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Detalle del vitral Notre-Dame de la Belle Verrière
(ca. 1180) – Francia.
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Oración a la Virgen de Chartres.
por Henry B. Adams († 1918).
Señora llena de gracia:
simple, como cuando anteriormente pedí tu ayuda;
humilde, como cuando en vano recé por gracia
hace ya setecientos años; débil, agotado, dolorido
en el corazón y la esperanza, nuevamente pido tu ayuda.
Tú, que recuerdas todo, recuérdame a mí:
un académico inglés de nombre normando;
fui yo el millar que cruzó entonces el mar
para disputar en las escuelas de París y lograr la fama.
Cuando tu portal bizantino todavía era nuevo,
recé allí junto a mi maestro, Abelardo;
cuando el Ave Maris Stella fue
cantado por vez primera,
apoyé al canto allí, junto a san Bernardo.
Cuando Blanca [de Castilla] dispuso tu hermosa Rosa de Francia,
yo estaba entre los sirvientes de la reina;
y cuando san Luis [IX de Francia] hizo penitencia,
seguí descalzo los lugares en donde estuvo el rey.
Durante siglos te he confiado todas mis aflicciones,
y te he molestado con los murmullos de un niño;
tú has escuchado la tediosa carga de mis oraciones,
y no podrías habérmelas concedido, pero al menos sonreíste.
Si luego te dejé, no fue mi crimen;
o si fue un crimen, no fue solo mío.
Todos los niños deambulan junto al evasivo tiempo.
¡Perdóname también a mí! ¡Tú, que perdonaste una vez a tu Hijo!
Pues él te dijo: “¿No sabes acaso que yo
debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. Entonces,
buscando a su Padre siguió su camino
directo hacia la cruz a la que todos debemos ir.
Y así, yo también vagué entre las huestes
que atormentaban la tierra para encontrar el indicio del padre.
No encontré al Padre, pero perdí
lo que hoy valoro más: a la Madre, ¡a ti!
Pensé que la falta era tuya, pues mi búsqueda frustraste;
me volví y rompí tu imagen entronada,
arrojé mi ídolo y retomé mi marcha
para exigir el imperio del padre para mí.
Cruzando el mar hostil, nuestro ambicioso grupo
vio elevadas colinas y bosques sobre el azul;
¡Era el reino de nuestro padre en la tierra prometida!
La tomamos, y destronamos también al padre.
Y ahora somos el Padre, junto a nuestra prole,
rigiendo el infinito; no Tres sino Uno.
Hicimos nuestro mundo y vimos que era bueno,
nos adoramos a nosotros mismos y no tenemos Hijo.
Pero sí tenemos dioses, pues incluso nuestro tesón fortalecido
vacila frente a la energía que poseemos.
¿Quién será el amo? ¿Quién entre nosotros servirá?
¿Quién llevará los grilletes? ¿Quién llevará la corona?
Aunque somos valientes, tememos al rostro de la esfinge
o a responder al antiguo acertijo que ella todavía hace.
Fuertes como somos, nuestro coraje temerario se encoge
para no ver más allá del destajo de nuestras tareas.
Pero cuando tenemos que hacerlo, rezamos, como en el pasado
ante la cruz sobre la que fue clavado tu Hijo.
¡Escucha, preciada Señora!, oirás la última
de las extrañas oraciones con que la humanidad ha gemido.
Oración al dínamo.
¡Poder misterioso! ¡Amigo generoso!
¡Amo despótico! ¡Fuerza infatigable!
Tú y nosotros estamos cerca del final.
Ya seas tú o nosotros debemos inclinarnos
para llevar la cruz de los mártires.
Sabemos lo que podemos cargar
como hombres, y también de nuestra fuerza y debilidad:
por debajo de la fracción de un cabello;
y sabemos que nosotros, con toda nuestra atención
y conocimiento, no te conocemos.
Vienes en silencio, fuerza primaria,
no sabemos de dónde, cuándo o porqué;
te detienes un momento en tu curso
para jugar, y ¡oh!, cruzas
hacia ¡el Alfa Centauri!
No sabemos si eres amable
o si eres cruel en tu feroz carácter;
pero ya seas materia o seas mente,
creemos saber que tú eres ciega
y solo nosotros somos buenos.
Sabemos que la oración es descartada
porque solamente tú eres fuerza y luz,
una corriente que fluctúa; noche y día.
Bien sabemos esto, pero aún así rezamos,
porque la oración es infinita
¡tal como tú! Dentro de la esfera finita
que limita la impotencia del pensamiento,
buscamos una salida en donde sea,
pero solo hallamos que estamos aquí
y que tú eres, ¡no eres!
¿Qué es lo que somos, entonces? ¿Señores del espacio?
¿Las mentes cuyas tareas haces tú?
¿Jockeys que te montan en la carrera?
¿O somos átomos girando rápidamente,
configurados y controlados por ti?
¡Aun hay silencio! ¡Aun no está el final a la vista!
¡Ningún sonido como respuesta a nuestra súplica!
Luego, es gracias al dios que nos mantenemos firmes,
aunque destruimos al alma, la vida y la luz,
¡tendrás que responder o morir!
¡No somos mendigos! ¿Qué cuidado
ponemos en esperanzas o terrores, en amores u odios?
¿Qué hay del universo? Vemos
solo nuestro destino cierto
y la palabra última del sino.
¡Toma, entonces, al átomo! ¡Quebranta sus conexiones!
¡Rasga su esencial
secreto!
¡Redúcelo a
nada! Aunque él
nos señala a nosotros y su viva sangre me unge
a mí, ¡el rey-átomo muerto!
¡Curiosa oración, preciada Señora! ¿No es así?
¡Extrañamente diferente a las oraciones que te rezo a ti!
Y más extraña aun, pues tú me hallas en este lugar,
aquí, a tus pies, pidiéndote ayuda otra vez.
Lo más extraño de todo es que he dejado de esforzarme,
ya no me preocupo por el nuevo cuño con que golpeará el destino.
En verdad, eso no importa. El destino nos concede
ciertas respuestas; pero todas las respuestas son iguales.
Así que mientras lentamente torturamos y atormentamos a la muerte,
y mientras esperamos por lo que nos mostrará el vacío final,
aquí en la espera siento la energía de la fe,
pero no en la ciencia del futuro, ¡sino en ti!
El hombre que resuelve el infinito y necesita
de la fuerza de los sistemas solares para su actividad,
no habrá de necesitarme a mí, ni le importarán demasiado los hechos
que me hicieron glorioso al amanecer del día.
Él me enviará, destronado, a reclamar mis derechos:
sobrevivientes fósiles de una edad de piedra,
entre hombres de las cavernas y trogloditas
que tallan al mamut en los huesos del mamut.
Él olvidará mis pensamientos, mis actos y mi fama
a medida que olvidemos las sombras del crepúsculo,
o que registremos el eco de un nombre
según los rasgones en el colmillo del mamut.
Pero cuando, al igual que yo, también él haya hollado las huellas
que lo conducen al poder por encima del control,
tampoco tendrá otra alternativa que vagar de nuevo
y sumergirse en una desesperanzada impotencia del alma
delante de la majestad de tu gracia y de tu amor,
de la pureza, la belleza y la fe;
en las profundidades de la ternura, por debajo; y por encima,
en la gloria de la vida y de la muerte.
Cuando tu portal bizantino todavía era nuevo,
vine aquí con mi maestro, Abelardo;
cuando el Ave Maris Stella fue
cantado por vez primera,
me uní para cantarlo aquí, junto a san Bernardo.
Cuando Blanca dispuso tu hermosa Rosa de Francia,
con prendas de ilustre esperé a la reina;
cuando san Luis hizo penitencia,
mi oración fue profunda como la suya y aguda era mi fe.
Acerca de qué premio más elevado traerán setecientos años
o qué disputas más mortales habrá por un mayor terreno abierto,
o qué inmortalidad escurrirán nuestras fuerzas
desde el tiempo y el espacio, podemos o no inquietarnos.
Pero los años, las épocas o la eternidad
me encontrarán todavía ante tu trono,
reflexionando sobre el misterio de la maternidad,
del alma dentro del alma, ¡de la madre y el niño siendo uno!
¡Ayúdame a ver! No con una mirada mímica
¡sino con la tuya!, que porta un resplandor similar al sol
y concede a los rayos que ves con luz en la luz,
enlazando a todos los soles, estrellas y mundos en uno solo.
¡Ayúdame a conocer! No mi fingido arte
sino a ti, que te supiste libre de las leyes;
le diste a Dios tu fuerza, tu vida, tu mirada, tu corazón,
y tomaste de él el pensamiento, que es la causa.
¡Ayúdame a sentir! No con mis sentidos de insecto
sino con los tuyos, que sienten toda vida viviendo en ti,
al infinito corazón latiendo a partir de ti,
¡a la infinita pasión respirando el aliento que tú trazas!
¡Ayúdame a llevar la carga! No de mis pesos infantiles
sino de los tuyos, de quien asumió el fracaso de la luz,
fuerza, conocimiento y pensamientos de Dios,
¡la fútil locura del infinito!
...
Adams
H. (1920). Letters to a Niece and Prayers to the Virgin of Chartres, pp.
125-134. EUA: Houghton Mifflin Company.