12.4.14



Teresa de Ávila - François Gérard (s. XVIII)

Carl G. Jung y la espiritualidad cristiana.

por Julienne McLean

Discurso concedido el 15 de marzo del 2013 en el salón auditorio de la Hereford Cathedral.

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Me gustaría empezar este discurso compartiendo con ustedes una visión de nuestra alma, o de nuestro más profundo ser en Cristo, según los escritos de santa Teresa de Ávila:

III.2.1 […] es como si allí [el alma] no estuviese para participar de Él, con ser tan capaz para gozar de Su Majestad, como el cristal para resplandecer en él el sol.
III.2.2 […] porque así como de una fuente muy clara lo son todos los arroyicos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, de aquí le viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esta fuente de vida, adonde el alma está como un árbol plantado en ella, que la frescura y fruto no tuviera si no le procediere de allí, que esto le sustenta y hace no secarse y que dé buen fruto […].
III.2.3. Es de considerar aquí que la fuente y aquel sol resplandeciente que está en el centro del alma no pierde su resplandor y hermosura que siempre está dentro de ella.

El castillo interior.

En esta ocasión exploraré tres temas específicos:

1. Veré cómo la psicología junguiana o psicología profunda es, a mi entender, cada vez más importante para revitalizar la espiritualidad cristiana de hoy.
2. Exploraré algunas de las similitudes y diferencias entre la psicología junguiana y la tradición contemplativa del cristianismo.
3. Exploraré dos formas de pensar o dos formas distintas de conocer.

Estoy convencida que la psicología junguiana es cada vez más importante para revitalizar la espiritualidad cristiana de hoy. Muchos autores cristianos de la actualidad consideran que la contribución más importante de Jung fue esencialmente una respuesta pastoral, pues se opuso a los efectos corrosivos y debilitantes sobre la persona que la modernidad estaba ejerciendo en su influjo sobre la psique (Ulanov & Dueck, p.8). Mientras que la moderna psicología secular es generalmente incapaz de contener a la psique y de relacionarla con la importancia del misterio, de la paradoja, de la ambigüedad y la contradicción, la psicología profunda tiende a valorar y respetar un espectro mucho más amplio de estados psicológicos/subjetivos. Y al hacerlo, los integra en una comprensión teórica coherente, evolutiva y psicoespiritual que atiende al crecimiento, la maduración, integración y totalidad de la persona.

Principalmente los símbolos de la religión, y más aún los de la religión cristiana, fueron de gran interés para Jung a lo largo de toda su vida y de su obra. Fueron parte integral de su psicología profunda, en donde intentó demostrar las raíces psíquicas de la religión y la importancia psicológica de la cristiandad. Se trató de una tarea que hizo valiéndose de una epistemología diversa, lo suficientemente variada como para enfatizar de manera indirecta la existencia y la realidad de los factores invisibles; lo hizo atendiendo a la experiencia subjetiva de los sentimientos y sueños, de los símbolos de transformación, de las fantasías, la imaginación, intuición, presentimientos, miedos y temores.

En el centro de la obra de Jung se encuentra su permanente exploración de la psicología del homo religious, la cual entiende que todos estamos programados [hardwired] para la fe y para la inmersión en el amor y la presencia de Dios. En este sentido, una de sus principales contribuciones fue el reconocimiento y el valor que le confirió a la “función religiosa” de la psique. Jung creía firmemente que la innata necesidad religiosa, a la que consideró como una inherente necesidad de la psique, no podía ser descuidada o verse vulnerada sin que se produzca un grave daño a la salud psíquica y al bienestar del individuo (en especial durante la segunda mitad de la vida).

Su particular interés y énfasis reposaban sobre lo que entendió como el rol central de la experiencia: el encuentro con lo numinoso -con lo sagrado o con el Espíritu Santo- como un camino auténtico hacia una fe renovada. Se trata de una fe en conexión con una realidad trascendente –o con cierto sentido de la misma- o en conexión con lo que significa Dios para muchos individuos de nuestro tiempo. Su principal preocupación fue presentar una psicología que integre la vida y la totalidad. En especial buscaba que la dimensión religiosa de la psique, la búsqueda y anhelo por Dios o por lo sagrado, fuera visto como algo absolutamente natural e innato, como un “hecho” de la psique antes que como algo sobrenatural o como objeto de “creencia”.

La revolución espiritual en el mundo moderno.

Para algunos, puede que su abordaje de la religión resulte algo irrespetuoso, pero por debajo de esta impresión está el hecho de que él mismo se consideraba un alquimista en el laboratorio de la fe, lo cual le implicaba explorar creativamente expresiones modernas del eterno espíritu religioso (Tacey, 2007).

Jung concibió a su teoría esencialmente como un moderno puente psicológico entre el tradicional dogma/doctrina cristiano y las auténticas y sanadoras experiencias humanas de encuentro con lo sagrado, con lo numinoso o con el Espíritu Santo. Jung estaba convencido que el eterno impulso religioso del hombre se volvería a elevar en el ser y en la sociedad de maneras totalmente nuevas y creativas. Sus exploraciones al respecto lo condujeron, hacia atrás: al pasado más antiguo y a la Edad Media; y hacia adelante: al mundo que estaba por nacer. Jung sabía de los profundos cambios que estaban dándose en la sociedad y en la psique del hombre y de la mujer modernos; sabía que nuevas y recientes expresiones de religión eran necesarias y estaban germinando. Claro que aquello que Jung veía y sobre lo que proféticamente escribía durante los años 40 y 50 está ocurriendo recién ahora, en diversos espacios de nuestro mundo posmoderno, como una silenciosa revolución espiritual (Tacey, 2004). Aunque no siempre se trata de la religión en su forma más tradicional -aunque es frecuente-, sino más bien de la religión en el sentido de mitos, de travesía o de historia sagrada. Es decir, de la religión en su sentido de búsqueda, de reconexión con todo lo que implique lo sagrado. Y para los cristianos esto significa la manera en que nuestra existencia individual es parte o se relaciona y ajusta a la vida humano-divina de Jesús, resultando luego en una mayor donación de vida y de vías de transformación.

En este sentido, durante las décadas pasadas muchas personas han venido a ser más conscientes –a nivel psicológico y espiritual- del significado de la autoconciencia. Y muchas están regresando y volviendo a explorar sus raíces cristianas de maneras más variadas, emocionantes y desafiantes. Lo hacen a través de su adhesión a emergentes movimientos de reforma o de renovación religiosa, buscando siempre profundizar su comprensión y práctica de la meditación cristiana y de la oración contemplativa. Muchas de estas nuevas corrientes están bien documentadas y son conocidas como una revolución espiritual (Tacey, 2004), como un grandioso emerger (Tickle, 2008), como un nuevo monaquismo (Karper, 2008), como una enseñanza de la sabiduría (Bourgealt, 2003) o como movimientos hacia una mentalidad contemplativa o unitiva (Rohr, 2003; 2009).

Individuación, integración y espiritualidad.

La otra contribución vital de Jung fue su vocación como sanador del alma. Y su psicología profunda es fundamentalmente una psicología para la sanación de los problemas psíquicos, tal como él mismo lo señala con claridad en una de sus últimas cartas: “Simplemente soy un psiquiatra. Pues el problema esencial hacia el que dirijo todos mis esfuerzos es la perturbación psíquica: su fenomenología, su etiología y teleología. Todo lo demás es secundario para mí” (Jung, Letters vol.2). La principal acometida de su psicología fue articular y describir, a partir de su labor junto a miles de personas a lo largo de cincuenta años, la manera de curar la neurosis humana.

A su plan lo denominó viaje de individuación: la integración de los opuestos psicológicos por medio de la cual el material inconsciente es elevado a la conciencia e incorporado por ella. En cierto sentido, la individuación es un rodeo que se realiza a la psique, y es por eso que con frecuencia se la simboliza en el arte y en los sueños con el patrón del mandala. Allí podemos llegar a convertirnos en una indivisa unidad consciente que se mantiene separada, podemos llegar a ser un todo diferente. Primero unificando el ego consciente, y luego a todo el sistema psíquico consciente e inconsciente para así aproximarnos a la totalidad. En sus escritos, Jung remarcó que el proceso de individuación es principalmente psicológico, no espiritual.

Desde una perspectiva cristiana, es común que nuestra travesía psicológica hacia la individuación e integración no puedan separarse de nuestra travesía espiritual. Pues tal travesía está compuesta por la oración y por el deseo de nuestro corazón y alma de sumergirse en el verdadero amor y comunión con Dios. Cuando solemos usar el término “alma”, “verdadero ser” o “esencia”, incluimos también lo que podríamos llamar “psiquis”. Y bien podemos esperar que todos los fenómenos que experimentemos tengan ciertas conexiones con la dinámica inconsciente. Y tales conexiones no son buenas ni malas en sí mismas. Es solo al observar sus frutos –sus efectos sobre lo que la persona experiencia, vive y manifiesta- que podemos comenzar a estimar y apreciar su verdadero valor.

Puesto que vamos conocer a Dios a través de nuestra psique, tenemos que estar preparados para sanar y transformar todo el estercolero de nuestro establo interior, el lugar en donde lo divino habrá de nacer. Las partes más inaceptables de nuestra vida, que influyen en nuestra visión de Dios y de nosotros mismos, también han heredado la gracia pura del ser de Dios. A medida que avanzamos en nuestra travesía hacia el centro de nosotros mismos, y aún hacia más allá, el camino se va profundizando y se va oscureciendo. Y tan pronto como nos volvemos hacia el interno mundo de la autoreflexión, autoconocimiento, autoconciencia, meditación y oración, es normal que nos encontremos con todas aquellas dimensiones nuestras que previamente habían sido inconscientes, que habían estado ocultas y nos eran desconocidas.

En términos psicológicos más modernos, a tales dimensiones se las denomina “la sombra” de la psique (Jung, CW9/2, para. 8-11). La sombra refiere a todo nuestro contenido psíquico que ha sido devuelto al inconsciente: a todas aquellas partes de nuestra personalidad que han sido abandonadas, que están subdesarrolladas y que nos son desconocidas. Pero se trata de partes que necesitan ser continuamente reconocidas y aceptadas de tal manera que puedan ser disueltas y transformadas –“hechas nuevas”- a través del amor de Dios. Tienen que ser transformadas a lo largo de toda nuestra travesía psicológica que conlleva una oración cada vez más profunda (McLean, 2003). Es una paradoja que nuestro más grande dolor, vulnerabilidad e indefensión sean la puerta a través de la cual nuestro corazón resulte tan destrozado que nos fuerce luego a retirarnos del mundo exterior. Es así que empezamos a rastrear el hilo de nuestra propia oscuridad para volver a nuestra fuente original, que es Dios.

De esta manera, consciente e inconsciente se sitúan en una relación recíproca y dinámica. Desde el inconsciente surgen contenidos e imágenes, y se muestran a la mente consciente como si secretamente pidieran ser atrapados y comprendidos para que el “nacimiento” tenga lugar y el “ser” sea creado. El objetivo del proceso de individuación es una síntesis de todos los aspectos parciales de nuestro consciente e inconsciente. Y esa síntesis pareciera señalar hacia un “centro” de la personalidad finalmente desconocido y trascendente al que Jung denominó el sí-mismo o selbst (o nuestra alma). El sí-mismo está siempre allí, como el elemento central, arquetípico y estructural de la psique, operando siempre como el organizador y director de todos los procesos psíquicos.

El símbolo de la cuaternidad, normalmente bajo la forma de un cuadrado, es uno de los símbolos más arcaicos del sí-mismo; e igualmente lo es el círculo, que simboliza todas las partes, cualidades y aspectos de unidad (Jung, CW11, para. 98-102). Estos “símbolos de unificación” representan de manera más vívida el orden fundamental de la psique, la unión de sus cualidades polares. Son, a la vez, los primigenios símbolos del sí-mismo y de la totalidad psíquica. Jung los denominó el “núcleo atómico” de la psique, representan a la coincidentia oppositorum o unión de los opuestos -en especial de los contenidos conscientes e inconscientes- y transcienden toda comprensión racional.

Símbolos de transformación.

Los símbolos de transformación conforman una parte importante en el crecimiento psicológico y espiritual, en el desarrollo y la maduración; en especial en tiempos de profunda transición, de comienzos, de crisis y de cambios. La psicología profunda sostiene que los conceptos y procesos mentales con frecuencia fallan al intentar aprehender las realidades psicológicas y espirituales como un todo, por lo que nuestra psique con frecuencia se ve impelida a usar símbolos, imágenes y metáforas. Estas manifestaciones hablan a la totalidad de la persona: a su mente, su corazón, sus sentidos, su memoria, su cuerpo, su experiencia y su imaginación. A través de los símbolos tenemos la capacidad de implicarnos de manera más plena que mediante el solo uso de los conceptos  mentales (Jung, CW5).

A lo largo de sus escritos, Jung resalta y se extiende sobre dos importantes roles y funciones de los símbolos; se refiere a la vida simbólica o a la función de los símbolos en nuestra vida psicológica y espiritual. En primer lugar, los símbolos pueden contener una función integrativa, sanadora, una función que posea la capacidad de unir, conectar y reponer muchas partes de nosotros mismos que son disonantes, disociadas e inconscientes. De esta manera, los símbolos pueden concedernos una manera diferente de aprehender, reflexionar y expresar la sabiduría espiritual que con frecuencia no puede ser expresada solo con palabras. Aquí, los símbolos e imágenes pueden actuar como mediadores –como agentes de integración o unificación- entre lo conocido (nuestras partes conscientes) y lo desconocido (nuestras partes inconscientes).

Los símbolos están vivos y son dinámicos, tienen el poder de unir y trascender los opuestos psicológicos. Y es por esto que pueden dirigirnos hacia nuevas síntesis e integraciones en niveles más profundos de nuestro ser. Por lo tanto, el impulso y el uso de lo que se denomina en términos psicológicos “pensamiento simbólico” o “función simbólica” pueden ser de utilidad y ayuda en el crecimiento, desarrollo y síntesis de nuevas formas de comprensión y de nuevas perspectivas. En estas últimas surgen, al mismo tiempo, aspectos disímiles y puntos de vista que antes no habían sido accesibles pero que ahora tienen la posibilidad de estar a disposición y de ser integrados.

En segundo lugar, los símbolos contienen una función transformativa y trascendente. Los símbolos son constelaciones figurativas que apuntan hacia más allá de sí mismos, hacia una realidad espiritual más objetiva. En cierta medida, Jung describió el rol dinámico de estos símbolos vivos como facilitadores de cambios y transiciones significativas en la actitud y la perspectiva del individuo. A esto lo describió como la función trascendente de los símbolos. Es decir, los símbolos psíquicos dan lugar, mediante su poder creativo, a un proceso de transformación dirigido hacia nuevas actitudes, perspectivas y caminos de renovación psíquica. La función trascendente es uno de los principios centrales del modelo de crecimiento psicológico de Jung. Por medio de ella, se dialoga con el inconsciente y se la aplica tanto como una imprescindible herramienta clínica, como para la comprensión de las actividades y dinámica de la vida diaria que guardan profundos contenidos espirituales (Miller, 2004). 

En relación con algunos símbolos cristianos de transformación que son más familiares y dinámicos, santa Teresa –en su famosa obra sobre la oración contemplativa: El castillo interior- se vale de una rica mezcla de símbolos y metáforas, de una que resulta muy viva y creativa. A través de ellos, concede sentido y comprensión a las más profundas dimensiones de nuestra contemplativa travesía de oración que está dirigida hacia “la unión con Cristo”. En diferentes momentos de su escritura, ella describe al alma como un jardín, como un árbol, un castillo y una mariposa. Y también se sirve de otra gama de imágenes, como las fuentes y el agua, para describir la travesía espiritual y la acción del Espíritu Santo en la vida del alma. En sus escritos, además, pareciera moverse sin esfuerzo y de manera natural entre varias representaciones simbólicas acerca de las dimensiones y niveles de la vida espiritual. Teresa utiliza símbolos y metáforas diversos para liberar su estilo de escritura y su expresión única sobre la vida de oración y sobre los frutos de la contemplación (McLean, 2003).

Similitudes y diferencias entre la tradición contemplativa del cristianismo y la psicología de Jung.

¿De qué trata la tradición contemplativa, o mística, cristiana? ¿Qué es lo que la teología mística intenta describir? Básicamente, el misticismo es descrito como una especie de conocimiento acerca de Dios que le está velado a la mentalidad o inteligencia común. El significado de “místico” proviene de la raíz griega mu, que está relacionada con lo escondido, con lo que está oculto a la ordinaria conciencia humana. En su libro The Origins of the Christian Mystical Tradition, el profesor Andrew Louth describe sucintamente al misticismo como:

[…] caracterizado por una búsqueda de Dios y por una experiencia de su inmediatez. El místico no se contenta con conocer sobre Dios, él quiere la unión con Dios. Y la ‘unión con Dios’ puede significar muchas cosas, desde una identidad literal, en donde el místico pierde todo sentido sobre sí mismo y es absorbido en Dios; hasta la unión que es experienciada como una consumación de amor, en la que el amante y el amado permanecen intensamente conscientes de sí mismos y del otro.
La manera en que los místicos interpreten el camino y el objetivo de su búsqueda dependerá de lo que ellos piensen sobre Dios. Y esto mismo, a su vez, se ve influenciado por lo que cada uno de ellos experiencia. Es un grave error considerar que todo misticismo es igual. Si bien el corazón mismo del misticismo es la búsqueda del propio Dios (o de lo último) y una total renuencia a verse satisfecho con algo menos que él debido al anhelo de inmediatez del alma (Louth, p. XV).

Una de las ideas fundamentales de la tradición mística –o contemplativa- del cristianismo de occidente es considerar que la vida espiritual avanza a través de varios niveles. La vía tripartita, o el camino de tres pasos, es un antiguo y clásico mapa sobre la travesía de transformación espiritual que va desde el amor hasta la unión mística. Aunque en la actualidad no es muy utilizado, este concepto ha tenido considerable influencia en el desarrollo de la tradición cristiana. El camino de tres partes refiere a los niveles de purificación/purgación, iluminación y unión. Esta clásica división tripartita: purgativa, iluminativa y unitiva, fue establecida por los antiguos cristianos, por las Madres y Padres del Desierto durante los siglos IV al VII. Y la tradición ha sobrevivido a pesar de las diferencias transicionales y de las polémicas entre las escuelas surgidas a lo largo de los siglos. Las variaciones y subdivisiones se multiplicaron, pero la esencia de la doctrina ha seguido siendo la misma durante más de mil años (McGinn, 1990-2005). 

Este clásico mapa y antigua tradición puede observarse especialmente a través de los textos místicos de la alta Edad Media y del periodo moderno. San Ignacio de Loyola (1491-1556), santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz se sirvieron de la vía tripartita en sus escritos. Ignacio relaciona la primera semana de sus ejercicios a la vía de purificación, en tanto que la segunda y tercera semana corresponden a la iluminación. De igual manera, en El castillo interior de Teresa, las primeras mansiones se refieren al estado de purificación; las mansiones del medio al estado de iluminación y las finales al estado de unión. La magistral exposición de san Juan sobre la vía purgativa, tanto en la Noche oscura del alma como en el Ascenso al Monte Carmelo, son elogiadas con toda justicia. Su Cántico Espiritual y su Llama de amor divino se relacionan más a los restantes niveles de iluminación y de unión espiritual.

Similitudes y diferencias.

Existen claras similitudes y analogías entre la psicología junguiana y la tradición mística cristiana, tal como ésta se manifiesta en la vida y obra de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz. Aunque también existen divergencias y diferencias. Para ambas tradiciones un rol central lo tiene la experiencia inmediata de lo numinoso -del Espíritu Santo o de la presencia de Dios- o la percepción de una original realidad trascendente escondida de manera inminente en el alma.

Sin embargo, en general Jung no quería que se lo considerase un místico; prefería ser reconocido como un empirista y se consideraba a sí mismo como un científico natural. Como científico y empirista, se limitó a la investigación de las afirmaciones humanas sobre lo religioso y sobre Dios. Y fundamentó su psicología de la religión en la interpretación y comparación de estos hechos. El Dios metafísico, “el propio Dios”, permaneció siendo intocable.

El lenguaje e ideas científicas de Jung también difieren considerablemente del lenguaje de la tradición mística. Los místicos tienden a concentrarse en el encuentro directo con Dios, en tanto que a tales experiencias Jung las sujetó a un examen crítico. La psicología analítica tiende a verse limitada a la observación y al estudio de imágenes y contenidos arquetípicos, es decir, está limitada a nuestras afirmaciones humanas o psicológicas. Pero el hecho de que se halle un trasfondo que esté oculto no significa, por supuesto, la reducción de su importancia. Muy por el contrario, precisamente para Jung la incapacidad de “conocer” lo numinoso implicaba –según sus propias palabras- una riqueza y un tesoro que siempre buscó preservar. Y pareció reconocerlo cuando alcanzó el límite de su empírico conocimiento psicológico y el principio de una sabiduría mucho más profunda.

Es en este sentido que existen grandes similitudes y analogías con la tradición mística o contemplativa del cristianismo. De hecho, los escritos de Jung contienen mucho de las enseñanzas psicológicas de esta antigua tradición transpuestas al idioma de la psicología del siglo XX. Con su concepto del selbst, Jung participa de la creencia en la presencia de Dios en el centro del alma; él lo expresa desde una perspectiva psicológica antes que mística. Y sus escritos sobre la psique contienen, bajo el moderno idioma de la psicología profunda, mucho de las enseñanzas sobre dirección y guía espiritual de los pasados siglos del cristianismo. No solo el registro de Jung sobre la estructura de la psique se acerca a las enseñanzas de la tradición mística, sino también el profundo método psicoterapéutico en general.

Existen, además, importantes superposiciones entre ambas tradiciones: ambas realizan un marcado énfasis en una conciencia expandida o en el aumento del autoconocimiento, de tal manera que podamos relacionarnos más objetivamente con el mundo que nos rodea. En ambas tradiciones, también, lo que sucede por debajo del nivel de nuestro pensamiento y agenda conscientes es explorado y analizado. En lugar de ignorar los signos y señales del inconsciente, se nos anima a prestar seria atención a nuestros sueños, a las fantasías y ensueños, así como a nuestros pensamientos e impulsos. Se nos anima a que los observemos de manera consciente, que intentemos captar el deseo, tendencia o impulso del inconsciente, de las partes desconocidas de nosotros mismos. Es de esta manera que continuamente podremos dirigir nuestra superficial atención a los ocultos motivos subyacentes tras nuestra consciencia y acciones. A esto se lo denomina: “morar en la habitación del autoconocimiento”.  

Dos formas de pensar; dos formas de saber.

La noción del sí-mismo de Jung logró extenderse hasta describir, de forma intuitiva y teórica, una dimensión psicológica que excedía los límites de la autoconciencia habitual del individuo, excedía su habitual identidad, su sentido del ser y su experiencia de la realidad psíquica. La noción del sí-mismo de Jung extiende nuestra comprensión psicológica y ontológica hacia lo desconocido de nuestro interior, hacia el misterio de la existencia, hacia el encuentro y la relación personal con una realidad trascendente; una que normalmente se halla oculta en nuestra conciencia diaria.

De hecho, los escritores místicos de los siglos anteriores, y la tradición contemplativa cristiana en general, sugieren que incluso existen dimensiones de la experiencia mucho más profundas que son susceptibles de ser despertadas y a las cuales podemos acceder. Y desde aquí, entonces, el proceso de individuación es solo un umbral, una transición, otra forma de conocer. Se considera que la profunda travesía espiritual es, en esencia, una continuación del proceso junguiano de integración/individuación bajo una octava más profunda, más alta, por decirlo de alguna manera.

En la tradición antigua se conoce como una transición, o un umbral, a lo que está entre la “travesía hacia Dios” y la “travesía en Dios”. Desde esta perspectiva espiritual mucho más amplia, la individuación no es un punto final en sí misma sino la culminación de una travesía y una llegada; pero al mismo tiempo es la preparación para otro recorrido, para una verdadera travesía desconocida. Esto lo afirma claramente Jung, según lo cita Jacobi en su libro: “Se podría decir que en el curso del proceso de individuación, un hombre o una mujer llegan a la entrada de la casa de Dios. Pero la posibilidad de que él o ella abran la puerta e ingresen al santuario interior en donde se encuentran las imágenes sagradas, es un último paso que es librado a la sola elección de él o de ella” (Jacobi, 1967).

El propio Jung escribió de manera conmovedora sobre los comienzos de este culmen, que se halla entre dos formas de conocer o en la entrada de otra forma de saber. Jung sostiene que el conocimiento místico difiere del conocimiento ordinario debido a que efectúa una verdadera transformación. Y ésta no se da en la sucesión de imágenes que cruzan por la imaginación y a partir de las cuales logramos la abstracción de nuestros conceptos, sino mediante una penetración de la mente en el centro mismo de su propio ser. Acerca de la experiencia mística que nos transforma, Jung afirma que: “No es que se logre ver algo diferente, sino que se logra ver de manera diferente. Es como si el acto de ver el espacio fuera cambiado por una nueva dimensión” (Jung, CW11, para. 890/891). Y luego continúa diciendo que esta nueva manera de ver, esta nueva dimensión, depende del nacimiento de un nuevo centro al que denominó: el sí-mismo.

Jung se está refiriendo a aquel importante culmen o punto de transformación situado entre dos formas de saber o de ser, punto que se extiende hacia una conciencia más mística o contemplativa, hacia la unión divina en el centro del alma. Un texto del s. XIV, La nube del no-saber, habla sobre “el supremo punto del espíritu” llamado apex mentis o “la sustancia del alma”, “el centro del alma”. San Juan de la Cruz con frecuencia habla de “el íntimo ser del alma”, como en el Cántico 1.6:

Y para que esta sedienta alma venga a hallar a su Esposo y unirse con él por unión de amor en esta vida, según puede […] es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma.

Para santa Teresa, la metáfora principal para describir esta dimensión mística será la unión mística o el matrimonio espiritual. Y entre otras categorías místicas se encuentran: la contemplación y la visión de Dios, la deificación, el nacimiento de la Palabra dentro del alma y el éxtasis u obediencia radical a la voluntad de Dios.

Mientras que nosotros comúnmente pensamos de manera horizontal (con un concepto siendo remplazado por otro), el lenguaje de los contemplativos indica que el pensamiento místico es vertical: no implica la adquisición de nuevas ideas y conceptos sino que es un descenso a la oscuridad de la propia mente, al vacío de las imágenes y del pensamiento conceptual. Este mundo de perpetua soledad que se halla al descender dentro de nosotros mismos, es el punto supremo del espíritu, el centro del ser, es el mundo de silencio y de quietud. En suma, el conocimiento místico no se mueve en imágenes sucesivas sino en una espiral que desciende a las profundidades del alma para encontrarse con Dios en la oscuridad del silencio.

Esta distinción entre dos formas de conocer, o diferentes formas de conciencia, ha sido descrita por los santos y místicos cristianos a lo largo de los siglos. Santa Teresa y san Juan de la Cruz se sirven de formas de hablar que han sido empleadas por numerosos místicos, desde san Agustín al gran místico de Rhineland: Jan van Ruysbroeck. Este último, vio el movimiento hacia “la mente contemplativa” como un movimiento interior que no era horizontal sino vertical, que no estaba en el espacio sino en el silencio, no en el desplazamiento sino en el descanso, no en el tiempo sino en lo intemporal. San Agustín, por su parte, afirma que la parte más elevada del alma está reservada para la contemplación de Dios, y que la parte baja corresponde a la mentalidad que se dedica a razonar.

El monje del s. IV, Evagrio Póntico, es uno de los muchos escritores contemplativos que hizo una importante distinción entre la mente calculadora y razonante, que usa conceptos en un proceso que podríamos llamar pensamiento discursivo; y aquella dimensión de la mente que logra el conocimiento directamente, sin la mediación de conceptos, y a la que llamó nous, una inteligencia espiritual intuitiva. De esta manera, cuando Evagrio define a la oración como “una comunión de la mente con Dios”, señala una dimensión de nuestra conciencia que avanza de manera más profunda que el pensamiento discursivo. Santo Tomás de Aquino también tomó esta distinción y, hablando virtualmente para toda la tradición, al aspecto de la mente que razona y calcula lo denominó “razonamiento inferior”; y al aspecto de la mente que comulga directamente con Dios en la contemplación, “razonamiento superior” (Laird, p. 26).

Dentro de la tradición ortodoxa del cristianismo, a la dimensión contemplativa se la conoce como hesychia, un término que describe la calidad de quietud y de silencio (Kallistos Ware, p.89). La tradición hesicasta describe dos tipos de saber o de comprensión al diferenciar entre lo que tradicionalmente llaman mente y corazón. El término “corazón” se refiere a la forma no-conceptual de conocer, la misma que Agustín y Aquino posteriormente llamarían “razón superior”. Dentro de esta tradición, el corazón no era el asiento de las emociones (que estarían localizadas casi al mismo nivel que los pensamientos) sino el centro mismo de la persona. El corazón comulga con Dios de una manera tan silenciosa y directa que no le es posible hacerlo al nivel conceptual de nuestra mente.

De la oración de recogimiento a la oración silenciosa.

Este importante culmen es descrito por santa Teresa, en El castillo interior, como el movimiento que va de la oración de recogimiento a la oración silenciosa. En su descripción de la oración silenciosa y de su evolución hacia la más profunda oración de unión, ella utiliza la metáfora de la luz que surge desde lo más hondo del interior y alcanza todas las facultades humanas: nuestras emociones, imaginación, sentidos e intelecto y razón. Esta metáfora es su principal forma de describir la aproximación de Dios al ser humano, se trata de “los brazos del amor” de lo divino que se extienden hacia la mente humana:

IV.3.6. Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz sobre el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar, que le hace quedar absorto, y entonces, sin saber cómo, queda muy mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias para echarle más a perder […]
IV.3.8. […] porque en esta manera de oración […], en esta fuente manantial que no viene por arcaduces él se comide o le hace comedir ver que no entiende lo que quiere; y así anda de un cabo a otro, como tonto que en nada hace asiento. La voluntad le tiene tan grande en su Dios, que le da gran pesadumbre su bullicio, y así no ha menester hacer caso de él, que la hará perder mucho de lo que goza, sino dejarle y dejarse así en los brazos del amor, que Su Majestad le enseñará lo que ha de hacer en aquel punto, que casi todo es hallarse indigna de tanto bien y emplearse en hacimiento de gracias.

La tradición mística, tal como está ejemplificada en los escritos de santa Teresa y de san Juan, cree que existe una forma de conciencia que está más allá de la impresión de los sentidos, más allá del conocimiento que podemos obtener por medio del tacto, del oler, del ver, del saborear y del asir. Se trata de un conocimiento que tiene que ver con las esencias y con el ser interno de las cosas. Este conocimiento está relacionado con el núcleo de nuestra existencia, y ésa es la razón por la que es tan intensamente íntimo. Y es también la razón por la que el proceso de su descubrimiento puede resultar perturbador, pues tal conocimiento nos fuerza a confrontar con el núcleo silencioso de nuestro propio ser. Finalmente se trata del conocimiento divino, y solo podemos participar del mismo si estamos preparados para embarcarnos en una travesía dentro de la quietud y del silencio. Y entramos a esa travesía por medio del acceso a un ascético proceso de desprendimiento interior y de purificación de los apegos e identificaciones que resultan de las impresiones de los sentidos.

En términos personales, el fruto de esta travesía cada vez más profunda es el conocimiento de nuestro ser de maneras cada vez más novedosa, efectuada a través de un conocimiento que proviene de lo divino y no desde nuestra egocéntrica perspectiva. Es en la descripción de tal culmen o transición en donde la integración de la personalidad natural, o el proceso de individuación, generalmente tiene lugar y en donde un proceso mucho más profundo de transformación espiritual está en camino. Claro que se puede discutir ahora si la psicología profunda se ha desarrollado lo suficiente como para poder hablar significativamente sobre aquellos profundos estados de la mente contemplativa, sobre esa dimensión de la experiencia que reposa más allá de la familiar polaridad de consciencia e inconsciencia.

Es importante notar que para santa Teresa (y para san Juan de la Cruz) sus aprendices son aquellas almas que ya han entrado a un estado de servicio a Dios, de tal manera que ha de prestarse atención al reino de la gracia y al hecho de que Teresa escribe para quienes están avanzados en el camino. Existe un principio teológico bien conocido que sostiene que: la gracia se erige sobre la naturaleza. Si la naturaleza es todavía un enredo, entonces la gracia, como regla general, espera a que la naturaleza se ordene antes de actuar de una manera intensa y suprema.

Para Teresa, la travesía de oración y la plena unión con Dios es una travesía del corazón cada vez más intensa y dirigida hacia el aposento más interior. Allí, el amor divino de Dios a través de Cristo, se infusa y une con la vida de nuestra alma. A esto se le conoce tradicionalmente como el misticismo nupcial: una aventura amorosa cada vez más intensa en donde la novia es el alma y el novio es Cristo. A través de sus escritos, la experiencia y expresión de la espiritualidad contemplativa de santa Teresa se cubrió con el lenguaje de los símbolos y la imaginería, describiendo al alma como un jardín, un árbol, un castillo y una mariposa; y a la acción del Espíritu Santo con los símbolos del agua y de las fuentes (McLean, p.74).

La antropología del alma de Teresa -según El castillo interior- distingue entre el saber místico y el saber ordinario. Ella separa la parte interna del alma (en donde los objetos sobrenaturales son “sentidos” y “comprendidos”) de la parte externa de la misma (en donde se dan las sensaciones externas y el saber meramente natural). Teresa fundamenta su antropología en una división interior/exterior del alma que utiliza para demostrar las operaciones que han de considerarse naturales y las que, más allá de éstas, son sobrenaturales y místicas. Se vale de esta división para diferenciar el saber ordinario del mundo de aquel saber místico perteneciente a las regiones del alma, y las denomina exterior e interior, respectivamente (Howells, p.71).

Teresa recorre un largo camino para desarrollar una doctrina formal sobre los sentidos espirituales dentro de una tradición que se remonta hasta Orígenes, de quien toma la visión de dos sets de sentidos en el alma. Mediante ellos, el alma “siente” las cosas naturales y sobrenaturales por separado. El alma diferencia entre lo que siente en el interior y lo que siente materialmente (a través de los sentidos corporales). Por ejemplo, lo que el alma siente en su interior son “impulsos espirituales” que “hieren al alma” como una flecha clavada en el corazón; se trata de sensaciones de dolor, sostiene Teresa, que no se equiparan al dolor corporal. Claramente describe el adicional set de sentidos del alma, pues: “pareciera que el alma tuviese sentidos externos. Y también que posee otros sentidos a través de los cuales desea retirarse hacia sí misma, lejos del ruido exterior”.

Cuando el alma se “retira” hacia sí misma, hacia lo que Teresa denomina el recogimiento interior, se vale entonces de “otros sentidos”, que son diferentes de los “sentidos exteriores”. Es a través de esos otros sentidos “dentro de sí” que el alma logra “la comunicación con Dios en la soledad”. Por lo tanto, el alma posee dos sets de sentidos, así como dos habilidades epistemológicas separadas asociadas a cada uno de tales sets. Existe la capacidad para conocer a través de los sentidos ordinarios, a través de los sentidos externos; y existe también una capacidad paralela de saber espiritual a través de los sentidos internos. Tal como el alma siente y conoce las cosas a través de los sentidos exteriores, de igual manera obtiene una comunicación con Dios a través de un set de sentidos y operaciones internos que es similar a la vez que diferente del primero (ibíd. p.75).

Santa Teresa establece sus propias diferencias para demostrar cómo las dos formas de saber están relacionadas, introduce luego las figuras simbólicas de María y de Marta para hacer referencia a tal división. Ella explora la relación entre María y Marta como una analogía de las dos partes del alma. Primero, para enfatizar la división en el alma producida por la transformación mística; y luego para ver hacia adelante, hacia la unidad final del alma en una unidad modelada según la unión de las dos naturalezas en Cristo; según la diferenciación-en-la-unidad de las personas de la Trinidad.

Al hablar sobre Marta y María, el objetivo de Teresa es mostrar que los dos tipos de operaciones -relacionadas con el interior y el exterior del alma- son diferentes a la vez que señalan hacia la posibilidad de su reconciliación. En tal reconciliación, la actividad de Marta -que está centrada en el mundo- es totalmente consecuente con la vida interior de María, al punto tal que existe en esta reunión una sola operación unificada del alma; una en donde María y Marta “trabajan juntas”. Este es el gradual desarrollo de la división del alma en dirección a su unificación, el punto en donde la actividad de Marta se une por completo a la vida interior de María (ibíd. p.79).

Conclusión.

La tradición contemplativa de los cristianos nos enseña que se puede confiar en el centro del alma, en un centro que se revela como dador de vida, que no es aniquilamiento, que no señala solo hacia nuestra vida personal sino a la imagen del crucificado y resucitado: a Cristo como símbolo y realidad que contiene toda nuestra vida. Nuestra travesía cristiana se ve favorecida por la presencia divina que se acompaña de una emergente figura de Cristo. En esta travesía, en el movimiento hacia las recámaras más internas del corazón humano que se dedica a rezar, la relación y comunión son una respuesta a su divino llamado de amor. Esta imagen divina no solo expresa una creciente intimidad con Dios, sino que también señala -en tanto símbolo psicológico- el surgimiento de una personalidad más plenamente individualizada, una realización más plena de nuestro propio ser. Desde esta perspectiva, los escritos de santa Teresa de Ávila, en especial El castillo interior, son considerados como importantes documentos de la individuación cristiana.

Si bien el objetivo de santa Teresa a lo largo de la travesía por su castillo es la unión con Cristo, notemos también que Cristo y los símbolos de la religión fueron una de las mayores preocupaciones en la vida de Jung. A través de los mismos, Jung intentaba mostrar las raíces psíquicas de la religión y la importancia psicológica de la cristiandad. Desde sus sueños infantiles hasta sus reflexiones sobre Dios en una autobiografía ya de maduro, las cuestiones religiosas nunca estuvieron fuera de sus intereses: “Veo que todos mis pensamientos giran en torno a Dios como los planetas giran alrededor del sol: aquellos se ven irresistiblemente atraídos por éste. Siento que mi más grosero pecado sería conceder cualquier tipo de resistencia a esta fuerza (Jung, 1993, p.13).

Este deseo de unión con el amor de Dios permanece como una característica permanente de la psique, a pesar que este deseo no siempre se ajuste a las tradicionales formas religiosas. Los cristianos de la actualidad anhelan una verdadera relación con el amor sanador y transformativo de Dios a través de Jesucristo; anhelan una relación que los capacite a vivir de manera más auténtica y dadora de vida. En una carta de 1945, Jung fue muy claro al señalar que de esto se trataba toda su obra: “El principal interés de mi trabajo no tiene que ver con el tratamiento de la neurosis sino, antes bien, con la aproximación a lo numinoso. El hecho es que la aproximación a lo numinoso es la verdadera terapia. Y en la medida en que vos alcancés las experiencias numinosas, te verás liberado de la maldición de la patología”.

Allí estaba describiendo el sanador camino psicológico dirigido hacia auténticos encuentros con el Dios vivo. Y parte de la contribución de Jung fue mostrar que tales experiencias no están reservadas a una élite, sino que pertenecen a la normal condición de la vida humana. Demostró que lo que alguna vez pudo haber sido raro, lejano y reservado solo a los santos(as) y monjes(as), hoy es el gran reclamo y deseo de muchas personas comunes.

Me gustaría terminar este discurso con un fragmento de sabiduría proveniente de la psique de Ann Ulanov:

Vivimos en el siglo de lo psicológico, en donde las exploraciones del espacio interior demuestran haber ido tan lejos como las realizadas en el espacio exterior. Pero la teología y la Iglesia están cojeando al no reconocer la amplia, profunda y rica vida del inconsciente que ya existe en sus rituales religiosos, en sus símbolos, doctrinas y sacramentos. Es una verdadera falta no considerar seriamente lo trascendente en su persistente inmanencia en y entre nosotros. Dentro del sistema de la psique, experienciamos los contenidos inconscientes como trascendentes a nuestros egos. La falta de la teología, al no aceptar al inconsciente de manera seria, deja a la inmanencia de Dios sin ser recibida o encarnada. La conciencia de la recepción de Dios, por parte de la psique, es esencial si vamos a realizar una administración del ego que alberga todo lo que se nos ha concedido ser (Ulanov, 1998, pp. 118-119).
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Bibliografía.

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- Ulanov, A. y Alvin Dueck, A. (2008). The Living God and the Living Psyche. Cambridge: Willliam Eerdmans, 8.

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Nota del T.: para las citas de santa Teresa me he servido de la siguiente versión del texto:


La autora es psicóloga, analista junguiana y directora espiritual. A lo largo de su vida se ha dedicado a la tradición contemplativa cristiana con un particular interés en la relación entre la psicología profunda y la oración contemplativa. Es autora de: Towards Mystical Union (2003 y 2013), un moderno comentario psicológico y espiritual sobre el clásico texto de santa Teresa de Ávila. La edición en castellano de este libro es: Hacia la unión mística: comentario al Castillo Interior de santa Teresa de Ávila (2005).


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