“Sierva del Señor”.
El estudio de
la simplicidad es especialmente decepcionante. Y el estudio de la simplicidad
de María –y aun la de Jesús- lo es en más alto grado.
En María, al
igual que en Dios, la esencia es el amor: ella ama y se brinda, ella está por
completo y siempre en este don de sí. Su humildad es una de las flores que
florece sobre esta raíz y tallo. Ella es humilde porque se olvida de sí misma.
Y el olvido de sí la mantiene en su lugar, ella no lo abandona. He aquí porqué
ella es tan humilde el día de su asunción y en la hora de su coronación en el
cielo como lo fue en la gruta de Belén o al pie de la cruz.
Ella no
quiere y no ve sino la gloria divina. En toda circunstancia se ve sumergida en
esta gloria que la rodea por todas partes. Ninguna otra luz en ella podría
mostrarla a sí misma y a las demás criaturas bajo una luminosidad diferente. El
amor la ilumina, la secunda; está en ella y por ella. ¡Qué [incomparable]
grandeza! No sabemos casi nada de los detalles de su vida, y sin embargo lo
sabemos todo. Nosotros le dirigimos las palabras del ángel: “Llena eres de
gracia. El Señor está contigo”.
El amor es
simple porque unifica. El amor concentra toda la vida y la dirige hacia el
amado. Si no la reúne no se trata de el amor sino de un simple amor;
y el amado no es más que uno de los [muchos] objetos hacia los cuales uno
tiende. De ahí surge la dispersión. Lo múltiple, dispersa; lo único, concentra.
El primero está “ocupado en muchas cosas” (Lc. 10:41) en lugar de estar “a los
pies del Señor” (ibíd. 39). Se tienen muchos maestros, pero solo hace falta
uno.
La
simplicidad es una virtud deliciosa. Al igual que la unidad, ella no reduce;
por el contrario: en su objeto único puede sostener todas las cosas. Ella solo
excluye lo que no es, pues ama todo aquello que es en aquel que lo es todo. Al
igual que la humildad, ella reúne todo en un solo lugar. Ella no suprime nada;
ordena. De manera continua encuentro esta idea de orden: ella está en el
fundamento de todo como idea de unidad.
La
simplicidad no es, entonces, una virtud; es el ensamble de las virtudes que
hacen que un ser sea todo aquello que debe ser y que haga todo aquello que debe
hacer. Aunque en el mundo creado separamos todo esto porque no sabemos apreciar
los ensambles. Pero nos gustan. Los apreciamos con una mirada más grandiosa que
la del espíritu que divide para aprehender. Los apreciamos en aquel en quien
todo es uno y lo es de manera ordenada.
La
simplicidad está hecha de esta visión ordenada de las cosas y del autor de
[todas] las cosas. Aquellos que son simples, en todo y siempre ven y quieren
este principio: todo en él y para él. Es así como pueden verlo todo, amarlo
todo. En realidad, ellos no ven ni aman a otro sino solo a él. Tal es la
simplicidad de Dios; tal fue y tal es para siempre la simplicidad de Jesús, de
María y de los santos. La simplicidad, mucho más que la humildad, es hija del
amor (que es la flor extrema).
El amor
propio genera complicaciones, pues no tiende a un solo objeto. Tal amor se
deja prender por lo que cree que es esencialmente múltiple; se encuentra a
merced de todos los objetos que se le presentan, y se ofrece a todo lo que
tenga cierto aspecto de verdad que se ha de seguir o de maldad que se ha de
rehuir. Y [tales cosas] nos impresionan porque la parte impresionable [en
nosotros] no está fija en Dios. De ahí proviene la necesidad de un esfuerzo
para fijarla; de un esfuerzo intelectual, de la meditación, del estudio, del
esfuerzo también moral, de los ejercicios prácticos y de los renunciamientos
por amor.
María es
humilde porque conoce a Dios. Ella ve lo que es él y ve lo que es ella. Ella
reconoce la grandeza divina y reconoce su “nada”. De ahí resulta un total
olvido de lo que no es Dios –el único grande- y un movimiento pleno hacia él. Esta
es la simplicidad.
La
simplicidad es, entonces, una conclusión práctica de la humildad; es el
resultado de una visión clara. La humildad ve a la verdad; la simplicidad tiende
de lleno hacia ella. Quien ve solo a Dios, quiere solo a Dios y tiende solo a
Dios. Esto es lo que produce el amor. Aquel es quien está en el sustrato de esa
mirada, de ese querer y de esa marcha. Es él quien produce la mirada simple, el
querer pleno y el movimiento único. Se puede decir también que él lo
simplifica, lo purifica y lo unifica. Todo habla de Dios, todo es visto en él,
todo es querido y es buscado por/para él. Es así que él realmente está en su
lugar: él lo es todo. El orden reina; y las cosas pueden procurar su gloria,
[pues] ellas le cantan y son buenas en eso.
Los hombres
son su imagen; se lo ve en ellos. Y se espera que sus características brillen
en ellos. Sin mentiras, trucos ni rodeos uno dice lo que algo es tal como uno
lo ve; uno reúne a todo su ser en todo lo que dice y hace; uno mismo desaparece
y se muestra según los intereses de Dios, siempre de manera familiar, afable,
con alegría y generando alegría. Junto a Dios se da la fe perfecta, fe plena,
fe de niño; con ternura, con respeto, con ingenua familiaridad, con cariño. Uno
ya no se preocupa de lo que puedan decir, hacer o pensar los hombres. No hay
envidia ni suspicacia sino una alegría continua, sin preocupaciones; hay una
total entrega a Dios-Padre, el único que es.
La
simplicidad de María se debe a la perfecta armonía de su ser totalmente
unificado y acorde con Dios. En ella no existían dos caminos ni dos movimientos
que pudiesen oponerse y colisionar de manera frecuente. Ella se da por completo
en todo lo que hace, en todo se entrega a su único amado.
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