19.6.14







I. Fuge (huye).

| El filósofo, ¿el primer eremita?|

La vida eremítica no ha sido inventada por los cristianos. Sus orígenes posiblemente se confundan con los comienzos mismos de la filosofía. ¿Cómo poder reflexionar profundamente en medio de causas de distracción, en presencia de personas que para evadir su soledad interior no encuentran otro recurso más que la evasión a través del parloteo?

Respecto a los orígenes de la filosofía, es conocida la célebre controversia de la época helénica sobre este tema. ¿Fueron los primeros filósofos los egipcios, los caldeos, los persas o los indios? [3]. Los estudiosos modernos encuentran exagerada la modestia griega que caracterizó su época temprana, pues fue la propia Grecia quien se adjudicó su filosofía. Entre los demás pueblos de la antigüedad, tan solo la India tuvo la suya; en el justo sentido de la palabra. Y fue a partir de la India, tras la conquista de Alejandro, que los más seguros conocimientos llegaron a los griegos. Desde entonces se hablaba mucho de los gimnosofistas, y se les admiraba tanto que el viejo Licurgo, quien también fue digno de admiración en el s. IX, acabó haciéndose pasar por discípulo de aquellos [4]. Estos sabios nudistas huían de la compañía de los hombres. Los cristianos también los conocieron en sus viajes; y vale la pena notar la primera reacción de uno de ellos, de Tertuliano: “Nosotros [los cristianos], no somos brahmanas ni tampoco gimnosofistas indios, hombres de los bosques y exiliados de la vida” [5].

Cualesquiera sean sus lejanos orígenes, los griegos indudablemente fueron los primeros –quizás por haber sido una raza filosófica- en comprender la necesidad de la soledad. Según Platón, los pocos hombres que pueden comprender bien que la pólis [la sociedad] es una jungla en donde no hay ninguna esperanza de ser útil en cosa alguna, son quienes se entregan a la quietud y se ocupan en sus propios asuntos, “tal como en tiempos de tormenta uno se refugia tras un muro [6] […] Y uno se vuelve, entonces, hacia la ciudad interior que lleva dentro de sí” [7]. Estas son “palabras admirables y profundas; la palabra última (si es que existe una), amarga y resignada, de la grandiosa sabiduría platónica” [8]. Más adelante hablaremos de los estoicos a propósito del hesicasmo. Y será digno de notar la renovación del pitagorismo acaecida en el siglo anterior a la aparición del cristianismo, ya que tal doctrina trataba de poner en práctica lo que previamente había establecido el gran Pitágoras sobre la disciplina del silencio. Serán suficientes, además, unas pocas palabras de Filón, quien también se vio tentado por el neopitagorismo.

El tratado De vita contemplativa, que en otro momento se le disputara a Filón, ahora le es generalmente concedida. Como sea, se puede asegurar que esta obra posteriormente fue muy apreciada por los monjes. Según nos describe en su obra, los antiguos therapeutés vivían en los monastéria, es decir, en celdas o cabañas distanciadas entre sí y conformando una especia de colonia de eremitas: “Ellos pasan el tiempo entre sus jardines/huertos o en lugares solitarios, buscando siempre la soledad” [9]. | La versión armenia de este pasaje sugiere lo siguiente para el término: ēremía = “en búsqueda de la tranquilidad”. No existe una tranquilidad asegurada sino en la soledad.|

Pero Filón no se limita a hacer un elogio de la vida solitaria de los terapeutas. La propia sabiduría divina, sostiene, “es amiga del desierto (philēremos) [10]; y el logos divino es solitario (monótikos)” [11]. Y lo son también quienes desean entregarse a la contemplación, quienes buscan una vida en la soledad (ēremía) y a escondidas (skótos) [12]. Como ejemplo, cita a los Setenta, a los traductores de la Biblia, quienes buscaron la tranquilidad (enhēsykhásai) de la soledad (enēremésai) [13]. Muchos de los términos empleados por Filón para expresar sus pensamientos pasarán luego a formar parte del vocabulario del monaquismo.

“Tal parece, la educación y la filosofía requieren de mucha soledad y de retiro”, observa el divino Crisóstomo [14]. Y podríamos reunir muchas máximas de este tipo. La mayoría de las veces expresan una verdad de sentido común, pues recomiendan la soledad; aunque también expresan la verdad de la experiencia, al insistir más en el recogimiento interior que en el aislamiento externo. A su tiempo veremos en qué medida el uno depende del otro. Sin embargo, sería imperdonable terminar este párrafo sin recordarles a los monjes la famosa proposición final de las Enéadas: 

Esta es la vida de los dioses y de los hombres divinos: el desprendimiento de todo, de las cosas de aquí abajo; el inaccesible acceso a los placeres de las cosas presentes, la solitaria fuga hacia el Único [15]. 

Y la vida de Plotino está allí para ayudarnos a hacer una exégesis de estas palabras.

En todos estos textos, la huida de los hombres tiene por objetivo el bien de la inteligencia, de la instrucción o de la contemplación. Por lo tanto, no tiene sentido buscar ejemplos de solitarios que pudiesen haber practicado la anacoresis por sí misma. Aunque Plutarco menciona a un solitario que vivía a orillas del Mar Rojo: 

[...] quien se reunía con los hombres una vez al año, y pasaba el resto de su tiempo en compañía de nómadas ninfas y de demonios, según dice. Más aún, era el más hermoso de los hombres que el narrador hubiera visto e incluso era inmune a todas las enfermedades gracias al consumo mensual de las semillas de una hierba farmacéutica [16]. 

Aunque Plutarco nos advierte que se trata de un “bárbaro”. ¿Habría sido un griego capaz de algo semejante? Mucho más tarde, Luciano de Samosata nos hace saber de un hierogrammateús [hierográmata] admirablemente sabio, de nombre Páncrates y que había vivido durante 23 años en un espacio subterráneo [17]. Y en tiempos más próximos a nosotros tenemos a Robinson Crusoe, en la imaginación de Daniel de Foë y de sus innumerables lectores juveniles.


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3. Uberwerg I, p. 26.
4. Plutarco, Licurgo, 4,8.
5. Apol. 42,1.
6. Resp. VI, 496 d.
7. Resp. IX, 591 c. [592 b].
8. H.I. Marrou, Histoire de l’Education dans l’Antiqueté, París 1948, cap. VI, p. 120.
9. De vita contemplativa, 2.20; Conybeare, p. 53.
10. Quis rer. Div. H., 26, vol. I, 490.
11. Ibíd. 48, I, 506.
12. De migr. Abr. 34; I, 466.
13. Vita Moisis, II, 6; II, 140.
14. Dionis Prusaensis, Quae exstant omnia, Ed. J. De Arnim II, p. 261.
15. Plotino, Enéadas, VI.
16. De defectus Or. 21.
17. Philopseudes 34.


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