30.6.15
Virgen madre.
El estudio del corazón de María contiene el inconveniente de todos los estudios: analiza demasiado lo que esencialmente escapa a todo análisis; se quiebra [y se deshace] en pedazos. Pues tal estudio diferencia entre el corazón maternal y el corazón virginal, entre el amor a Jesús y el amor a sus hermanos.
Estas diferenciaciones conceden la ciencia, no
proporcionan el conocimiento que se adentra a la realidad viva. La realidad
viva es una; y el espíritu multiplica [allí] sus miradas para percibir y
distinguir los diversos aspectos que va descubriendo. El amor ve todo en su
conjunto, ve al corazón que ama y se alegra por eso.
No es inútil estudiar –si uno puede hacerlo-
por separado el corazón virginal y el corazón maternal de María, los elementos
de los que está constituido y los movimientos que son su vida; pero es
necesario unir aquello que el análisis ha descubierto.
“Sería necesario el propio corazón de la Virgen
para comprender su amor por nosotros”, dice Jacques B. Bossuet.
La virginidad no es el desapego; ella lo
produce y luego continúa. La virginidad es un movimiento que procede de la luz.
La Virgen ve a Dios, lo ve de manera
grandiosa y bella; ella se siente atraída, transportada, se mueve hacia él;
ella se adhiere a él, se brinda a él, se desprende de todo lo que no es él.
El desapego de la Virgen no es, por lo tanto,
solo el aspecto negativo de su movimiento; ella no tiende a separarse de lo
creado, tiende a unirse a lo increado. He aquí porqué lo creado que está en lo
increado es amado por ella. Ella [solo] se separa de lo que podría mantenerla
lejos de Dios. La separación es un hecho, no es un objetivo. El objetivo es la
unión. Si para unirse es necesario desunirse, ella lo hace; ella descarta todo
lo que se opone a la unión.
En una palabra: la Virgen ama. El amor lo
controla todo. El amor es el fin, es la luz que muestra al objeto amado, es el
movimiento que conduce hacia el mismo, la palabra que lo posee.
No se puede tender sino hacia el infinito. Todo
lo que está limitado, después de un cierto movimiento, será traspasado hasta el
fondo, poseído en su totalidad, ya no será atractivo y caerá en la indiferencia
y la inercia. La virginidad y el infinito se atraen [mutuamente]. El infinito
es la virgen primera. Se es virgen en la medida en que uno lo quiera y según
ese mismo querer nos haga participar de su vida.
Ni la virginidad ni el infinito se repliegan
sobre sí mismos. El infinito es espíritu, por lo que se conoce y se engendra a
sí mismo al reconocerse; produce una imagen que lo reproduce y que replica su
don de sí.
Sucede igual con la virginidad de María: la
misma se espiritualiza, se aparta de todo lo que no es Dios. Ella completa el
acto de Dios, lo reproduce; ella se brinda a él debido a que él reproduce en
ella su propia imagen, debido a que él hace en ella lo que hace en sí mismo. Su
fecundidad es la fecundidad divina, pero ella lo reproduce en una criatura. La
imagen divina se ajusta a la medida del cuadro al que se brinda. El cuadro es
limitado, tiene ciertas dimensiones, posee una forma particular; y la imagen
toma tales dimensiones y tal forma.
Dios ha hecho en el orden sobrenatural lo que
él mismo ha hecho en el orden natural. Una rosa es bella, una tulipa es bella y
también lo es una violeta. Cada una de ellas posee su propia belleza y le
cantan a Dios desde tal belleza particular. San Pablo no es san Juan, hay
diferencias entre san Gregorio y san Basilio, entre santa Teresa y san Juan de
la Cruz; pero todas estas almas son bellas a partir de la belleza de Dios que
ellas reflejan a su modo.
Y tal belleza es el amor que se manifiesta a
ellos; el amor que les manifiesta un cierto lado de sí para que sea
reproducido. Si ellos logran reproducirlo, se vuelven bellos; si bien mantienen
sus propias diferencias. Se podría decir que son bellos precisamente porque son
diferentes, porque Dios halla su gloria en tales diferencias. Dios manifiesta
su grandeza única al reproducirla bajo formas múltiples, hasta el infinito. La
multiplicidad creada expresa la unidad increada. La unidad de la creación es el
reproducir a Dios. Y a esa unidad logran verla [solo] aquellos que ven a Dios
en ella y se regocijan. Los que no la ven, perciben solo las diversidades que
se oponen entre sí y que se exceden.
La Virgen no ve sino a Dios en todas las almas
y en [todas] las cosas. Ve a Dios como un germen que puede desarrollarse y que
quiere hacerlo. Ella quiere ese desarrollo, y por eso se dedica al esfuerzo que
lo producirá. Ella lo quiere y se entrega porque es virgen, a fin de brindarse
por completo a aquel que lo ama. La fecundidad maternal procede de su
virginidad. Ella es madre porque ella es virgen; es lo uno en la medida en que
es lo otro. Ella es plenamente madre porque ella es totalmente pura.
En una palabra, ella es hija, madre y esposa
del Dios-amor. Ella tiene un sentimiento por nosotros que contiene todas estas
características: ella nos ama siendo hermana, siendo madre y siendo esposa.
Y nosotros, pobres exiliados, somos sus
hermanos, sus hijos que necesitan regresar a su patria, al lugar de la casa del
Padre.
25.6.15
24.6.15
23.6.15
La devoción es cuestión de voluntad. La voluntad hace ser; ella es el ser. Se es en la medida en que uno quiere serlo; y se es lo que uno quiere ser. Es por eso que solo Dios es juez de toda alma y de toda vida, pues solamente él puede ver el interior de las mismas [es decir, lo que ellas son en realidad]. Los efectos exteriores de la voluntad puede que sean nulos y que lo sean por mucho tiempo; y los hombres, que no ven sino lo externo, juzgan entonces con severidad. En cambio Dios, que llega hasta el íntimo lugar en donde se lo ama, responde a ese amor con el amor. Dios sabe que los resultados externos puede que sean peligrosos, por eso los rechaza. Y por eso se aloja en la almas en aquel santuario secreto en donde [siempre] se lo puede encontrar, en donde “el Padre ve en lo secreto” (Mt. 6:6).
Pero es necesario tender al esfuerzo, es un
requisito, pues el amor está en el esfuerzo. Se trata de un esfuerzo calmo y
tranquilo, no para preservarse a uno mismo sino, por el contrario, para
brindarse de lleno; pues todo exceso disminuye y aparta de aquel que es orden y
mesura. Es necesario amar a Dios con moderación para así amarlo sin medida. La
moderación es la medida de Dios. Dios quiere el don de sí [del alma]; cuando
uno no tiene nada, se brinda sin brindar nada. Pero si en ese momento y a toda
costa uno quiere brindar algo, [en realidad] no está brindando nada y más bien se
aparta.
El secreto de María, el secreto de la sagrada
familia, está ahí, en esa simplicidad tranquila y mesurada. Ellos hicieron lo
que los demás hicieron, pero en todo cuanto hicieron se brindaron por completo.
Y ese don fue el movimiento en ellos del espíritu de amor. Este espíritu los
poseía y los conducía por completo. El alma debe tender hacia esta docilidad.
He aquí porqué la voluntad
-que es suficiente en principio- debe tender, cuando se ha brindado [a Dios], a
tomar el gobierno de su propia vida. Ella no tiene que brindar lo que no posee,
sino que ha de asir poco a poco todo su ser para así brindarlo por entero, pues
ella es la reina y señora del mismo. El pecado la ha despojado de una parte de su
imperio, pero la gracia y su esfuerzo deben retornársela.
La devoción le concede a todo
lo que uno hace la elegancia del amor. Todo lo que uno hace cuando ama se
acompaña de una cierta sonrisa y de cierto ímpetu que no defraudan a quienes se
ama. Cuando uno no es capaz de hacer esto, no ha sido llamado al amor.
María se brindó toda su vida;
no hizo más que eso. Y su acto de brindarse se vio teñido a cada instante con
diversos matices acordes con los estados de su alma y sus circunstancias. No
hay nada de monótono ni de uniforme en un alma santa; mucho menos en la de
ella. La unidad hace al sustrato; y la variedad matiza la superficie de toda la
riqueza de las cosas con las que ella entra en contacto. Se trata de una
alianza perpetua entre el Dios que ama y que ocupa el sustrato de su ser, y las cosas pasajeras que
provienen de él y que ella a su vez se las ofrece. Y esta alianza es efectuada
por ella: hace el trato de unión y se ve creada por el mismo. Dios quiere estas
cosas, pero las quiere por/para ella.
Desde el primer instante
de su concepción, María se brinda; y este don de sí es total. Ella conoce a
Dios por medio de la totalidad de su alma y con toda su alma. Es desde la
plenitud de este conocimiento que lo ama. Ella es para él.
Sin embargo, existe también un
desarrollo, un crecimiento. Cada mirada de Dios, cada oportunidad de contacto
con él, acrecienta su alma, le brinda un conocimiento más pleno del objeto
divino y un amor mucho mayor al mismo. Dios la atrae de manera más fuerte y
ella responde a esa atracción a través de un impulso [cada vez más] creciente, de
uno que se debe al movimiento mismo de Dios en ella.
Aquí incluso distingo
realidades muy enlazadas: la atracción de Dios, la respuesta del alma, el
movimiento realizado por Dios hacia el alma y el del alma hacia Dios. Dios,
mientras la atrae hacia sí, se mueve en el alma; y, al ser movido por él, el
alma avanza hacia Dios. Ella avanza porque él la moviliza; y él la moviliza al
atraerla, en la medida en que la atrae hacia sí.
Desde su primer aliento, María
fue totalmente arrebatada de sí misma y entregada a Dios. El desarrollo de su
alma fue una especie de posesión cada vez más perfecta del bien infinito, una posesión
que la llevaba fuera de sí y la fijaba en él. Cada instante de unión añadía un
haz de claridad divina a la luz en la que había sido iluminada y le mostraba
más completamente su tesoro. Bajo ese haz continuamente renovado, frente a esa
belleza cada vez más reconocida, su amor iba creciendo. Ella se aproxima más,
se brinda, se sumerge, se esfuerza por “hacer solo una cosa”. Y lo hace no solo
con un impulso muy pleno sino también muy fuerte. Ella se confina en la morada
que la encierra como si fueran los brazos del seno paterno y materno, lugar en
donde sentía que iba creciendo.
María no vivió en el éxtasis, que es debilidad.
Ella se preservó a sí misma para brindarse con mayor plenitud.
14.6.15
“Sierva del Señor”.
El estudio de
la simplicidad es especialmente decepcionante. Y el estudio de la simplicidad
de María –y aun la de Jesús- lo es en más alto grado.
En María, al
igual que en Dios, la esencia es el amor: ella ama y se brinda, ella está por
completo y siempre en este don de sí. Su humildad es una de las flores que
florece sobre esta raíz y tallo. Ella es humilde porque se olvida de sí misma.
Y el olvido de sí la mantiene en su lugar, ella no lo abandona. He aquí porqué
ella es tan humilde el día de su asunción y en la hora de su coronación en el
cielo como lo fue en la gruta de Belén o al pie de la cruz.
Ella no
quiere y no ve sino la gloria divina. En toda circunstancia se ve sumergida en
esta gloria que la rodea por todas partes. Ninguna otra luz en ella podría
mostrarla a sí misma y a las demás criaturas bajo una luminosidad diferente. El
amor la ilumina, la secunda; está en ella y por ella. ¡Qué [incomparable]
grandeza! No sabemos casi nada de los detalles de su vida, y sin embargo lo
sabemos todo. Nosotros le dirigimos las palabras del ángel: “Llena eres de
gracia. El Señor está contigo”.
El amor es
simple porque unifica. El amor concentra toda la vida y la dirige hacia el
amado. Si no la reúne no se trata de el amor sino de un simple amor;
y el amado no es más que uno de los [muchos] objetos hacia los cuales uno
tiende. De ahí surge la dispersión. Lo múltiple, dispersa; lo único, concentra.
El primero está “ocupado en muchas cosas” (Lc. 10:41) en lugar de estar “a los
pies del Señor” (ibíd. 39). Se tienen muchos maestros, pero solo hace falta
uno.
La
simplicidad es una virtud deliciosa. Al igual que la unidad, ella no reduce;
por el contrario: en su objeto único puede sostener todas las cosas. Ella solo
excluye lo que no es, pues ama todo aquello que es en aquel que lo es todo. Al
igual que la humildad, ella reúne todo en un solo lugar. Ella no suprime nada;
ordena. De manera continua encuentro esta idea de orden: ella está en el
fundamento de todo como idea de unidad.
La
simplicidad no es, entonces, una virtud; es el ensamble de las virtudes que
hacen que un ser sea todo aquello que debe ser y que haga todo aquello que debe
hacer. Aunque en el mundo creado separamos todo esto porque no sabemos apreciar
los ensambles. Pero nos gustan. Los apreciamos con una mirada más grandiosa que
la del espíritu que divide para aprehender. Los apreciamos en aquel en quien
todo es uno y lo es de manera ordenada.
La
simplicidad está hecha de esta visión ordenada de las cosas y del autor de
[todas] las cosas. Aquellos que son simples, en todo y siempre ven y quieren
este principio: todo en él y para él. Es así como pueden verlo todo, amarlo
todo. En realidad, ellos no ven ni aman a otro sino solo a él. Tal es la
simplicidad de Dios; tal fue y tal es para siempre la simplicidad de Jesús, de
María y de los santos. La simplicidad, mucho más que la humildad, es hija del
amor (que es la flor extrema).
El amor
propio genera complicaciones, pues no tiende a un solo objeto. Tal amor se
deja prender por lo que cree que es esencialmente múltiple; se encuentra a
merced de todos los objetos que se le presentan, y se ofrece a todo lo que
tenga cierto aspecto de verdad que se ha de seguir o de maldad que se ha de
rehuir. Y [tales cosas] nos impresionan porque la parte impresionable [en
nosotros] no está fija en Dios. De ahí proviene la necesidad de un esfuerzo
para fijarla; de un esfuerzo intelectual, de la meditación, del estudio, del
esfuerzo también moral, de los ejercicios prácticos y de los renunciamientos
por amor.
María es
humilde porque conoce a Dios. Ella ve lo que es él y ve lo que es ella. Ella
reconoce la grandeza divina y reconoce su “nada”. De ahí resulta un total
olvido de lo que no es Dios –el único grande- y un movimiento pleno hacia él. Esta
es la simplicidad.
La
simplicidad es, entonces, una conclusión práctica de la humildad; es el
resultado de una visión clara. La humildad ve a la verdad; la simplicidad tiende
de lleno hacia ella. Quien ve solo a Dios, quiere solo a Dios y tiende solo a
Dios. Esto es lo que produce el amor. Aquel es quien está en el sustrato de esa
mirada, de ese querer y de esa marcha. Es él quien produce la mirada simple, el
querer pleno y el movimiento único. Se puede decir también que él lo
simplifica, lo purifica y lo unifica. Todo habla de Dios, todo es visto en él,
todo es querido y es buscado por/para él. Es así que él realmente está en su
lugar: él lo es todo. El orden reina; y las cosas pueden procurar su gloria,
[pues] ellas le cantan y son buenas en eso.
Los hombres
son su imagen; se lo ve en ellos. Y se espera que sus características brillen
en ellos. Sin mentiras, trucos ni rodeos uno dice lo que algo es tal como uno
lo ve; uno reúne a todo su ser en todo lo que dice y hace; uno mismo desaparece
y se muestra según los intereses de Dios, siempre de manera familiar, afable,
con alegría y generando alegría. Junto a Dios se da la fe perfecta, fe plena,
fe de niño; con ternura, con respeto, con ingenua familiaridad, con cariño. Uno
ya no se preocupa de lo que puedan decir, hacer o pensar los hombres. No hay
envidia ni suspicacia sino una alegría continua, sin preocupaciones; hay una
total entrega a Dios-Padre, el único que es.
La
simplicidad de María se debe a la perfecta armonía de su ser totalmente
unificado y acorde con Dios. En ella no existían dos caminos ni dos movimientos
que pudiesen oponerse y colisionar de manera frecuente. Ella se da por completo
en todo lo que hace, en todo se entrega a su único amado.
12.6.15
A partir de lo dicho anteriormente surge esta
alabanza y las bendiciones que se han elevado hacia ella por toda la tierra, en
todos los corazones y en todos los tiempos. El ángel lo entendió y por eso le
anunció: “Bendita tú eres entre todas las mujeres”. Se trata de la
irradiación divina hacia ella que sigue y completa la [original] irradiación de
Dios en ella.
No te diré todas las notas de las
que está hecho este himno de alabanza, pues no terminaría [nunca]; además, ¡es
bien sabido!
Grandes catedrales, sencillas iglesias, pequeñas capillas, santuarios
erigidos en su honor, estatuas, imágenes, cuadros de maestros o simples
grabados, cánticos, poesías, todas las artes y todas las letras están a su
disposición; y órdenes, innumerables congregaciones, cofradías, asociaciones y
grupos de toda suerte están bajo su nombre y especial patronazgo.
Y también están el inmenso e incesante susurro de los Ave María,
de las letanías, de las invocaciones y de las varias fórmulas mediante las
cuales se le reza. ¿Y qué más sé? Esto, bien lo sabes, no es más que un pálido
y muy insuficiente resumen de la maravillosa forma en que Dios ha querido
realizar en ella la palabra angélica: “Bendita tú eres entre todas las
mujeres”.
No olvidemos, sin embargo, que la más bella alabanza, la más dulce a su
corazón, aquella sin la cual las demás serían nada, es el esfuerzo que las
almas realizan para mantenerse frente a ella serenas, confiadas, dóciles y
afectuosas; de tal manera que le permitan grabar sobre sí mismas las
características de su divino Hijo, además de renovar, extender y completar la
gloria maternal de ser para ellas: “María, de quien ha nacido Jesús”.
Además, aun cuando la recitación del Ave María resulte algo
mecánica y distraída, [su práctica] se ve impulsada por un sentimiento profundo, por un
instinto del corazón que siente por ella una ternura filial, una que puede
verse velada pero no morir; cuando uno no se resigna a dejarla morir.
6.6.15
Ponte cómodo por un instante. Siéntate tranquilo, deja de lado tu instintivo temor y tu capacidad para la afrenta en estos tiempos de crisis. Voy a mostrarte una simple flor y espero que puedas percibir su aroma. Tan solo eso.
Deja intacta la hermosa flor, retén la esencia de su exquisito aroma.
Vuelve ahora la mirada sobre el hogar que habitas: ¿en qué venerable persona de la tradición católica dirías que es posible hallar el perfume de intensa devoción hacia nuestra Madre? Si ya lo percibes, ¿consideras que todavía es posible que un alma reconozca ante ella su propia indignidad y su desconocimiento de las precisiones morales, piadosas, ascéticas, litúrgicas y teológicas, a la vez que admite su más íntimo despojo, abandono, incapacidad y miseria?
Tú, que eres católico, busca el perfume de tu Madre.
Tan solo eso.
...
- Salterio de la Virgen María.
- Contemplaciones Marianas.
- Diversas oraciones a la Madre de Dios.
Aquí puedes escuchar el tema Bhavanyastakam, del album Sacred Chants of Shiva (2003), cantado por Urmila Devi Goenka.
1.6.15
Todo lo que han podido decir, pensar o vislumbrar sobre la grandeza de la Virgen los más grandes teólogos en sus tratados, los pensadores cristianos en sus más altas especulaciones y los santos en las intuiciones de su piedad, el ángel lo expresa de manera excelente en las primeras palabras de su salutación.
Difícilmente pudo haberlo hecho de otra manera. Pues
él es el enviado del Dios Altísimo, habla en su nombre, transmite su mensaje,
dice lo que el propio Dios diría si interviniera en persona. Sus palabras
debían tener una plenitud de sentido y de expresión que no pudiera ser
superada. He aquí porqué al meditar en estas simples palabras –tan
frecuentemente repetidas- todavía no podemos hacernos una idea demasiado próxima de tal
grandeza.
El ángel encuentra y saluda en María una doble
grandeza: su grandeza delante de Dios y su grandeza delante de los hombres. Su
grandeza delante de Dios es su gracia, lo propiamente divino en ella; aquella
vida superior, sobrenatural, la vida misma que Dios le comunica. Toda grandeza
natural frente a la anterior es nada. Es como la más bella flor que florece
frente a un niño; no se los puede comparar, se trata de un orden diferente.
En aquella vida sobrenatural de la gracia por la que
Dios se brinda a nosotros, distinguimos dos realidades: un don creado y un don
increado; aunque estas dos realidades están ligadas, ordenadas de manera
mutua, fusionadas. No las diferenciamos sino para estudiarlas mejor.
El don creado nos hace participar en la vida de Dios.
Ya conoces las dos definiciones de Dios dadas por san Juan: “Dios es luz” (1
Jn. 1:5); y luego: “Dios es amor” (ibíd. 4:16). La gracia es una efusión en el
alma de esta luz y de este amor. Tal como Dios ilumina eternamente su ser para
ver, para conocer la riqueza sin límite; tal como en ese ser él engendra –como
en un vientre- una claridad, un resplandor, un haz que lo muestra a él, así
también en el alma en gracia él produce una especie de irradiación divina, un
resplandor de su luz eterna, que hace al alma “hija de la luz”. En tal
claridad, el alma lo reconoce a él mediante un conocimiento nuevo, superior;
uno que la propia naturaleza del alma ni siquiera puede imaginar.
He aquí lo que, en su mirada completamente pura y
celeste, el ángel encontró en María; he aquí lo que él saluda: “Yo te saludo,
llena de gracia”. El ángel la ve completamente llena, inundada de aquella
claridad, inmersa en aquel resplandor, tomada y transportada por ese aliento de
amor. Ahí: “Dios es luz, no hay tinieblas en él” (1 Jn. 1:5). Esta palabra es
verdad en la Virgen: en ella, la copa está hasta el borde, el espejo alcanza su
límite. Y la diferencia está ahí: ella también es infinita, pues es también la
misma luz; ella la reproduce sin ninguna nube, sin ninguna sombra; se trata del amor mismo que anima sin contrariedad ni resistencia.
Pero esto no es todo, no se trata sino del don creado:
la participación finita en la luz y el amor infinitos. Dios no se ve satisfecho [solo]
con verter en las almas en gracia una parte de sí, con comunicarles el
movimiento que es su vida, y es por eso que él se brinda en persona; tal como lo dice
Jesús: “Si alguno me ama, mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada
en él” (Jn. 14:23); y tal como lo dice también san Juan: “Dios es amor, quien
vive en el amor vive en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4:16).
Este es, ya lo sabes, el tema esencial del último
discurso de Jesús, del discurso después de la cena y la oración que la
concluye. Es esto lo que él quiso que retuviésemos de su paso entre nosotros y
de su enseñanza: Dios no solo nos ofrece algo de sí, él se ofrece a sí mismo.
Es él mismo quien viene, es él mismo quien se presenta. Las tres Personas están
ahí y se brindan al alma; y se brindan al alma tal como ésta se brinda a Dios.
He aquí lo que el ángel vio y saludó en María. El ángel no vio solamente la
irradiación de Dios, vio a aquel que alumbra y llena al alma con la luz de su
amor. Es por eso que agrega: “El Señor está contigo”.
Al brindarse, Dios brinda lo que se brinda [a sí
mismo]. Es una ley; se puede decir que es la ley por excelencia, la ley que
rige tanto el mundo creado como el mundo divino. Dios irradia en la Virgen
porque ella irradia a Dios en el mundo. Ella tenía que convertirse en reflejo
de la luz divina; el haz divino tenía que asumir en ella el resplandor
adecuado, apropiado, para nuestra fragilidad.
Y puesto que ella está siempre vuelta hacia él para
recibirlo con plenitud, las almas han de volverse hacia ella para verlo en ella
y recibirlo a partir de ella.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)