasa tres horas en oración en la capilla que ha creado en el transformado corral de porcinos. Después de un desayuno de té y cereales, atiende a sus cinco gallinas y pasa el resto de la mañana leyendo textos espirituales. Luego vuelve a rezar por una hora más para dedicarse por la tarde al trabajo “físico”: el cultivo de verduras en una parcela de tres cuartos de acre o tejiendo alfombras en un telar artesanal, en el que utiliza lana de ovejas locales. A las 17:00 hs., dedica otra hora a la oración antes de la cena, y una lectura final antes de retirarse a descansar alrededor de las 21:00 hs. Ella no tiene televisión, no lee diarios y solo escucha la radio ocasionalmente.

“Solía escuchar las noticias de las 18:00 hs., pero eso lleva tiempo y yo tenía mucho que hacer. Sé que hay terremotos y guerras, pero yo no puedo nada al respecto. La única cosa que podemos cambiar es a nosotros mismos, y de eso se trata la vida de oración: de una transformación personal”, afirma.

Karen, de 44 años, creció cerca de Wolverhampton. Su padre fue subdirector [deputy headmaster] de un colegio y su madre una ama de casa que se dedicó al cuidado de personas mayores. La familia era anglicana, aunque no demasiado religiosa. Pero Karen y su hermano mayor sentían afición por la música. Su hermano se convirtió en baterista y representante de músicos; y ella aprendió a tocar la trompeta, se unió a la orquesta juvenil de su distrito y durante su adolescencia atendió a lecciones de piano, para las cuales tuvo que importunar a sus padres. Karen obtuvo su licenciatura en música en la Leeds University, luego un doctorado filosófico en composición musical en Durham. Fue invitada a componer un virtuoso para Radio 3 y escribió para la English Northern Philharmonia.

Es claro que Karen poseía un prodigioso talento, pero cuando habla de su pasado se nota un sentido de desilusión. “Ahora aprecio a mis padres más que en aquel entonces, pues sabía que no quería ser como ellos”, dice. Ella siempre fue una profunda pensadora: “Incluso a los cuatro años me iba a caminar sola. Aunque tenía miedo de la dureza de mi madre. Cierta vez llamó a la policía porque pensó que me había perdido, pero yo pensaba que eso era lo más natural, que tenía que tener mi espacio para poder reflexionar”. Y no sorprende que las relaciones de amistad no le resultasen fáciles: “En el colegio no habían muchos que estuvieran interesados en la música clásica como yo. Pero en mi adolescencia tuve un novio. Y hubo alguien a quien amé, aunque supongo que se trató de un amor romántico. Lo que vino después fue el amor a Dios”.

En la mitad de su segunda década de vida, poco después de convertirse en compositora y estando como residente en el Royal Northern College of Music, en Manchester, Karen pasó por una significativa transformación: “Fue entonces cuando mi vida de oración comenzó. Tuve una visión que me dejó en claro que Dios quería que le entregase mi vida”.

Karen aprendió t’ai chi con un profesor budista, y a los 28 años viajó a Estados Unidos gracias a una beca que ganó para poder desarrollar su talento. Después de muchos meses viviendo entre los nativos de Nuevo México, se dirigió luego a una comunidad sufí en Philadelphia, en donde pasó tres años estudiando a los santos cristianos. Y si su visa y dinero no se hubieran agotado, se habría quedado allí: “Estaba rodeada por mucha gente como yo. Rezábamos muchas horas al día y eso me hacía feliz. Regresar fue lo más duro que me pasó en la vida”.

Durante dos años trabajó como conferencista en el Leed Collage of Music: “Tenía un salario decente y amaba mi trabajo. Pero no podía seguir escondiendo lo que estaba en mi corazón, eso me estaba haciendo mal”. Tras sufrir un ataque de fiebre glandular (SFC), finalmente se decidió. Había leído un artículo sobre un ermitaño en Shropshire y vio de reunirse con él. Esa entrevista la condujo a un monasterio en Shropshire, dirigido por el hieromonje Silouan, un cristiano ortodoxo. En enero del 2004, su benefactora, quien también apoyaba al monasterio, compró la cabaña en la que actualmente vive para que pudiera llevar a cabo su vida solitaria.

Dentro de la ermita cuelgan íconos religiosos y las bibliotecas están llenas de textos espirituales. El amoblado es básico, aunque hay un pequeño grand piano en la sala de estar, regalo de una familia amiga. Escaleras arriba, uno de los dormitorios sirve como despacho, con computadora y teléfono, a los que usa para apoyar su búsqueda espiritual. Aunque Karen pasa días sin hablar con nadie, tampoco vive en total aislamiento: todos los viernes va al pueblo cercano a vender los huevos de sus gallinas y los sábados ve a su director espiritual, el padre Silouan. Karen también escribe música para su iglesia local, en donde asiste a misa y a la comunión.

Siempre, dondequiera que vaya, llama la atención debido a que, si bien no es una cristiana ortodoxa, se viste según esa tradición: toda de negro, de la cabeza a los pies. Su ropa la obtiene en ventas de caridad y la misma va a la par con sus botas de imitación marca Ugg, que se las compró el invierno pasado, pues cuando el interior de sus ventanas se congela, “ellas son las únicas que me mantienen caliente”, afirma. Karen no lleva maquillaje y en su tocador solo hay jabón y dentífrico. Pero el lanudo gorro sobre su cabeza resalta un hermoso rostro, con oscuros ojos marrones y una piel luminosa.

Para haber elegido llevar una vida recluida, Karen es muy simpática y exhibe, a veces, un injusto sentido del humor relacionado con el autodesprecio.  Le pregunto si se siente y sola y me explica que el ser ermitaña no se trata de aislamiento sino de oración: “Es algo interior. Cuando yo estoy sola, vos no ves lo que hago, cómo rezo; se trata de un ocultamiento junto a Dios”.

Karen ve a sus padres, quienes son casi octogenarios, de manera ocasional: “Sé que he sido todo un desafío para ellos. Mi madre lloró mucho cuando dejé mi trabajo en Leeds. Pero nunca me juzgaron”. Y con sus amigos del pasado tiene muy poco contacto.

Hay muchos obispos entre los clérigos que apoyan su campaña para preservar su ermita, pero con una propiedad valuada en aproximadamente US$137,000, uno no puede dejar de pensar que se necesita un milagro para que tenga éxito. Karen me menciona a Juliana de Norwich, una de las más grandes místicas inglesas del medioevo y quien vivió en un momento en que los ermitaños eran tan importantes, que eran ayudados por sus comunidades. Más de 700 años después, vivimos en un mundo que nos concede opciones a la vez que exige compromisos. En suma, se trata de un lugar mucho más demandante y cuestionable.

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O’Brien Catherine (03 de julio del 2010). “I want to be a loner”: Meet a modern-day hermit. Dailymail online.
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N. del T.: hasta septiembre del 2010, Karen tuvo que haber reunido una suma considerable para poder preservar su ermita. No he logrado encontrar noticias sobre el desenlace de su situación, ni siquiera en su página web, que continúa activa:


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