A partir de lo dicho anteriormente surge esta
alabanza y las bendiciones que se han elevado hacia ella por toda la tierra, en
todos los corazones y en todos los tiempos. El ángel lo entendió y por eso le
anunció: “Bendita tú eres entre todas las mujeres”. Se trata de la
irradiación divina hacia ella que sigue y completa la [original] irradiación de
Dios en ella.
No te diré todas las notas de las
que está hecho este himno de alabanza, pues no terminaría [nunca]; además, ¡es
bien sabido!
Grandes catedrales, sencillas iglesias, pequeñas capillas, santuarios
erigidos en su honor, estatuas, imágenes, cuadros de maestros o simples
grabados, cánticos, poesías, todas las artes y todas las letras están a su
disposición; y órdenes, innumerables congregaciones, cofradías, asociaciones y
grupos de toda suerte están bajo su nombre y especial patronazgo.
Y también están el inmenso e incesante susurro de los Ave María,
de las letanías, de las invocaciones y de las varias fórmulas mediante las
cuales se le reza. ¿Y qué más sé? Esto, bien lo sabes, no es más que un pálido
y muy insuficiente resumen de la maravillosa forma en que Dios ha querido
realizar en ella la palabra angélica: “Bendita tú eres entre todas las
mujeres”.
No olvidemos, sin embargo, que la más bella alabanza, la más dulce a su
corazón, aquella sin la cual las demás serían nada, es el esfuerzo que las
almas realizan para mantenerse frente a ella serenas, confiadas, dóciles y
afectuosas; de tal manera que le permitan grabar sobre sí mismas las
características de su divino Hijo, además de renovar, extender y completar la
gloria maternal de ser para ellas: “María, de quien ha nacido Jesús”.
Además, aun cuando la recitación del Ave María resulte algo
mecánica y distraída, [su práctica] se ve impulsada por un sentimiento profundo, por un
instinto del corazón que siente por ella una ternura filial, una que puede
verse velada pero no morir; cuando uno no se resigna a dejarla morir.
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