25.11.13


San Juan Bautista - antiguo icono copto.

Su número crece cada año. Pasan su vida en oración, no le temen a la pobreza y rechazan toda jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu de la época. La Iglesia ha decidido reintegrarlos al Derecho Canónico.


La última tentación: el eremita de la metrópoli.

por Vittorio Messori

- 2002 -

Solo dos de cada cien ha elegido, como sus antiguos predecesores, vivir en condiciones extremas: en cuevas, subterráneos o bajo el arco de algún puente. La mayoría prefiere esconderse entre la anónima multitud de las grandes ciudades como Milán, Turín y Roma.  

Lo que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio, la discreción y el ocultamiento. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos de ellos en Europa, aquí y allá; y no hubiese tenido acceso a sus guaridas de haber violado la promesa de no dar sus nombres ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, no los busque en lugares desiertos e inhóspitos, es más probable que los encuentre en las periferias de los centros urbanos o en los áticos de las metrópolis. Hablo de los eremitas. Han regresado por la puerta grande y su número crece cada año, aunque pocos lo saben dado su empeño -como es obvio- en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sabe de ellos y ha decidido reintegrarlos a su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino simplemente porque parecían formar parte de una página cristiana larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.

Una página que se inició incluso antes de Constantino, cuando en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto (éremos, en griego) o a las montañas: grutas, hondonadas y cabañas se llenaron de solitarios que luchaban contra leones y serpientes, como también contra demonios tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces contra su voluntad– una comunidad a la que otorgaba una regla. Éste fue el destino de quien en Occidente daría origen a la forma de vida monástica que marcaría beneficiosamente los siglos venideros. Benito de Nursia empezó como eremita en el Speco de Subiaco, pero su fama de santidad motivó a que lo forzaran a transformarse en maestro y legislador de cenobios. Posteriormente, a pesar del aumento de miles de abadías, monasterios y conventos, en donde la vida religiosa era común e institucionalizada, muchos creyentes continuaron siguiendo la vocación al aislamiento, a la soledad y a la libertad de elaborar ellos mismos “su” regla.

La Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento custodiando cementerios, puentes, faros o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables; y su presencia concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa, que persiguió a estos “parásitos asociales” como a “fanáticos oscurantistas”. En el s. XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de la novela romántica -al estilo del Conde de Montecristo-, de la pintura gótica y de la ópera lírica. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había sido canalizada desde hacía tiempo en las órdenes religiosas como las de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la comunión con los hermanos durante la oración y la conversación por lo menos una vez a la semana.

El silencio del código eclesiástico de 1917 resultó significativo: si no hay más anacoretas, no hay más regulación. Pero esta rara y persistente vocación no desapareció, sino que seguía incubándose bajo las cenizas, de modo que el nuevo código publicado en 1983 tuvo que asumirlo. En el segundo inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como “consagrados” si “mediante el voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del obispo diocesano”; y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan redactado. Se trata de una legislación “leve”, con requisitos mínimos, como justa y obligatoriamente corresponde a una elección de vida inspirada por la obediencia a la Iglesia y a una lectura más rigurosa del evangelio, a la vez que a una libertad y autonomía propia de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del todo personal.

Las estadísticas y encuestas son difíciles, por no decir imposibles: aunque se los conoce (y difícilmente, dada su discreción), muy raramente los ermitaños responden a los cuestionarios, mucho menos a las preguntas de quien pudiese entrevistarlos. Sin embargo, en Francia y Alemania se han publicado libros sobre ellos. Y recientemente, se ha publicado una investigación de jesuitas americanos en su revista cuatrimestral para consagrados Review for Religious. Hay que reconocer que tales religiosos norteamericanos han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría social, pero todo un éxito dentro de la extraña categoría de los ermitaños, que -si nos atenemos a valoraciones fiables- contaría en todo el mundo con unas veinte mil personas. En Italia serían entre mil y mil doscientos, divididos por igual entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan los de otras confesiones cristianas e incluso los de otras religiones. Pues tal como se ha señalado, el anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes, porque recupera –viviéndolos todos los días– los valores que unen todas las confesiones: oración, penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento y contemplación.

Parece que entre los neo-eremitas italianos también se cumple lo que revela la investigación norteamericana, según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en cuevas o sitios por el estilo, como sótanos o debajo de los puentes. Y la mayoría tampoco se encuentra en el campo, las montañas o montes. En realidad, el mayor número de eremitas es “metropolitano”; la gran ciudad es el verdadero lugar de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios. Y según la misma investigación (aunque ya se sabe cómo seguir este tipo de información), esta forma de vida es parte de una decisión adulta: la mayoría de los solitarios tiene entre 50 y 60 años, y son rarísimos los que están por debajo de los 30. No hay más que recordar el viejo proverbio: “A joven ermitaño, viejo diablo”. Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo de una comunidad fraterna, la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o con un distintivo. Y la obligada pobreza se convierte muchas veces en miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su “desierto”. Dado que el anacoreta buscará huir de toda “dispersión”, y por lo tanto de los trabajos en fábricas u oficinas, vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Pero esto casi nunca les asegura unos ingresos suficientes como para que su vida no se deslice de la pobreza a la indigencia. Por eso muchos esperan a tener una edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita cultivar en paz su propia vocación.

En general, tienen más suerte en su sustento diario quienes poseen un pequeño lugar o una cabaña en el campo. Todas las experiencias sostienen que los inicios son difíciles debido a la desconfianza de los lugareños que se preguntan quién será ese “forastero” solitario que, por lo general, tiene un aire distinto (la mayoría tiene un título universitario), que no recibe visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco incluido– las mínimas palabras indispensables. Así que la primera visita, por lo general, es la del policía local, alertado por los informes de los vecinos. Después, poco a poco, se irá aceptando al “forastero” como un miembro raro y evasivo de la comunidad; y cerca de su ventana y de su puerta comenzarán a aparecer frutas, verduras, pan y leche, a menudo acompañados por una nota pidiendo oraciones. Sin mencionar que les pueden conceder una parcela de sus huertas (normalmente no es mucho, pero ya es algo), de las que los eremitas “campestres” pueden disponer. Aunque la mayoría de los solitarios son laicos, también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremítica tras muchos años de haber estado en comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa de la que provienen.

Pero, ¿por qué una elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una vocación, una llamada, que ha florecido de nuevo como reacción a la embriaguez “comunitaria”, “social”, que ha arruinado muchos ambientes religiosos. La excesiva insistencia del compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras -habladas y escritas- han llevado a muchos, por contraste, a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su vida por cosas “inútiles” según el mundo y, por desgracia, también según cierto eficientismo cristiano de la actualidad. La sencilla regla que él mismo se redacta -y que si quiere somete a la aprobación del obispo- prevé, por sobre todo, horas de oración, de lectura espiritual y de meditación; prevé vigilias, ayunos, penitencias y renuncias; prevé tareas “superfluas”, como la confección de rosarios, de hostias o de íconos religiosos. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social y las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para mejor. En cuanto a él, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender hasta lo más profundo que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en el misterioso vínculo de la “comunión de los santos”. Creo que esto es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un anacoreta, en una casa deteriorada en el corazón de Turín: “El que va al desierto, no es un desertor”. No es un desertor sino más bien un creyente que, en vez del aparente activismo constructivo, ha decidido practicar la forma más alta de caridad desde la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida –en favor de todos- en la soledad y en el silencio más radicales.

A partir del informe norteamericano, se estima que en el mundo, distribuidos por los varios continentes, hay cerca de 20 mil nuevos seguidores de san Antonio; y casi la mitad de ellos son mujeres. Por temor a las agresiones, en general evitan lugares aislados de Norteamérica como New York y Chicago, y frecuentan los estados montañeses y forestales del oeste del país. Otros ermitaños viven al norte de Canadá, cerca al círculo polar. En Italia hay cerca de 1200 de ellos, especialmente en Turín, Milán y Roma; otros están en los Apeninos, en Abruzo, Calabria y en el interior de Sicilia. Hay muchos que viven en santuarios abandonados, quienes a la vez ven de preservarlos.

La vida eremítica comenzó en el s. III, en el desierto de la Tebaida egipcia, como un escape de las persecuciones; fue entonces que aparecieron los patriarcas: san Pablo de Tebas y san Antonio. Después de Constantino, la opción eremítica fue principalmente una forma de protesta contra una Iglesia que realizaba acuerdos con el poder. Y luego del s. IV, los eremitas pasan a Occidente: desde la isla Pantelaria a Escocia, Europa se llena de ermitas, muchas de las cuales continúan siendo habitadas hasta finales del s. XVIII. El fenómeno es un hecho común en casi todas las religiones: en el Islam, el budismo, el hinduismo y el judaísmo.


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Messori Vittorio (17 de agosto del 2002). L'ultima tentazione: eremita metropolitano, Corriere Della Sera.


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