Todo lo que han podido decir, pensar o vislumbrar sobre la grandeza de la Virgen los más grandes teólogos en sus tratados, los pensadores cristianos en sus más altas especulaciones y los santos en las intuiciones de su piedad, el ángel lo expresa de manera excelente en las primeras palabras de su salutación.
Difícilmente pudo haberlo hecho de otra manera. Pues
él es el enviado del Dios Altísimo, habla en su nombre, transmite su mensaje,
dice lo que el propio Dios diría si interviniera en persona. Sus palabras
debían tener una plenitud de sentido y de expresión que no pudiera ser
superada. He aquí porqué al meditar en estas simples palabras –tan
frecuentemente repetidas- todavía no podemos hacernos una idea demasiado próxima de tal
grandeza.
El ángel encuentra y saluda en María una doble
grandeza: su grandeza delante de Dios y su grandeza delante de los hombres. Su
grandeza delante de Dios es su gracia, lo propiamente divino en ella; aquella
vida superior, sobrenatural, la vida misma que Dios le comunica. Toda grandeza
natural frente a la anterior es nada. Es como la más bella flor que florece
frente a un niño; no se los puede comparar, se trata de un orden diferente.
En aquella vida sobrenatural de la gracia por la que
Dios se brinda a nosotros, distinguimos dos realidades: un don creado y un don
increado; aunque estas dos realidades están ligadas, ordenadas de manera
mutua, fusionadas. No las diferenciamos sino para estudiarlas mejor.
El don creado nos hace participar en la vida de Dios.
Ya conoces las dos definiciones de Dios dadas por san Juan: “Dios es luz” (1
Jn. 1:5); y luego: “Dios es amor” (ibíd. 4:16). La gracia es una efusión en el
alma de esta luz y de este amor. Tal como Dios ilumina eternamente su ser para
ver, para conocer la riqueza sin límite; tal como en ese ser él engendra –como
en un vientre- una claridad, un resplandor, un haz que lo muestra a él, así
también en el alma en gracia él produce una especie de irradiación divina, un
resplandor de su luz eterna, que hace al alma “hija de la luz”. En tal
claridad, el alma lo reconoce a él mediante un conocimiento nuevo, superior;
uno que la propia naturaleza del alma ni siquiera puede imaginar.
He aquí lo que, en su mirada completamente pura y
celeste, el ángel encontró en María; he aquí lo que él saluda: “Yo te saludo,
llena de gracia”. El ángel la ve completamente llena, inundada de aquella
claridad, inmersa en aquel resplandor, tomada y transportada por ese aliento de
amor. Ahí: “Dios es luz, no hay tinieblas en él” (1 Jn. 1:5). Esta palabra es
verdad en la Virgen: en ella, la copa está hasta el borde, el espejo alcanza su
límite. Y la diferencia está ahí: ella también es infinita, pues es también la
misma luz; ella la reproduce sin ninguna nube, sin ninguna sombra; se trata del amor mismo que anima sin contrariedad ni resistencia.
Pero esto no es todo, no se trata sino del don creado:
la participación finita en la luz y el amor infinitos. Dios no se ve satisfecho [solo]
con verter en las almas en gracia una parte de sí, con comunicarles el
movimiento que es su vida, y es por eso que él se brinda en persona; tal como lo dice
Jesús: “Si alguno me ama, mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada
en él” (Jn. 14:23); y tal como lo dice también san Juan: “Dios es amor, quien
vive en el amor vive en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4:16).
Este es, ya lo sabes, el tema esencial del último
discurso de Jesús, del discurso después de la cena y la oración que la
concluye. Es esto lo que él quiso que retuviésemos de su paso entre nosotros y
de su enseñanza: Dios no solo nos ofrece algo de sí, él se ofrece a sí mismo.
Es él mismo quien viene, es él mismo quien se presenta. Las tres Personas están
ahí y se brindan al alma; y se brindan al alma tal como ésta se brinda a Dios.
He aquí lo que el ángel vio y saludó en María. El ángel no vio solamente la
irradiación de Dios, vio a aquel que alumbra y llena al alma con la luz de su
amor. Es por eso que agrega: “El Señor está contigo”.
Al brindarse, Dios brinda lo que se brinda [a sí
mismo]. Es una ley; se puede decir que es la ley por excelencia, la ley que
rige tanto el mundo creado como el mundo divino. Dios irradia en la Virgen
porque ella irradia a Dios en el mundo. Ella tenía que convertirse en reflejo
de la luz divina; el haz divino tenía que asumir en ella el resplandor
adecuado, apropiado, para nuestra fragilidad.
Y puesto que ella está siempre vuelta hacia él para
recibirlo con plenitud, las almas han de volverse hacia ella para verlo en ella
y recibirlo a partir de ella.
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