El olvidado canto de la sibila.
por Vāyu-sakha.
En la actualidad, si uno busca información accesible en español acerca de las sibilas se encontrará con pocos contenidos que sean confiables. Y es que en los mismos, las varias referencias y citas de los escasos y apergaminados documentos que hablan sobre ellas son bastante imprecisos o están totalmente ausentes. Aunque -hay que reconocerlo- las más tempranas fuentes que poseemos indican que las sibilas han tenido rasgos elusivos desde los comienzos mismos de su existencia, por lo que es mejor acercarnos lo más que podamos a sus primeros registros para así intentar percibirlas con mayor definición.
Veamos aquí -de manera concisa-
algunos datos que nos dirigen a la legendaria presencia de una
sibila en particular, de alguien cuyo mensaje espiritual puede que todavía tenga cierto grado de vigencia. Para
hacerlo, seguiremos estos pasos:
1. Reseña histórica sobre la
sibila.
2. La versión original y completa
de un milenario oráculo sibilino.
3. La versión y adaptación al
latín del cántico anterior.
4. Ecos intrapsíquicos de la sibila en la
actualidad.
5. El moderno registro sonoro de
un mensaje de la antigüedad.
...
1. Reseña histórica sobre la sibila.
La palabra sibila proviene del
griego: σίβυλλα – sibylla. Según el apologista cristiano Lactancio († c.
320), hacía ya casi tres siglos que el erudito y polígrafo Varrón había
considerado que esta palabra provenía de la conjunción de dos términos eólicos
de la primitiva Grecia: siós (gr. theous, dios) + byllá (gr.
boulēn, consejo, designio); es decir, se trataría del “consejo de dios” expresado por boca de ciertas mujeres [1].
En la antigua cultura helénica, las pitias (pythías) del templo de Apolo, en
Delfos, eran sacerdotisas que normalmente tenían una procedencia y carácter
noble, preservaban su virginidad y estaban consagradas por completo a su deidad elegida.
Las sibilas, en cambio, eran más bien mujeres simples y maduras que provenían
del pueblo y se entregaban a una existencia austera, anónima y de firme sentido moral (al igual que lo hacían los bakídes, su equivalente masculino menos conocido).
Aunque eran respetadas y hasta veneradas a causa de su vocación divina (aceptada
como ingénita), las sibilas se situaban también en una cierta condición
marginal o límbica a nivel social (y espiritual), pues emigraban de un lugar a
otro o residían en lugares alejados -como santuarios y cuevas- para dedicarse a
servir como mediadoras entre este mundo y el sobrenatural. A diferencia del
profundo trance de las pitias, que le permitía al propio Apolo responder a través
de ellas a las consultas que se le hacían (luego interpretadas por los prophētai o sacerdotes), la inspiración de
las sibilas era sobretodo espontánea y les permitía hablar en primera persona, por
lo que conferían un oráculo autónomo y nómade; aunque tales expresiones también
resultaban enigmáticas y requerían de ciertas claves para su desciframiento.
Varrón cita a las diez sibilas que llegarán
a convertirse en las principales y clásicas; y lo hace señalándolas por su lugar de procedencia o asentamiento: la
de Persia, la de Libia, la de Delfos (no confundir con la pitonisa), la de
Cimeria, la de Eritrea, la de Samos, la de Cumas, la de Helesponto, la de
Frigia y la de Tibur.
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Tal era la importancia que la
antigüedad le concedía a las proféticas palabras que manaban de los labios de estas
misteriosas mujeres, que los romanos –incluso tres siglos antes de someter por
completo a Grecia- alojaron en el templo de Júpiter Capitolino los Libri
Sybillini. Varrón sostiene que tal colección, inscrita en hojas
de palma, se lo había vendido la anciana Sibila de Cumas al último rey de Roma:
Tarquinio el Soberbio († 509 a.C.). Desde entonces, los libros
fueron considerados como secreto de Estado y custodiados inicialmente por los duoviri,
luego por los decemviri y posteriormente por los quindecimviri sacri
faciundis: una comisión de dos, diez y quince dignatarios encargados de los asuntos sagrados. Cuando sucedía algún
hecho grave dentro del vasto territorio romano –como batallas, levantamientos, terremotos,
sequías o el avistamiento de cometas- el senado consultaba a tales custodios
para indagar sobre las causas y el futuro curso de los acontecimientos, sobre el dios al que
debían apaciguar y sobre los ritos que tenían que seguir.
En el año 83 a.C., un voraz incendio
en el templo de Júpiter redujo los libros sagrados a tan solo fragmentos. Por eso, ocho años después, el senado formó una comisión especial: los Triumviri, para que visitaran Troya,
Eritrea, Samos, Sicilia, África y otras varias regiones en busca de sibilas, a fin de que reuniesen una nueva colección que reemplazara a la perdida. Esta renovada edición fue
traslada en el 12 a.C. al templo de Apolo Palatino (Roma), en donde permaneció durante
unos cuatro
siglos, hasta finales del imperio romano occidental, fecha en que finalmente fueron quemados por el general Flavio Estilicón debido a
cuestiones políticas.
A medida que cursaba el s. II d.C.,
empezaron a circular por el Mediterráneo un conjunto heterogéneo de libros anónimos
que serían conocidos como los Oracula Sybillina; los cuales alcanzarían
el número de catorce volúmenes en el s. V. Estos textos fueron escritos en hexámetros –el llamado dialecto de Homero- y comprenden tanto escritos
originales como supuestas ediciones e interpolaciones judeocristianas a
antiguos fragmentos oraculares. Durante este periodo, las sibilas adquirieron
un aura de mesianismo y penetraron en mayor medida dentro de la literatura en
general.
Los Padres de la Iglesia no
ignoraron ni rechazaron los Oracula Sybillina. Al contrario, entendieron
que tal colección no albergaba lo que pudiera haber proferido el amante de
Dafne a través de las pitias, sino expresiones de inspiración divina que bien podrían
provenir del único Dios verdadero a través de las sibilas. Por eso, tanto ellos
como otros autores cristianos buscaron integrarlos a su literatura y a su creciente fe, subrayando las
señales inequívocas de la espera del Mesías por parte del mundo pagano.
Aunque aparentemente ninguno de
ellos llegó a entrevistarse en persona con sibila alguna, los padres
apostólicos y apologistas que hicieron mención favorable de estas mujeres fueron:
Hermas, Orígenes, Eusebio de Cesarea, Justino Mártir, Taciano el Sirio, Teófilo
de Antioquía, Atenágoras de Atenas, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Agustín
de Hipona y Sozómeno [2].
Dentro de las Oracula Sybillina, se
halla un acróstico atribuido a la Sibila de Eritrea y que será muy apreciado entre
los primeros cristianos, pues revelaba la segunda venida de Jesucristo y el día
del Juicio Final. Eusebio de Cesarea será el primero en registrar de forma
íntegra las profecías de esta famosa vidente, poniéndolo en boca de Constantino
en su Oratio
ad sanctos cœtum 18.19 (PL 08, 451-452) [3]. Alrededor de un siglo
después, Agustín de Hipona la hará mucho más conocida en occidente con su traducción al latín en su De civitate Dei
18.23 (PL
41, 579-580).
Ahora
bien, ¿quién fue la Sibila de Eritrea? Se dice que Apolodoro consideraba que ella les había
preanunciado a los griegos que Troya estaba destinada a caer y que Homero
escribiría falsedades. Y aunque era oriunda de Babilonia, ella prefería que la reconociesen como proveniente de Eritrea. Esta sibila era la más celebrada
y noble entre todas las profetisas (Divinarum
Institutionum 1.6).
Constantino el Grande señala que la propia sibila decía
proceder de la sexta generación postdiluviana y que sus padres la habían
consagrado como sacerdotisa [gr. hiereian] de Apolo, un servicio con el que ella no estaba de acuerdo. Según el emperador, sus profecías habían sido traducidas
al latín por Cicerón e incluso Virgilio hacía mención de ellas (Oratio ad sanctos cœtum 18.19-21).
Agustín, por su parte, se lamenta el haber leído inicialmente
una mala traducción del oráculo y vacila entre conceder su autoría a la Sibila
Eritrea o a la de Cumas; agregando que algunos escritores consideraban que la
mujer, quienquiera que haya sido, habría vivido en tiempos de Rómulo y no durante
la Guerra de Troya (De civitate Dei 18.23).
En cualquiera de estos casos, ya sea que provenga desde hace
más de 3600 años (desde una incierta época postdiluviana o contemporánea a la caída de Troya),
desde el s. VIII a.C. (fundación de Roma) o del I a.C. (recopilación efectuada por el
Trivium), sin duda alguna estamos ante una antigua figura femenina de orígenes
desconocidos y de profunda sabiduría mística, alguien que fue muy apreciada por los seguidores
de Cristo.
...
1. Debido a que parte de sus
obras se han perdido, las alusiones a las sibilas por parte de Marco Terencio Varrón
(† 27 a.C.) provienen del escritor de la África romana, Lactancio: Divinarum Institutionum 1.6 (PL 06, 138-148).
2. En la Edad Media, Abelardo (†
1142) hará la siguiente mención de la sibila en la séptima carta dirigida a
quien fuera su esposa y luego monja, Eloísa.
Considera todas las palabras de la sibila: ¡Qué resumen más claro y completo de lo que la fe cristiana ha de creer sobre Jesucristo! No olvida nada, ni su divinidad ni su humanidad, ni tampoco su venida para los dos juicios: el primero, en el que fue injustamente condenado a los tormentos de la pasión; el segundo, en el vendrá con toda su majestad para juzgar al mundo según las leyes de la justicia. Ella menciona tanto su descenso a los infiernos como la gloria de su resurrección; y con esto se eleva más allá de los profetas. ¿Pero qué digo?, va incluso más allá que los propios evangelistas, quienes no dicen nada sobre el descenso a los infiernos.
Y mencionemos solo como hecho
curioso que, debido a sus facultades místicas y proféticas, la doctora de la
Iglesia: Hildegard von Bingen (†1179) fue reconocida por sus contemporáneos con
la expresión latina: Sibylla Rhenana,
“la Sibila del Rin”.
3. Para revisar las correspondientes
ediciones en latín, ya saben que se encuentra a disposición de todos esta valiosa página
web: Documenta Catholica Omnia.
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