17.8.14


La Santísima Trinidad con algunos santos - Rusia, s. XV.


Nota sobre la oración en el oriente cristiano.

por Olivier Clément († 2009)

Teólogo ortodoxo, fue profesor en el Institut de Théologie Orthodoxe Saint-Serge, en París. Promovió activamente la reunificación de los cristianos y su diálogo con otras creencias, así como el compromiso de los pensadores de su tradición con las ideas y la sociedad modernas.


Breve introducción teológica.

Creado a imagen de Dios, el hombre está llamado a la semejanza; es decir, a una participación en la vida divina, en donde su humanidad no se ve abolida sino llevada a su plenitud. Desde el principio, el objetivo ofrecido al hombre ha sido la divina-humanidad; desde el principio, la encarnación del Hijo, arquetipo pre-eterno del hombre, ha establecido y amado al universo. La gracia se halla en el acto mismo de creación, la luz increada fluye hacia la raíz de todas las cosas. La oración constituye la esencia del universo, pero solo el hombre convertido libremente en una existencia eucarística puede –en todo el sentido de la palabra- ofrecer esta alabanza universal.

Sin embargo, el hombre ha querido -y siempre lo quiere- ser rey sin ser sacerdote. Mientras que la naturaleza y la gracia normalmente existen estando la una dentro de la otra, la autoidolatría del hombre las separa, hundiendo así a la creación en el infierno y la muerte, formas cotidianas de tal condición separada. Tan solo Cristo, el Adán definitivo y plenamente eucarístico, es capaz de reabrir en el hombre, a través de la propia separación –es decir, de la cruz- y en su cuerpo eclesial, el espacio del espíritu vivificante; esto es, de la adopción filial, de la deificación, de la oración creadora.

La experiencia litúrgica.

Desde esta perspectiva, la experiencia cristiana es ofrecida a todos; principalmente su experiencia litúrgica. Gracias a la mediación de un arte total, en donde el dogma tiene lugar como celebración de la inteligencia y en donde la Biblia es al mismo tiempo actualizada y descifrada en su dimensión de eternidad, la liturgia despierta y purifica todas nuestras facultades, todos nuestros sentidos, frente a la fuerza de la resurrección que concede la eucaristía. Los íconos forman parte integral de esta experiencia litúrgica, son imágenes de presencias personales hechas transparentes por el espíritu. Ellas revelan la belleza transfigurada de la divina-humanidad y nos permiten entrar en la grandiosa alabanza que se eleva desde la comunión de los santos.

De esta manera, el fundamento de la oración ortodoxa es la experiencia -a través de la belleza litúrgica- de los principales sacramentos de la Iglesia; de la Iglesia como sacramento, como misterio del Resucitado. La experiencia personal siempre es una toma de conciencia de nuestra dimensión ontológica dentro de la realidad eclesial.  La vida espiritual es la apertura personal al Espíritu Santo que reposa sobre el Cuerpo de Cristo. Se trata de una eclesiofanía.

La búsqueda del “lugar del corazón”.

Las ascesis tiene por objetivo consolidar y hacer consciente en el hombre tal estado litúrgico a fin de que éste sea capaz, según la orden del apóstol, “de realizar la eucaristía en todas las cosas” (1 Tes. 5:18) [1]. Esta ascesis ignora la oposición entre el alma y el cuerpo, y considera al hombre en su totalidad -hasta en sus ritmos corporales: en los de su aliento y de su sangre- como templo del Espíritu Santo. El corazón, en donde el corazón fisiológico constituye un símbolo en el sentido más realista, designa el centro de integración personal de todo nuestro ser. Ser que está abierto, por una parte, hacia el abismo infraconsciente de la existencia panhumana y de la existencia cósmica; y, por otra parte, hacia el abismo supraconsciente de la gracia, de la oscuridad transluminosa. El hombre comprimido y dilatado en su corazón-espíritu es, de esta manera, microcosmos y microtheos. El corazón-espíritu es el órgano del conocimiento de Dios, del conocimiento integral que es inseparable de la fe, la belleza y el amor. En su condición caída, el corazón se halla oscurecido, el conocimiento se ve extravertido y disociado. Pero cuando el bautismo nos injerta en la humanidad deificada y eucarística de Cristo, la gracia toma posesión de la profundidad de nuestro ser y la inserta en el nuevo ser, en la creación secretamente transfigurada que viene a nosotros, dentro de nosotros, en los misterios de la Iglesia. El método espiritual del oriente cristiano consiste, por lo tanto, en la búsqueda del lugar del corazón; es decir, en desprender poco a poco a la conciencia de su prostitución con los ídolos, despojarla de sus personajes neuróticos, de sus identificaciones ilusorias, a fin de hacer descender sobre el santuario todavía oscuro del corazón –y para reconstituirlo- el fuego de la gracia. Y así, el corazón-espíritu, en donde el hombre logra trascenderse, se unifica y se dilata hasta convertirse por completo en el lugar de Dios, hasta congregar en sí a la eucaristía universal.

Vigilancia y ternura.

El camino es el de las bienaventuranzas: la humildad, la pobreza como una radical desposesión del ser y las lágrimas; en éstas últimas se actualizan aquellas aguas matriciales del bautismo en las que el corazón de piedra se transforma en un corazón de carne. El camino no es destruir al eros –es necesario amar a Dios con todo su eros, dice san Juan Clímaco- sino erradicar su servidumbre ligada a las pasiones para metamorfosearlo en la adoración y la acogida. Desde esta perspectiva, las pasiones son las formas de idolatría; ellas absolutizan lo contingente y, confundiendo la pulsión del ser, finalmente conducen a la nada. A través de la transfiguración del eros, separado de todo para estar solo a solas con Dios, el ser se halla en sí mismo unido a todos. La vigilancia (nēpsis) durante la espera nocturna a la llegada del novio, invierte el inevitable recuerdo de la muerte en recuerdo de Dios; en el estricto sentido de la anámnesis eucarística. Desconcertado con el descubrimiento del loco amor de Dios por él, el hombre se convierte entonces en una ternura infinita (katanyxis) [2]; lo hace a imagen de aquellos íconos de la Virgen de la Ternura, que ya occidente conoce bien luego de que muchas reproducciones de Ntra. Sra. de Vladimir hallasen lugar en sus iglesias.


Theotokos de Vladimir - Constantinopla, s. XII.


La invocación del nombre de Jesús.

El método utilizado, entre los muchos que hay, es la invocación del nombre de Jesús asociado al ritmo de la respiración. El nombre es como un sacramento de la presencia. El nombre de Jesucristo designa a la vez al lógos creador (en quien todo existe) y redentor (en quien todo es recreado mediante la cruz pascual). La invocación es trinitaria, pues el Hijo da testimonio del Padre y de su unción mesiánica por el Espíritu Santo. Siendo portador del nombre de Jesús, el aliento creado se mezcla con el aliento divino; el hombre en oración respira el espíritu sagrado.

La invocación del nombre permite la guarda del corazón; es decir, el control y la gradual penetración del subconsciente. Y cuando aflora un logismos (un pensamiento pasional en estado germinativo) y se convierte en una obsesión, se hace necesario cazarlo mediante una rápida invocación; o sino revestirlo con el nombre de Jesús mientras se crucifica y transfigura la energía que lo anima. El nombre se convierte así en piedra de toque del discernimiento de espíritus. Siendo instrumento de combate durante la acción ascética y penitencial, en la contemplación el nombre constituye el principal medio de adoración mientras se santifican los seres y las cosas.

La fórmula de la invocación quedó precisada en el s. XIV [3], en el Monte Athos, a través de la amalgama de las súplicas evangélicas del ciego y el publicano: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. En la primera parte, se inspira; en la segunda, se exhala. Sin embargo, mientras más elevado es el amor, más se concentra la oración en el solo nombre de Jesús. Y de manera principalmente rítmica se va haciendo lugar al silencio; aunque aquí se hace necesario recurrir a un padre espiritual ya experimentado, a uno a quien se denomina precisamente: silencioso (hesicasta).  

Los espirituales ortodoxos que conocen occidente, aconsejan asociar la invocación del nombre a las técnicas de relajación y detención de la conciencia corporal (como el entrenamiento autógeno o, ¿por qué no?, ciertas actitudes del zen); técnicas inútiles para el hombre de las sociedades rurales, pero indispensables para el habitante desvitalizado e hipernervioso de la tecnópolis. Estos espirituales subrayan, además, que el camino hesicasta no puede ser suficiente en sí mismo sino que es necesaria la inmersión en la vida sacramental y litúrgica de la Iglesia, en la práctica regular de la salmodia y en su interiorización, así como en los diversos combates para observar los mandamientos de Cristo (es decir, las bienaventuranzas). Ellos desaconsejan todo esfuerzo sistemático para asociar las sílabas de la invocación a los latidos del corazón; uno solo debe ocuparse en rezar de todo corazón. Si Dios así lo quiere, llegará el momento en que el nombre abrazará al corazón y se identificará con la pulsión misma de la sangre. Es entonces que la oración se convierte en espontánea, no cesa nunca, reemplaza incluso al sueño profundo. El hombre ya no ora más, sino que él es oración. Este hombre libera la celebración del ser; es alguien que percibe, bajo las máscaras, cicatrices y caparazones, el verdadero rostro del prójimo. Dotado de tal discernimiento de espíritus se convierte así en un “anciano” (staretz, en ruso; geronda, en griego), alguien a quien Dios le revela los corazones de los demás; se convierte en aquel que recibe, libera y sana, en un auténtico padre espiritual. Llevado al límite, no solo el corazón sino también los sentidos y el cuerpo son transfigurados por aquella presencia que es inherentemente luz, fuego, paz, gozo, silencio y perfume. Es la luminosa plenitud (pleroforía) de todo el ser del hombre y de todo el entorno humano y cósmico alrededor de él.

En general, antes que los raptos místicos, esta espiritualidad sobria y discreta prefiere que los mantos de luz penetren lo cotidiano, prefiere descifrar toda la existencia bajo la refulgencia del Resucitado. Por lo tanto, aquellos “liberados en vida” [4] no son hindúes sino cristianos; y éstos no son pneumatofóros (portadores del espíritu) sino en la medida en que son stavrofóros (portadores de la cruz), según estén entregados al misterio y a la vulnerabilidad infinita del amor personal. A veces, la locura de la cruz los invade tanto que se convierten en simples inocentes, en locos por Cristo; y viven a tal punto que el mundo les resulta el reverso de las bienaventuranzas, del evangelio anunciado a publicanos y prostitutas. Estos locos por Cristo erradican de sí mismos hasta el orgullo ascético al atraer sobre sí las burlas y el menosprecio; pero por tales propósitos aparentemente insensatos son capaces de abrir las almas y de profetizar.
  
La antinomia apofática.

Esta deificación paradojal se inscribe en un lenguaje de muerte y resurrección: el lenguaje apofático.   

La apófasis es principalmente una teología negativa que niega toda limitación conceptual al tema de Dios. Pero este exceso que es Dios, está más allá de toda afirmación y de toda negación. El abismo se revela en el amor y trasciende su propia trascendencia para venir a buscar hasta el fondo del infierno a la oveja perdida (a toda la humanidad y a cada uno de nosotros), convirtiéndose por ella en pan de vida.

Contra toda tentación de encantamiento mágico o incluso místico, el nombre de aquel que vive es un nombre expropiado: es sobre la cruz que el amor se revela, es por la cruz que él nos libera (se dice que Yeschouah significa “la salvación o liberación eterna”).

La gran antinomia apofática define así a la revelación del amor, a la cual no podemos corresponder sino muriendo a nuestra propia nada. Toda la oración actualiza sin cesar, junto a los principales momentos que varían para cada destino, el ritmo bautismal de la muerte-resurrección que nos abre a la dialéctica de aquel vivo que está crucificado; en donde el inaccesible se entrega a nosotros de manera total, pero es velado por el desvelamiento mismo de su luz. Mientras más se encuentra a Dios y más se lo busca, la participación nos introduce todavía más en una inagotable reciprocidad. Y esto que es una verdad sobre Dios, lo es también sobre el prójimo, pues el alma deificada se halla en una expansión ilimitada. La ley del conocimiento cristiano, en donde aquel que nos es desconocido da lugar al dinamismo, dice que mientras lo conocido es más conocido, más se revela como desconocido. En este movimiento de éntasis-éxtasis, lejos de saciarse, la plenitud adquirida suscita un nuevo ímpetu. Es por eso que el absoluto no carece de rostro y que la esencia inobjetable de Dios resulta de la plenitud personal carente de fondo.

La oración por la salvación universal.

Tal oración, se entiende, jamás es individual. Es eclesiológica, es personal; es decir, está en comunión. Su alcance es tanto cósmico como panhumano.

Dios está en el corazón de los seres y de las cosas a través de sus energías, las cuales él nos permite descubrir y liberar para restablecer en Cristo, entre la tierra y el cielo (es decir, entre lo creado y lo increado a través de los eones angélicos, que son lenguaje puro), el gran movimiento circular en donde Dios concede su gloria y el hombre se la devuelve.

En la contemplación de la naturaleza, tenemos que “reunir las esencias espirituales de los seres […] para presentarlas a Dios como ofrendas de parte de la creación” (san Máximo el Confesor, Mystagogia 2). De esta manera colaboramos –usando otra expresión de Máximo- en la transformación del universo en un “arbusto ardiente”. La oración anticipa la parusía.

La oración, en efecto, nos hace participar en la forma de existencia de la Trinidad. Recordemos que el dogma central de la Trinidad propone la coincidencia perfecta –en la fuente misma de la vida- de la unidad y diversidad absolutas. De una unidad más plena que la no-dualidad de la India; de una diversidad más completa que la exigencia occidental de reencuentro y de diálogo. Los tres que también son idénticos siendo uno, significan la trascendencia infinita de la oposición; y no por una resorción en lo impersonal sino a través de la plenitud unitiva de su unicidad, en donde cada uno, lejos de oponerse, sitúa a los demás en un inmóvil movimiento de amor.

Por medio de la oración dentro de la Iglesia, dentro de este “organismo en donde la vida de Dios fluye hacia los hombres” (P. Evdokimov), tal forma de existencia poco a poco viene a ser nuestra. Así como existe un solo Dios en tres personas, también nosotros existimos en Cristo –bajo las llamas del Espíritu Santo- y estamos llamados a ser un solo hombre en una multitud de personas. El hombre católico (katholon – según el todo) no solo es semejante a los demás sino también idéntico, consustancial a todos. Incorporados a Cristo, cada uno de nosotros es miembro del otro. De igual manera, el Cristo que cada uno recibe y prefiere -las llamas del espíritu de Pentecostés que se dividen y llegan a toda persona- ilumina desde el interior el carácter único, haciendo que cada rostro sea absoluto; es la certeza de un ícono.

Es por esto que en el oriente cristiano, la oración más elevada, que está arraigada en el silencio del amor trinitario y abarca a todos los hombres y todos los seres, se convierte en oración por la salvación universal. La Iglesia ortodoxa ha condenado la apocatástasis origenista [5] como certeza doctrinal, pero ha hecho de la salvación universal la esperanza y oración de sus más grandes espirituales. El santo, dice Isaac el Sirio (Sentencia 55), es aquel “que arde de amor por toda la creación: por los hombres, las aves, las bestias, por los demonios y por todas las criaturas […] Tal hombre no deja de rezar ni siquiera por los enemigos de la verdad […] Y reza también por las serpientes, impulsado por la infinita compasión que se despierta en el corazón de aquellos que se han unido a Dios”.

...........

Notas del traductor:

1. El autor se sirve del original griego: en pantí eukharisteíte – En todo den gracias.

2. Este término significa pasmo, asombro o contrición; de hecho, se traduce al latín como compunctio cordis o compunción. En este contexto sería mejor entenderlo como una “ternura dolorosa, temerosa o de desconcierto”. Lo que es también evidente al contemplar el hermoso ícono de la Eleúsa, de la virgen misericordiosa o de la ternura (eleoúsa).

3. Según el parecer del sacerdote, monje y eremita: J. Monchanin († 1957): “Hasta donde sabemos, fue durante el s. V que apareció la invocación llamada ´la oración de Jesús’. Tanto en su forma larga: ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador’; como en su forma corta: ‘Señor Jesús’” (Axes, 1969, p. 18). Y la combinación de la oración con una técnica respiratoria la sitúa en la Grecia de la segunda mitad del s. XIII.

4. Se refiere a los jīvan-mukta, a los seres (jīva) que ya en esta vida han alcanzado la liberación (mukti) del ciclo de nacimientos y muertes. Clément vuelve a repetir este tipo de comparación más abajo, haciendo mención de la perspectiva no-dual (advaita-vedānta) del hinduismo. Se trata de un sesgo teológico que no favorece el diálogo interreligioso. Lo mejor sería, como lo dijo R. Panikkar († 2010), evitar la comparación de dos sistemas mientras se juzga a uno desde adentro y al otro desde afuera. Ambas tradiciones están vivas y cada una sigue su propio curso de evolución. 

5. Orígenes (c. 184-284) sostuvo que la salvación universal implicaba, al final de los tiempos, la restauración en Dios de todos los seres: justos y pecadores, ángeles y demonios. Así, el pecado, el infierno y sus castigos llegarían a su culminación definitiva.

...

Clément O., (1972). Note sur la prière dans l’Orient chrétien. Axes, marzo-abril de 1972, pp. 45-51. 


Licencia de Creative Commons

7.8.14






La actualidad del skhēma monástico.

por Vāyu-sakha.


Los nueve capítulos introductorios del Praktikós con mucha frecuencia se leen rápidamente, casi como si no hubiera en ellos nada más que una descripción literal o próxima del actual hábito monástico. Son pocas las veces en que se los recorre como una ensombrecida o incompleta referencia al antiguo atavío copto. En uno u otro caso, pensamos que el tema no tiene mayor importancia. Sin embargo, habrán notado que es posible apreciar con algo más de detalle la riqueza de este fragmento. Y podemos, también, dejar que nos derive a un tema vigente que suele desatenderse, subestimarse o relegarse al olvido.

Según el especialista benedictino Adalbert de Vogüé († 2011), Basilio el Grande se apoyó fundamentalmente en la máxima de Pablo: “Mientras tengamos comida y vestido estemos contentos con eso” (1 Tim. 6:8), para así desplegar las razones vitales del vestuario monástico: simplicidad, pobreza (aktemosynē), funcionalidad, decencia (kosmiótēs) e incluso unicidad, pues la mismas prendas tenían que ser usadas en todo lugar y en cualquier ocasión. De acuerdo a las disposiciones de sus Reglas Mayores, son estas características externas las que separarán a los monjes del resto de la sociedad a la vez que les permitirán reconocerse y unirse entre sí. Tal vestimenta, además, les recordará de continuo a la sociedad y a los propios monjes el propósito de perfección al que se han entregado.

En cuanto a Juan Casiano, De Vogüé observa que en sus Instituciones sigue de cerca a la idea basiliana; pues la simplicidad de la vestimenta monástica debía limitarse a cubrir la desnudez y a proteger contra el frío, sin que haya en ella ninguna posibilidad de presunción. Más aún, si bien esta elemental vestimenta no tenía que ser exótica, tampoco tendría que asentarse en una inamovible distinción a causa de su abyección o bajeza. Según lo entiende el benedictino: “[…] el monje debe vestirse como los demás, por sentido de solidaridad, respeto a la tradición y por virtud de la humildad”. Es por esto que la visión realista de Casiano previene a los occidentales de su época la imitación servil de la vestimenta egipcia, ya que ni el entorno climático ni costumbrista del suelo provenzal justificaban recubrirse de tal manera.   

De Vogüé nota que en Basilio no hay indicios de la exégesis a la vestimenta copta que efectúa su amigo Evagrio; el capadocio simplemente traza principios generales y persistentes que han de caracterizar al vestido de los monjes. En Casiano, sin embargo, la lectura simbólica de Evagrio –a quien llegó a conocer en Escete- se mantiene; pero lo hace selectivamente y solo para dar lugar a una flexible adaptación de la indumentaria, que participa así de los principios basilianos.

Tras este repaso lleno de precisas referencias a pie de página, el maestro benedictino concluye lo siguiente con un tono esperanzador jaspeado de acritud:

A la luz de esta historia, salta a la vista la oportunidad de un aggiornamento. El hábito denominado “tradicional” no responde suficientemente a las normas auténticas de la tradición. Su anacronismo hace pensar en el exotismo reprobado por Casiano; sus inconvenientes prácticos lo hacen contradecir la ley del trabajo y de la pobreza. Más convencional que funcional, no está en la gran línea realista y ascética de Basilio. Aunque tiene el mérito de separar claramente a los que lo llevan, lo hace en forma arbitraria, sin relación con la propia vocación monástica. Siendo intemporal, escapa a las presiones y fluctuaciones de la moda, pero por su carácter pintoresco atrae demasiado las miradas y el refinamiento estético no está ausente de él.

La poca simpatía de los monjes de hoy por esta indumentaria sería, entonces, totalmente genuina si se preocuparan al mismo tiempo de volver a crear un verdadero hábito monástico. Por desgracia, la tendencia bastante difundida de vestirse pura y simplemente como los seglares indica no solamente una falta de imaginación, sino también, y lo que es más grave, la ausencia de convicciones sobre la naturaleza misma de la vida monástica. Para los monjes, el temor de estar aparte y de comprometerse no es ningún signo laudable. Sean cuales fueran los motivos declarados, este rechazo de la separación visible refleja una carencia profunda: la de la conversión y la de la ascesis, las cuales separan a los monjes del mundo de manera espiritual y real.

No se trata, pues, de conservar perezosamente una vestimenta convencional ni de vestirse exactamente como los seglares, sino de adoptar una indumentaria que corresponda al propósito tradicional y actual de la vida monástica. Y los principios establecidos por Basilio al respecto siguen siendo válidos: la pobreza, la sencillez y la humildad deberían ser las notas fundamentales de este nuevo hábito. Además de ser distintivo y uniforme, pero con una distinción que resulte naturalmente de las notas precedentes, que derive de la profesión monástica en lugar de designarla en forma extrínseca y arbitraria. Además, tendríamos que tener el coraje de llevarlo a todas partes, tanto fuera como dentro, ya que nada es tan degradante para un monje que hacer folklore religioso detrás de una clausura y camuflarse cuando sale.

Finalmente, hay otro desdoblamiento que se debe evitar. Cuando los monjes se reúnen para orar, no vemos por qué deben revestir un hábito especial. Todo el monacato antiguo, junto con Benito, ignora un hábito de coro. Para hombres que están totalmente consagrados a Dios, ponerse un hábito particular para la oración es algo que no tiene sentido. Para ellos, las horas que transcurren entre los Oficios no son un tiempo profano, sino el espacio en el que se ejercitan en el orar sin cesar. Esta consagración de toda su vida está significada por un hábito único, que llevan en toda circunstancia.

(La Regla de san Benito – comentario doctrinal y espiritual, 1985, pp. 344-359).

En esta línea de pensamiento, observemos todavía lo siguiente en relación a esta noble terna de Padres de la Iglesia.

Basilio de Cesarea, hombre de gran conciencia social y sentido político, era alguien que predicó para laicos y miembros del monacato por igual; de hecho, jamás se sirvió el vocablo μοναχός (monakhós) en sus escritos. Si se presentase hoy, reclamaría que el hábito monacal no se corresponde a la actualidad de los cristianos, ni urbanos ni rurales; no es práctico según la moderna arquitectura, tecnología y exigencias de la vida. Y evidenciaría, todavía más, cómo casi ningún religioso lo lleva a todo lugar y mucho menos lo tienen por traje único. 

En el caso del erudito escita o galo-romano: Juan Casiano, precursor de la aculturación monástica latina, dejó suficientemente en claro -hace ya un milenio y medio- que la fidelidad a una sagrada tradición no se centra en una supuesta moda inalterable de poco más de un siglo de vida y proveniente de una cultura a 2800 kms. más allá del Mare Nostrum. Pertenecer a una tradición es adaptarla al entorno ahí donde fuera necesario y según sea posible; aunque bien sabemos cuán frecuente es que la propia sombra de la tradición sofoque al espíritu que la vivifica. Casiano se desconcertaría al ver que la actual generación de monachī todavía se visten imitando trajes de más de nueve siglos atrás, según una costumbre de la Edad Media.
  
El inmigrante y místico helenopóntico: Evagrio el Solitario, sería el menos afortunado de todos, pues su enigmática y predilecta vestimenta no parecieran recordarla ni los más conservadores y aislados coptos; no figura sino insinuada en ciertos íconos bizantinos y en perdidos manuscritos en lengua antigua. Si tuviera que volver a realizar su exégesis a partir del evolucionado hábito actual, admitiría ante Anatolio su total ignorancia de la razón por la que el traje de los exiguos eremitas de occidente -y el de los cenobitas de mayor número- es tan diferente de la de otros hombres, tan poco práctico y tan ajeno a la realidad de la pobreza rural.    

A partir de este ocasional enfoque sobre la vestimenta, y tras observar en líneas generales cómo está subsistiendo en la actualidad, diría que el monacato occidental se manifiesta en buena parte como una tradición extemporánea que sigue nutriendo y nutriéndose –mediante una selectiva secularización extendida ahora al ciberespacio- de un arraigado imago social. De manera paradójica, este imago piadoso, romántico y atractivo ha ido surgiendo, asentándose y fortaleciéndose a medida que en el interior de los contemplativos se enfriaba cada vez más aquel fervor original que inundara a los pioneros del desierto y a los precursores grecolatinos [1]. Fueron éstos quienes verdaderamente ensayaron, confirmaron y transmitieron una audacia y creatividad espiritual inigualables. ¿Dónde se encuentra ahora la apasionada vitalidad de ese legado?

Por encima de ciertos anquilosados formalismos y de sus celosos guardianes, todo aquel cristiano que se haga profundamente digno puede reclamar y enriquecer su vasta herencia espiritual. En muchos sentidos, se trata de una milenaria herencia misteriosa que, como lo dice Evagrio: εσται δὲ ταῦτα ἐμφανῆ τοῖς εἰς τὸ αὐτὸ ἴχνες αὐτοῖς ἐμβεβηχὸσι | Estai de tauta emfanē tois eis to auto íkhnes autois embebēkhosi – le será revelado a aquellos que sigan las huellas.

...

1. Sobre este peligroso imago, recientemente  Mauro-Giuseppe Lepori, abad general de la Orden del Císter, ha dicho con maduro sentido de autocrítica

¡Cuánto narcisismo monástico hubo en estos últimos cincuenta años, favorecido incluso por el interés y la explotación de los medios! […] El deseo narcisista de ser los mejores con frecuencia nos “desplaza” del centro hacia lo superficial y secundario. Cuando para ser los mejores queremos ser los más numerosos, los más jóvenes, los más ricos o más pobres, los que tienen la más hermosa liturgia, la mejor tienda monástica, la mejor hospedería, la mejor página de internet, la mejor economía, etc., estamos dando una señal de que lo secundario y superficial se ha convertido a nuestros ojos en más importante que lo esencial. Pero lo que es objeto de nuestra vanidad, si lo evaluamos bien, jamás resulta interesante para los demás.
(La vida monástica 50 años después del Vaticano II, pp. 23-24, según versión en francés. Conferencia otorgada durante las VI Jornadas Congregación de Castilla O.Cist., Salamanca, Junio del 2014).

Licencia de Creative Commons

6.8.14


Evagrio del Ponto - Miniatura del Códice Parisinus Graecus 923 - s. IX

por Vāyu-sakha.


Tratado Práctico – Praktikós

Evagrio el Solitario – evagríou monakhou


1. Hermano Anatolio, ya que desde la sagrada montaña recientemente me has pedido a mí, que resido en Escete, que te explique el simbolismo de la vestimenta [1] de los monjes egipcios -que no por casualidad ni sin razón es muy diferente a la vestimenta que llevan otros hombres-, te haré saber todo lo que nosotros hemos aprendido al recibirlo de los santos padres. 

1. Gr. σχῆμα skhēma | lat. habitus.

Anotaciones.

Según E. Amélineau († 1887), este desconocido Anatolio bien podría haber sido el personaje que se menciona con el mismo nombre en la Historia Lausíaca: español y alto funcionario romano que renunció al mundo y se fue a visitar a Abba Pambo, a quien le entregó una gran cantidad de piezas de oro.  

A. Guillaumont († 2000) sostuvo que la sagrada montaña (agíon órous), probablemente haya sido el Monte de los Olivos, en Jerusalén. En este lugar, Melania la Grande y Rufino de Aquilea habían fundado c. 380 una comunidad monástica de la cual Anatolio habría sido miembro. Si fuese así, entre Anatolio y Evagrio mediaba una ribera mediterránea de casi 600 kms.; si no fuese el caso, todavía estamos ante una realidad de incierto distanciamiento geográfico. 

En uno u otro caso –y al margen de la posible procedencia hispana de Anatolio-, se trataba de una distancia que implicaba un contexto cultural muy diferente. Evagrio da a entender que Anatolio –quien sí provendría de un elevado status social y era neófito en cuanto a la espiritualidad del desierto- inicialmente consideró a la vestimenta egipcia como muy diferente (tosautēn parallagēn) a la de otros hombres. Y confirma tal contraste, pero no dice nada más al respecto; lo cual indicaría que no se trataba de una característica exótica ni extemporánea para los habitantes de la propia sociedad egipcia. ¿Cuál sería, entonces, esa marcada diferencia?  

...

2. La capucha [1] es el símbolo de la gracia de nuestro Salvador y Dios; ella protege lo primordial, y a quienes son niños en Cristo [2] los sostiene frente a los que buscan golpear y lastimar con sus manos [3]. Por eso, los que la llevan sobre la cabeza dicen con fuerza:

“Si el Señor no construye la morada y custodia la ciudad, en vano se esfuerza el constructor y se empeña el centinela” [4].

Mediante la recitación de estas palabras surge la humildad y se arranca el orgullo, aquella maldad que en el principio precipitó a Tierra al Eósforo que se eleva al amanecer [5].

1. Gr. κουκούλλιον - koukoúllion | lat. cucullus.
2. Cf. 1 Cor. 3:1.
3. Cf. 2 Cor 12:7.
4. Sal. 126:1.
5. Gr. Eósforo | lat. Luciferum. No se trata aquí de un trazo de cristianización, pues no se hace referencia a la antigua deidad griega del amanecer; es solo la traducción más precisa del nombre hebreo de este personaje: Hêlêl ben Šāḥar | Heylel, hijo de Sachar | Lucero, hijo del Amanecer (Is. 14:12). Véase también, 2 Cor. 11:14.

Anotaciones.

Nuevamente, si la vestimenta hubiese sido suficientemente extraña a su entorno, Evagrio habría hecho referencia directa a la burla, al ridículo y/o a la exclusión que aquella propiciaba. Pero lo que sugiere aquí, es que muchos de aquellos primeros anacoretas tuvieron que enfrentarse con un continuo trato violento por parte de los demás debido a la manifiesta mansedumbre e inocencia de su conducta, debido a que buscaban entregarse por completo a la voluntad de Dios.

Por otro lado, notemos -solo de paso- que la violencia verbal es una estrategia básica entre los demonios; es la maniobra primera por la que siempre buscan iniciar su escalada de intimidación. Y digo “demonios”, dejando de lado los más actuales y deslumbrantes apelativos psicológicos, porque la explícita mención de su líder no es casual aquí, en el prólogo de una posterior demonología. Aquellos “que golpean y lastiman” (rapízein aeí kai titrōskein) no fueron ni serán solo paganos o seglares, también lo fueron y serán religiosos; y hasta monjes de los más frugales. 

Allí donde haya un auténtico eremita jamás faltará un círculo de demonios.

...

3. La desnudez de sus manos [1] manifiesta que su forma de vida está libre de hipocresía. La terrible vanagloria, en efecto, puede cubrir y ensombrecer a las virtudes; pues espera cazar lo mejor de entre los hombres [2] y expulsar así a la fe.

“¿Cómo es posible que afirmen creer, cuando unos reciben la gloria de los otros y no buscan la gloria que sólo viene de Dios?” [3].   

Porque el bien debe ser elegido por sí mismo y no por otra causa; si no, aquello que nos impulsa a actuar parecerá ser mucho más valioso. Y sería totalmente absurdo considerar y sostener que algo es mejor que Dios.

1. Gr. γεγυμνῶσθαι τὰς χεῖρας - gegymneōsthai tas keíras | lat. manus nudas.
2. Cf. 1 Tes. 2:6.
3. Jn. 5:44.

Anotaciones.

Esta desnudez de las manos del skhēma de Evagrio, apunta directamente a la lebitōna de Abba Patermutio, que se verá más adelante.  

Se nos conceden, ahora, otros indicios sobre el tipo de personas que rodeaban a los solitarios: hipócritas a causa de su búsqueda de vanagloria; seglares y religiosos. No es difícil notar que los individuos con ambiciones egoístas se lanzan siempre a una agitada carrera, en donde la duplicidad es un trato imprescindible, a fin de ganar posiciones y obtener el reconocimiento de los demás. Estas personas cuidan mucho su apariencia, gustan de los vestidos refinados y son completamente avasalladoras a su paso; mucho más con aquellos cuya presencia les recuerda el extremo contrario al que ellos aspiran: el abajamiento. Aunque el abajamiento del eremita siempre esconde la inconmensurable gloria de lo divino.   

...

4. Además, el escapulario [1], que en forma cruz envuelve los hombros, es símbolo de los que tienen fe en Cristo, quien sostiene a los apacibles [2]; y a quienes lo visten, él les remueve las dificultades en sus labores.

1. Gr. ἀνάλαβος - análabos | lat. analabusscapulare.
2. Cf. Sal. 147:6.

Anotaciones.

Este esquivo análabos era un conjunto de cintas cruzadas que se usaban para sujetar los pliegues de la túnica y así facilitar las labores del eremita. Esto lo sabemos gracias a Casiano (Inst. 5); y mucho después también san Benito señalará su utilidad: et scapularem propter operay un escapulario para el trabajo (Regula, cap. LV, 4). Casiano vacila entre definirlo como subcinctoria, redimicula o rebracciatoria; es decir, como cintos, fajas o lazos con varios extremos.

Esta sentencia guarda relación con los capítulos 2 y 3, ya que alude a un patrón de interrelación social que será replicado y amplificado a lo largo de los siglos: los apacibles (praeís) serán acosados por los irascibles; los que siguen a Cristo siempre serán perseguidos por los seguidores del Eósforo. Si no fuese así, ¿quién sería capaz de obtener disfrute a partir de la agresión u obstrucción de la labor de quienes son simples, mansos y no ambicionaban las posesiones ni la gloria de los demás?

...

5. El cinturón [1], que sujeta los riñones, aleja toda impureza y proclama: “Es bueno para el hombre abstenerse de mujer” [2].

1. Gr. ζώνη - zōnē | lat. zona - cingulum.
2. 1 Cor. 7:1.

Anotaciones.

Antiguamente, los riñones eran considerados el lugar de asiento de las pasiones. Así lo estimaron Filón, Orígenes, Basilio el Grande, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa.

En la cultura monástica, además, siempre se han tenido como peligrosas las proyecciones que de inmediato (en la imaginación) y prolongadamente (en el recuerdo) erigía el inmaduro anacoreta a partir de la presencia física o virtual de la mujer. Es por esto que con frecuencia se buscaba limitar la proximidad y el trato con el sexo opuesto.

No sería desacertado suponer que esta arraigada conducta haya resultado perturbadora para muchos individuos de tendencias contrarias; ya fuesen éstos monógamos, de libertina orientación sexual o con diversas inclinaciones latentes. En muchos casos incluso habría sido fastidioso para las seductoras de vida indigna y hasta para las ocasionales enamoradizas.

Todo esto, por supuesto, también es válido desde el punto de vista de las solitarias.

...

6. Y usan el manto de piel de oveja [1] porque siempre llevan en sus cuerpos, y por todas partes, la muerte de Jesús [2]; pues controlan las irracionales emociones del cuerpo y cercenan la maldad del alma por medio de su participación en el bien; porque aman la pobreza y se apartan de la avaricia, que es madre de la idolatría [3].

1. Gr. μηλωτὴν - mēlōtēn | lat. melotempellem  ovinam.
2. 2 Cor. 4:10.
3. Cf. Col. 3:5; 1 Cor. 10:14 y Ef. 5:5.

Anotaciones.

Ya que en aquellas áridas regiones las más bajas temperaturas nocturnas estaban próximas a los 6°C en verano y a los 0°C en invierno, en el ropaje de los más simples pastores nunca faltaría una cruda piel de oveja –o de cabra o de camello- con que protegerse del frío. No les faltó, tampoco, a los humildes compañeros y testigos de Cristo que se encontraban en las muchas regiones de Egipto (al norte, principalmente en Nitria, Kellia y Escete); no les faltó mientras se ejercitaban en el autocontrol de su conducta y pensamientos, siempre abrazando una profunda rusticidad de vida. El mēlōtēn representaba esa pobreza pastoril adecuada a los padres del desierto.

Orígenes († 254) sostuvo lo siguiente acerca de este símbolo de la mortificación:

Se nos concede también el pelo de cabra […] El pelo es una cosa muerta, sin sangre y sin alma. Aquel que lo acepta, muestra que su gusto por el pecado ha muerto, que el pecado no vive más ni reina en sus miembros. Se nos conceden incluso las pieles de carneros. Antes que nosotros, ya algunos han visto en el carnero un símbolo de la ira. Y la piel de estos animales muertos era también un símbolo: aquel que acepta pieles de carnero muestra en sí una ira ya muerta (In Ex. XIII).  

Aunque no lo revelase, Evagrio bien sabía que esta prenda hundía sus raíces en el austero ajuar de los profetas: en el אַדֶּרֶת אֵלִיָּהוּ (‘addereth ‘Eliyah), el sagrado manto de Elías (2 Reyes 2:8, 13-14); y en la τριχῶν καμήλου (trikhōn kamēlou), la piel de camello que vestía Juan el Bautista (Mt. 3:4; Mc. 1:6).

Pienso que esta es la principal característica del vestuario eremítico dentro de su propio contexto social: la extrema simplicidad. Evagrio lo subraya al decir que los monjes “aman la pobreza” (penían men agapontes). Como contraste, estos anacoretas se verían rodeados o importunados regularmente por gente acaudalada, o por gente con menos posesiones pero con un irrefrenable gusto por la ostentación y decididamente ambiciosa; gente por sobre todo de espíritu pagano antes que cristiano.

Lamentablemente, tanto este símbolo como lo simbolizado pronto serán transmutados y descartados del sistema monástico; el manto de piel de oveja llegará a desaparecer por completo de entre los monjes. Aunque en la Plena Edad Media, el melotem –o algún derivado del mismo bajo este nombre- continuará subsistiendo esporádicamente en Europa gracias a ciertos eremitas laicos y religiosos.

...

7. La vara [1] es árbol de vida para quienes la poseen, un firme sostén para los que se apoyan en ella como en el inamovible Señor [2].

1. Gr. ῥάβδος - rhábdos | lat. virga - baculus
2. Cf. Gén. 2:9; Prov. 3:18.

Anotaciones.

Si consideramos la superficie del suelo desértico, la impetuosidad de vientos como el khamsīn y el cuidado del rebaño, veremos que entre los pastores tampoco faltaría una reseca vara que les sirviese de apoyo. Y esta vara la llevarán también los rústicos anacoretas.

Al escribir esta carta, Evagrio era consciente de que si Anatolio estaba mínimamente familiarizado con las escrituras, no podría evitar la inmediata asociación de la vara eremítica con el sagrado מַטֶּה (matteh) de Moisés (Éx. 4:2 y ss.); o con el מַשְׁעֵנָה (mishenah) de Eliseo (2 Reyes 4:29).

Con posterioridad, en muchas ocasiones este rhábdos se convertirá en distintivo de autoridad y poder cenobítico: el báculo abacial; objeto de codicia más que símbolo de pobreza. Aunque la presencia ignorada de la vara en manos de algunos eremitas del medioevo logrará salvaguardar su sentido original; tal como lo hará –de modo indirecto- en manos de innumerables y anónimos peregrinos, que hicieron de ella una prenda específica de su ajuar.

Finalmente, entonces, el conjunto de la indumentaria descrita se remonta al amanecer de los padres del desierto. Cuando Evagrio -con 40 años de edad y recientemente convertido en monje- se situó en Nitria alrededor del 385, el original atavío ascético tenía ya unas cuantas décadas de uso. Su configuración final tuvo que concluirse en la primera parte del dorado siglo de adentramiento al yermo (que comenzara c. 270). Al respecto, la Historia Monachorum X.9 (c. 394) tiene un texto que le concede el genio creativo a Abba Patermutio:

Fue el primero en concebir la vestimenta del solitario [monadikón]: le ponía directamente la lebitōna [una especie de kolóbion, una túnica de lino sin mangas], le cubría su cabeza con una capucha y lo adentraba en la vida ascética. También le cubría los hombros con el mēlōtēn y le ceñía la cintura con un lienzo [léntion, muy probablemente de lino].

En estos siete capítulos, Evagrio ha dejado traslucir la diferencia que distinguía aquella venerable indumentaria del vestido de otros hombres: se trata de la simplicidad extrema del aldeano copto, de la crudeza pastoril, de la pobreza; se trata de una indumentaria que se inscribía de buen grado en la antigua línea frugal de los profetas hebreos y que era adecuada a los austeros inicios de la aventura en el desierto.

...

8. Este resumen realizado es símbolo de la vestimenta. Es por eso que los padres siempre han dicho:

La fe, ¡oh, hijos!, se afirma con el temor a Dios; éste a su vez, lo hace mediante la continencia [1]. Y a ésta lo fortalecen la tolerancia y la esperanza. De éstas surge la impasibilidad [2], y ésta engendra a la caridad. Y la caridad es la puerta al conocimiento del universo creado, el cual conduce al conocimiento de lo divino [3] y a la beatitud suprema.

1. El gr. egkráteia hace referencia general al autocontrol de la persona, en donde se incluye cualquier tipo de moderación; la regulación de los impulsos sexuales es solo una de ellas. En el Nuevo Testamento, esta palabra aparece solo en dos versículos: en 1 Cor. 7:9, en clara alusión al control sexual; y 1 Cor. 9:25, reflejando el control general que los atletas debían tener sobre sus alimentos, el vino y las prácticas sexuales como parte de su  entrenamiento.
2. Gr. apátheia | lat. impassibilitas. Indica el estado de libertad de las emociones (páthos), de insensibilidad o indiferencia a cuanto sucede alrededor en términos mundanos, en la medida en que los acontecimientos y protagonistas no están relacionados con lo divino.
3. El gr. theología señala a la contemplación, relación o conocimiento de Dios; pero no en términos discursivos sino siempre unitivos.

Anotaciones.

Si antes he sugerido un entorno violento alrededor del solitario y sus hermanos, aquí se confirma -de manera indirecta- que el eremita con frecuencia habrá de habitar una cierta tensión espiritual, psíquica y/o física. Pues solo así le será posible seguir de manera fiel y hasta sus últimas consecuencias la presente genealogía ascético-mística. Si no, ¿cómo podría decirse autocontrolado quien nunca atravesó por los oscuros valles del caos? ¿Quién se diría tolerante si nada ni nadie lo agobiaba en su reposo o en su camino? ¿Y qué mérito habría en la esperanza de quien casi todo lo tenía?

He aquí, por otra parte, una división tripartita tomada de la psicología platónica, que es común en la obra de Evagrio:

- El cuerpo (sōma) está relacionado con las virtudes de la fe, el temor de Dios, la continencia, la tolerancia y la esperanza puestas en práctica (pertenecen a la dimensión de la praktikē).
-  El alma (psykhēs) está relacionada con la obtención de la impasibilidad y la caridad que conceden el acceso al conocimiento del universo creado (pertenecen a la fysikhē).
- El espíritu o intelecto (noūs) se relaciona con el conocimiento de Dios y la beatitud suprema (pertenecen a la theologikhē).

...

9. Y diré solo esto sobre la sagrada vestimenta y sobre las enseñanzas de los ancianos.

Ahora te describiré en detalle lo referente a la vida práctica y a la gnóstica [1]; pero no sobre lo grandioso que hemos visto y escuchado, sino acerca de lo que aprendimos y podemos decirles a los demás. Son cien los capítulos sobre la práctica [2]; y la gnóstica la hemos resumido en cincuenta, además de otros seiscientos.

Y esto lo hemos velado y obscurecido, para no dar a los perros lo que es sagrado y no arrojar las perlas a los cerdos [3]. Pero le será revelado a aquellos que sigan las huellas.

1. Gr. bíon tou te praktikou kaí gnōstikou | lat.  vita autem tum practica, tum gnostica; y aclara: quae actione vel cogniscione constant - es decir, lo relativo a la actividad y al conocimiento.
2. Gr. kephalaíois | lat. capita. Estamos viendo que lo que se traduce como “capítulos” son más bien sentencias o aforismos; se trata de un antiguo género literario.
3. Mt. 7:6.

Anotaciones.

Evagrio podría haber escrito más sobre la vestimenta, pero no lo hizo. Por lo tanto, ya antes del capítulo 8 se dedicó a ensombrecer algunos hechos para concederle a Anatolio –y con él a toda la posteridad- tan solo un conocimiento básico, evitando así faltar al consejo evangélico (lo que yo no estaría haciendo).

A través de su exégesis del skhēma, este filósofo del desierto intenta revestir la real vulnerabilidad de la pobreza eremítica con la impenetrable certeza de su riqueza espiritual; busca reforzar, mediante la profunda simbología de la fe, la dignidad de ser el último de los cristianos en un entorno social y solitario continuamente hostil. Allí, en medio de una tensión inter e intrapsíquicamente duradera y ondulante, el eremita ha de consolidar su atención fijándola únicamente en Cristo.


Licencia de Creative Commons