La ermita no es la
coraza de un caracol
Adriana Zarri (1919-2010), teóloga y ensayista desaparecida no hace mucho, trabajó hasta el último día de su vida en: Un eremo non
è un guscio di lumaca (2011, Turín: Einaudi). En este volumen se reúnen
algunos de sus escritos más históricos, como Erba della mia erba [Hierba
de mi hierba] y varios de sus artículos elaborados para diversas publicaciones.
En cierto momento de su vida, Adriana tomó una decisión muy
valerosa y de contracorriente (en lo que quizás haya sido un giro existencial): se decidió alejarse
de la ciudad para vivir en una casa de campo en medio de la más absoluta
soledad, viendo de recuperar la antigua tradición de la vida eremítica y
cristiana. En este libro ella nos habla sobre su aventura, nos habla de aquel
septiembre de 1945 en que, con sus 56 años de edad, se decidió por una opción
radical.
Adriana les contaría a sus amigos de su elección a través de
una carta en la que les anunciaba un cambio que no “obedece a razones
prácticas” sino más bien a “una clara elección de la vida eremítica. Mi nueva
residencia será, de hecho, una antigua casa solitaria, en donde transcurriré
los restantes años de mi vida en la oración y el silencio”.
Rossana Rosanda hace una justa introducción a sus escritos.
Ella llegó a conocer a Adriana mientras estaba en Roma, durante una campaña por
el aborto a la que la escritora –aunque cristiana y teóloga- se había sumado. Con
frecuencia, Rossana visitaba la ermita de su amiga: il Molinasso, que
era un viejo molino; era una casa levantada sobre las colinas, cerca de Ivrea,
aislada e inmersa en la naturaleza. Adriana había renunciado a la ropa de la
ciudad, vestía de manera simple usando prendas campesinas y se dedicaba a
varias ocupaciones en su hábitat: escribía, se hacía cargo de los animales,
reparaba su antigua morada para hacerla más habitable y agradable, y cultivaba
una huerta que le garantizaba cierta autosuficiencia. Tenía una habitación para
sus huéspedes y con frecuencia recibía algunos amigos. Aunque también
transcurría largos periodos sumergida en una soledad eremítica, austera y sin
comodidades, dedicada a la oración y a la meditación. Desde un punto de vista
práctico, afrontaba no pocas dificultades, en especial en invierno. Su il
Molinasso se erigía ante los visitantes como un lugar muy tranquilo y
“envidiable” en los días de verano, pero ella también pasaba días –sino
semanas- sin ver a nadie. Solía decir que la única persona que veía con cierta
regularidad era el cartero.
Por desgracia, la campiña con frecuencia es un territorio de
caza y de incursiones por parte de los desesperados, quienes una noche llegaron
a su casa y violentaron la puerta. Tal vez desde hace mucho habían estado
observando que se trataba de una señora solitaria, aislada de la comunidad. Cuando
irrumpieron, la golpearon salvajemente a pesar de estar desarmada, negándose a
creer que ella viviese en la pobreza y que no tuviese nada de dinero. Dos días
después el cartero la encontró traumatizada y herida.
Este incidente, que pudo haberle costado la vida, produjo una
intensa discusión entre sus amigos, pues se vieron afligidos por un sentimiento
de culpa. Era claro que nadie podía vivir fuera del mundo, en especial una
señora; ella no podía estar sin protección. Para Adriana, esta agresión
significó la pérdida de lo que orgullosamente consideraba como un logro: la
soledad vivida como un espacio de elección. El trauma y aquella triste hora
vivida entre la vida y la muerte la habían herido y debilitado lo suficiente. Y
ya que no tenía dinero, siendo que se había decidido a vivir en la pobreza y a
costa de su labor cotidiana, no sabía dónde ir.
Sin embargo, recibió varias ofertas de hospitalidad de sus
conocidos y amigos; aunque la pérdida de su casa en la colina, con todo aquel
espacio abierto, era algo difícil de remplazar en un contexto menos aislado.
Finalmente, después de muchas vueltas, le ofrecieron una propiedad diocesana
abandonada cerca de un poblado de Turín, con vista al campo. Allí recompuso su
huerta y su jardín, con muchas rosas que lograron florecer. Además de cultivar,
de podar y de cuidar a sus animales, Adriana fue una mujer que escribió
bastante y que pudo reunirse con diversas personas en debates y convenciones,
intercalando tales encuentros con periodos de oración solitaria.
La teología de Adriana
es con seguridad una teología de la salvación; como ejemplo, rechazó el
concepto del infierno y terminó declarándose “herética”. No le gustaba ni san Pablo
ni san Agustín, y para sus meditaciones se valía directamente de la escritura. La
prosa de sus escritos es clara y transparente, directa, sin adornos ni giros
verbales. Adriana habla sobre las experiencias de su vida y las intercala con
largas reflexiones sobre el sentido de la vida y sobre la percepción de Dios, o
mejor, sobre lo divino en la realidad humana. Su mirada, de aires franciscanos,
siempre vuelve a la naturaleza y a sus ciclos, al amor por los animales y por
lo creado. De muchas maneras, diría que Adriana me ha recordado los escritos de
un maestro budista zen: Thich Nath Han, historiador del budismo además de poeta
y jardinero. Este maestro es alguien que continuamente reflexiona sobre
aspectos de la naturaleza, en los que refleja y sitúa al ser de quien medita.
La única diferencia sustancial entre Adriana y el maestro zen es que para éste
la comunidad es un elemento central de su práctica budista, en tanto que el
aspecto devocional más intenso para Adriana se halla en la oración solitaria.
Al parecer, más allá del estrecho círculo de amigos, la
soledad fue también su defensa más extrema; de hecho, fue la única provocación
real que Adriana dirigió a la fuerte intromisión del clero y de la comunidad
católica ligada al Papa, que sofocaban su libre vocación dirigida hacia lo
creado y hacia los otros hombres.
El libro finaliza
con sus recuerdos de una época feliz; aunque grande es, en verdad, su lamento
por la ermita de il Molinasso y por su proyecto de una vida eremítica, a
la que fatigosamente había conquistado:
Las realidades nacen y mueren; y
cuando ellas no quieren morir ya no son más aquellas, pues se van degradando.
Es también mejor que entierre esta vida mía conmigo, y que venga aquí quien
quiera venir; o mejor que no venga nadie. Pero il Molinasso morirá
dulcemente, abrazado por las zarzas. Aquí se dan el agrietamiento y el
desmoronamiento de las paredes, el colapso y la caída de sus techos; el cielo
se ríe desde arriba y el sol se desploma en su interior, mientras el viento
juega con las puertas que se agitan […] Cuando ya todo se haya venido abajo, las
ruinas florecerán y vivirán en todas partes: en la hierba, en la espesura de
los espinos, en el refugio de los topos y en el meneo de las lagartijas […] La
muerte es la vida. Y en el invierno la nieve disminuirá como la angustia al
morir, preparando así el marzo de las prímulas.
Se trata de un feliz ejemplo de
lo que los budistas llaman “impermanencia”. Es una gran lección de vida de una
mujer inteligente y llena de coraje.
Vaya un sincero
agradecimiento a Adriana Zarri por su testimonio de vida y de valiente trabajo
intelectual.
He aquí un
epígrafe escrito por ella:
No me vistan
de negro:
es triste y
fúnebre.
No me vistan
de blanco:
es soberbio y
retórico.
Vístanme
de flores
amarillas y rosas,
y con alas de
pájaros.
Y tú, Señor,
mira mis manos.
Quizás haya
una corona.
Quizás
haya una
cruz.
O algo
equivocado.
En mis manos
tengo verdes hojas
y sobre la
cruz,
tu
resurrección.
Y sobre la
tumba
no pongan un
frío mármol
con las
mentiras habituales
que consuelan
a los vivos.
Dejen solo la
tierra,
que ella escriba,
en la primavera,
un epígrafe
de hierba.
Y así dirá
que he
vivido,
que he
esperado.
Y escribirá
mi nombre y el tuyo,
juntos como
dos bocas de amapolas.
07 de febrero del 2013. Un eremita
non è un guscio di lumaca, psychiatryonline.it