Se avecina el Sínodo sobre la Familia. Y uno de sus puntos a tratar
será el tema desarrollado por el siguiente artículo, realizado por un reflexivo profesor
de la Universität Regensburg
(Alemania) en 1972. Lo traigo a modo de formación, pues si bien parte de sus sumarias
conclusiones han sido repetidamente mencionadas aquí y allá -no siempre de manera favorable- a partir de la retractio
que el autor realizara cuatro décadas después, su valioso contenido ha pasado
casi desapercibido. Por lo tanto, siendo que es posible aprender mucho del
mismo, ya sea que se lo recorra con una actitud similar a la que originalmente impulsara
su escritura o simplemente como fuente de información, he traducido incluso sus citas en latín y griego a fin de facilitar su lectura.
Dado que no he podido
encontrar una versión digitalizada del original en alemán, me he basado en una
traducción realizada al inglés por Joseph Boli, cuyo enlace se encuentra al
final del texto. A continuación del mismo, he situado también
la retractio que le corresponde al presente artículo. Les recomiendo abrir una ventana paralela para poder acompañar adecuadamente las notas.
...
Sobre la indisolubilidad del matrimonio [*].
por el Prof. Joseph Ratzinger.
Observaciones
sobre la situación dogmática-histórica del tema y su importancia para el
presente.
Intentar
una declaración dogmática sobre el tema de la indisolubilidad del matrimonio –y
sobre cualquier problema de teología dogmática- solo puede tener éxito si se
contempla la totalidad de la tradición de la Iglesia junto a un esfuerzo por
reconocer sus factores de impulso. Y esto, a fin de poder explicar sus
tensiones y lograr también a una diferenciación entre tradición primaria y
secundaria, lo cual puede, a su vez, establecer el criterio para un desarrollo
posterior [1]. El limitado espacio que concede este artículo me obliga a
exponer de manera concisa las principales fases del desarrollo e incluso a
trazar tan solo un rudimentario bosquejo. Siendo así, intentaré exponer los principales
hallazgos del periodo patrístico, esbozar las razones que dieron lugar a
desarrollos contrarios en oriente y occidente, describir la postura legal que
se refleja en el Decretum Gratiani e interpretar el Concilio de Trento a
partir de tal antecedente. Al final, veré de realizar una evaluación sumaria.
I. Los Padres [2].
Probablemente,
lo más sorpresivo en la tradición patrística es que no hay ningún intento de
derivar, a partir de Mt.5:32 y 19:9, un derecho a volver a casarse en el caso
de separación marital a causa de adulterio. El rechazo de tal pensamiento fue
al principio completamente unánime, ya sea que nos detengamos en Hermas,
Justino, Clemente de Alejandría u Orígenes; aunque se acepta que es posible que
un fundamental escepticismo respecto a las segundas nupcias haya ejercido
cierta influencia sobre este asunto [3].
La acometida de la exégesis patrística de Mt.5 y 19,
apunta principalmente a una completa igualdad ética y legal de la mujer en
materia de divorcio y adulterio: el hombre no tiene otro derecho ni otro ethos
que el de la mujer; así como ella no puede separarse de él, él tampoco puede
escribir un acta de divorcio para ella. Se considera que esta corrección del
Antiguo Testamento y de las antiguas ideas morales –que a partir del s. IV
volverán a aparecer en los escritores eclesiásticos [4]- es el contenido
central del texto neotestamentario. Mt.5, por lo tanto, se interpreta más o
menos de la siguiente manera: el hombre que se separa de su esposa la fuerza al
adulterio, pues la pone en una situación en la que ella no puede ser continente
y por la que se verá obligada a violar el lazo indisoluble, al que –sin
embargo- permanece tan sujeta como antes de ser apartada. Me parece que, desde
este punto de vista, la disputada cláusula mateana (“excepto en el caso de
fornicación”) pierde su carácter problemático: el hombre que se separa de su esposa
la fuerza al adulterio. Esto, por supuesto, no se aplica a una mujer que ha
cometido adulterio, pues ella es una adúltera. Pero incluso en tal caso
no se permite que quien se separa vuelva a casarse [5].
Agustín introdujo una comprensiva sistematización de
esta fundamental posición cristiana. Por encima de los dos bienes fundamentales
del matrimonio que son comunes a los hombres de todas las naciones, la causa
generandi y fides castitatis (el tema de la procreación y la
protección de la dignidad del cuerpo humano mediante el espacio de fidelidad
establecido por el matrimonio), hay un tercer bien que se le otorga al “pueblo
de Dios”: la sanctitatis sacramenti (la relación con el ámbito en que se
inscribe la historia de salvación de Dios junto a los hombres) [6]. Su concreto
contenido consiste en la absoluta indisolubilidad del matrimonio, al que
Agustín inicialmente –en De bono coniugali (400-401)- compara con la
indisolubilidad de la ordenación sacerdotal. De hecho, ésta le es concedida a
un hombre ad plebem congregandam (para servir a la comunidad reunida), y
se mantiene aún cuando tal reunión de personas no sea lograda por
el representante (“ordenado”); lo hace aún si él se ve excluido de su oficio
debido a alguna falta suya: “El sacramento del Señor, que una vez fuera
establecido sobre él, no se pierde, simplemente permanece en él
hasta el tiempo del juicio” [7].
Mucho más fundamental resulta la clasificación y
explicación del elemento propiamente cristiano, del “sacramento”, presente en
el matrimonio; algo que Agustín realizó veinte años después en su De nuptiis
et concupiscentia (419-420). Aquí, la definitividad e indisolubilidad del
lazo recibido en el matrimonio se compara con la definitividad e
irrevocabilidad del bautismo:
En verdad, ahora permanece como una herida de
culpa, ya no como el poder unitivo de la alianza. Es como el alma de un
apóstata que se aparta, por así decirlo, de su matrimonio con Cristo; pero incluso tras haber
perdido su fe, no pierde el sacramento de la fe que una vez recibiera en el baño
del renacimiento [8].
La definitividad del matrimonio cristiano es, por
consiguiente, insertado en el contexto fundamental del propio mysterion
cristiano; es incluso identificado con éste. La irrevocabilidad de la decisión
divina por el hombre, su “matrimonio” con el hombre que ha tenido lugar en la
carne del Dios-hombre Jesucristo, muestra la irrevocabilidad de la fe en la que
las personas bautizadas están unidas entre sí y cuya unión señala hacia el
esquema fundamental del coniugium (“matrimonio”) Cristo-Iglesia como su punto
final.
De esta manera, nuestra primera observación ha
de ser la siguiente: desde el principio, los padres de oriente y de occidente
han estado totalmente de acuerdo con la plena imposibilidad de separación de un
matrimonio cristiano, y con la imposibilidad de dar lugar a un nuevo matrimonio durante el lapso de vida de los esposos. En ninguna de las partes de la
Iglesia se pueden encontrar signos para lo contrario. El testimonio es
claro.
Por supuesto que a esta primera ha de sumársele una segunda
observación: bajo el umbral de la enseñanza clásica (por decirlo de alguna
manera; bajo o dentro de la forma ideal que de hecho es determinante para la
Iglesia), repetida y claramente se dio una práctica más elástica en la
concreta aplicación pastoral. Y la misma no fue vista, en verdad, en plena
conformidad con la verdadera fe de la Iglesia, pero tampoco podía ser totalmente
excluida. El peculiar dilema que se presenta, por lo tanto, no ha sido
formulado de manera más clásica en ninguna otra parte como en el comentario de
Orígenes sobre Mateo:
Ahora, contrario a lo que está escrito, incluso algunos
de los legisladores de la iglesia han permitido que una mujer se case mientras
su esposo estaba vivo. Aquí, actuaron de manera contraria a la escritura [cita
a 1 Cor. 7:39 y Rm. 7:3] pero no de manera totalmente insensata [irrazonable],
por lo que podemos suponer que este procedimiento fue permitido –aun siendo contrario
a lo que estaba escrito desde el principio y ordenado por la ley- a fin de evitar
sitauciones peores […] [9].
De esta manera, Orígenes formula de manera clásica
la tensión existente entre lo que se siente y lo que se efectúa: es contrario a
la escritura y contrario a lo que fue ordenado desde el principio, pero no es absolutamente insensato. Se trata de una costumbre a la que algunos líderes
de la Iglesia se arriesgaron a fin de evitar situaciones todavía peores.
Hay dos autores del s. IV en quienes encontramos
formas y normas concretas de tal intento de alejarse de situaciones más pésimas. En occidente
tenemos a Ambrosiastro, quien expresó la siguiente interpretación ingeniosamente
individual de 1 Cor. 7:11 (por medio de la cual se desliza hacia la cláusula de Mateo):
La esposa no abandonará a su esposo excepto en el
caso de fornicación. Pero si se aleja, deberá permanecer sin casarse o habrá de
reconciliarse con su esposo. Asimismo, el esposo no abandonará a su esposa.
Aunque Pablo no añade ahí ninguna prohibición para que éste vuelva a casarse,
por lo que al esposo le está permitido casarse de nuevo [10].
Se trata de una astuta
muestra que recibiría incluso el crédito de los modernos teólogos; pero es
extremadamente opuesto, sin duda alguna, al significado del texto.
De orientación diferente –y en línea con Orígenes- es
el bien conocido texto de Basilio que prescribe una mayor penitencia para el
segundo matrimonio, demostrando así que lo tolera aun cuando es consciente de
que el texto entra en contradicción con las palabras de la escritura. La
totalidad del texto deja en claro que él -al igual que Orígenes- no desea simplemente eliminar una práctica existente, si bien la considera contraria a la escritura
[11]. Ambrosiastro, por su parte, mediante su reconocida exégesis refinada, se
retira tras la línea fundamental del pensamiento patrístico determinado por la
Biblia; al hacerlo, anula la igual
exigencia al esposo y a la esposa y busca –por medio de una argucia exegética-
hallar autoridad suficiente para un tratamiento especial del esposo dentro de
la Iglesia, devolviendo así el Nuevo Testamento al Antiguo Testamento. Este
texto de Ambrosiastro resultó importante debido a que en la Edad Media se
consideraba que era propio de san Ambrosio. Es por eso que permaneció contra el
unánime consenso de los padres, revestido de la autoridad del gran padre de la
Iglesia y tornando así a la tradición incierta, pareciendo excluir
una afirmación estrictamente dogmática [12].
II. El Decretum Gratiani [13].
Graciano, en su intento de reunir las regulaciones legales
de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio en una sola colección de
leyes efectivas, se vio enfrentado –entre otras cuestiones- a la tarea de hacer
justicia a una complicada y, en cierta medida, inconsistente tradición. Por un
lado está Agustín y todo su peso, los textos pseudoclementinos (que, por
supuesto, se atribuyen al propio Clemente) y la tradición de la legislación
papal y sinodal. Por otra parte, además del Pseudo-Ambrosio existe un texto de
Gregorio II a partir de una carta a san Bonifacio y –probablemente en relación
con esto- un sínodo provincial de alrededores del mismo periodo. En realidad,
la carta de Gregorio no se sitúa por completo dentro del problema que
abordamos, pues dice que: cuando la mujer, no por malicia sino por debilidad (enfermedad), no
está en condiciones de conceder el debitum, el esposo debería por sí
mismo permanecer continente. “Pero ya que esto es algo que exige héroes
morales, quien no pudiera permanecer como continente debería volver a casarse”
[14]. El Concilium Triburiense trata de otra situación, del que Graciano
cita la regulación siguiente: si alguien ha tenido relaciones con su suegra,
ninguno de ellos puede volver a casarse, “pero el esposo puede, si quiere
hacerlo, tomar otra esposa si es capaz de permanecer continente”. Y lo mismo se
aplica si alguien ha tenido relaciones con su hijastra (¿nuera? – lat. filiastra) o con su cuñada (la hermana
de su esposa) [15].
¿Cómo trata Graciano a estos textos? Antes que nada,
tenemos que observar que para él, la tradición agustiniana es con toda certeza
aquella que establece la norma, la única que está de acuerdo con la escritura:
su estricta fuerza de sujeción y validez no es puesta en duda en ningún
momento, ni siquiera ante la pesada autoridad de Ambrosio, quien aparentemente
se le opone. Esta certeza de la tradición me parece tan remarcable como la
convicción ininterrumpida que estuvo presente en la Iglesia primitiva a pesar
de la aparente oposición de la cláusula mateana.
Puesto que Graciano está completamente seguro de lo
decisivo de la tradición, su tarea se limita solo a explicar lo que implican
los desvíos. En relación a Gregorio II, dice con sorprendente agudeza: “[…] permanece
en clara contradicción a los santos cánones; de hecho, lo hace contra las
enseñanzas del evangelio y de san Pablo” [16]. El carácter decisivo con que se
denuncia la afirmación de un Papa como contrario a la tradición, y por ende se la
rechaza, es algo que nos deja pensando. Este autor medieval se relaciona de manera
diferente con Ambrosio. Respecto al texto que se atribuye al gran padre de la
Iglesia, nos ofrece tres interpretaciones, las cuales resultan de diferentes
intentos por abordar la historia:
1. El pasaje ambrosiano es una falsificación.
2. El mismo implica solo casos de incesto.
3. Tal pasaje expresa solamente que el volverse a
casar es posible tras la muerte del perpetrador del incesto. Por lo tanto, el
término “esposa” se refiere por igual a hombres y mujeres que son
culpables; expresa una actitud, no el sexo a nivel corporal. El tratamiento
equitativo de los sexos se ve así restaurado de manera indirecta a través de
una exégesis más bien fantástica.
Más interesante es su tratamiento del Concilium
Triburiense. Graciano lo vincula con la restricción de los impedimentos al
matrimonio que Gregorio el Grande le había concedido a la misión anglosajona (y
de manera general, lo vincula también con la conducta de los tres Gregorios
respecto a la misión anglo-germánica) y la describe como un “permiso temporal”
| pro tempore permissum; es decir, como un temporal arreglo de carácter misionero,
que en el contexto de la gradual transformación del paganismo a la cristiandad
podía darse de vez en cuando [17].
Visto en su conjunto, podríamos decir que, con la
victoria definitiva de la tradición agustiniana, la línea se ve más restringida
en comparación con lo formulado por los padres; si bien la visión general
permanece siendo la misma. Hay una completa claridad respecto a la forma
fundamental de la Iglesia, que halla su clásica formulación en el concepto
agustiniano del sacramentum. Pero también continúa siendo verdad que
–repitiendo a Orígenes- “contrario a lo que está escrito, pero no de manera
totalmente insensata”, no se pueden excluir por completo determinadas
soluciones de emergencia dentro de la práctica pastoral. La formulación de
Gregorio II: “Eso sería lo correcto [bueno], pero exige héroes morales”, me
parece que es distintivo aquí. Este texto, al igual que las regulaciones del Concilium
Triburiense, podrían situarse aquí como muestras representativas para
regulaciones similares dentro de la Penitential Summae: ellas
representan una misma orientación hacia la tradición y un mismo intento de
hallar soluciones por debajo –por decirlo de alguna manera- del umbral de la
afirmación dogmática, que permanece intacta.
En este punto, debe darse lugar a la siguiente
pregunta: ¿cómo es que la base patrística en común, que inicialmente no revela
diferencia alguna entre la Iglesia occidental y la oriental, conduce a dos
formas legales totalmente diferentes? Por una parte, lleva a la actitud muy
firme de Graciano, que no anula por completo la tensión entre los dos niveles
visibles en Orígenes, si bien con el decisivo peso de la forma ideal
particularmente fortalecida. Por otra parte, lleva a la práctica de la Iglesia
oriental, en donde la forma ideal permanece solo como tal: como una forma
ideal; mientras que lo que anteriormente solo había sido tolerado en las
márgenes como “no totalmente insensato” y estaba limitado tanto como era
posible, tuvo una influencia mucho mayor en la práctica concreta.
Antes que nada, y en contra de una malinterpretación
que se está haciendo cada vez más extensa, ha de subrayarse el hecho de lo que
es fundamentalmente común en ambas estructuras [religiosas]: incluso la muy
extendida práctica del divorcio de la Iglesia oriental mantiene la disposición
de la postura Orígenes-Basilio. Es decir, también para ellos no es posible que
haya un matrimonio sacramentalmente válido mientras el primero de los esposos esté
todavía vivo; el segundo matrimonio no es un matrimonio propiamente eclesial, permanece
siendo un matrimonio tolerado y la recepción de los sacramentos se permite solo a
través de la tolerancia (hoy en día denominada: economía). Lo que en este caso se
modifica no es la estructura doctrinal sino las proporciones puestas en
práctica: la posibilidad marginal se convierte en un asunto diario y, de esa
manera, cubre en la práctica lo que en la doctrina permanece siendo la forma
ideal y fundamental.
Solo contra este trasfondo podemos preguntarnos, por
una parte y de modo adecuado, lo siguiente: ¿cómo es que gradualmente llegó a
desaparecer de occidente la práctica de un permiso tolerante y situado bajo la
forma ideal de la declaración dogmática, mientras que en oriente la misma llegó
a acrecentarse al punto de casi ocultar a la forma ideal? No conozco estudios
más precisos sobre este tema. Por lo tanto, por ahora solo podemos hacer
suposiciones. Considero que tendríamos que buscar la razón decisiva de esa
diferencia en el diverso desarrollo político y legal del Estado-Iglesia en las
dos partes del Imperio. En oriente, el Imperio Romano continuó existiendo como
un imperio cristiano; y en él, la diferencia –incluso resaltada por Crisóstomo- entre
los estándares que eran válidos ante la Iglesia y ante Dios, y los estándares
de la ley secular, gradualmente llegó a ser insignificante [18]. El Estado
cristiano creaba leyes cristianas, por lo que no hubo razón para desarrollar
una extensa ley eclesial. De hecho, la ley matrimonial del Estado se fue adaptando
de manera gradual –y aun con vacilación- a las demandas eclesiales. Y como ya
sabemos, la concreta administración de justicia permaneció siendo, en verdad,
mucho más flexible. Allí tuvo lugar, además, el grandioso desarrollo de la
diferencia entre lo “escrito” y lo que en el terreno práctico “no es insensato”.
Evidentemente, la ley escrita no podía prevalecer contra la práctica jurídica.
Bajo el emperador León III, el iconoclasta, la propia ley es entonces llevada a
una forma más flexible, logrando influenciar el siguiente periodo histórico
[19]. En occidente no hubo un poder secular similar; la legislación recayó
sobre los papas y solo tenía lugar dentro de la línea demarcada por la
tradición de la Iglesia, junto a sus más estrictos mandamientos. Por lo tanto,
la razón para la diferencia que existe sobre este asunto es que, el caso
imperial en uno y la ley papal en el otro, influenciaron decisivamente el curso
de su desarrollo.
III. Lutero y el Concilio de Trento.
El desarrollo dogmático de la tradición que hemos
esbozado encontró –como es bien sabido- su conclusión provisional en el canon 7
de los cánones sobre el sacramento del matrimonio del Concilio de Trento (DS.
1807). Mediante una mirada más minuciosa podemos ver que este texto, aparentemente
cerrado, guarda correspondencia exacta con la tradición bilateral que hemos
delineado. Piet Fransen lo deja en claro en su completo estudio sobre el tema.
Lo que expondré a continuación se basa en la investigación que realizó.
Según Fransen, Trento está marcado por una tradición que
tiene sobre todo un claro conocimiento de lo que implica el “sacramento” del
matrimonio cristiano, aunque está influenciado también por la existencia de auctoritates
que –respecto a la práctica- parecieran conceder cierta imprecisión a los
márgenes de la clara declaración doctrinal. Más aún, el texto se ve
influenciado por la peculiar forma de unidad que tuvo la Iglesia con la
ortodoxia que existió en las colonias venecianas: se reconocía al Papa mientras
se mantuvieran todas las tradiciones ortodoxas sin cambio alguno, incluyendo la
ortodoxa práctica del divorcio. Todo esto era considerado parte del “rito”; es
decir, de la forma de vida eclesial, la cual tenía su lugar en la Iglesia [20].
A estos elementos se le vino a sumar el agudo ataque
sin precedentes que Lutero llevó a cabo –en su libro: Preludio a la cautividad
babilónica de la Iglesia- contra toda la teología sacramental de la Iglesia
católica. Lutero claramente interpreta –¿quizás por primera vez?- la cláusula
sobre la fornicación del evangelio de Mateo como un permiso para volverse a
casar. Dice que:
Cristo, por lo tanto, permitió el divorcio; aunque solo en el
caso de adulterio. Por consiguiente, el Papa tiene que estar cometiendo un
frecuente error toda vez que separa un matrimonio por otras razones […] Más
aún, me pregunto por qué fuerzan al celibato al hombre que se ha separado de su
esposa mediante el divorcio […] Es decir, si Cristo permitió el divorcio en
caso de adulterio y -de manera inversa- si no forzó a nadie al celibato, y si
Pablo quiere que nos casemos antes que ardamos de deseos, entonces con toda
claridad permite que el hombre tome a otra esposa en lugar de la que ha
apartado [21].
Aun así, el reformador no se atreve a pronunciar ningún juicio
definitivo al respecto: “Estando solo y contra todos, no puedo
determinar nada en este caso” [22]. Pero la observación permanece siendo
decisiva: errare papam necesse est | aquí se equivoca el Papa. A partir
de la mirada conjunta de todo el capítulo sobre el matrimonio, este dicho se
refiere generalmente a la autoridad que tenía el oficio eclesial –condensada en
el Sumo Pontífice- sobre la regulación legal del matrimonio y, de esa manera, sobre la
obligatoria doctrina y práctica occidental relacionado con el sacramento del
matrimonio en general. Este errare papam necesse est es tomado de manera
muy consciente cuando el Concilio Tridentino anatematiza a quienes afirman que
“la Iglesia se equivoca cuando […]” [23].
Siguiendo con los estudios de Fransen, hoy en día es totalmente
claro aquello que el Concilio de Trento condenó y aquello no: no condenó la
práctica oriental; antes bien, la dejó como parte válida de un “rito”,
que ciertamente puede continuar existiendo en el marco de unidad de la Iglesia.
Este concilio condenó el ataque contra la autoridad de la Iglesia sobre la formación
en la doctrina y la vida cristianas; pues según tal ataque, la enseñanza y
práctica de la Iglesia occidental –de la Iglesia de Dios en general- fue establecida
como una perversión desautorizada de la palabra bíblica, por lo que frente a
ella uno debe hacerse con prontitud del juicio de dos personas suficientemente instruidas. Es a
esta conclusión a la que llegó Lutero en el curso de sus consideraciones [24]. En
contraste con esta conclusión, el concilio estableció que: la Iglesia es justa
cuando enseña y da forma a su vida tal como lo hace; ella actúa, vive y enseña,
por consiguiente, “de acuerdo a la enseñanza del evangelio” [25]. Fransen ha
interpretado de manera convincente el preciado significado de esta fórmula: la
práctica eclesial no implica solo la enseñanza del evangelio y no se limita
solo a “no contrariar la enseñanza del evangelio” (formulación que ha sido
sugerida), sino que iuxta | además está en línea con el evangelio al receptarlo
y concretizarlo.
La afirmación del texto es clara hasta aquí; es claro también
que su cuidadosa formulación se corresponde de manera exacta a la bilateralidad
de la tradición. Pues este texto concluye diciendo que la fe provee una
indudable directiva; y por otra parte deja, bajo esta misma enseñanza (de
hecho, “contra lo que está escrito”), un margen para la práctica pastoral, a la
cual no hay que justificar cuando ya lo está y la cual tampoco ha de ser
simplemente excluida, incluso si no se la puede hacer propia y se la tolera únicamente
por el bien de la unidad de la Iglesia. Podríamos verlo de la siguiente manera:
su exclusión no se enumera entre las condiciones mínimas para tal unidad.
Por lo tanto, tras notar el texto de Trento, el tema
que enfrentamos al ver la totalidad de la tradición sugiere que se ha renovado
y fortalecido. Nos vemos, ahora, inclinados a sostener lo siguiente: la Iglesia
puede enseñar y ordenar su vida tal como lo hace, puede hacerlo “de acuerdo con
la enseñanza del evangelio” (Mc. 9:1-12) y con el apóstol (1 Cor. 7); tal como
lo enseña Trento. Sin embargo, al parecer ella también puede –según este
concilio- permitir todavía algo más. Entonces, tenemos que preguntarnos: ¿si
ella puede hacerlo, no debe también hacerlo? ¿Acaso no tiene ella
todo el derecho de imponer una exigencia de tal peso si es también ella quien debe
imponer esa exigencia, si ella misma está limitada por ésta? ¿Acaso el que “sea
capaz de hacerlo de otra manera” no se convierte en una obligación a la
misericordia, a la debida comprensión del evangelium (la buena nueva)?
En primer lugar, tenemos que responder a esto de modo
muy formal: si el “puede” en vista de la necesidad humana fuese un “debe”, el mantenimiento
de la otra posibilidad es –por consiguiente- solo una decisión arbitraria entre
dos posibilidades igualmente válidas. Si se tratase de una decisión que
finalmente no tuviese base real, tendríamos que abandonar la declaración
tridentina junto a sus bases bíblica y patrística. Luego, no sería precisamente
verdad que la Iglesia puede tanto enseñar como vivir [según enseña]. Y todavía
tenemos que añadir que el evangelio, si lo dejamos hablar por sí mismo, no dice
precisamente lo que según nuestra opinión sería un evangelium
(buena nueva) para los hombres.
De esta manera, es evidente que el “puede” no conlleva
el mismo significado en ambas instancias. Se trata de algo que ya es evidente
en el tratamiento diferenciado que le da Orígenes a los dos aspectos: la
práctica inicial de la Iglesia oriental claramente permanece siendo “contrario
a la escritura”, “contrario a lo que ha sido establecido desde el principio”; y
solo tiene a su favor el hecho de que “no es totalmente irrazonable” y que se lleva
a cabo “para abandonar situaciones todavía peores”. Esto significa, empero, que
en realidad –evaluado a plena luz- no podemos hablar adecuadamente de
una bilateralidad de los hechos, sino solo de una realidad que en sí misma es
clara y en relación a la cual surge una cierta falta de claridad en sus márgenes.
En otras palabras: la Iglesia puede, ciertamente,
elegir o no elegir, ya sea a la una o a la otra. Por sí misma, solamente puede vivir
y enseñar “de acuerdo a la enseñanza del evangelio y del apóstol”. Pero esto no
excluye por completo los casos extremos en donde, a fin de abandonar situaciones
peores, ella tenga que situarse por debajo de lo que –estrictamente hablando-
tiene que ser hecho. Hay dos de tales casos límite de carácter colectivo que se
dieron hasta aquel punto del tiempo (es decir, hasta el Concilio de Trento): la
fase transicional que tuvo lugar entre el paganismo y la cristiandad (Gregorio II);
y la unidad de la Iglesia, que requirió de una limitación de las exigencias al
mínimum. Nadie podría asegurar que éstos han sido los únicos y últimos casos en
que debimos preguntarnos con detalle y con sumo cuidado en dónde concretamente
podemos ser flexibles y en dónde no. Lo que no es posible es deponer una norma
universal que hace que sea generalmente posible lo que en sí mismo es imposible.
IV. Conclusiones.
El resultado de este recorrido puede resumirse en dos
tesis.
1. El matrimonio de las personas bautizadas es
indisoluble. Esta es una clara e inequívoca directiva de la fe de la Iglesia de
todos los siglos, de una fe que se nutre de las escrituras. Se trata de una
directiva categórica, no está a disposición de la Iglesia sino que se le
concede a la Iglesia para que dé testimonio de ella y la realice; sería
irresponsable dar la impresión de que algo de este punto pudiese ser
cambiado. El “sí” del matrimonio en la Iglesia participa de la definitividad de
la definitiva decisión de Dios por el hombre, la cual realizó en el momento en
que se hizo visible como posibilidad humana y la misma que continúa en la “decisiva
decisión” de Dios por el hombre presente en la decisiva decisión del hombre por
el hombre. El matrimonio es una de aquellas decisiones fundamentales de la
existencia humana que solo puede realizarse de manera plena o dejar de hacerlo,
precisamente porque ahí se ve implicado el hombre como totalidad, con todo su
ser, hasta aquella profundidad en donde, tocado por Cristo, transformado, es
llevado a su “yo” abierto sobre la cruz y abierto por todos nosotros [26]. Esto
es lo que se significa cuando denominamos al matrimonio como “sacramento” [27].
El matrimonio no permanece en la “ley” sino que es
incorporado al evangelio como realidad de la decisiva decisión; y es así
estructurada por tal decisión como cristiana. Esto significa que, en este
punto, hay dos tendencias fundamentales del pensamiento moderno que demuestran
ser incompatibles con la fe cristiana; o que demuestran que el matrimonio es
precisamente el punto en donde las fundamentales decisiones antropológicas se
hacen concretas y tienen que ser resueltas de una u otra forma. En primer
lugar, la reducción del ser a la consciencia, en donde solo lo que está
presente en la consciencia de un hombre es lo realmente válido para él (lo que
prácticamente significa un retroceso a la teoría precristiana-romana del
consentimiento: si el consentimiento deja de existir –dice la teoría- deja de
existir también el matrimonio [28]). Teorías como ésta, por las que un
matrimonio puede morir y dejar de existir, son formas de este fenomenologismo
que reduce al hombre a su consciencia, ocultándole así aquella profundidad que
la fe le quiere abrir.
Junto a esto –y en sentido casi similar a lo ya dicho-
se encuentra la reducción del ser al tiempo, que reconoce solo la secuencia del
devenir y pierde lo que está más allá del mismo: la constancia del ser. En
contraste con esta venta del hombre a Cronos -y a los cambiantes dioses del
momento y la inmediatez- se sitúa Pistis, como fidelidad; el confiar en ella [o
el casarse con ella: im Trauen] mantiene al hombre en lo permanente y
quiebra el círculo de repeticiones, dándole a aquel la posibilidad de
crecimiento, de un avance que tiene a la propia fidelidad como condición.
2. La Iglesia es la Iglesia de la Nueva
Alianza, pero vive en un mundo en donde la “dureza del corazón” (Mt. 19:8) del
Antiguo Testamento permanece inmutable. Ella no puede dejar de predicar la fe
en la Nueva Alianza, pero con bastante frecuencia debe comenzar su existencia
concreta un poco por debajo del umbral de la palabra de la escritura. Por lo
tanto, en claras situaciones de emergencia, es posible permitir limitadas
excepciones a fin de abandonar situaciones peores. Y el criterio para tal
acción debe ser el siguiente: un acto “contrario a lo que está escrito” debe
ser limitado si no invoca la forma fundamental, la forma a partir de la cual la
Iglesia vive. Está, por consiguiente, limitado al carácter de excepción y de
ayuda ante necesidades urgentes; tal como lo fue la transicional situación
misionera y la verdadera situación de emergencia durante la unidad de la
Iglesia.
Es así que surge ahora el cuestionamiento práctico de
si podemos invocar tal situación de emergencia en la Iglesia de hoy, y si
podemos describir una excepción que satisfaga este criterio. Me gustaría
intentar -con todo el recaudo necesario- la formulación de una propuesta
concreta que considero se halla dentro de este ámbito. Cuando un primer
matrimonio se halla quebrado desde hace mucho tiempo y de una manera
recíprocamente irreparable, y en donde –por el contrario- un posterior
matrimonio haya demostrado ser durante largo tiempo una realidad moral y llena
del espíritu de fe, en especial en cuanto a la educación de los hijos (de tal manera que
la destrucción de este segundo matrimonio pudiese destruir esa grandeza moral y
ocasionar así un daño a tal carácter), se debería conceder la posibilidad -de
una forma no judicial y sustentándose en el testimonio del pastor y de los
miembros de la Iglesia- de admisión a la comunión a quienes viven en ese segundo matrimonio. Tal arreglo me parece que está de acuerdo con la tradición
por dos razones:
a) Debemos recordar enfáticamente el espacio de discrecionalidad
que se erige en todo proceso de nulidad. Esta discreción y las irregularidades
que inevitablemente resultan de la situación educacional de las partes
afectadas así como de sus posibilidades financieras, tendrían que prevenirnos
contra la idea de que la justicia puede verse intachablemente satisfecha de
esta manera. Más aún, muchas cosas simplemente no están sujetas a juicio legal
y sin embargo son reales. El tema procesal debe limitarse necesariamente a lo
legalmente probable, pero por esa misma razón puede pasar por alto hechos
cruciales. Sobre todo los criterios formales (los errores formales u omisiones
conscientes de la forma eclesiástica), reciben así una importancia tal que
conducen a injusticias. En general, transferir el tema al acto constitutivo del
matrimonio es de hecho legalmente inevitable, pero sigue siendo una reducción
del problema que no hace plena justicia a la naturaleza de la acción humana. El
proceso de anulación provee de un concreto conjunto de criterios para poder
determinar que los estándares del matrimonio entre los creyentes no son
aplicables a un matrimonio en particular. Pero el mismo no agota el problema y,
por tal razón, no puede pretender aquella estricta exclusividad que tenía que
atribuírsele bajo el reinado de cierta forma de pensamiento.
b) El requisito que exige a un segundo matrimonio que
haya probado durante largo tiempo una grandeza moral y que haya vivido en el
espíritu de la fe, se corresponde con aquel tipo de tolerancia que es palpable
en Basilio, por el que –tras una larga penitencia- la comunión le es concedida
al digamus (a quien vive en un
segundo matrimonio) sin que se anule su segundo matrimonio; lo cual se realiza
confiando en la misericordia de Dios, que no deja la penitencia sin respuesta.
Si en el segundo matrimonio surgen obligaciones morales hacia los hijos, la
familia y la mujer, y no existen compromisos similares del primer matrimonio; y
si de esa manera, por razones morales, el abandono del segundo matrimonio es
inadmisible y –por otra parte y en sentido práctico- la abstinencia no se
presenta como una posibilidad real (magnorum
est, afirma Gregorio II), entonces la apertura de la comunidad para la
comunión luego de un periodo de prueba no parece ser sino justa y en plena
consonancia con la tradición de la Iglesia. La concesión de la communio no depende aquí de un acto que sea
inmoral ni tampoco –en sentido práctico- imposible.
La diferenciación intentada respecto a la mutua relación
entre la tesis 1 y 2, me parece que está de acuerdo con la cautela de Trento,
si bien como regla práctica ésta va aún más allá: se mantiene con todo su vigor
el anatema contra la enseñanza que quiera hacer de la forma fundamental de la
Iglesia un error o una costumbre que debería ser superada. El matrimonio es un
sacramento, permanece bajo la fundamental forma irrevocable de la decisiva decisión.
Pero esto no significa que la comunidad eucarística de la Iglesia no abrace a
aquellas personas que aceptan esta enseñanza y este principio de vida mientras se
encuentran en una dificultad particular, una por la que necesitan especialmente
de la plena comunión con el Cuerpo de Cristo. La fe de la Iglesia, por lo
tanto, seguirá siendo un signo de contradicción; es esencial para ella. Y
precisamente por este hecho, sabe que está siguiendo al Señor, quien le anunció
a sus discípulos que no deberían esperar estar por encima de su maestro, quien sería
rechazado por piadosos y liberales, por judíos y gentiles.
…
* Originalmente publicado en alemán
como: “Zur Frage nach der Unauflöslichkeit der Ehe: Bemerkungen zum
dogmengeschichtlichen Befund und zu seiner gegenwärtigen Bedeutung” en Ehe
und Ehescheidung: Diskussion unter Christen, Kösel-Verlag, München, 1972,
pp. 35-56.
1. Aquí ha de darse por hecho el análisis del testimonio
bíblico. Claro que también sería imposible pretender algún tipo de totalidad
respecto a la tradición post-bíblica o (dado los muchos trabajos sobre este
tema) respecto a las obras recientes. Sin embargo, este trabajo ha sido
compuesto sobre la base de tales fuentes en un intento por expresar su
perspectiva de la manera más clara posible.
2. La literatura al respecto se ha incrementado de
forma abundante recientemente. B. Kötting ha resumido los principales hallazgos
de su disertación sobre este tema -(Bonn, 1940) lamentablemente aun sin
publicarse- en su artículo: “Digamus”, RAC III, pp. 1016-1024. Cf.
también A. Oepke, “Ehe”, en: RAC IV, pp. 650-666; G. Delling,
“Ehebruch”, ibid., pp. 666-677, “Ehegesetze”, ibid., pp. 677-680, y
“Ehescheidung”, ibid., pp. 707-719. Para escritos recientes sobre el tema,
véase sobre todo a P. Stockmeier, “Scheidung und Wiederverheiratung in der
alten Kirche”, ThQu 151 (1971), pp. 39-51; O. Rousseau, “Scheidung und
Wiederheirat im Osten und im Westen”, Concilium 3 (1967), pp. 322-334; y
de manera especial, sobrepasando a los anteriores, véase el comprensivo estudio
de H. Crouzel, L'Église primitive face au divorce, Paris, 1971.
3. Es revelador el hecho de que, según Basilio -en su Ep.
188.4 (PG. 32.673 A) y Ep. 199.18 (PG. 32.717 A-B)- en la Iglesia de Capadocia
se imponía uno o dos años de penitencia eclesial al digamista, es decir, sobre aquel que se había vuelto a casar luego
de quedar viudo; tres le eran impuestos al trigamista
y así por el estilo; cf. Kötting, “Digamus”; Crouzel, “L'Église primitive,” 148ff.
La tesis de O. Rousseau que sostiene que la práctica más laxa -que luego sería
aceptada por la Iglesia oriental- no deriva de una adecuada interpretación de
la cláusula de fornicación, y por lo tanto no de una interpretación del Nuevo
Testamento, es –a pesar de las dudas de Manns de esta afirmación (“Die
Unauflöslichkeit der Ehe im Verständnis der frühmittelalterlichen Bußbücher”,
en: N. Wetzel [ed.], Die öffentlichen Sünder oder Soll die Kirche
Ehen scheiden?, Mainz 1970, 47f. u. 280)- completamente congruente con los
textos, tal como ha sido posteriormente corroborado por Crouzel. Por lo tanto,
tras un examen del material, debo corregir la sospecha que expresara en ThQu
149 (1969), p. 72; en donde sostenía que en la comunidad de la Iglesia
representada por Mt.5 y 19, existía la práctica del divorcio y segundas nupcias
en caso de adulterio; pero en vistas de la completa unanimidad de la tradición
de los primeros cuatro siglos sobre el efecto contrario, esta posición es
totalmente improbable.
4. El
tratamiento inequitativo que se da al hombre y a la mujer vuelve a estar
presente en los así llamados “Cánones de Basilio”, es decir, en las
regulaciones de la Iglesia de Capadocia que él registra; aunque la mezcla de
perspectivas judías, grecorromanas y neotestamentarias sobre el matrimonio
contenidas en ella las hace difícil de interpretar. Basilio fue muy consciente
de tal contradicción, tal como lo muestra en el Canon 77: “Aquel que se separa
de la esposa que le ha sido legalmente confiada y se casa con otra, ha de
ser –según la palabra del Señor- juzgado
como adúltero. Pero a través de nuestros padres se ha estipulado que […]” (PG.
32.804f.). Es evidente que la regulación canónica de los “padres” y la palabra
del Señor se contradecían entre sí. Qué desafío resulta protestar contra esto.
El cásico ejemplo de un tratamiento desigual al hombre y a la mujer es Ambrosiastro:
véase a Anm. 10 y 11. Del otro lado está Jerónimo, Ad Oceanum, 3
CSEL 55.39: Aliae sunt leges Caesarum, aliae Christi; aliud Papinianus,
aliud Paulus noster praecipit. Apud illos in viris pudicitiae frena laxantur
et, solo stupro atque adulterio condemnato, passim per lupanaria et ancillubas
libido permittitur; quasi culpam dignitas faciat, non voluptas. Apud nos, quod non
licet feminis, neque non licet viris; et eadem servitus pari condicione
censetur | Unas son
las leyes del César, otras son las de Cristo; algunas son de Papiano, algunas
las ha ordenado nuestro Pablo. Entre los hombres, la pureza refrena la soltura
y solo se condena la fornicación y el adulterio. Pues en todas partes se permite la
lujuria con mujeres lascivas y con siervas, como si la culpa hiciese a la
dignidad y no se tratase del placer [carnal]. En cuanto a nosotros, lo que no es lícito
para las mujeres tampoco es lícito para los hombres; y lo mismo vale para los
siervos con condiciones así estimadas |. Y una afirmación similar se encuentra en Gregorio
Nacianceno, Oratio 37.6, PG. 36.289.
5. Véase por
ejemplo a Clemente de Alejandría, Stromata 2.23.145, GCS. 2.193: ό δέ
άπολελυμένην λαμβάνων γυναίκα μοιχάται, φησίν, έάν γάρ τις άπολύσή γυναίκα,
μοιχάται αύτήν, τουτέστιν άναγκάζει μοιχευθήναι | Y esto comprende por
completo a la mujer adúltera, pues se afirma que, “en verdad, si alguien deja
libre a su mujer, la hace adúltera”; es decir, la fuerza al adulterio |. Un
interesante texto se halla en Hilario, en Mt. 4.22, PL. 9.939: Nam cum lex
libertatem dandi repudii ex libelli auctoritate tribuisset, nunc marito fides
evangelica non solum voluntatem pacis indixit, verum etiam reatum coactae in
adulterium uxoris imposuit, si alii ex discessionis necessitate nubenda sit,
nullam aliam causam desinendi a coniugio praescribens, quam quae virum
prostitutae uxoris societate pollueret | Por lo que, con la libertad que concede la
ley, ha de darle el divorcio según el libelo permitido por la autoridad;
entonces la fe evangélica del marido no solo proclama su voluntad de paz sino
que también impone sobre la esposa adúltera la deuda recabada. Y si desde esa
separación necesitase a otra mujer, que la misma sea casadera. No se prescribe ninguna
otra causa para terminar con un matrimonio, ya que el hombre con una esposa
prostituta deshonra a la sociedad |. Hilario, por lo tanto, entiende el λόγοσ
πορνείασ, la palabra “fornicación” de Mt.5:32 y 19:9,
como la prostitución de la mujer, que es así el único fundamento válido para el
divorcio. La idea de que la separación de la mujer fuerza a ésta al adulterio y
convierte al hombre en culpable de la misma falta, también se halla en los
Cánones de Basilio; cf. Crouzel, L’Église primitive, 142ff. Jerónimo
ofrece una peculiar interpretación de la cláusula sobre la fornicación:
“En el caso de fornicación o sospecha de la misma [!], es posible separarse de
la parte culpable. Pero a menos que aquella parte separada se sujete a sí misma
a la sospecha, no es posible volver a casarse”, In evang. Mat. comm. 3.19.9,
PL. 26.135.
6. De bono
coniugali 24.32, CSEL 41.226; cf. De nuptiis et concupiscentia
1.10.11, CSEL 42.222.
7. De bono
coniugali, ibid.
8. De
nuptiis 1.10.11, CSEL. 42.222. A pesar de esta concepción inequívoca, que
para Agustín era una expresión de la fe de la Iglesia, en casos muy limitados
fue capaz de permitirse cierto grado de manejo práctico de tales observaciones.
Como es bien sabido, lo demostró en su De fide et operibus 19.35 (PL.
40.221): aquel que se ha separado de su esposa y se ha vuelto a casar, puede
“según mi opinión” y “en este caso”, permitírsele que vuelva a comulgar. Es de
esta manera que tenemos que interpretar el término venialiter de este
pasaje. Resulta confuso que Manns, en su “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, p. 47,
lo traduzca para decir que, según Agustín, es tema de un “error perdonable y
comprensible”. Crouzel bien lo dice en su L’Église primitive, p. 333: en
De fide et operibus, Agustín habla “avec une certaine attitude
pastorale” [con clara actitud pastoral]. Agustín no admite la tesis dogmática
que es base de prácticas similares e incluso más radicales en la Iglesia de su
tiempo (a saber, la idea de la salvación a través de la fe sin obras), “mais il
ne refuse pas absolutement toutes ses solutions” [pero tampoco rechaza por
completo todas sus soluciones]. El curso posterior de este estudio, por lo
tanto, mostrará que el padre de la Iglesia de Hipona refleja de manera precisa
la actitud fundamental de toda la tradición.
9. ήδη δέ
παρά τά γεγραμμένα καί τινες τών ήγουμένων τής έκκλησίας έπέτρεψάν τινα ώστε
ζώντος τού άνδρός γαμείσθαι γυναίκα, παρά τό γεγραμμένον μέν ποιούντες [...] ού
μήν πάντη άλόγως· είκός γάρ τήν συμπεριφοράν ταύτην συγκρίσει χειρόνων
έπιτρέπεσθαι παρά τά άπ' άρχής νενομοθετημένα καί γεγραμμένα. | Ahora bien,
contrario a lo que está escrito, ciertos líderes de la Iglesia permiten que una
mujer se case mientras su esposo está vivo. Así, establecen lo que es contrario
a la escritura […] pero no es, en verdad, totalmente insensato. Al parecer, tal indulgencia, contraria a lo que desde el principio ha sido ordenado y
está escrito, fue permitida para evitar situaciones peores |, en Mt.
14.23, PG. 13.1245.
10. Así es
citado por Graciano, Dec. P2C32q7c17. El original, en PL. 17.218B, de
alguna manera es más detallado y matizado, pero la afirmación en sí es
reproducida de manera exacta por Graciano. Para notar las consecuencias que
este texto tuvo en el Concilio de Trento, véase a P. Fransen, “Das Thema
Ehescheidung nach Ehebruch auf dem Konzil von Trient” (1563), en: Concilium
6 (1970), pp. 343-348.
11. Ep.
217.77, PG. 32.804f, se señalan siete años de penitencia eclesial, a saber: un año en la
fase de lamentación, dos años como escucha, tres años arrodillándose, y el
séptimo año podía –sin recibir la comunión- participar de la misa de los
fieles.
12. Cf. Crouzel
y la amplia literatura enlistada en la nota 2 –no tocada aquí- que trata sobre
la legislación sinodal y la patrística posterior.
13. No conozco ningún estudio satisfactorio de los textos de Graciano que
aprecien esto; incluso en R. Weigand,
“Das Scheidungsproblem in der mittelalterlichen Kanonistik”, en ThQu 151
(1971), pp. 52-60, Graciano es tratado solo de manera sumaria. Claro que el
siguiente análisis de ninguna manera puede agotar la problemática histórica y
material de P2C32q7 del decreto, en donde las múltiples capas de la tradición
milenaria vienen a reunirse. Quizás las sugerencias que aquí se dan puedan, sin
embargo, indicar la importancia del texto y conceder cierta dirección para
mayores reflexiones. Para ver el complicado material de inicios del periodo
medieval, desde el cual Graciano tomó los fragmentos que llegarían a tener
mayor impacto pero que no detallaremos aquí, véase a P. Manns, “Die
Unauflöslichkeit der Ehe”, pp. 42-75, y pp. 275-302.
14. Decr.
P2C32q7c18. La carta data del 22 de noviembre del 726; cf. Jaffé-Ewald, 2174;
P. Manns, “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, 52f.
15. Ibid., c24
(cf. los textos aducidos en c20-23, que tratan de casos similares). El texto
remite a todo suceso en tiempos de Pipino el Joven e inicialmente se halla
–hasta donde puedo ver- en el Capitulario Vermeriense, MGLL.I.23, n. 11. Sobre
el texto c23 que está relacionado y que Graciano atribuye al Papa Zacarías,
véase a Manns, “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, p. 285, nota 93.
16. Graciano,
sobre el c18: Illud Gregorii sacris
canonibus, immo evangelicae et apostolicae doctrinae penitus invenitur adversum
| Estos sagrados cánones de Gregorio, por desgracia, se hallan profundamente
en contra de la doctrina evangélica y apostólica.
17. Graciano,
sobre el c19-23: [...] Illud vero
Gregorii ad Bonifatium Anglicis pro tempore permissum est [...]. | [...] Se
trata, en verdad, de un permiso temporal de Gregorio al inglés Bonifacio [...].
18. Sobre este
punto, véase la respuesta a la pregunta de Rousseau, “Scheidung und
Wiederheirat im Osten und im Westen” (nota 2); así como la presentación sobre
el desarrollo del sistema legal en el Imperio Romano de Oriente, en N. van der
Waal, “Aspekte der geschichtlichen Entwicklung in Recht und Lehre. Einfluß des
profanen Rechts auf die kirchliche Eheauffassung im Osten”, en: Concilium
6 (1970), pp. 337-339. En contraste con esto, Crisóstomo sostuvo con total
claridad que: Μή γάρ μοι τούς παρά τοίς έξωθεν κειμένους νόμους άναγνώς […] Ού γάρ δή κατά τούτους σοι μέλλει κρίνειν τούς νόμους ό Θεός έν τή ήμέρά έκείνή, άλλά καθ' ούς αύτός έθηκε | En cuanto a mí, no establezco lo que sea contrario o ajeno a las leyes escritas […] Y por eso ustedes no han de estar
en contra de las mismas, pues las leyes de Dios los juzgarán en aquel
día; pero ellos han establecido lo contrario (Hom. de libello repudii
PG. 51.219) |. Cf. Ambrosius, Expos.
Ev. sec. Luc. 8.5 CSEL 32.4 S. 394: Dimittis
ergo uxorem quasi iure, sine crimine, et putas id tibi licere quia lex humana
non prohibet; sed divina prohibet [...] Audi legem Domini, cui obsequuntur
etiam qui leges ferunt [...] | Despide, entonces, a tu esposa como si fuese
justo y no un crimen; y piensa que te está permitido porque la ley humana no lo
prohíbe, pero lo prohíbe la ley divina […] Atiende a la ley del Señor, a la cual
observan incluso quienes acogen a las leyes […].
19. Cf. N. van
der Waal, “Aspekte der geschichtlichen Entwicklung” (nota 18).
20. Cf. P.
Fransen, Das Thema “Ehescheidung nach Ehebruch” (nota 10).
21. Lo cito de
acuerdo a la edición de O. Clemen I, Berlín 6, 1966, p. 496, líneas 23-33. Para
la comprensión de Trento, es importante que se comience aquí con la sección De
matrimonio (p. 486, 30f): Matrimonium
[...] sine ulla scriptura pro sacramento censetur | El matrimonio […] sin ninguna escritura se
considera sacramento |. Por encima del mismo hay abundantes comentarios como
estos: Quod si assit eruditio diuinae
legis, cum prudentia naturali, plane superfluum et noxium est scriptas leges
habere. Super omnia autem Charitas nullis prorsus legibus indiget | Pues si
se posee conocimiento de las leyes divinas con natural habilidad, es
completamente abrumador y peligroso tener leyes escritas. Ya que, por encima de
todo, la caridad no necesita de leyes en lo absoluto (p. 491, 15-18) |. Disce ergo in hoc uno matrimonio, quam
infoeliciter et perdite omnia sint confusa, impedita, irretita, et periculis
subiecta, per pestilentes, indoctas impiasque traditiones hominum quaecunque in
Ecclesia geruntur, ut nulla remedii spes sit, nisi reuocato libertatis
Euangelio, secundum ipsum, extinctis semel omnibus omnium hominum legibus,
omnia iudicemus et regamus. Amen | Aprende, por lo tanto, en este solo
matrimonio, cuán desgraciados y desesperados son todos los demás, cuán
impedidos, complicados y sujetos a peligros, a las pestilentes, ignorantes e
impías tradiciones que generan los muchos hombres de la Iglesia; y no tienen
ninguna esperanza de curación a menos que recuperen la libertad del evangelio,
según el cual, una vez extinguidas la totalidad de leyes de todos los hombres,
juzgaremos y gobernaremos todo. Amén. (p. 494, 35-41) |. El profundo dolor,
desde cuya perspectiva se debe comprender la agitación de Lutero, puede
observarse en un pasaje como este: Nihil
enim est impedimentorum hodie, quod intercedente mammona non fiat legitimum, ut
leges istae hominum non alia causa uideantur natae, nisi ut aliquando essent
auaris hominibus rapacibusque Nimbrotis rhetia pecuniarum et laquei animarum,
staretque in Ecclesia dei loco sancto Abominatio ista [...] | En verdad, no
hay nada que sea un impedimento [para el matrimonio] en la actualidad, pues la
intercesión de la riqueza no lo hace legítimo y estas leyes tuvieron a los
hombres y no otra causa para venir a surgir; y algunos de aquellos son, además,
rapaces hombres avaros de Nimrod, que cazan el dinero y atrapan a las almas.
Estar en la Iglesia de Dios, en el santo lugar, es una abominación […] (p. 490, 33-38) |.
22. Véase p. 496,
19f.: [...] digamiam [...] an liceat,
ipse non audeo definire | [...] la digamia [...] si es lícita, no me atrevo
a delimitarla |. Y la línea 40f.: Ego
sane, qui solus contra omnes statuere in hac re nihil possum [...] | Yo, en verdad, que en este asunto estoy
solo y contra todos, nada puedo [...] |.
23. DS. 1807,
can.7, Canones de sacramento matrimonii.
24. P.497.13-16: Sola autoritate Papae aut Episcoporum hic
diffiniri nihil uolo, sed, si duo eruditi et boni uisi in nomine Christi
consentirent, et in spiritu Christi pronunciarent, eorum ego iuditium praeferrem
etiam Conciliis [...] | Por la sola autoridad del Papa o de los obispos me rehúso a finalizar
esto aquí. Pues si dos sabios
y bondadosos consintieran aparecer en nombre de Cristo y se pronunciaran en el
espíritu de Cristo, yo preferiría aceptar su juicio al del Concilio [...] |.
25. Cf. P. Fransen,
“Das Thema Ehescheidung nach Ehebruch”, p. 345 y 347.
26. Sobre la
noción de la “decisiva decisión”, véase a H. Schlier, Das Ende der Zeit,
Freiburg 1971, pp. 297-320; sobre la idea del carácter definitivo, véase a J.
Ratzinger, “Zur Frage nach dem Sinn des priesterlichen Dienstes”, en: GuL 41 (1968), pp. 347-376; sobre este
punto en 373ff.
27. Véase mi
“Theologie der Ehe”, en: ThQu 149
(1969), pp. 53-74, y sobre este punto las pp. 54-60.
28. Cf. N. van der Waal, “Aspekte der geschichtlichen
Entwicklung” (nota 18), p. 337; y para un examen más detallado, véase a Delling, en: RAC IV, 712 f.
…
…
Retractio.
por el Papa emérito, Benedicto XVI.
2014.
La Iglesia es la Iglesia de la Nueva Alianza, pero vive en un mundo en el cual
sigue existiendo inmutada esa “dureza del corazón” (Mt 19, 8) que empujó a
Moisés a legislar. Por lo tanto, ¿qué puede hacer concretamente, sobre todo en
un tiempo en el que la fe se diluye siempre más, hasta el interior de la
Iglesia, y en el que las “cosas de las que se preocupan los paganos”, contra
las cuales el Señor alerta a los discípulos (cfr. Mt 6, 32), amenazan con
convertirse cada vez más en la norma?
Antes que nada, y de manera esencial, debe anunciar de manera convincente y
comprensible el mensaje de la fe, intentado abrir espacios donde pueda ser verdaderamente
vivida. La curación de la “dureza del corazón” sólo puede llegar de la fe y
sólo donde ella está viva es posible vivir lo que el Creador había destinado al
hombre antes del pecado. Por ello, lo principal y verdaderamente fundamental es
que la Iglesia haga que la fe sea viva y fuerte.
Al mismo tiempo, la Iglesia debe seguir intentando sondear los confines y la
amplitud de las palabras de Jesús. Debe permanecer fiel al mandato del Señor y por
lo mismo no puede ampliarlo demasiado. Me parece que las denominadas “cláusulas
de la fornicación” que Mateo añadió a las palabras del Señor transmitidas por
Marcos, reflejan ya dicho esfuerzo. Se menciona un caso que las palabras de
Jesús no tocan.
Este esfuerzo ha continuado en el arco de toda la historia. La Iglesia de occidente,
bajo la guía del sucesor de Pedro, no ha podido seguir el camino de la Iglesia
del imperio bizantino, que se ha acercado cada vez más al derecho temporal,
debilitando así la especificidad de la vida en la fe. Sin embargo, a su manera
ha sacado a la luz los confines de la pertinencia de las palabras del Señor,
definiendo así de manera más concreta su alcance. Han surgido, sobre todo, dos
ámbitos que están abiertos a una solución particular por parte de la autoridad
eclesiástica.
1. En 1 Cor 7, 12-16, San Pablo –como indicación personal que no proviene del
Señor, pero a la que sabe estar autorizado– dice a los Corintios, y a través de
ellos a la Iglesia de todos los tiempos, que en el caso de matrimonio entre un
cristiano y un no-cristiano éste puede ser disuelto siempre que el no-cristiano
obstaculice al cristiano en su fe. De aquí, la Iglesia ha derivado el
denominado privilegium paulinum, que continúa siendo interpretado en su
tradición jurídica (cfr. CIC, can. 1143-1150).
De las palabras de San Pablo la tradición de la Iglesia ha deducido que sólo el
matrimonio entre dos bautizados es un sacramento auténtico y, por consiguiente,
absolutamente indisoluble. Los matrimonios entre un no-cristiano y un cristiano
sí que son matrimonios según el orden de la creación y, por tanto, definitivos
de por sí. Sin embargo, pueden ser disueltos en favor de la fe y de un
matrimonio sacramental.
Al final, la tradición ha ampliado este “privilegio paulino”, convirtiéndolo en
privilegium petrinum. Esto significa que el sucesor de Pedro tiene la potestad
para decidir, en el ámbito de los matrimonios no sacramentales, cuándo está
justificada la separación. Sin embargo, este denominado “privilegio petrino” no
ha sido acogido en el nuevo Código, tal como era -en cambio- la intención
inicial.
El motivo ha sido el disenso entre dos grupos de expertos. El primero ha
subrayado que la finalidad de todo derecho de la Iglesia, su metro interior, es
la salvación de las almas. De aquí se deduce que la Iglesia puede y está
autorizada a hacer lo que sirve al logro de tal finalidad. El otro grupo, al
contrario, defendía la idea de que los mandatos del ministerio petrino no deben
ampliarse demasiado y que es necesario permanecer dentro de los límites
reconocidos por la fe de la Iglesia.
Debido a la falta de acuerdo entre estos dos grupos, el Papa Juan Pablo II
decidió no acoger en el Código esta parte de las costumbres jurídicas de la Iglesia
y siguió confiándola a la Congregación para la Doctrina de la Fe que, junto con
la praxis concreta, debe examinar continuamente las bases y los límites del
mandato de la Iglesia en este ámbito.
2. En el curso del tiempo se ha desarrollado de manera cada vez más clara la conciencia
de que un matrimonio contraído aparentemente de manera válida, puede no haberse
concretizado de verdad a causa de vicios jurídicos o efectivos y, por lo tanto,
puede ser nulo. En la medida en que la Iglesia ha desarrollado el propio
derecho matrimonial, ella ha elaborado también de manera detallada las
condiciones para la validez y los motivos de posible nulidad.
La nulidad del matrimonio puede derivar de errores en la forma jurídica, pero
también, y sobre todo, de una insuficiente conciencia. Respecto a la realidad
del matrimonio, la Iglesia muy pronto reconoció que el matrimonio se constituye
como tal mediante el consentimiento de los dos cónyuges, que debe expresarse
también públicamente en una forma definida por el derecho (CIC, can. 1057
§ 1). El contenido de esta decisión en común es el don recíproco a través de un
vínculo irrevocable (CIC, can. 1057 § 2; can. 1096 § 1). El derecho
canónico presupone que las personas adultas sepan por sí mismas –a partir de su
naturaleza- qué es el matrimonio y, por consiguiente, que sepan también que es
definitivo; lo contrario debería ser demostrado de manera expresa (CIC, can.
1096 § 1 e § 2).
Sobre este punto, en los últimos decenios han surgido nuevos interrogantes. ¿Se
puede presumir hoy que las personas sepan “por naturaleza” sobre lo definitivo
y sobre la indisolubilidad del matrimonio, asintiendo con su sí? ¿O acaso no se
ha verificado en la sociedad actual, al menos en los países occidentales, un
cambio en la conciencia que hace presumir más bien lo contrario? ¿Se puede dar
por descontada la voluntad del sí definitivo o se debe más bien esperar lo
contrario; es decir, que ya desde antes se está predispuesto al divorcio? Allí
donde el aspecto definitivo sea excluido conscientemente no se llevaría a cabo
realmente el matrimonio en el sentido de la voluntad del Creador y de la
interpretación de Cristo. De esto se percibe la importancia que tiene hoy una
correcta preparación al sacramento.
La Iglesia no reconoce el divorcio. Sin embargo, después de lo apenas indicado,
ella no puede excluir la posibilidad de matrimonios nulos. Los procesos de
anulación deben ser llevados en dos direcciones y con gran atención: no deben
convertirse en divorcios camuflados; sería deshonesto y contrario a la seriedad
del sacramento. Por otra parte, deben examinar con la necesaria rectitud las
problemáticas de la posible nulidad y, allí donde haya motivos justos en
favor de la anulación, expresar la sentencia correspondiente, abriendo así una
nueva puerta para estas personas.
En
nuestro tiempo han surgido nuevos aspectos del problema de la validez. Ya he
indicado antes que la conciencia natural sobre la indisolubilidad del
matrimonio es ahora problemática y que de ello derivan nuevas tareas para el
procedimiento procesal. Quisiera indicar brevemente otros dos nuevos elementos:
a. El can. 1095 n. 3, ha inscrito la problemática moderna en el derecho
canónico allí donde dice que no son capaces de contraer matrimonio las personas
que “no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de
naturaleza psíquica”. Hoy, los problemas psíquicos de las personas,
precisamente ante una realidad tan grande como el matrimonio, se perciben más
claramente que en el pasado. Sin embargo, es bueno poner en guardia sobre
edificar la nulidad, de manera imprudente, a partir de los problemas psíquicos;
haciendo esto se estaría pronunciando fácilmente un divorcio bajo la apariencia
de la nulidad.
b. Hoy se impone, con gran seriedad, otra pregunta. Actualmente hay cada vez
más paganos bautizados, es decir, personas que se convierten en cristianas por
medio del bautismo, pero que no creen y que nunca han conocido la fe. Se trata
de una situación paradójica: el bautismo hace que la persona sea cristiana,
pero sin fe ésta es sólo -a pesar de todo- una persona pagana bautizada. El
can. 1055 § 2, dice que “entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial
válido que no sea por eso mismo sacramento”. Pero, ¿qué sucede si un bautizado
no-creyente no conoce para nada el sacramento? Podría también tener la voluntad
de la indisolubilidad, pero no ve la novedad de la fe cristiana. El aspecto
trágico de esta situación se hace evidente sobre todo cuando bautizados paganos
se convierten a la fe e inician una vida totalmente nueva. Surgen aquí preguntas
para las cuales no tenemos todavía una respuesta. Es, por lo tanto, más urgente
aún profundizar sobre ellas.
3. De cuanto dicho hasta ahora surge que la Iglesia de occidente (la Iglesia
católica), bajo la guía del sucesor de Pedro, por un lado sabe que está
estrechamente vinculada a la palabra del Señor sobre la indisolubilidad del
matrimonio; sin embargo, por el otro, ha intentado también reconocer los
límites de esta indicación para no imponer a las personas más de lo que es
necesario.
Así, partiendo de la sugerencia del apóstol Pablo y apoyándose al mismo tiempo
en la autoridad del ministerio petrino, para los matrimonios no-sacramentales
ha elaborado ulteriormente la posibilidad del divorcio en favor de la fe. De la
misma manera, ha examinado en todos los aspectos la nulidad de un matrimonio.
La exhortación apostólica Familiaris Consortio, de Juan Pablo II, de 1981, ha
llevado a cabo un paso ulterior. En el número 84 está escrito: “En unión con el
sínodo, exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles
para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se
consideren separados de la Iglesia […]. La Iglesia rece por ellos, los anime,
se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza”.
Con esto, a la pastoral se le confía una tarea importante, que tal vez no ha
sido suficientemente transpuesta en la vida cotidiana de la Iglesia. Algunos
detalles están indicados en la propia exhortación. Se dice que estas personas,
en cuanto bautizadas, pueden participar en la vida de la Iglesia, que incluso
deben hacerlo. Se enumeran las actividades cristianas que para ellos son
posibles y necesarias. Sin embargo, tal vez sería necesario subrayar con mayor
claridad qué pueden hacer los pastores y los hermanos en la fe para que ellas
puedan sentir de verdad el amor de la Iglesia. Pienso que sería necesario
reconocerles la posibilidad de comprometerse en las asociaciones eclesiales y
también que acepten ser padrinos o madrinas, algo que por ahora no está
previsto por el derecho.
Hay otro punto de vista que se difunde: la imposibilidad de recibir la santa
eucaristía es percibida de una manera tan dolorosa sobre todo porque, en la
actualidad, casi todos los que participan en la misa se acercan también a la
mesa del Señor. Así, las personas afectadas aparecen también públicamente
descalificadas como cristianas.
Considero que la advertencia de San Pablo a autoexaminarse y a la reflexión
sobre el hecho de que se trata del Cuerpo del Señor debería tomarse otra vez en
serio: “Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues
quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1
Cor 11:28 y ss.). Un serio examen de uno mismo, que puede también llevar a
renunciar a la comunión, nos haría además sentir de manera nueva la grandeza
del don de la eucaristía y -por añadidura- representaría una forma de
solidaridad con las personas divorciadas que se han vuelto a casar.
Quisiera añadir otra sugerencia práctica. En muchos países se ha convertido en
una costumbre que las personas que no pueden comulgar (por ejemplo, las
personas pertenecientes a otras confesiones) se acerquen al altar, pero
mantengan las manos sobre el pecho, haciendo entender de este modo que no reciben
el Santísimo Sacramento, pero que piden una bendición, la cual se les otorga
como signo del amor de Cristo y de la Iglesia. Esta forma ciertamente podría
ser elegida también por las personas que viven en un segundo matrimonio y que
por ello no están admitidas a la mesa del Señor. El hecho que esto haga posible
una comunión espiritual intensa con el Señor, con todo su Cuerpo, con la
Iglesia, podría ser para ellos una experiencia espiritual que los fortalezca y
los ayude.