25.9.15






















Noli docere magiſtrum tuum.

En el siguiente escrito intentaré reflejar, de manera sencilla, mi primera impresión sobre el artículo: Apártate de mí, Satanás, de Antonio Caponnetto.

Dado que no frecuento el presente tipo de apreciaciones, y ya que este no es el espacio adecuado para generar una discusión, luego de compartirlo con ustedes por algunos días eliminaré esta entrada. Sentí necesidad de expresarlo porque esta obra pareciera ser -y bien pueden disentir al respecto- una muestra de aquella árida racionalidad que puede volverse contra nosotros mismos toda vez que no se ve acompañada por una interioridad suficientemente humedecida en la contemplación.  

Sin duda, el artículo es un texto construido con reflexiòn, uno en el que el autor hace gala de sus amplios conocimientos sobre religión cristiana y cultura general. Mientras se centra en el pasaje de Mateo 16:22-23, su primera parte resulta ciertamente instructiva. En ella, el profesor repasa en forma sucinta tanto comentarios de expresión moderna como otros de fuentes más antiguas; todas las cuales, claro, refieren a su selección neotestamentaria.

Sin embargo, si bien su construcción es buena, todavía se le pueden hacer correcciones. Por ejemplo, cuando sostiene que “el verbo utilizado por el Señor para ordenarle a Pedro que se retirara de su vista [hypagō] es el mismo que utilizó en los exorcismos y en las duras tentaciones del desierto”. En realidad, Jesús solamente lo utilizó en un exorcismo (Mt. 8.32) y una sola vez ante las tentaciones en el desierto (Mt. 4.10); tal como lo señala Orígenes y lo reiteran los modernos exegetas, Horst Balz y Gherard Schneider. Por lo demás, el significado de hypagō se extiende en diversos contextos las otras 77 veces que aparece en los evangelios. Por lo tanto, el profesor se apresura cuando a continuación sugiere que: “[…] queda abierta la posibilidad de que, en aquellas aciagas horas de prueba, el mismísimo Satanás hubiera podido apoderarse, siquiera fugazmente, del noble y rudo corazón de Pedro”. En el terreno de la demonología, no es lo mismo que el Adversario o un miembro de sus huestes se apodere de una persona –siquiera momentáneamente- a que influya sobre la misma. De hecho, el doctor de la Iglesia, Hilario de Poitiers, dirá que el Diablo opinionis iſtius Petro inſinuauit affectum | insinuó esa opinión en el afecto de Pedro. Es decir, lo hizo manteniendo cierta distancia, como aquel que le susurra a una persona que se encuentra en sus proximidades. Lo cual está lejos de la imprecisa interpretación idílica en la que: “Para San Hilario, por ejemplo, el gesto de Pedro sólo fue posible, por ‘el instinto de las mañas del diablo’ que se aposentó en su atribulado pecho”.

Dicho esto, y a fin de ser breve, si rezumara el ácido espíritu que el autor vendrá a expresar en su segunda parte, le preguntaría: ¿cómo es que un consumado profesor de Historia y doctor en Filosofía no distingue el singular del plural, ni el acto de influir del de apoderarse, como así tampoco la precisión exegética del florilegio literario? ¿Cómo es que estas dos disciplinas de su dominio lo autorizan a dar sermones correctivos sobre la doctrina con aires de magistral teología? Un cuestionamiento que valdrá también sobre el final.

En la segunda parte de su artículo, el profesor lamentablemente pierde mayor objetividad. Desde el principio reduce este admirable myſterium euangelii a la precisa medida de su sapientia humana. Pues pretende actualizarla mientras denuesta, largamente y por completo, a la persona del Obispo de Roma a partir de los falibles pronunciamientos y actos personales que éste pudiera haber realizado; o aún que realizara.

Considerándose todo un cristiano fiel, el autor se victimiza –como representante de un cierto colectivo- y amplifica de manera melodramática su condición de tal. Lo hace en proporción al tono despectivo con el que califica el breve desempeño del Papa Francisco. El profesor resume, luego, el natural actuar de nuestro pontífice de la siguiente manera; siempre agitando su dedo acusador:

Y ese espíritu que informa tamaño desquicio es el que explicamos al principio. El de un Pedro llamado Satanás, porque carece de una mirada sobrenatural de las cosas, porque busca conformarse primero a los hombres y al mundo que a Dios, porque lo mueve el sentimentalismo antes que la razón iluminada por la Fe, porque prevalece en él el extravío judaico al que se rinde y le rinde vasallaje; porque, en definitiva y por todo ello, se comporta como un estorbo y un tropiezo para Jesucristo.

Con este párrafo, el autor alude -por implícito contraste- a que él sí posee, y lo posee en buena medida, lo que Francisco no tiene o lo tiene en escasa proporción. El profesor –y con él todos los que adhieren a su pensamiento- sugiere que él bien podría ser, por lo menos, un devoto consejero papal respecto a temas de la tradición, de exégesis, de doctrina, de protocolo, de costumbres dignatarias y de cualquier otra actividad pontificia. Bien podría serlo, es posible... pero no lo es. Dios no lo ha elegido.

No son pocas las veces que nos cuesta aceptar nuestra auténtica y sencilla posición dentro de la economía de la salvación. Y de esa manera, nos rebelamos contra el designio divino porque en el fondo queremos recibir el aplauso de los hombres en nombre de Dios, no así su gracia proviniendo de los indignos a quienes él ha hecho dignos; y mucho menos su escondida gloria emanando directamente de él (Jn. 5:44). Es el inadvertido sentimiento de insatisfacción y amargura el que nos impulsa a erigir profusas argumentaciones –de espinosa distorsión- en contra de los posibles o evidentes errores de quien va por delante de nosotros. Pues nosotros vamos por detrás.

La relectura de Mt. 16:22-23, demuestra que esto, precisamente, es lo que nos dice Jesucristo. Según Orígenes, el vocablo griego: opisō | “detrás”, alberga un principio general que es digno de notar, ya que es bueno venir tras el Señor y estar detrás de Cristo. En una traducción más literal y completa de su escrito (compáresela con la cita que el profesor transcribe pero no confronta), es éste también el principio que ha aprendido y que nos enseña con claridad el tan invocado Agustín:

Dominus Chriſtus ait: Vade poſt me, satanas. Quare satanas? Quia vis ire ante me. Non vis eſſe satanas? Vade poſt me. Si enim vadis poſt me, sequeris me: si sequeris me, tolles crucem tuam, nec mihi eris conſiliarius, sed diſcipulus. 
El Señor, Cristo, dijo: ¡Ve detrás de mí, Satanás! ¿Por qué Satanás? Porque quieres ir delante de mí. ¿No quieres ser Satanás? Ven detrás de mí. Pues, si vas detrás de mí, me sigues; si me sigues, tomarás tu cruz y no serás mi consejero sino mi discípulo.

Al autor del artículo se le escapa este importante punto en su larga disquisición. Si leyese en silencio el bloque mateano que va del versículo 13 al 25, no escuchará a ningún discípulo acercándose ni anteponiéndose a Pedro. Nadie se acercó ni se adelantó para aconsejar ni reprender al rústico judío con olor a pescado. Nadie fue delegado tampoco para hacerlo; ni divina ni humanamente. El propio Cristo se reserva la absoluta potestad para corregir al elegido, a quien su Padre le reveló su identidad de Hijo, y a quien él mismo convirtió en piedra de su Iglesia para inmediatamente entregarle las llaves del Reino de los Cielos.

Por consiguiente, quien quiera oponerse a los inexpugnables planes de Dios a fin de favorecer los previstos impulsos disciplinarios del hombre, que lo haga. Pero sepa que está queriendo convertirse en profesor de su propio Maestro.

Noli docere magiſtrum tuum | No instruyas a tu maestro.



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23.9.15











“Purificación”


El acto de la Madre y el acto de su Hijo son igualmente espontáneos. Nadie les impone ese curso. Ambos están por fuera y por encima de lo que prescribe la ley judía; pertenecen a un orden diferente. La ley es fruto del pecado, pero ellos están conectados con la gracia y el amor. Aunque callan su superioridad. Su grandeza consiste, precisamente, en preocuparse por parecerse a los demás y en hacer lo que todo el mundo hace.

Dios quiso esta semejanza, la que sitúa a su Hijo a nuestra medida. Aun así, y como siempre, los destellos de la luz penetran el velo de lo creado y revelan lo increado. Pero no se trata del prestigioso brillo que provoca la admiración de los hombres; Dios difícilmente se sirva de tales procedimientos violentos y artificiales. Su manera de actuar posee un carácter más discreto y más íntimo. Se trata de revelaciones hechas a las almas simples y que, para beneficio de esas mismas almas, sitúan a Jesús bajo [la luz de] el pleno día. Ellas ven a Dios en el hombre y este contacto con Dios las transporta y las transforma.

En todos sus misterios, Jesús es el amor y él lo revela; en todos se brinda y nos muestra su don de sí, que es la vida, a fin de que lo podamos reproducirlo. Es ahí, en esa realidad verdadera y profunda, que la grandiosa luz que Isaías y los profetas vieron se revela sobre Jerusalén y sobre toda la tierra sumida en las sombras de la muerte.

Y su claridad resplandece de súbito ante la mirada del viejo Simeón, haciendo surgir en su corazón el cántico de alegría (Lc. 2:29-30):

Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse lleno de paz, pues mis ojos han visto la luz.

Pero, ¿qué es exactamente lo que vio? ¿Cuál fue el hecho que le hizo sentirse pleno y en paz? Lo explica de inmediato él mismo (ibíd. 1:34):

Este niño está destinado a ser causa de caída y de elevación para muchos hombres de Israel, y una señal que producirá contradicción.

He aquí, claramente expresado por él mismo, lo que contempló al ver a Jesús; he aquí lo que sumergió a su alma bajo la impresión de una alegría plena, de una paz sin nombre que no lo fue posible contener: la contradicción, la lucha; la espada de dolores que atravesará a estos dos seres [María y Jesús] tiene para él de una claridad tan deslumbrante, que logra envolverlos en una aureola que hace que toda la historia se vea iluminada.

El velo que mantenía a los rayos en las tinieblas se rasga, y la humillación del vencido y sumiso pueblo de Israel se transforma en gloria: el niño es la luz que lo iluminará, aliviará, engrandecerá y glorificará (Lc. 1:32):

Luz para alumbrar a las naciones, gloria de tu pueblo Israel.

Pero, ¿por qué y cómo será eso? Bajo estas características, bajo las características de la contradicción y el sufrimiento, Simeón reconoce a aquel a quien servía, a aquel a quien todo el mundo servía: al Cristo del Señor, al Ungido del Señor, a aquel en quien el Señor se había asentado y a quien había impregnado de tal manera que lo hizo uno con él.

La luz que emana de este niño es la luz del Dios que es el verdadero Dios, porque él es el Dios bueno, el Dios de toda bondad, el Dios de la caridad, el Dios-amor. En él, el nombre, la definición, el acto único y la vida es el amar, el brindarse; hacerlo aun cuando se lo rechace, se lo deteste, se lo combata, pues Dios enfrenta tal oposición, tal odio, para conquistarlo.

La contradicción, la lucha, la espada, la cruz, no son sino realidades superficiales. Simeón las rebasa, va hasta la realidad más profunda que ellas recubren; la luz que lo ilumina se lo muestra. Simeón ve lo que verá el propio Jesús en el momento de la gran contradicción, cuando le dice a sus desconcertados apóstoles (cf. Jn. 14:30-31):

“El príncipe de este mundo viene […] es necesario que el mundo sepa que amo a mi Padre”, para que el mundo vea que el movimiento que me hace salir de mí mismo -que arrastra a mi alma y a mi cuerpo- es el movimiento del amor que me es comunicado por mi Padre y que me impulsa fuera de mí para hacerme entrar en él.

Al lado de Simeón, llevando a Cristo en brazos –y sobre todo en su corazón- se encuentra una mujer. La anima el mismo movimiento, la impregna la misma unción, la llena el mismo Espíritu y le aguarda la misma contradicción. Los golpes de odio que le asestarán al cuerpo de su Hijo resonarán en su seno y la traspasarán como una espada.

En el mismo momento en que el viejo Simeón veía sus deseos cumplidos, María escuchó el primer anuncio del martirio que haría de ella la Señora de los Dolores.

Dios pareciera gustar de las contradicciones. Él nos acerca con frecuencia la alegría y la tristeza; y las almas a quienes él aprecia, en todo momento reconocen aquellas quebrantadoras alternativas que las suavizan y las hacen dóciles a la acción del cielo.  

María disfruta de un gozo y un orgullo maternales [bastante] profundos como para poder entender lo que ese viejo sacerdote judío le canta a Aquel a quien ella podía llamar: “mi hijo”. Aunque ese gozo fue muy breve. Cuando apenas termina de pronunciar las últimas palabras del Nun dimittis, el tono de voz de Simeón se altera. Viendo a la madre, luego de contemplar al Hijo, le dice (Lc. 2:35):

Tu alma misma será traspasada por una espada.

Aunque él se cree capaz de revelar el porvenir, Dios no lo deja penetrar por completo en el misterio. Sus más claras predicciones permanecen más o menos envueltas en las sombras. Y esta amenaza de Simeón se sitúa en tales sombras, haciéndola más impresionante todavía. Y la Virgen hundió en el silencio de su torturado corazón aquella espada cuya punta había de traspasarla un día de lado a lado. Ella vivirá treinta y tres años en tal espera, sufriendo de antemano el misterioso martirio.

Todos los partos son dolorosos. Y en el sufrimiento íntimo del delicado corazón de la Virgen Madre, infligido por el recuerdo de las palabras de Simeón, se preparaba ya nuestro nacimiento espiritual. Nosotros somos resultado de todas las miradas que su inquieto amor dirigía a Jesús durante su larga preparación al sacrificio; somos hijos de ese sacrificio siempre aceptado.

Simeón la mira al mirar al Hijo, la ve a ella al verlo a él: ¡ellos no son sino “uno”!... Simeón la ve en la misma luz, reconoce en ella a la reina que está junto al Príncipe (Sal. 44), a su derecha, en primera fila, recibiendo de lleno la plenitud de gracia y de verdad, recibiéndolas para así concederlas.

Él la ve en su rol de intercesora, de canal de luz, de amor y de vida. Y ella lleva ante él, le presenta a él, a todas aquellas almas a quienes el propio Espíritu [Santo] ha apartado y ha hecho transparentes (Sal. 44, según Vulgata):

Y tras ella, son presentadas al Rey de las vírgenes.

Ellas conforman su séquito, la corte del Rey divino. El Salvador les ofrece a todas su corona: una corona de espinas antes que una corona de alegría y de gloria. Y la libre elección que ellas realizan –su [libre] aceptación del amor-, hace que fluya en ellas la unción santa, la unción del Espíritu que ilumina y vivifica.    
     

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Al encuentro con el otro.

La vocación solitaria quizás sea la más abierta, dialógica e inclusiva de las muchas que existen en la Iglesia Católica. Cuando tal disposición se ofrece al otro -a quien pertenece a una tradición religiosa diferente- desde una espiritualidad sincera y madura, el fruto no puede ser sino un aprendizaje compartido, un incremento de la riqueza espiritual de las almas involucradas y una mayor proximidad entre ellas.

Al respecto, el sacerdote Carlos G. Vallés nos concede un ameno esbozo de cuanto podría implicar la conducta de encuentro de un eremita.

Vallés cuenta que cuando estuvo en la India, en cierta ocasión su estimado amigo Karsandas Manek -quien era místico, poeta e investigador- lo presentó ante una asamblea local diciendo: “¡Ahí viene un auténtico ‘Vaishnav’!”. Lleno de emoción recuerda:

Veo que no me va a ser fácil ahora explicar todo el contenido intelectual y emocional encerrado en esa palabra “Vaishnav”, y que incluso me arriesgo a ser mal interpretado al intentarlo. El sentido literal de la palabra es, desde luego, el de seguidor de Visnú, el dios hindú. Pero su sentido cultural, social, emocional, tradicional, es mucho más profundo y muy diferente. Quiere decir algo así como “un israelita de verdad en quien no hay engaño”, como Jesús dijo de Natanael, un hombre auténtico de fe profunda y noble conducta, un hombre de fiar, un hombre bueno. Y todo en el contexto, el espíritu, el acento mismo de una palabra religiosa sagrada para todo creyente y amada por todo hindú. Vaishnav. […]

Toda virtud y toda bondad reducidas a una palabra. El concepto más bello de todo el lenguaje, la expresión más llena de todo el diccionario. Y esa palabra escogida era la que él ahora, con aquel arranque espontáneo de apreciación sincera, me aplicaba a mí en gesto público e íntimo al mismo tiempo. Él sabía muy bien que yo era cristiano, sacerdote, misionero, y me quería y me aceptaba como tal.

En el siguiente enlace hallarán el clásico poema de un autor del norte de la India. Es una bella composición medieval que quizás revele de forma un poco más viva el sentido que alberga el ser un vaiṣṇava. 



...

García Vallés C. (1985), Caleidoscopio: Autobiografía de un jesuita. España: Editorial Sal Terrae, pp. 84-85.

Nota: la fotografía es sólo a modo ilustrativo, corresponde a uno de los primeros solitarios que impulsaron el diálogo y encuentro hindú-cristiano. Posteriormente espero publicar algún artículo de su autoría o uno que trate sobre él. 


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