Soy como un ave que circunda una cúspide antes de posarse. Pero, ¿lo hago para disfrutar del exterior antes de confinarme en el nido que ella me ofrece? ¿O solo porque todavía no sé replegar las alas del pensamiento y la imaginación, que están hechas para el reencuentro y no para disfrutar de los propios caprichos? En esta cúspide hallo de todo, hallo todo en esta morada en donde reposo, en donde reposa siempre aquel que la ha hecho y que ha hecho todo.
María es un inmenso campo que uno jamás termina de
explorar: ¡Es inmenso! ¡Y cuán relajante y perfumado! Todos los perfumes del
cielo y de la tierra exhalan junto a aquel que es “el sublime fruto de la
tierra, la flor de los campos y el lirio de los dulces valles” (según Sal.
84:13 y Cant. 2:1).
En mí está toda gracia, todo camino, toda verdad, toda esperanza de vida y toda fuerza. Soy yo quien hace que la luz se eleve en el cielo sin decaer y en mi seno llevo al hermoso amor. En mí hallarán la luz que es la vida eterna.
(según Vulgata, Eccli. 24:25-26 et passin; cf. Eclo. 24:16-17 y ss.).
Y también: “Atiéndanme, escrútenme, escúchenme, vengan
a mí y llénense de aquel a quien encontrarán en mí: de mi propio fruto; y así
lograrán vivir”.
¡Qué palabras, cuyo esplendor [solo] permite
vislumbrar la grandeza de lo que querían expresar y cuya multiplicidad revela
su insuficiencia!
Tal como el árbol de styrax, como el gálbano, el ónix y el estacte, así como la gota de incienso que va cayendo, así he perfumado mi morada. Mi aroma es la de un bálsamo sin mezcla. Crezco como la viña cuyos frutos lo hacen en su suave aroma.
(Vulgata ibíd. 21 y 23; cf. ibíd. 15 y 17).
María es el perfume, la mirra, la viña en flor y la
canela. Ella es la paloma de blanco plumaje (Cant. passim) y sus plumas
exhalan perfume; ella se eleva de las aguas rodeada por mil perfumes. ¡Siempre
está el perfume! El destello a veces falta, el perfume jamás lo hace.
El perfume es hijo de la luz y el amor. El destello
proviene sobre todo de la luz; el destello puede ser superficial o ser falso. El
perfume proviene del ser, de sus profundidades, y lo revela. Existen flores
radiantes y sin perfume tal como existen aves de bello plumaje que no cantan.
Pero son a las flores perfumadas y a las aves cantoras a las que preferimos.
María posee el resplandor y el perfume. Y es bueno que
la Iglesia nos señale de manera especial el delicioso aroma que ella extiende
alrededor de sí. Cuando la liturgia la exhibe sobre las aguas en las que se ha
bañado, se desprende de toda ella un [delicioso] perfume; y es sobre este
perfume que el texto sagrado llama nuestra atención. Alrededor de ella están
las más bellas flores, que son también las más perfumadas. La amada del Cantar
de los Cantares pide flores con aroma y frutos olorosos (Cant. 2:5), pues
tales perfumes pueden sostenerla en su desfallecimiento por amor.
Ella es la dulce aurora que concede a los perfumes su
más exquisito despertar. Y la luz resplandeciente, el calor del día, las lleva
a dormir. Durante el curso de un bello día de verano, el propio lirio no es muy
oloroso; pero durante el rocío matinal toda la campiña resulta perfumada.
La aurora es el tiempo en que ya brilla la luz, pero
lo hace con un resplandor tamizado. Aquí en la tierra no estamos hechos para la
plenitud del día, pues no somos capaces de soportar la gran luminosidad. La
luz, la grandiosa luz, se ha desarrollado dentro de nuestra carne; se ha velado
a sí misma para no herir nuestro mirar. Y María es ese velo. Ella ha entretejido
la luz lentamente, amorosamente, durante nueve meses; ella la ha preparado
durante quince años. Es en sus pliegues que el Sol ha escondido sus
resplandecientes rayos. Todo el esplendor del Padre resulta así confinado y
nuestros ojos pueden contemplarlo ya sin peligro: María ha adecuado el divino
resplandor a sus debilidades.
Ella nos lo muestra en la simplicidad de su ternura de
Madre.
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