El monaquismo:
herencia del pasado y apertura hacia el futuro [1]
por Enzo Bianchi.
Expresar mis
pensamientos respecto al monaquismo del pasado y a su futuro dentro de nuestro contexto
occidental es una acción que pareciera temeraria. Pero asumo la responsabilidad,
consciente de mis limitaciones y de una contribución que también ha de
sujetarse a los imperativos de la brevedad. Solo espero dar lugar a algunas
cuestiones, aunque –claro está- no para resolver los problemas. Y cuento con
que, finalmente, estas observaciones puedan ser luego completadas a través de
la lectura de otras dos contribuciones que he publicado sobre el tema.
1. Las dificultades del presente.
Toda realidad,
cualquiera sea, cuando se la quiere interpretar como herencia del pasado y se
quiere delinear su probable futuro, conviene que se la descifre según su actualidad;
conviene evaluar su vitalidad y expresar para tal propósito un juicio que
refleje su estado, su situación actual.
En lo que hace al
monaquismo, estamos habituados a esta acción, pues ya desde los años 70 (como
lo evidencia una conferencia de Michel Parys Mont-des-Cats en 1971) [2] el tema
de la eventual crisis del monaquismo ha sido planteada en repetidas ocasiones y
de manera casi obsesiva. Y frente a esta cuestión se han intentado diversas
formas de respuesta, con frecuencia nada convergentes.
Sin embargo, es
necesario reconocer que la capacidad de interrogarse [sobre este tema] siempre
ha acompañado a las vicisitudes de la vida monástica a lo largo de su historia.
Un antiguo apotegma da testimonio de ello a la vez que nos advierte contra las
interpretaciones demasiado superficiales que pudiéramos realizar:
Los santos padres de Escete hicieron predicciones acerca de la última generación de monjes. Ellos dijeron: “¿Qué es lo que hemos hecho nosotros” Y uno de ellos, el gran abba Isquirión, respondió: “Nosotros hemos llevado a cabo los mandamientos de Dios”. Los demás le dijeron: “¿Y qué será de aquellos que vienen después de nosotros?”. Y él les dijo: “Ellos intentarán alcanzar la mitad de nuestras obras”. Y volvieron a decirle: “¿Y qué será de aquellos que vienen después de éstos?”. Y él les dijo: “Los hombres de esa generación no realizarán ninguna tarea, la tentación vendrá sobre ellos; y los que hayan sido probados en aquel tiempo serán muchos más grandes que nosotros y que nuestros padres” [3].
De nuestra parte, no haremos una lectura superficial de la evolución de
la vida monástica en occidente, sino que intentaremos tomar al menos lo que en
ella ha seguido permaneciendo fiel al evangelio, lo que en ella per ducatum
Evangelii itinera eius pergere (RB. Pról. 21); es decir, lo que en ella ha
transitado por las vías del Señor bajo la vara del evangelio.
Es innegable: el monaquismo atraviesa hoy una hora de gran dificultad,
participa de la crisis de toda la Iglesia. El fin de la cristiandad, la
evidencia de que la Iglesia es una minoría, la migración de la fe y la
transformación del paradigma cristiano, son realidades que todos reconocemos; y
seguirá siendo así porque ellas realmente están cambiando la vida de los
cristianos, su lugar dentro de la historia y su compañerismo junto a los
hombres. Sin duda, esta hora de dificultad para el monaquismo aparece retrasada
en relación a otros componentes de la Iglesia. Fue a partir de los años 80 que
se hizo evidente y continuamente es cada vez más punzante, por diversas
razones. El envejecimiento de nuestras comunidades continúa haciéndose sentir,
el ingreso de nuevos miembros se ha reducido significativamente y hay que
reconocer que no es raro que se contravenga la propia stabilitas [la
estabilidad monástica] (uno piensa incluso en la partida de hermanos profesos,
con frecuencia pocos años después de su definitiva profesión solemne). Es
necesario aclarar que esta situación general no pareciera vivirse bajo las
mismas dificultades aquí y allá, en uno u otro monasterio. Pero tales casos son
realmente raros, y para los mismos convendría valerse de un enfoque más puntual.
En occidente, en tierras de vieja tradición cristiana, las dificultades son
visibles y se las tolera de manera totalmente consciente.
Sin embargo, una mirada nada superficial nos obliga a comprender esta
hora no como una hora de decadencia de la vida monástica, sino más bien
como una hora de pobreza. En los monasterios, mucho más en los últimos
siglos, se ha venido llevando una vida marcada por la adhesión a la regla
canónica del evangelio, por la fidelidad al propositum [el propósito de
vida monástica] y por la preocupación por una vida eclesial adecuada. No se
puede afirmar que esta última sea decadente, pero se debe reconocer que ha
devenido en difícil, carente de miembros y menos rica en vitalidad y dinamismo.
Existen ciertas comunidades que se hallan en una condición por la que dolorosamente
se encaminan hacia la muerte. Podemos decir de ellas que “tienen que cerrar” o
que “han llegado a su fin”, pero en verdad ellas todavía “conceden vida”. Ellas
viven de forma comunitaria lo que todo monje está llamado a vivir de manera
personal: su propia pascua. ¡Y este hecho es más fecundo que el dinamismo de
una comunidad rica en miembros!
He aquí, entonces, una situación de indigencia, de pobreza y a veces de
miseria, pero no de decadencia; una situación en la que de todos modos es
posible vivir el evangelio, más que nunca. Permítanme ahora un ejemplo que me
marcó profundamente: el ejemplo del monasterio de Tibhirine, en Algeria. Eran
siete u ocho monjes, muy pocos, algunos procedentes de monasterios franceses
que habían llegado ahí por razones de oikonomía [de administración/organización].
Era un monasterio que el superior general de la Orden quería cerrar, era un
monasterio que estaba luchando por vivir… ¡Sí, era un monasterio pobre y
miserable, pero con una sublime capacidad de fecundidad cristiana! Cuando llegó
su hora, este monasterio pudo conocer la epifanía de lo que fue una vida
escondida, nada brillante e incapaz de [sobresaliente] manifestación…
Pero la dificultad de la hora también está marcada –hasta cierto punto-
por la incomprensión de una parte del sistema eclesial, la cual no comprende la
originalidad de la vocación monástica, ni la considera tampoco útil ni
fructífera en relación a otras manifestaciones, a otros carismas y a otros diaconados
de la Iglesia; no es capaz de hallarle un lugar dentro de la comunión eclesial
que pueda respetar su particularidad. Existen otras manifestaciones eclesiales
que actualmente son atendidas, que son aprobadas, puestas en evidencia y
señaladas como ejemplares. Y lo son a tal punto, que no solo obstaculizan la
posibilidad de vocaciones monásticas dentro de la pastoral actual, sino que
dificultan también la comprensión de la propia vida monástica dentro de la
Iglesia, el significado profundo de su presencia.
El monaquismo, acostumbrado durante siglos a recibir una atención y
amor privilegiados por parte de la Iglesia, vive hoy un momento de desarraigo y
de sufrimiento por la falta de cuidado eclesial sobre su presencia y su
ministerio. Este cambio de época del cristianismo, en efecto, se da bajo el signo
de la “nueva evangelización” y pareciera no dar lugar al monaquismo, el cual se
siente habitualmente más llamado al testimonio que a la misión y que –de todos
modos- cree posible la evangelización sin las palabras y obras de la pastoral común,
sin la habitual edificación sacramental.
Es paradójico, pero hoy en día el sistema eclesial pareciera capturado
por la eficacia de las formas de vida consagrada –de la secularidad, del
dinamismo apostólico, de los movimientos eclesiales, de las “nuevas
comunidades”- que pueden presentarse como “formae Ecclesiae” [bajo las formas
de la Iglesia] que reúnan a solteros y personas casadas; y cuando se piensa en
la vida monástica, se la representa como “femenina y de clausura”, bajo la devota
ideología que ignora el carisma monástico o que ve de reducirla a un soporte
contemplativo de la acción pastoral y misionaria.
Pero incluso esta dificultad que proviene del contexto actual, le
enseña al monaquismo la humildad, el lugar –de hecho- de marginalidad que los
diferencia del sistema y que no le permite ser más que un “tertium genus
christianorum” [un tercer tipo de cristianos, en medio de dos ya existentes]. Y
esto lo autoriza a ser fecundo en esa situación de frontera, en ese lugar
marginal, apoyado –como está- en el desierto. Esta hora de dificultad, por lo
tanto, es también una hora propicia para la toma de consciencia de la
originalidad del carisma y servicio monásticos, porque autē ē asthéneia ouk
estin pros thánaton – ¡Esta enfermedad no es para muerte! (Jn. 11:4).
2. Urgencias para el
futuro.
En una conferencia que tuvo lugar en el Congreso de Abades, en
septiembre del 2000, en Roma, el superior general de los dominicos: Timothy Radcliffe,
interpretó con mucha fineza y con afecto –permítanme decir que casi con
nostalgia y con rasgos románticos- la vida monástica [4]. Sostuvo que los
monasterios son lugares en donde resplandece la gloria de Dios, los tronos en
donde se asienta el misterio; y eso en virtud de lo que ellos no son y no
hacen, pues el centro invisible de la vida monástica se manifiesta en el “cómo”,
en la manera en que viven los monjes. Y para explicar esta convicción,
Radcliffe citó un texto del cardenal Basil Hume, en el que éste sostenía que
los monjes no hacen nada de especial y no consideran tener una misión o función
particular dentro de la Iglesia: ellos están ahí, y simple y
gozosamente, continúan estando ahí. Y afirmó todavía que los monjes no
solamente no hacen nada de especial, sino que viven una vida que no tiene otro
horizonte más que la venida del Señor. Los monjes y monjas simplemente son
hermanos y hermanas; ellos no pueden aspirar a ser nada más, y deberían avanzar
por la via humilitatis [por la vía de la humildad], pues: omnibus
humilitatis gradibus ascensis, monachus mox ad caritatem Dei perveniet illam
[remontando todos los grados de humildad, el monje pronto llega a aquel grado
de amor a Dios…] (RB. 7.67). ¡Cuando se es un monje o una monja no es necesario
ser algo más! Sí, el significado de la vida de un monje consiste en el hecho de
que vive, que está ahí, que no avanza sino hacia el Reino de Dios.
Esta descripción de la vocación monástica, en parte poética además de
evocadora, nos resulta convincente sobre todo porque pone el acento en que la
vida monástica es estar ahí y no realizar ninguna tarea en particular
dentro de la Iglesia y el mundo; además de que tal vocación tiene que ser -y de
hecho lo es- una vía evangélica, una vía modelada por el evangelio. Pero esto
no siempre es fácil ni tampoco evidente, en especial porque el carácter
evangélico de una determinada vida tiene que ser continuamente reinventado y
confirmado por completo como la vida de un cristiano. Lo que el
monaquismo debe confirmar de modo pleno, ahí donde pudiese haberse perdido o se
halle despojado, es el seguimiento de Cristo dentro de la habitual existencia
cotidiana, en lo concreto de una vida que se considera humana, en su forma más
común y –por ende- más ampliamente compartida por los hombres dentro del
contexto en que los monjes se encuentren. Es necesario y urgente que el
monaquismo sea rigurosamente cristiano, y por eso mismo antignóstico, fiel a
la tierra y eclesial. El ideal monástico debe, por lo tanto, convertirse en
una forma radical de existencia cristiana, de una existencia que renuncia a ser
un “estado de vida” y busca ser elemental, humana, “humanissime” [muy humana],
abandonando así la coartada según la cual ¡es imposible llevar una vida
dirigida a la santidad en medio de la normalidad del mundo y de la Iglesia! La
vocación a la santidad es única, la esperanza de la Iglesia es única; ha
llegado la hora, en verdad, de que el monaquismo combata en cuerpo y alma la
batalla todavía inconclusa contra el gnosticismo (tal como lo exige el atento
teólogo, Pierangelo Sequeri) [5].
¿Dónde es que se manifiesta la calidad de vida monástica? En el hecho
de trabajar con las propias manos, de cultivar la fraternidad, de vivir el
mandamiento nuevo, de mantenerse con vida gracias a la Palabra de Dios, en el
servicio y entrega recíprocos, en la diaconía al otro; en una palabra: en la
manera de vivir y de morir. ¿O será que queremos continuar privilegiando una
forma de vida y sus signos externos, buscando a toda costa señalar la diferencia
con los demás y así establecer una identidad propia para luego poder exhibirla?
Hoy más que nunca, deberían recorrerse con frecuencia textos como el Grandeur
et risque de la vie monastique, de Bernardin Schellenberger [6]; textos en
donde la búsqueda monástica no se preocupe por conocer “lo que me distingue” o
–por desgracia- “lo que tengo de más”, sino por dirigirse a vivir una
existencia hacia la noûs [mentalidad], hacia el phrónesis [sentir]
de Jesús (cf. 1 Co. 2:16; Fil. 2:5); una búsqueda siempre inclinada por
concretizar en la verdadera vida cotidiana aquella vita Jesu [vida de
Jesús] que es, contra todo gnosticismo, la vida del hombre. Y más aún, la vida
del hombre enviado por el Padre para mostrarles a los hombres cómo vivir la
existencia humana. En la Regla de Grandmont, se encuentra esta
extraordinaria exhortación: “Si se les pregunta cuál es su orden y qué regla
siguen, respondan que su primera y principal regla es el evangelio, fuente y
principio de todas las reglas” [7].
La imaginería cristiana -y en consecuencia la imaginería monástica- es
demasiado exuberante e impide captar la vida monástica cristiana en su realidad
más esencial: ¡una simple vida humana que busca recordar la ordinaria vida
humana de Jesús! De hecho, con mucha frecuencia los partícipes de nuestros
monasterios esperan percibir “la clausura monástica”, “el encierro”,
“las formas solemnes e icónicas del pasado” y “ciertos lenguajes esotéricos”, pero
todas estas exigencias, si se viesen satisfechas, se revelarían como una transgresión
del sencillo evangelio. Con mucha frecuencia, los monjes se exponen a
investiduras que no les conceden nada, salvo demostrarles que pueden resultar
gratificantes por saber llamar la atención y recibir el beneplácito de los
demás. En tal sentido, conviene ejercer un cuidadoso discernimiento en relación
a la actual demanda eclesial que espera que los monasterios constituyan una
ayuda a la pastoral de la actualidad; es decir, ¡que se conviertan en “lugares
excelsos” según la lógica del santuario!
3. Un signo necesario.
Para combatir precisamente toda forma de gnosis y para recuperar la
vida humana en su condición más sencilla y concreta, es necesario que el
monaquismo dedique todas sus fuerzas a la construcción de una comunidad con
vistas a la koinonía [comunión]; la cual es condición para el telos
[objetivo final], a saber: que el ágape, el amor, haga su epifanía.
Desde siempre, la koinonía ha sido la forma vitae [la
forma de vida] del monaquismo, y todos los textos fundadores: de Pacomio, Basilio
y Agustín o incluso la Regla de san Benito, declaran haberse inspirado
en la koinonía que fue vivida por la Iglesia Primitiva y testimoniada
por los Hechos de los Apóstoles. Lograr la koinonía perfecta, ser cor
unum et anima una [un solo corazón y una sola alma] (Hch. 4:32), fue
percibida como la esencia de la vida monástica, la misma a la que el propio
Casiano remonta el cenobitismo de los tiempos apostólicos [8]: y Jerónimo, en
su prefacio a la traducción latina de la Regla de Pacomio, afirma que
los monjes “viven como en los tiempos de los apóstoles” [9]. Basilio, por su
parte, no solo recuerda la comunidad primitiva de Jerusalén como forma de vida
cristiana, sino que incluso declara que la vida en común es la mejor y más
segura medida del verdadero seguimiento a Cristo [10]. La Regula Benedicti
da testimonio de su calidad comunitaria sobre todo en los capítulos 67 al 72
(en donde ya no depende de la Regula Magistri). En tales capítulos, el Christo
omnino nihil praeponant, el hecho de no preferir nada sino a Cristo, está
lleno del amor recíproco: todo tiene que hacerse sibi invicem, [de
manera recíproca], los unos junto a los otros; hacerse según la lógica del syn
[de manera conjunta] y del allélon [de manera recíproca]
neotestamentarios; es decir, hacerse según el ferventissimo amore, el
amor más ardiente (RB. 72.11; 71.1; 72.3).
La stabilitas, por lo tanto, se pone al servicio de la communion;
y ahí tiene lugar la communitas de oración, de trabajo, de inteligencia,
de fe y de proyecto de vida hasta la commoriendum convivendum [la
convivencia conjunta] (cf. 2 Cor. 7:3). El monasterio no es un conventus
al cual se regresa después de la missio (según Francisco de Asís), ni
tampoco es una statio (según Ignacio de Loyola) ni mucho menos una residentia;
el monasterio es y busca ser el medio en el que se vive y se manifiesta la communitas
como forma de seguimiento.
Cuando los primeros cistercienses consideraron al monasterio como una schola
communionis [escuela de comunión], como una schola et domus dilectionis
[escuela y morada del amor], quisieron, precisamente a través de este
surgimiento de la communitas, efectuar una renovación de la vida
monástica. Sin duda, la koinonía no debe ser ni un mito ni un horizonte
idílico, sino el objetivo que se ha de atender a diario y en la existencia
concreta; incluso a través de las contradicciones e insuficiencias que marcan
la existencia de cada uno.
Es necesario
reconocer que el monje ha dispensado bastante energía en su paso por un ideal
más bien encrático y ascético antes que evangélico; pero hoy en día las
fuerzas, los esfuerzos, deben invertirse y dirigirse sobre todo a la búsqueda
de la communitas. Se trata de refundar cada día la auténtica fraternidad
a partir de la palabra escuchada, proferida, orada; a partir de la acción
proyectada, pensada, realizada en común; a partir de la corrección y del perdón
recíprocos, recibidos y ofrecidos. Diría, en suma, refundarse diariamente asumiendo
la categoría de “sinodalidad”, en el sentido de syn-odos, de camino
realizado de manera conjunta.
La comunidad nace de
la voluntad en común:
Ella vive de la presencia concedida y ofrecida de manera recíproca;
ella engendra la cualidad de la vida humana y cristiana.
Es precisamente por esto que Jesús aseguró que el único medio que permite
reconocer a sus discípulos es el amor recíproco, ¡la comunión! (cf. Jn. 13:35).
Juan Pablo II, en un mensaje dirigido el 21 de noviembre de 1992 a la
asamblea plenaria de la Congregación para los Religiosos, después de recordar
que la vida en común es el signo más elocuente del amor dinámico y difusivo de
la santa Trinidad (n.5), pasó a decir que: “Toda la fecundidad de la vida
religiosa depende de la calidad de vida fraterna llevada a cabo en común” [11].
Sí, estoy convencido de que la communitas -sobre todo hoy, en
una cultura impregnada de individualismo, signada por la lógica del “sin el
otro” y afectada por la falta de un horizonte común- es verdaderamente la
urgencia hacia donde la vida monástica tiene que canalizar sus fuerzas y su
atención; es un signo necesario en la Iglesia y en el compañerismo entre los
hombres. Por otra parte, ¿no he escrito ya varias veces [12] que la koinonía
no es solo una realidad hecha posible gracias el celibato, sino que éste es una
condición esencial para vivir la vida monástica? El celibato y la comunidad son
los únicos elementos fundacionales y específicos de la vida monástica.
4. Conclusión.
La vida monástica de
la actualidad, principalmente por las dificultades que vive en el mundo
occidental, vuelve a entenderse como un pusillus grex [pequeño rebaño],
y su presencia con frecuencia asume el semblante de la debilidad y la pobreza.
Pero en esta hora, que yo juzgo como pascual, conviene más que nunca recordar
la promesa de Dios:
Y dejaré subsistir en medio de ti
un pueblo humilde y modesto,
que buscará refugio en el nombre del Señor (So. 3:12).
Y esto sucederá
incluso si este pueblo humilde y débil es un pequeño remanente, del cual no
quede sino una décima parte:
Y si este décimo fuera todavía abatido y despojado,
al punto de que solo quedara una cepa,
esa cepa será simiente sagrada (cf. Is. 6:13).
¡Esta revelación nos
llena de esperanza!
¡Incluso si solo
quedara una cepa del árbol del monaquismo, esa cepa será una simiente santa! Y
esto vale para toda comunidad, para todo monasterio: cuando se ve agitado como
roble que es abatido, es entonces que se halla dentro de una condición pascual.
En la pobreza y
debilidad actuales de la vida monástica se encuentra una riqueza extraordinaria
que solo el Señor sabe evaluar. Y en él confiamos nosotros, sabiendo que
podemos vivir el evangelio en toda situación: en la fortaleza o la debilidad, en
la riqueza o la pobreza, en el incremento o la disminución. Nada ni nadie nos
puede impedir que vivamos el evangelio; y si la cepa es santa, la vida logrará
renacer y vendrán periodos que serán ricos en flores y frutos.
............
1. Conferencia otorgada por el prior del Monasterio de Bose en el Congreso de Estudios Monásticos del Pontificio Ateneo Sant’Anselmo, el 01 de junio del 2002, en Roma. Traducido al italiano por Matthias Wirz. Cf. E. Bianchi, «Le monachisme au seuil de l’an 2000», in Collectanea Cisterciensia 61 (1999), pp. 3-21; Id., Quelle spiritualité les moines offrent-ils à l’Église?, Qiqajon, Bose 2001 (Temi di vita religiosa R); reimpreso en mi obra: Si tu savais le don de Dieu. La vie religieuse dans l’Église, Lessius, Bruxelles 2001, p. 238-281.
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1. Conferencia otorgada por el prior del Monasterio de Bose en el Congreso de Estudios Monásticos del Pontificio Ateneo Sant’Anselmo, el 01 de junio del 2002, en Roma. Traducido al italiano por Matthias Wirz. Cf. E. Bianchi, «Le monachisme au seuil de l’an 2000», in Collectanea Cisterciensia 61 (1999), pp. 3-21; Id., Quelle spiritualité les moines offrent-ils à l’Église?, Qiqajon, Bose 2001 (Temi di vita religiosa R); reimpreso en mi obra: Si tu savais le don de Dieu. La vie religieuse dans l’Église, Lessius, Bruxelles 2001, p. 238-281.
2. Cf. M. van
Parys, «Crise du monachisme? Unité et pluralité», in Irénikon 46
(1973), p. 343-360.
3. Ischurion 1,
en Paroles des anciens. Apophtegmes des pères du désert, J.-Cl. Guy
(éd.), Seuil, Paris 1976.
4. Cf. Vie
consacrée 3 (2001), p. 148-165 (publicado también en La
Vie spirituelle 743 [2002], p. 21-37).
5.
Cf. P. Sequeri, “Beata solitudo? Monachesimo cristiano e città postmoderna”, en Un
monastero alle porte della città, Vita e pensiero, Milán 1999, p. 63-75.
6. Centurion, París 1985.
7.
Cf. Règle de Grandmont, Prol. 11, en Regole monastiche
d’occidente, Qiqajon, Bose 1989, p. 218.
8.
Cf. Juan Casiano, Conferencias 18.5.
9.
Cf. Regole monastiche antiche, G. Turbessi (éd.), Studium, Roma
1974, p. 105.
10. Grandes
règles 7.4 y 7.1.
11. Informationes
SCRIS 2 (1992), p. 165.
12. Cf. par
ex. Si tu savais le don de Dieu, cit., pp. 47-55.
...
Bianchi,
E. (2002). Le monachisme, héritage du passé et ouverture au futur.
Enzo Bianchi es
laico y fundador -además de prior- del Monasterio de Bose (1965), una comunidad
monástica ecuménica en Magnano, Italia. En julio del 2014, fue nombrado por el
Papa Francisco como asesor del Pontificio Consejo para la Promoción de la
Unidad de los Cristianos.