Los nueve capítulos introductorios del Praktikós con mucha frecuencia se leen rápidamente, casi como si no hubiera en ellos nada más que una descripción literal o próxima del actual hábito monástico. Son pocas las veces en que se los recorre como una ensombrecida o incompleta referencia al antiguo atavío copto. En uno u otro caso, pensamos que el tema no tiene mayor importancia. Sin embargo, habrán notado que es posible apreciar con algo más de detalle la riqueza de este fragmento. Y podemos, también, dejar que nos derive a un tema vigente que suele desatenderse, subestimarse o relegarse al olvido.
Según el
especialista benedictino Adalbert de Vogüé († 2011), Basilio el Grande se apoyó
fundamentalmente en la máxima de Pablo: “Mientras tengamos comida y vestido
estemos contentos con eso” (1 Tim. 6:8), para así desplegar las razones vitales
del vestuario monástico: simplicidad, pobreza (aktemosynē), funcionalidad, decencia (kosmiótēs) e incluso unicidad, pues la mismas prendas tenían que
ser usadas en todo lugar y en cualquier ocasión. De acuerdo a las disposiciones
de sus Reglas Mayores, son estas
características externas las que separarán a los monjes del resto de la sociedad
a la vez que les permitirán reconocerse y unirse entre sí. Tal vestimenta,
además, les recordará de continuo a la sociedad y a los propios monjes el
propósito de perfección al que se han entregado.
En cuanto a
Juan Casiano, De Vogüé observa que en sus Instituciones
sigue de cerca a la idea basiliana; pues la simplicidad de la vestimenta
monástica debía limitarse a cubrir la desnudez y a proteger contra el frío, sin
que haya en ella ninguna posibilidad de presunción. Más aún, si bien esta elemental
vestimenta no tenía que ser exótica, tampoco tendría que asentarse en una
inamovible distinción a causa de su abyección o bajeza. Según lo entiende el
benedictino: “[…] el monje debe vestirse como los demás, por sentido de
solidaridad, respeto a la tradición y por virtud de la humildad”. Es por esto
que la visión realista de Casiano previene a los occidentales de su época la
imitación servil de la vestimenta egipcia, ya que ni el entorno climático ni
costumbrista del suelo provenzal justificaban recubrirse de tal manera.
De Vogüé nota
que en Basilio no hay indicios de la exégesis a la vestimenta copta que efectúa
su amigo Evagrio; el capadocio simplemente traza principios generales y persistentes
que han de caracterizar al vestido de los monjes. En Casiano, sin embargo, la
lectura simbólica de Evagrio –a quien llegó a conocer en Escete- se mantiene;
pero lo hace selectivamente y solo para dar lugar a una flexible adaptación de
la indumentaria, que participa así de los principios basilianos.
Tras este
repaso lleno de precisas referencias a pie de página, el maestro benedictino
concluye lo siguiente con un tono esperanzador jaspeado de acritud:
A la luz de esta historia, salta a la vista la oportunidad de un aggiornamento. El hábito denominado “tradicional” no responde suficientemente a las normas auténticas de la tradición. Su anacronismo hace pensar en el exotismo reprobado por Casiano; sus inconvenientes prácticos lo hacen contradecir la ley del trabajo y de la pobreza. Más convencional que funcional, no está en la gran línea realista y ascética de Basilio. Aunque tiene el mérito de separar claramente a los que lo llevan, lo hace en forma arbitraria, sin relación con la propia vocación monástica. Siendo intemporal, escapa a las presiones y fluctuaciones de la moda, pero por su carácter pintoresco atrae demasiado las miradas y el refinamiento estético no está ausente de él.
La poca simpatía de los monjes de hoy por esta indumentaria sería, entonces, totalmente genuina si se preocuparan al mismo tiempo de volver a crear un verdadero hábito monástico. Por desgracia, la tendencia bastante difundida de vestirse pura y simplemente como los seglares indica no solamente una falta de imaginación, sino también, y lo que es más grave, la ausencia de convicciones sobre la naturaleza misma de la vida monástica. Para los monjes, el temor de estar aparte y de comprometerse no es ningún signo laudable. Sean cuales fueran los motivos declarados, este rechazo de la separación visible refleja una carencia profunda: la de la conversión y la de la ascesis, las cuales separan a los monjes del mundo de manera espiritual y real.
No se trata, pues, de conservar perezosamente una vestimenta convencional ni de vestirse exactamente como los seglares, sino de adoptar una indumentaria que corresponda al propósito tradicional y actual de la vida monástica. Y los principios establecidos por Basilio al respecto siguen siendo válidos: la pobreza, la sencillez y la humildad deberían ser las notas fundamentales de este nuevo hábito. Además de ser distintivo y uniforme, pero con una distinción que resulte naturalmente de las notas precedentes, que derive de la profesión monástica en lugar de designarla en forma extrínseca y arbitraria. Además, tendríamos que tener el coraje de llevarlo a todas partes, tanto fuera como dentro, ya que nada es tan degradante para un monje que hacer folklore religioso detrás de una clausura y camuflarse cuando sale.
Finalmente, hay otro desdoblamiento que se debe evitar. Cuando los monjes se reúnen para orar, no vemos por qué deben revestir un hábito especial. Todo el monacato antiguo, junto con Benito, ignora un hábito de coro. Para hombres que están totalmente consagrados a Dios, ponerse un hábito particular para la oración es algo que no tiene sentido. Para ellos, las horas que transcurren entre los Oficios no son un tiempo profano, sino el espacio en el que se ejercitan en el orar sin cesar. Esta consagración de toda su vida está significada por un hábito único, que llevan en toda circunstancia.
(La Regla de san Benito – comentario doctrinal y espiritual, 1985, pp. 344-359).
En esta línea
de pensamiento, observemos todavía lo siguiente en relación a esta noble terna de
Padres de la Iglesia.
Basilio de Cesarea, hombre de gran
conciencia social y sentido político, era alguien que predicó para laicos y
miembros del monacato por igual; de hecho, jamás se sirvió el vocablo μοναχός (monakhós) en sus escritos. Si se
presentase hoy, reclamaría que el hábito monacal no se corresponde a la
actualidad de los cristianos, ni urbanos ni rurales; no es práctico según la
moderna arquitectura, tecnología y exigencias de la vida. Y evidenciaría, todavía
más, cómo casi ningún religioso lo lleva a todo lugar y mucho menos lo tienen
por traje único.
En el caso del
erudito escita o galo-romano: Juan Casiano, precursor de la aculturación
monástica latina, dejó suficientemente en claro -hace ya un milenio y medio-
que la fidelidad a una sagrada tradición no se centra en una supuesta moda
inalterable de poco más de un siglo de vida y proveniente de una cultura a 2800
kms. más allá del Mare Nostrum. Pertenecer a una tradición es adaptarla al entorno
ahí donde fuera necesario y según sea posible; aunque bien sabemos cuán
frecuente es que la propia sombra de la tradición sofoque al espíritu que la vivifica.
Casiano se desconcertaría al ver que la actual generación de monachī todavía se visten imitando trajes de más de nueve
siglos atrás, según una costumbre de la Edad Media.
El inmigrante
y místico helenopóntico: Evagrio el Solitario, sería el menos afortunado de
todos, pues su enigmática y predilecta vestimenta no parecieran recordarla ni
los más conservadores y aislados coptos; no figura sino insinuada en ciertos
íconos bizantinos y en perdidos manuscritos en lengua antigua. Si tuviera que
volver a realizar su exégesis a partir del evolucionado hábito actual,
admitiría ante Anatolio su total ignorancia de la razón por la que el traje de los
exiguos eremitas de occidente -y el de los cenobitas de mayor número- es tan
diferente de la de otros hombres, tan poco práctico y tan ajeno a la realidad
de la pobreza rural.
A partir de
este ocasional enfoque sobre la vestimenta, y tras observar en líneas generales
cómo está subsistiendo en la actualidad, diría que el monacato occidental se
manifiesta en buena parte como una tradición extemporánea que sigue nutriendo y
nutriéndose –mediante una selectiva secularización extendida ahora al
ciberespacio- de un arraigado imago social. De manera paradójica, este imago
piadoso, romántico y atractivo ha ido surgiendo, asentándose y fortaleciéndose
a medida que en el interior de los contemplativos se enfriaba cada vez más
aquel fervor original que inundara a los pioneros del desierto y a los
precursores grecolatinos [1]. Fueron éstos quienes verdaderamente ensayaron,
confirmaron y transmitieron una audacia y creatividad espiritual inigualables.
¿Dónde se encuentra ahora la apasionada vitalidad de ese legado?
Por encima de ciertos anquilosados
formalismos y de sus celosos guardianes, todo aquel cristiano que se haga profundamente
digno puede reclamar y enriquecer su vasta herencia espiritual. En muchos sentidos,
se trata de una milenaria herencia misteriosa que, como lo dice Evagrio: εσται
δὲ ταῦτα ἐμφανῆ τοῖς εἰς τὸ αὐτὸ ἴχνες αὐτοῖς ἐμβεβηχὸσι | Estai de tauta emfanē tois eis to auto íkhnes autois embebēkhosi
– le será revelado a aquellos que sigan las huellas.
...
1. Sobre este peligroso imago, recientemente Mauro-Giuseppe Lepori, abad general de la Orden del Císter, ha dicho con maduro sentido de autocrítica:
¡Cuánto narcisismo monástico hubo en estos últimos cincuenta años, favorecido incluso por el interés y la explotación de los medios! […] El deseo narcisista de ser los mejores con frecuencia nos “desplaza” del centro hacia lo superficial y secundario. Cuando para ser los mejores queremos ser los más numerosos, los más jóvenes, los más ricos o más pobres, los que tienen la más hermosa liturgia, la mejor tienda monástica, la mejor hospedería, la mejor página de internet, la mejor economía, etc., estamos dando una señal de que lo secundario y superficial se ha convertido a nuestros ojos en más importante que lo esencial. Pero lo que es objeto de nuestra vanidad, si lo evaluamos bien, jamás resulta interesante para los demás.
(La vida monástica 50 años después del Vaticano II, pp. 23-24, según versión en francés. Conferencia otorgada durante las VI Jornadas Congregación de Castilla O.Cist., Salamanca, Junio del 2014).
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