La devoción es cuestión de voluntad. La voluntad hace ser; ella es el ser. Se es en la medida en que uno quiere serlo; y se es lo que uno quiere ser. Es por eso que solo Dios es juez de toda alma y de toda vida, pues solamente él puede ver el interior de las mismas [es decir, lo que ellas son en realidad]. Los efectos exteriores de la voluntad puede que sean nulos y que lo sean por mucho tiempo; y los hombres, que no ven sino lo externo, juzgan entonces con severidad. En cambio Dios, que llega hasta el íntimo lugar en donde se lo ama, responde a ese amor con el amor. Dios sabe que los resultados externos puede que sean peligrosos, por eso los rechaza. Y por eso se aloja en la almas en aquel santuario secreto en donde [siempre] se lo puede encontrar, en donde “el Padre ve en lo secreto” (Mt. 6:6).
Pero es necesario tender al esfuerzo, es un
requisito, pues el amor está en el esfuerzo. Se trata de un esfuerzo calmo y
tranquilo, no para preservarse a uno mismo sino, por el contrario, para
brindarse de lleno; pues todo exceso disminuye y aparta de aquel que es orden y
mesura. Es necesario amar a Dios con moderación para así amarlo sin medida. La
moderación es la medida de Dios. Dios quiere el don de sí [del alma]; cuando
uno no tiene nada, se brinda sin brindar nada. Pero si en ese momento y a toda
costa uno quiere brindar algo, [en realidad] no está brindando nada y más bien se
aparta.
El secreto de María, el secreto de la sagrada
familia, está ahí, en esa simplicidad tranquila y mesurada. Ellos hicieron lo
que los demás hicieron, pero en todo cuanto hicieron se brindaron por completo.
Y ese don fue el movimiento en ellos del espíritu de amor. Este espíritu los
poseía y los conducía por completo. El alma debe tender hacia esta docilidad.
He aquí porqué la voluntad
-que es suficiente en principio- debe tender, cuando se ha brindado [a Dios], a
tomar el gobierno de su propia vida. Ella no tiene que brindar lo que no posee,
sino que ha de asir poco a poco todo su ser para así brindarlo por entero, pues
ella es la reina y señora del mismo. El pecado la ha despojado de una parte de su
imperio, pero la gracia y su esfuerzo deben retornársela.
La devoción le concede a todo
lo que uno hace la elegancia del amor. Todo lo que uno hace cuando ama se
acompaña de una cierta sonrisa y de cierto ímpetu que no defraudan a quienes se
ama. Cuando uno no es capaz de hacer esto, no ha sido llamado al amor.
María se brindó toda su vida;
no hizo más que eso. Y su acto de brindarse se vio teñido a cada instante con
diversos matices acordes con los estados de su alma y sus circunstancias. No
hay nada de monótono ni de uniforme en un alma santa; mucho menos en la de
ella. La unidad hace al sustrato; y la variedad matiza la superficie de toda la
riqueza de las cosas con las que ella entra en contacto. Se trata de una
alianza perpetua entre el Dios que ama y que ocupa el sustrato de su ser, y las cosas pasajeras que
provienen de él y que ella a su vez se las ofrece. Y esta alianza es efectuada
por ella: hace el trato de unión y se ve creada por el mismo. Dios quiere estas
cosas, pero las quiere por/para ella.
Desde el primer instante
de su concepción, María se brinda; y este don de sí es total. Ella conoce a
Dios por medio de la totalidad de su alma y con toda su alma. Es desde la
plenitud de este conocimiento que lo ama. Ella es para él.
Sin embargo, existe también un
desarrollo, un crecimiento. Cada mirada de Dios, cada oportunidad de contacto
con él, acrecienta su alma, le brinda un conocimiento más pleno del objeto
divino y un amor mucho mayor al mismo. Dios la atrae de manera más fuerte y
ella responde a esa atracción a través de un impulso [cada vez más] creciente, de
uno que se debe al movimiento mismo de Dios en ella.
Aquí incluso distingo
realidades muy enlazadas: la atracción de Dios, la respuesta del alma, el
movimiento realizado por Dios hacia el alma y el del alma hacia Dios. Dios,
mientras la atrae hacia sí, se mueve en el alma; y, al ser movido por él, el
alma avanza hacia Dios. Ella avanza porque él la moviliza; y él la moviliza al
atraerla, en la medida en que la atrae hacia sí.
Desde su primer aliento, María
fue totalmente arrebatada de sí misma y entregada a Dios. El desarrollo de su
alma fue una especie de posesión cada vez más perfecta del bien infinito, una posesión
que la llevaba fuera de sí y la fijaba en él. Cada instante de unión añadía un
haz de claridad divina a la luz en la que había sido iluminada y le mostraba
más completamente su tesoro. Bajo ese haz continuamente renovado, frente a esa
belleza cada vez más reconocida, su amor iba creciendo. Ella se aproxima más,
se brinda, se sumerge, se esfuerza por “hacer solo una cosa”. Y lo hace no solo
con un impulso muy pleno sino también muy fuerte. Ella se confina en la morada
que la encierra como si fueran los brazos del seno paterno y materno, lugar en
donde sentía que iba creciendo.
María no vivió en el éxtasis, que es debilidad.
Ella se preservó a sí misma para brindarse con mayor plenitud.
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