1. En esta época nuestra, en la que es posible
comulgar hasta dos veces por día, ¿no se esperaría que la comunidad de
católicos fuese más íntegra y robusta que en tiempos en que la comunión era
realmente escasa? ¿Y los mejores entre sus miembros no debieran, incluso,
manifestar un mayor grado de santidad que en el pasado?
2. Si bien un distintivo de los santos es su
ferviente atracción por el cuerpo y la sangre de Cristo, ¿podemos evaluar, en
la actualidad, el grado de perfección espiritual de una persona según la
cantidad de pan y vino consagrados que haya consumido o el ansia que sienta por
ellos?
3. Si alguno –por la razón que fuera- tan sólo se
sujetara al mínimum de una comunión al año, ¿sería por eso menos digno de la
misteriosa gracia divina que aquel que sigue un régimen laudable?
Después de eso comenzó un glorioso tiempo: la
auténtica Edad Media, periodo en el que durante dos siglos y medio la Iglesia
rigió al mundo. Si alguna vez hubo un momento -en la historia de la tierra- en
que el Reino de Cristo logró ser un poder imperial, ese fue el lapso entre san
Gregorio VII y el inicio del reinado de Bonifacio VIII. Si sus súbditos se
rebelaban, la Iglesia los sometía; pues el mundo mismo estaba de su lado. En
medio del escepticismo de nuestro tiempo, Europa pareciera mirar atrás con
cierta melancolía, lamentándose de aquella gloriosa Edad de la Fe, de aquella
breve etapa de creencia religiosa. Sin embargo, y resulta extraño decirlo, se
trató de un tiempo en que las comuniones eran escasas, poco frecuentes. El
punto de esplendor más álgido de la Iglesia medieval es el IV Concilio de
Letrán; ni siquiera en Nicea se dio una más augusta representación del mundo
cristiano. Oriente y Occidente estaban ahí reunidos bajo la Sede de San Pedro;
más de 400 obispos juraron fidelidad a Inocencio III, en tanto que reyes y
emperadores competían con eclesiásticos en su profesión de lealtad. Pero fue
precisamente entonces, cuando el mundo estaba a sus pies, que la Iglesia se vio
obligada a sancionar a aquellos hijos suyos que no comulgaran una vez al año y
a limitar su mandato a la comunión durante la Pascua, sin exigir nada de más.
Pero esto no es lo más sorprendente del caso. En
épocas anteriores, la Iglesia exigía tres comuniones al año; aunque, de hecho,
los fieles comulgaban con más frecuencia. Por ejemplo, mientras que el Concilio
de Agda ordenaba solamente tres comuniones, sabemos que –en el mismo siglo-
todo un navío de marinos tuvo que desembarcar un domingo debido a que no podían
perder su comunión semanal [1]. Sin embargo, durante la Edad Media incluso los
fieles comulgaban muy raramente. Se podría decir que los padres del Concilio de
Letrán sólo exigían como promedio una comunión al año debido a la aspereza e
ignorancia de los rudos guerreros con quienes trataban. Aún con todas sus
virtudes, difícilmente se podría decir que un cruzado era un hombre de vida
interior. Ellos iban por el mundo recibiendo y dando golpes, luchando y
batallando a lo largo de toda su vida; aunque grandes y de corazón sencillo,
maduraban como niños; y como a los niños, no se les permitía comulgar con
frecuencia, ya que eran demasiado volátiles y demasiado ignorantes para poder
apreciar lo que hacían. Y esto mismo bien podría decirse, con toda certeza, de la
generalidad de los hombres de aquella época. Aunque no ha de considerarse esto
como razón para las infrecuentes comuniones de las órdenes religiosas y –sobre
todo- de los santos. Veamos algunos hechos para aclarar nuestro punto.
No puede haber una forma más segura de estimar la
mirada de los santos medievales respecto a la comunión, que observar la
frecuencia de comunión que ellos mismos exigían a sus religiosos a través de
sus reglas. En todos los casos, veremos que sus ideas al respecto eran bastante
diferentes a las nuestras. Tomemos, por ejemplo, a la única verdadera orden
inglesa que alguna vez se haya establecido: la de Sempringham, instituida por
san Gilberto en el s. XII [2]. Según su regla, los hermanos seglares sólo
debían comulgar ocho veces al año. Como contraste, conozco sólo un caso de
comunión más frecuente durante ese mismo tiempo: el de la pobre y extática
inglesa de la diócesis de Durgham, a quien le fue permitido recibir a nuestro
Señor todos los domingos. Es posible que haya otros casos aislados de este
tipo, pero los mismos no pueden superar el hecho de la comunión poco frecuente
de toda una orden religiosa. Si hubo un santo en cuyo instituto -más que en el
de cualquier otro- pudieses esperar que el amor haya logrado reemplazar al miedo,
ese sería san Francisco. Sin embargo, incluso ahí verás la misma infrecuencia.
Existe una carta del santo en la que permite que el sacerdote de su orden
solamente permanezca un día en cada convento a fin de celebrar la misa [3].
Quizás supongas que esta severidad se vio distendida para las monjas de santa
Clara; pero, de acuerdo a su regla, las hermanas sólo comulgaban seis veces al
año e iban a confesarse doce [4]. En el caso de las dominicas de claustro, sólo
se les permitía comulgar quince veces al año, dado que era frecuente que
pudiesen hallar a confesores que las escuchasen [5]. Existen, no obstante,
ejemplos aislados de comuniones más frecuentes; tal como el caso de las
hermanas de Santa María de la Humildad, a quienes Urbano IV les ordenó comulgar
una vez cada quince días, además de cada sábado de Cuaresma y en Adviento [7].
Pero se trata de una excepción dentro de una congregación pequeña, lo cual no
puede superar a la práctica mucho más extendida e importante de las órdenes de
san Francisco y de santo Domingo. Otro estándar confiable para poder determinar
la cantidad de comuniones de los fieles son las reglas de las órdenes
terciarias, las cuales consistían en devotos que, aunque continuaban viviendo
en el mundo, hacían lo mejor que podían para servir a Dios de manera perfecta.
Se trataba de la verdadera élite de la laicidad, si bien los hermanos y
hermanas de la orden terciaria de santo Domingo –de acuerdo a su regla- sólo
comulgaban cuatro veces al año. Otro ejemplo remarcable es el de san Luis, quien
si hubiese vivido en la actualidad de seguro hubiese comulgado a diario. Su
austera vida, su profunda consciencia y su generosa devoción (por la que en las
cruzadas arriesgaba absolutamente todo por amor a Cristo), de seguro le habrían
concedido el derecho de recibir el Santísimo Sacramento con mayor frecuencia
que sus contemporáneos. Sin embargo, aquel que declaró que la única medida del
amor a Dios era el amor sin medida, fue tratado de manera tan miserable por su
confesor que su habitual número de comuniones fue de seis al año [8]. Más tarde
y durante el mismo siglo, siendo todavía laico, san Luis de Toulouse sólo
recibía a nuestro Señor en ocasión de las principales festividades [9]; y santa
Elizabeth de Portugal lo hacía sólo tres veces al año [10]. Un fiel de la
actualidad no estaría nada satisfecho si fuese puesto bajo ese régimen de
provisión.
¿Cuál podría haber sido la razón para las escasas
comuniones durante la Edad Media? De seguro, Godfrey de Bouillon y sus bravíos
hombres (aquellos que recuperaron Jerusalén y que derramaron lágrimas sobre la
fría piedra en que reposó Cristo), merecían recibir su cuerpo con más
frecuencia que un laico de la actualidad. Pero el hecho es un misterio tal, que
yo difícilmente estoy preparado para resolver. Aunque podemos afirmar lo
siguiente: si la necesidad de ellos hubiese sido tan grande como la nuestra, de
seguro los santos de aquellos días los hubiesen instado a una comunión más
frecuente. Así, hubiesen tenido menos impedimentos en su camino al cielo; en ese
entonces incluso el mundo resultaba menos venenoso y los pecados menos
maliciosos. En cualquier caso, sea que mi teoría esté o no en lo correcto, ése
es el punto: existían menos peligros y existían menos sacramentos. Y es algo
que podría hacerse mucho más evidente; pues, al parecer, en simultáneo con el
periodo en que la Edad Media fue dando lugar a los tiempos modernos, en la
Iglesia fue surgiendo también una lucha más sistemática por la comunión
frecuente.
Notas:
1. Bolandistas, enero, t.ii, pág. 446.
2. Brockie, Cod. Reg., t.ii, 503.
3. Bolandistas, febrero, t.ii, 102.
4. Véase su obra, pág. 94. En verdad, el santo le
recomienda a los fieles una comunión frecuente, pero “frecuente” es un término
relativo y ha de ser interpretado según la práctica de su tiempo y de su propia
perspectiva, expresada en otra parte. Brockie, 3, 40.
5. Se trata, por supuesto, del minimum; y
es posible que los individuos comulgaran con mayor frecuencia. Aunque, ¿cuál
podría ser ese minimum en nuestros días? El Concilio de Trento ordena
doblar ese número de comuniones, pero incluso eso nos parece poco a nosotros.
Brockie, Cod. Reg., 3, 34.
6. Brockie, Cod. Reg., 4, 132.
7. Garampi, Memoire della B. Chiara de Rimini,
pág. 516.
8. Bolandistas, agosto, t.v, 581. La expresión de
su biógrafo dice ut minimum, respecto al cual el bolandista observa: Id
pro tempore videbatur frequenter communicare | “Durante cierto tiempo, vio
de comulgar con frecuencia”.
9. Bolandistas, agosto, t.iii, 809.
10. Bolandistas, julio, t.ii, 181.