Estaba.
Jesús, el Verbo encarnado, reproduce a su Padre. Él es
el espejo en el que podemos ver, pues él es la imagen perfecta en la que el
Padre se reconoce: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).
Jesús en su totalidad está ahí: es un reflejo, el reflejo ideal que es uno con
el objeto que refleja y que sitúa entre nosotros y tal objeto a fin de que reconozcamos
en él mismo a ese objeto.
Sin embargo, el Padre ha querido que entre este
reflejo y nosotros haya todavía otro intermediario más, otra imagen más próxima
a nosotros que reciba a la perfección sus características y nos las trasmita.
Pero, ¿por qué este segundo intermediario, este espejo más próximo? No discutimos
con Dios; tampoco sobre lo que él así lo ha querido. Aceptamos sus designios y
lo adoramos. Luego buscamos vislumbrar en su luz las maravillas de aquellas
intenciones sobre las cuales estamos seguros que son asombrosas. Cualquier otra
actitud del alma no es cristiana o es insuficiente.
La vida de Jesús y la vida de María, el alma de Jesús
y el alma de María “son sólo uno”. Ellos vivieron correspondiéndose sin cesar,
el uno para el otro; hallar a uno es hallar al otro. El verlos así, unidos, con
el alma de uno frente al del otro, es mejor que conocer a uno y al otro [por
separado]. Pues en Dios, todo y todos se iluminan recíprocamente.
En [el curso de] estas dos vidas existe una cúspide:
la del Calvario. La historia simple de ambos, tal como sus almas, se define en
ese momento. Allí se muestran, precisamente, dentro de esta relación: el uno está
enfrente del otro, se comunican entre sí todo lo que son. El objeto divino está
frente a su espejo: uno está en una luminosidad total, separado de la tierra y resaltando
sobre el cielo, por encima del mundo y de los hombres a la vez que
conteniéndolos [a todos] para elevarlos consigo mismo; la otra está todavía sobre el
suelo y mezclada con los hombres, a los cuales debe mostrarles lo que ella
recibe, pues ella está ocupada únicamente en recibir para que así la imagen sea perfecta (Jn. 19:25):
Junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre.
María contempló y siguió todo para recibirlo todo.
Este es uno de los sentidos de las palabras: “Junto a la cruz”; tal sentido
es una de las razones para aquella postura que la atención cristiana ha sabido notar correctamente:
de pie y al lado. Ella no debía perderse ni un movimiento, ni un dolor, sino no
podría reproducirlo en su totalidad.
Ella ya estaba acostumbrada a ese mirar sostenido que
nunca se aparta ni flaquea; ese mirar ha sido su vida. Ella habría dejado de
vivir si hubiese cesado [en su mirar]. Eso le fue fijado a través de la Inmaculada
Concepción, cuando el ángel la saludó llamándola: “Llena de gracia”; es la
ternura maternal que aumenta sin cesar su firmeza intensa; es la Pasión, el
deseo de sufrir al lado [de su Hijo]. Y de sufrir así para guardar, prolongar,
transmitir, revivir y fundar una nueva familia, para darle hermanos a Jesús e
hijos a su Padre, para hacer en aquella hora lo que ninguna palabra es capaz de expresar.
Para María, en aquella hora y a través de aquel
suplicio -de aquella cruz, de ese abandono tan completo- el rayo divino es un
rayo directo, la luz es resplandeciente, es la propia luz.
El objeto divino está despojado, no le queda sino ella
-quien no es un obstáculo, por supuesto- y a quien él también está dispuesto a
entregar. Ya no hay nada de lo creado; hasta ese entonces lo creado jamás lo hubo
absorbido sino solo envuelto. Además, fue por nosotros que sus pies tocaron el
suelo y vivió nuestra vida, tal como luego lo seguirá haciendo ella –siempre
por nosotros- durante algunos años más. Pero esta es la hora del pasaje, del
regreso. Él se separa, se diferencia de todo lo que es tinieblas, se eleva por
encima de ellas, se halla en la plena luminosidad. Él está fijo, la cruz lo
sostiene; la cruz que durante mucho tiempo fue oscura, desde entonces
resplandecerá por todos los siglos a causa de él.
Es frente a tal luminosidad, a tal resplandecimiento,
que María se mantiene “junto a la cruz”. Eso es lo que ella quiso reproducir de
manera perfecta, mostrárnoslo y generarla en nosotros; se trata de la luz que
ilumina la vida y vivifica todo y a todos: “Quien me sigue no andará en
tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12).
María observa esa luz, se llena de ella; no es sino un
espejo que la refleja, tal como Jesús refleja a su Padre; [ella] es luminosidad
reflejada, es la luminosidad del momento en que el Sol de Justicia ilumina -desde lejos y de manera oblicua- los inmensos espacios de la oscura noche de
la fe.
Mientras se hace reflejo, ella logra engendrar, ser
madre. Por eso san Juan, quien ha seguido todo, ha cubierto todo, ha querido
todo y ha vivido todo, viene a recordarnos su status: “Junto a la cruz de Jesús
estaba María, su madre”. Se trata de la última vez; y no se aparta de él para
así mostrarle que ella se ha convertido en la “Madre de [todos] los hombres”.
Estaba, san Juan utiliza mucho el [tiempo verbal] imperfecto, el tiempo impreciso que desborda el tiempo sucesivo dentro de la
duración eterna a la vez que pareciera participar de ambos. Los estudiosos me
darán razones lógicas para este hecho, pero me agradan más las razones simples
y contemplativas que sólo pueden estar a la altura de un alma como la de san
Juan.
Estaba, permaneció allí por mucho tiempo, se
mantuvo, sostuvo su mirar y esa mirada la sostuvo. Ella no tuvo otro sostén;
[esa mirada] le fue suficiente durante aquellas largas y crueles horas. ¿Realmente
fueron largas y crueles esas horas? Sí, de una manera inexpresable. Y por eso
mismo fueron también dulces y breves, porque allí ella estaba unida [a su Hijo].
Extraño misterio ante el cual me desconcierto toda vez
que me sitúo frente a ellos dos: ¡sufrimientos innombrables que son a la vez la
alegría más profunda!
Su unión jamás ha sido más completa y profunda, íntima
y dulce. ¡Es el resultado de muchas cosas, de muchos actos, de muchas horas de
amor! Apenas me atrevo a pensar en esto.
He visto emerger ante mis pensamientos aquellos años
que han precedido a la Encarnación; luego, los años que siguieron al tiempo de
gestación, en donde él estuvo verdaderamente sólo con ella. El propio san José –sí,
san José mismo- ni siquiera sospechaba de la presencia celestial. Luego se
dieron los treinta años de existencia terrestre. Y todo tendía hacia allá,
hacia ese stabat para ella y hacia esa cruz para Jesús.
Hay una comunión establecida entre ellos, una que no
quiere dejar de ser, que debe seguir, que debe ser fecunda y a la cual la
separación externa no puede amenazar; es esta comunión la que Jesús consuma
antes de morir. Se trata del culmen de su vida en común aquí en la tierra. Juntos
la subieron lentamente; “lentamente”, es decir, al paso de Dios, que no es ni
lento ni rápido sino justo. Es más, incluso estando inmóviles, tanto uno como el
otro (él, fijo sobre la cruz; ella, junto a su crucificado) están en
movimiento, vuelven a repetir en común el fiat que ha unido a sus almas
a lo largo de sus días.
Estaba ahí, parada y unida; parada porque
estaba unida, erguida según el deseo divino que es rectitud infinita y fuerza
de su fuerza.
No puedo añadir más nada. Siento profundamente que
toda su alma [de María] está allí, en ese deseo que los enlaza a ambos y a su
principio… ¡Todo está allí!