20.5.15





Se avecina el Sínodo sobre la Familia. Y uno de sus puntos a tratar será el tema desarrollado por el siguiente artículo, realizado por un reflexivo profesor de la Universität Regensburg (Alemania) en 1972. Lo traigo a modo de formación, pues si bien parte de sus sumarias conclusiones han sido repetidamente mencionadas aquí y allá -no siempre de manera favorable- a partir de la retractio que el autor realizara cuatro décadas después, su valioso contenido ha pasado casi desapercibido. Por lo tanto, siendo que es posible aprender mucho del mismo, ya sea que se lo recorra con una actitud similar a la que originalmente impulsara su escritura o simplemente como fuente de información, he traducido incluso sus citas en latín y griego a fin de facilitar su lectura.

Dado que no he podido encontrar una versión digitalizada del original en alemán, me he basado en una traducción realizada al inglés por Joseph Boli, cuyo enlace se encuentra al final del texto. A continuación del mismo, he situado también la retractio que le corresponde al presente artículo. Les recomiendo abrir una ventana paralela para poder acompañar adecuadamente las notas.  


...



Sobre la indisolubilidad del matrimonio [*].


por el Prof. Joseph Ratzinger.


Observaciones sobre la situación dogmática-histórica del tema y su importancia para el presente.

Intentar una declaración dogmática sobre el tema de la indisolubilidad del matrimonio –y sobre cualquier problema de teología dogmática- solo puede tener éxito si se contempla la totalidad de la tradición de la Iglesia junto a un esfuerzo por reconocer sus factores de impulso. Y esto, a fin de poder explicar sus tensiones y lograr también a una diferenciación entre tradición primaria y secundaria, lo cual puede, a su vez, establecer el criterio para un desarrollo posterior [1]. El limitado espacio que concede este artículo me obliga a exponer de manera concisa las principales fases del desarrollo e incluso a trazar tan solo un rudimentario bosquejo. Siendo así, intentaré exponer los principales hallazgos del periodo patrístico, esbozar las razones que dieron lugar a desarrollos contrarios en oriente y occidente, describir la postura legal que se refleja en el Decretum Gratiani e interpretar el Concilio de Trento a partir de tal antecedente. Al final, veré de realizar una evaluación sumaria. 

I. Los Padres [2].

Probablemente, lo más sorpresivo en la tradición patrística es que no hay ningún intento de derivar, a partir de Mt.5:32 y 19:9, un derecho a volver a casarse en el caso de separación marital a causa de adulterio. El rechazo de tal pensamiento fue al principio completamente unánime, ya sea que nos detengamos en Hermas, Justino, Clemente de Alejandría u Orígenes; aunque se acepta que es posible que un fundamental escepticismo respecto a las segundas nupcias haya ejercido cierta influencia sobre este asunto [3].

La acometida de la exégesis patrística de Mt.5 y 19, apunta principalmente a una completa igualdad ética y legal de la mujer en materia de divorcio y adulterio: el hombre no tiene otro derecho ni otro ethos que el de la mujer; así como ella no puede separarse de él, él tampoco puede escribir un acta de divorcio para ella. Se considera que esta corrección del Antiguo Testamento y de las antiguas ideas morales –que a partir del s. IV volverán a aparecer en los escritores eclesiásticos [4]- es el contenido central del texto neotestamentario. Mt.5, por lo tanto, se interpreta más o menos de la siguiente manera: el hombre que se separa de su esposa la fuerza al adulterio, pues la pone en una situación en la que ella no puede ser continente y por la que se verá obligada a violar el lazo indisoluble, al que –sin embargo- permanece tan sujeta como antes de ser apartada. Me parece que, desde este punto de vista, la disputada cláusula mateana (“excepto en el caso de fornicación”) pierde su carácter problemático: el hombre que se separa de su esposa la fuerza al adulterio. Esto, por supuesto, no se aplica a una mujer que ha cometido adulterio, pues ella es una adúltera. Pero incluso en tal caso no se permite que quien se separa vuelva a casarse [5].

Agustín introdujo una comprensiva sistematización de esta fundamental posición cristiana. Por encima de los dos bienes fundamentales del matrimonio que son comunes a los hombres de todas las naciones, la causa generandi y fides castitatis (el tema de la procreación y la protección de la dignidad del cuerpo humano mediante el espacio de fidelidad establecido por el matrimonio), hay un tercer bien que se le otorga al “pueblo de Dios”: la sanctitatis sacramenti (la relación con el ámbito en que se inscribe la historia de salvación de Dios junto a los hombres) [6]. Su concreto contenido consiste en la absoluta indisolubilidad del matrimonio, al que Agustín inicialmente –en De bono coniugali (400-401)- compara con la indisolubilidad de la ordenación sacerdotal. De hecho, ésta le es concedida a un hombre ad plebem congregandam (para servir a la comunidad reunida), y se mantiene aún cuando tal reunión de personas no sea lograda por el representante (“ordenado”); lo hace aún si él se ve excluido de su oficio debido a alguna falta suya: “El sacramento del Señor, que una vez fuera establecido sobre él, no se pierde, simplemente permanece en él hasta el tiempo del juicio” [7].

Mucho más fundamental resulta la clasificación y explicación del elemento propiamente cristiano, del “sacramento”, presente en el matrimonio; algo que Agustín realizó veinte años después en su De nuptiis et concupiscentia (419-420). Aquí, la definitividad e indisolubilidad del lazo recibido en el matrimonio se compara con la definitividad e irrevocabilidad del bautismo: 

En verdad, ahora permanece como una herida de culpa, ya no como el poder unitivo de la alianza. Es como el alma de un apóstata que se aparta, por así decirlo, de su matrimonio con Cristo; pero incluso tras haber perdido su fe, no pierde el sacramento de la fe que una vez recibiera en el baño del renacimiento [8]. 

La definitividad del matrimonio cristiano es, por consiguiente, insertado en el contexto fundamental del propio mysterion cristiano; es incluso identificado con éste. La irrevocabilidad de la decisión divina por el hombre, su “matrimonio” con el hombre que ha tenido lugar en la carne del Dios-hombre Jesucristo, muestra la irrevocabilidad de la fe en la que las personas bautizadas están unidas entre sí y cuya unión señala hacia el esquema fundamental del coniugium (“matrimonio”) Cristo-Iglesia como su punto final.

De esta manera, nuestra primera observación ha de ser la siguiente: desde el principio, los padres de oriente y de occidente han estado totalmente de acuerdo con la plena imposibilidad de separación de un matrimonio cristiano, y con la imposibilidad de dar lugar a un nuevo matrimonio durante el lapso de vida de los esposos. En ninguna de las partes de la Iglesia se pueden encontrar signos para lo contrario. El testimonio es claro. 

Por supuesto que a esta primera ha de sumársele una segunda observación: bajo el umbral de la enseñanza clásica (por decirlo de alguna manera; bajo o dentro de la forma ideal que de hecho es determinante para la Iglesia), repetida y claramente se dio una práctica más elástica en la concreta aplicación pastoral. Y la misma no fue vista, en verdad, en plena conformidad con la verdadera fe de la Iglesia, pero tampoco podía ser totalmente excluida. El peculiar dilema que se presenta, por lo tanto, no ha sido formulado de manera más clásica en ninguna otra parte como en el comentario de Orígenes sobre Mateo: 

Ahora, contrario a lo que está escrito, incluso algunos de los legisladores de la iglesia han permitido que una mujer se case mientras su esposo estaba vivo. Aquí, actuaron de manera contraria a la escritura [cita a 1 Cor. 7:39 y Rm. 7:3] pero no de manera totalmente insensata [irrazonable], por lo que podemos suponer que este procedimiento fue permitido –aun siendo contrario a lo que estaba escrito desde el principio y ordenado por la ley- a fin de evitar sitauciones peores […] [9].

De esta manera, Orígenes formula de manera clásica la tensión existente entre lo que se siente y lo que se efectúa: es contrario a la escritura y contrario a lo que fue ordenado desde el principio, pero no es absolutamente insensato. Se trata de una costumbre a la que algunos líderes de la Iglesia se arriesgaron a fin de evitar situaciones todavía peores.

Hay dos autores del s. IV en quienes encontramos formas y normas concretas de tal intento de alejarse de situaciones más pésimas. En occidente tenemos a Ambrosiastro, quien expresó la siguiente interpretación ingeniosamente individual de 1 Cor. 7:11 (por medio de la cual se desliza hacia la cláusula de Mateo): 

La esposa no abandonará a su esposo excepto en el caso de fornicación. Pero si se aleja, deberá permanecer sin casarse o habrá de reconciliarse con su esposo. Asimismo, el esposo no abandonará a su esposa. Aunque Pablo no añade ahí ninguna prohibición para que éste vuelva a casarse, por lo que al esposo le está permitido casarse de nuevo [10]. 

Se trata de una astuta muestra que recibiría incluso el crédito de los modernos teólogos; pero es extremadamente opuesto, sin duda alguna, al significado del texto. 

De orientación diferente –y en línea con Orígenes- es el bien conocido texto de Basilio que prescribe una mayor penitencia para el segundo matrimonio, demostrando así que lo tolera aun cuando es consciente de que el texto entra en contradicción con las palabras de la escritura. La totalidad del texto deja en claro que él -al igual que Orígenes- no desea simplemente eliminar una práctica existente, si bien la considera contraria a la escritura [11]. Ambrosiastro, por su parte, mediante su reconocida exégesis refinada, se retira tras la línea fundamental del pensamiento patrístico determinado por la Biblia;  al hacerlo, anula la igual exigencia al esposo y a la esposa y busca –por medio de una argucia exegética- hallar autoridad suficiente para un tratamiento especial del esposo dentro de la Iglesia, devolviendo así el Nuevo Testamento al Antiguo Testamento. Este texto de Ambrosiastro resultó importante debido a que en la Edad Media se consideraba que era propio de san Ambrosio. Es por eso que permaneció contra el unánime consenso de los padres, revestido de la autoridad del gran padre de la Iglesia y tornando así a la tradición incierta, pareciendo excluir una afirmación estrictamente dogmática [12].  

II. El Decretum Gratiani [13].

Graciano, en su intento de reunir las regulaciones legales de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio en una sola colección de leyes efectivas, se vio enfrentado –entre otras cuestiones- a la tarea de hacer justicia a una complicada y, en cierta medida, inconsistente tradición. Por un lado está Agustín y todo su peso, los textos pseudoclementinos (que, por supuesto, se atribuyen al propio Clemente) y la tradición de la legislación papal y sinodal. Por otra parte, además del Pseudo-Ambrosio existe un texto de Gregorio II a partir de una carta a san Bonifacio y –probablemente en relación con esto- un sínodo provincial de alrededores del mismo periodo. En realidad, la carta de Gregorio no se sitúa por completo dentro del problema que abordamos, pues dice que: cuando la mujer, no por malicia sino por debilidad (enfermedad), no está en condiciones de conceder el debitum, el esposo debería por sí mismo permanecer continente. “Pero ya que esto es algo que exige héroes morales, quien no pudiera permanecer como continente debería volver a casarse” [14]. El Concilium Triburiense trata de otra situación, del que Graciano cita la regulación siguiente: si alguien ha tenido relaciones con su suegra, ninguno de ellos puede volver a casarse, “pero el esposo puede, si quiere hacerlo, tomar otra esposa si es capaz de permanecer continente”. Y lo mismo se aplica si alguien ha tenido relaciones con su hijastra (¿nuera? – lat. filiastra) o con su cuñada (la hermana de su esposa) [15].

¿Cómo trata Graciano a estos textos? Antes que nada, tenemos que observar que para él, la tradición agustiniana es con toda certeza aquella que establece la norma, la única que está de acuerdo con la escritura: su estricta fuerza de sujeción y validez no es puesta en duda en ningún momento, ni siquiera ante la pesada autoridad de Ambrosio, quien aparentemente se le opone. Esta certeza de la tradición me parece tan remarcable como la convicción ininterrumpida que estuvo presente en la Iglesia primitiva a pesar de la aparente oposición de la cláusula mateana.

Puesto que Graciano está completamente seguro de lo decisivo de la tradición, su tarea se limita solo a explicar lo que implican los desvíos. En relación a Gregorio II, dice con sorprendente agudeza: “[…] permanece en clara contradicción a los santos cánones; de hecho, lo hace contra las enseñanzas del evangelio y de san Pablo” [16]. El carácter decisivo con que se denuncia la afirmación de un Papa como contrario a la tradición, y por ende se la rechaza, es algo que nos deja pensando. Este autor medieval se relaciona de manera diferente con Ambrosio. Respecto al texto que se atribuye al gran padre de la Iglesia, nos ofrece tres interpretaciones, las cuales resultan de diferentes intentos por abordar la historia:

1. El pasaje ambrosiano es una falsificación.
2. El mismo implica solo casos de incesto.
3. Tal pasaje expresa solamente que el volverse a casar es posible tras la muerte del perpetrador del incesto. Por lo tanto, el término “esposa” se refiere por igual a hombres y mujeres que son culpables; expresa una actitud, no el sexo a nivel corporal. El tratamiento equitativo de los sexos se ve así restaurado de manera indirecta a través de una exégesis más bien fantástica.

Más interesante es su tratamiento del Concilium Triburiense. Graciano lo vincula con la restricción de los impedimentos al matrimonio que Gregorio el Grande le había concedido a la misión anglosajona (y de manera general, lo vincula también con la conducta de los tres Gregorios respecto a la misión anglo-germánica) y la describe como un “permiso temporal” | pro tempore permissum; es decir, como un temporal arreglo de carácter misionero, que en el contexto de la gradual transformación del paganismo a la cristiandad podía darse de vez en cuando [17].  

Visto en su conjunto, podríamos decir que, con la victoria definitiva de la tradición agustiniana, la línea se ve más restringida en comparación con lo formulado por los padres; si bien la visión general permanece siendo la misma. Hay una completa claridad respecto a la forma fundamental de la Iglesia, que halla su clásica formulación en el concepto agustiniano del sacramentum. Pero también continúa siendo verdad que –repitiendo a Orígenes- “contrario a lo que está escrito, pero no de manera totalmente insensata”, no se pueden excluir por completo determinadas soluciones de emergencia dentro de la práctica pastoral. La formulación de Gregorio II: “Eso sería lo correcto [bueno], pero exige héroes morales”, me parece que es distintivo aquí. Este texto, al igual que las regulaciones del Concilium Triburiense, podrían situarse aquí como muestras representativas para regulaciones similares dentro de la Penitential Summae: ellas representan una misma orientación hacia la tradición y un mismo intento de hallar soluciones por debajo –por decirlo de alguna manera- del umbral de la afirmación dogmática, que permanece intacta. 

En este punto, debe darse lugar a la siguiente pregunta: ¿cómo es que la base patrística en común, que inicialmente no revela diferencia alguna entre la Iglesia occidental y la oriental, conduce a dos formas legales totalmente diferentes? Por una parte, lleva a la actitud muy firme de Graciano, que no anula por completo la tensión entre los dos niveles visibles en Orígenes, si bien con el decisivo peso de la forma ideal particularmente fortalecida. Por otra parte, lleva a la práctica de la Iglesia oriental, en donde la forma ideal permanece solo como tal: como una forma ideal; mientras que lo que anteriormente solo había sido tolerado en las márgenes como “no totalmente insensato” y estaba limitado tanto como era posible, tuvo una influencia mucho mayor en la práctica concreta. 

Antes que nada, y en contra de una malinterpretación que se está haciendo cada vez más extensa, ha de subrayarse el hecho de lo que es fundamentalmente común en ambas estructuras [religiosas]: incluso la muy extendida práctica del divorcio de la Iglesia oriental mantiene la disposición de la postura Orígenes-Basilio. Es decir, también para ellos no es posible que haya un matrimonio sacramentalmente válido mientras el primero de los esposos esté todavía vivo; el segundo matrimonio no es un matrimonio propiamente eclesial, permanece siendo un matrimonio tolerado y la recepción de los sacramentos se permite solo a través de la tolerancia (hoy en día denominada: economía). Lo que en este caso se modifica no es la estructura doctrinal sino las proporciones puestas en práctica: la posibilidad marginal se convierte en un asunto diario y, de esa manera, cubre en la práctica lo que en la doctrina permanece siendo la forma ideal y fundamental.

Solo contra este trasfondo podemos preguntarnos, por una parte y de modo adecuado, lo siguiente: ¿cómo es que gradualmente llegó a desaparecer de occidente la práctica de un permiso tolerante y situado bajo la forma ideal de la declaración dogmática, mientras que en oriente la misma llegó a acrecentarse al punto de casi ocultar a la forma ideal? No conozco estudios más precisos sobre este tema. Por lo tanto, por ahora solo podemos hacer suposiciones. Considero que tendríamos que buscar la razón decisiva de esa diferencia en el diverso desarrollo político y legal del Estado-Iglesia en las dos partes del Imperio. En oriente, el Imperio Romano continuó existiendo como un imperio cristiano; y en él, la diferencia –incluso resaltada por Crisóstomo- entre los estándares que eran válidos ante la Iglesia y ante Dios, y los estándares de la ley secular, gradualmente llegó a ser insignificante [18]. El Estado cristiano creaba leyes cristianas, por lo que no hubo razón para desarrollar una extensa ley eclesial. De hecho, la ley matrimonial del Estado se fue adaptando de manera gradual –y aun con vacilación- a las demandas eclesiales. Y como ya sabemos, la concreta administración de justicia permaneció siendo, en verdad, mucho más flexible. Allí tuvo lugar, además, el grandioso desarrollo de la diferencia entre lo “escrito” y lo que en el terreno práctico “no es insensato”. Evidentemente, la ley escrita no podía prevalecer contra la práctica jurídica. Bajo el emperador León III, el iconoclasta, la propia ley es entonces llevada a una forma más flexible, logrando influenciar el siguiente periodo histórico [19]. En occidente no hubo un poder secular similar; la legislación recayó sobre los papas y solo tenía lugar dentro de la línea demarcada por la tradición de la Iglesia, junto a sus más estrictos mandamientos. Por lo tanto, la razón para la diferencia que existe sobre este asunto es que, el caso imperial en uno y la ley papal en el otro, influenciaron decisivamente el curso de su desarrollo.

III. Lutero y el Concilio de Trento.  

El desarrollo dogmático de la tradición que hemos esbozado encontró –como es bien sabido- su conclusión provisional en el canon 7 de los cánones sobre el sacramento del matrimonio del Concilio de Trento (DS. 1807). Mediante una mirada más minuciosa podemos ver que este texto, aparentemente cerrado, guarda correspondencia exacta con la tradición bilateral que hemos delineado. Piet Fransen lo deja en claro en su completo estudio sobre el tema. Lo que expondré a continuación se basa en la investigación que realizó.  

Según Fransen, Trento está marcado por una tradición que tiene sobre todo un claro conocimiento de lo que implica el “sacramento” del matrimonio cristiano, aunque está influenciado también por la existencia de auctoritates que –respecto a la práctica- parecieran conceder cierta imprecisión a los márgenes de la clara declaración doctrinal. Más aún, el texto se ve influenciado por la peculiar forma de unidad que tuvo la Iglesia con la ortodoxia que existió en las colonias venecianas: se reconocía al Papa mientras se mantuvieran todas las tradiciones ortodoxas sin cambio alguno, incluyendo la ortodoxa práctica del divorcio. Todo esto era considerado parte del “rito”; es decir, de la forma de vida eclesial, la cual tenía su lugar en la Iglesia [20].

A estos elementos se le vino a sumar el agudo ataque sin precedentes que Lutero llevó a cabo –en su libro: Preludio a la cautividad babilónica de la Iglesia- contra toda la teología sacramental de la Iglesia católica. Lutero claramente interpreta –¿quizás por primera vez?- la cláusula sobre la fornicación del evangelio de Mateo como un permiso para volverse a casar. Dice que:

Cristo, por lo tanto, permitió el divorcio; aunque solo en el caso de adulterio. Por consiguiente, el Papa tiene que estar cometiendo un frecuente error toda vez que separa un matrimonio por otras razones […] Más aún, me pregunto por qué fuerzan al celibato al hombre que se ha separado de su esposa mediante el divorcio […] Es decir, si Cristo permitió el divorcio en caso de adulterio y -de manera inversa- si no forzó a nadie al celibato, y si Pablo quiere que nos casemos antes que ardamos de deseos, entonces con toda claridad permite que el hombre tome a otra esposa en lugar de la que ha apartado [21].

Aun así, el reformador no se atreve a pronunciar ningún juicio definitivo al respecto: “Estando solo y contra todos, no puedo determinar nada en este caso” [22]. Pero la observación permanece siendo decisiva: errare papam necesse est | aquí se equivoca el Papa. A partir de la mirada conjunta de todo el capítulo sobre el matrimonio, este dicho se refiere generalmente a la autoridad que tenía el oficio eclesial –condensada en el Sumo Pontífice- sobre la regulación legal del matrimonio y, de esa manera, sobre la obligatoria doctrina y práctica occidental relacionado con el sacramento del matrimonio en general. Este errare papam necesse est es tomado de manera muy consciente cuando el Concilio Tridentino anatematiza a quienes afirman que “la Iglesia se equivoca cuando […]” [23].  

Siguiendo con los estudios de Fransen, hoy en día es totalmente claro aquello que el Concilio de Trento condenó y aquello no: no condenó la práctica oriental; antes bien, la dejó como parte válida de un “rito”, que ciertamente puede continuar existiendo en el marco de unidad de la Iglesia. Este concilio condenó el ataque contra la autoridad de la Iglesia sobre la formación en la doctrina y la vida cristianas; pues según tal ataque, la enseñanza y práctica de la Iglesia occidental –de la Iglesia de Dios en general- fue establecida como una perversión desautorizada de la palabra bíblica, por lo que frente a ella uno debe hacerse con prontitud del juicio de dos personas suficientemente instruidas. Es a esta conclusión a la que llegó Lutero en el curso de sus consideraciones [24]. En contraste con esta conclusión, el concilio estableció que: la Iglesia es justa cuando enseña y da forma a su vida tal como lo hace; ella actúa, vive y enseña, por consiguiente, “de acuerdo a la enseñanza del evangelio” [25]. Fransen ha interpretado de manera convincente el preciado significado de esta fórmula: la práctica eclesial no implica solo la enseñanza del evangelio y no se limita solo a “no contrariar la enseñanza del evangelio” (formulación que ha sido sugerida), sino que iuxta | además está en línea con el evangelio al receptarlo y concretizarlo.

La afirmación del texto es clara hasta aquí; es claro también que su cuidadosa formulación se corresponde de manera exacta a la bilateralidad de la tradición. Pues este texto concluye diciendo que la fe provee una indudable directiva; y por otra parte deja, bajo esta misma enseñanza (de hecho, “contra lo que está escrito”), un margen para la práctica pastoral, a la cual no hay que justificar cuando ya lo está y la cual tampoco ha de ser simplemente excluida, incluso si no se la puede hacer propia y se la tolera únicamente por el bien de la unidad de la Iglesia. Podríamos verlo de la siguiente manera: su exclusión no se enumera entre las condiciones mínimas para tal unidad.      

Por lo tanto, tras notar el texto de Trento, el tema que enfrentamos al ver la totalidad de la tradición sugiere que se ha renovado y fortalecido. Nos vemos, ahora, inclinados a sostener lo siguiente: la Iglesia puede enseñar y ordenar su vida tal como lo hace, puede hacerlo “de acuerdo con la enseñanza del evangelio” (Mc. 9:1-12) y con el apóstol (1 Cor. 7); tal como lo enseña Trento. Sin embargo, al parecer ella también puede –según este concilio- permitir todavía algo más. Entonces, tenemos que preguntarnos: ¿si ella puede hacerlo, no debe también hacerlo? ¿Acaso no tiene ella todo el derecho de imponer una exigencia de tal peso si es también ella quien debe imponer esa exigencia, si ella misma está limitada por ésta? ¿Acaso el que “sea capaz de hacerlo de otra manera” no se convierte en una obligación a la misericordia, a la debida comprensión del evangelium (la buena nueva)?

En primer lugar, tenemos que responder a esto de modo muy formal: si el “puede” en vista de la necesidad humana fuese un “debe”, el mantenimiento de la otra posibilidad es –por consiguiente- solo una decisión arbitraria entre dos posibilidades igualmente válidas. Si se tratase de una decisión que finalmente no tuviese base real, tendríamos que abandonar la declaración tridentina junto a sus bases bíblica y patrística. Luego, no sería precisamente verdad que la Iglesia puede tanto enseñar como vivir [según enseña]. Y todavía tenemos que añadir que el evangelio, si lo dejamos hablar por sí mismo, no dice precisamente lo que según nuestra opinión sería un evangelium (buena nueva) para los hombres. 

De esta manera, es evidente que el “puede” no conlleva el mismo significado en ambas instancias. Se trata de algo que ya es evidente en el tratamiento diferenciado que le da Orígenes a los dos aspectos: la práctica inicial de la Iglesia oriental claramente permanece siendo “contrario a la escritura”, “contrario a lo que ha sido establecido desde el principio”; y solo tiene a su favor el hecho de que “no es totalmente irrazonable” y que se lleva a cabo “para abandonar situaciones todavía peores”. Esto significa, empero, que en realidad –evaluado a plena luz- no podemos hablar adecuadamente de una bilateralidad de los hechos, sino solo de una realidad que en sí misma es clara y en relación a la cual surge una cierta falta de claridad en sus márgenes.

En otras palabras: la Iglesia puede, ciertamente, elegir o no elegir, ya sea a la una o a la otra. Por sí misma, solamente puede vivir y enseñar “de acuerdo a la enseñanza del evangelio y del apóstol”. Pero esto no excluye por completo los casos extremos en donde, a fin de abandonar situaciones peores, ella tenga que situarse por debajo de lo que –estrictamente hablando- tiene que ser hecho. Hay dos de tales casos límite de carácter colectivo que se dieron hasta aquel punto del tiempo (es decir, hasta el Concilio de Trento): la fase transicional que tuvo lugar entre el paganismo y la cristiandad (Gregorio II); y la unidad de la Iglesia, que requirió de una limitación de las exigencias al mínimum. Nadie podría asegurar que éstos han sido los únicos y últimos casos en que debimos preguntarnos con detalle y con sumo cuidado en dónde concretamente podemos ser flexibles y en dónde no. Lo que no es posible es deponer una norma universal que hace que sea generalmente posible lo que en sí mismo es imposible.    

IV. Conclusiones.

El resultado de este recorrido puede resumirse en dos tesis.

1. El matrimonio de las personas bautizadas es indisoluble. Esta es una clara e inequívoca directiva de la fe de la Iglesia de todos los siglos, de una fe que se nutre de las escrituras. Se trata de una directiva categórica, no está a disposición de la Iglesia sino que se le concede a la Iglesia para que dé testimonio de ella y la realice; sería irresponsable dar la impresión de que algo de este punto pudiese ser cambiado. El “sí” del matrimonio en la Iglesia participa de la definitividad de la definitiva decisión de Dios por el hombre, la cual realizó en el momento en que se hizo visible como posibilidad humana y la misma que continúa en la “decisiva decisión” de Dios por el hombre presente en la decisiva decisión del hombre por el hombre. El matrimonio es una de aquellas decisiones fundamentales de la existencia humana que solo puede realizarse de manera plena o dejar de hacerlo, precisamente porque ahí se ve implicado el hombre como totalidad, con todo su ser, hasta aquella profundidad en donde, tocado por Cristo, transformado, es llevado a su “yo” abierto sobre la cruz y abierto por todos nosotros [26]. Esto es lo que se significa cuando denominamos al matrimonio como “sacramento” [27].

El matrimonio no permanece en la “ley” sino que es incorporado al evangelio como realidad de la decisiva decisión; y es así estructurada por tal decisión como cristiana. Esto significa que, en este punto, hay dos tendencias fundamentales del pensamiento moderno que demuestran ser incompatibles con la fe cristiana; o que demuestran que el matrimonio es precisamente el punto en donde las fundamentales decisiones antropológicas se hacen concretas y tienen que ser resueltas de una u otra forma. En primer lugar, la reducción del ser a la consciencia, en donde solo lo que está presente en la consciencia de un hombre es lo realmente válido para él (lo que prácticamente significa un retroceso a la teoría precristiana-romana del consentimiento: si el consentimiento deja de existir –dice la teoría- deja de existir también el matrimonio [28]). Teorías como ésta, por las que un matrimonio puede morir y dejar de existir, son formas de este fenomenologismo que reduce al hombre a su consciencia, ocultándole así aquella profundidad que la fe le quiere abrir.

Junto a esto –y en sentido casi similar a lo ya dicho- se encuentra la reducción del ser al tiempo, que reconoce solo la secuencia del devenir y pierde lo que está más allá del mismo: la constancia del ser. En contraste con esta venta del hombre a Cronos -y a los cambiantes dioses del momento y la inmediatez- se sitúa Pistis, como fidelidad; el confiar en ella [o el casarse con ella: im Trauen] mantiene al hombre en lo permanente y quiebra el círculo de repeticiones, dándole a aquel la posibilidad de crecimiento, de un avance que tiene a la propia fidelidad como condición.

2. La Iglesia es la Iglesia de la Nueva Alianza, pero vive en un mundo en donde la “dureza del corazón” (Mt. 19:8) del Antiguo Testamento permanece inmutable. Ella no puede dejar de predicar la fe en la Nueva Alianza, pero con bastante frecuencia debe comenzar su existencia concreta un poco por debajo del umbral de la palabra de la escritura. Por lo tanto, en claras situaciones de emergencia, es posible permitir limitadas excepciones a fin de abandonar situaciones peores. Y el criterio para tal acción debe ser el siguiente: un acto “contrario a lo que está escrito” debe ser limitado si no invoca la forma fundamental, la forma a partir de la cual la Iglesia vive. Está, por consiguiente, limitado al carácter de excepción y de ayuda ante necesidades urgentes; tal como lo fue la transicional situación misionera y la verdadera situación de emergencia durante la unidad de la Iglesia.

Es así que surge ahora el cuestionamiento práctico de si podemos invocar tal situación de emergencia en la Iglesia de hoy, y si podemos describir una excepción que satisfaga este criterio. Me gustaría intentar -con todo el recaudo necesario- la formulación de una propuesta concreta que considero se halla dentro de este ámbito. Cuando un primer matrimonio se halla quebrado desde hace mucho tiempo y de una manera recíprocamente irreparable, y en donde –por el contrario- un posterior matrimonio haya demostrado ser durante largo tiempo una realidad moral y llena del espíritu de fe, en especial en cuanto a la educación de los hijos (de tal manera que la destrucción de este segundo matrimonio pudiese destruir esa grandeza moral y ocasionar así un daño a tal carácter), se debería conceder la posibilidad -de una forma no judicial y sustentándose en el testimonio del pastor y de los miembros de la Iglesia- de admisión a la comunión a quienes viven en ese segundo matrimonio. Tal arreglo me parece que está de acuerdo con la tradición por dos razones:

a) Debemos recordar enfáticamente el espacio de discrecionalidad que se erige en todo proceso de nulidad. Esta discreción y las irregularidades que inevitablemente resultan de la situación educacional de las partes afectadas así como de sus posibilidades financieras, tendrían que prevenirnos contra la idea de que la justicia puede verse intachablemente satisfecha de esta manera. Más aún, muchas cosas simplemente no están sujetas a juicio legal y sin embargo son reales. El tema procesal debe limitarse necesariamente a lo legalmente probable, pero por esa misma razón puede pasar por alto hechos cruciales. Sobre todo los criterios formales (los errores formales u omisiones conscientes de la forma eclesiástica), reciben así una importancia tal que conducen a injusticias. En general, transferir el tema al acto constitutivo del matrimonio es de hecho legalmente inevitable, pero sigue siendo una reducción del problema que no hace plena justicia a la naturaleza de la acción humana. El proceso de anulación provee de un concreto conjunto de criterios para poder determinar que los estándares del matrimonio entre los creyentes no son aplicables a un matrimonio en particular. Pero el mismo no agota el problema y, por tal razón, no puede pretender aquella estricta exclusividad que tenía que atribuírsele bajo el reinado de cierta forma de pensamiento.

b) El requisito que exige a un segundo matrimonio que haya probado durante largo tiempo una grandeza moral y que haya vivido en el espíritu de la fe, se corresponde con aquel tipo de tolerancia que es palpable en Basilio, por el que –tras una larga penitencia- la comunión le es concedida al digamus (a quien vive en un segundo matrimonio) sin que se anule su segundo matrimonio; lo cual se realiza confiando en la misericordia de Dios, que no deja la penitencia sin respuesta. Si en el segundo matrimonio surgen obligaciones morales hacia los hijos, la familia y la mujer, y no existen compromisos similares del primer matrimonio; y si de esa manera, por razones morales, el abandono del segundo matrimonio es inadmisible y –por otra parte y en sentido práctico- la abstinencia no se presenta como una posibilidad real (magnorum est, afirma Gregorio II), entonces la apertura de la comunidad para la comunión luego de un periodo de prueba no parece ser sino justa y en plena consonancia con la tradición de la Iglesia. La concesión de la communio no depende aquí de un acto que sea inmoral ni tampoco –en sentido práctico- imposible.

La diferenciación intentada respecto a la mutua relación entre la tesis 1 y 2, me parece que está de acuerdo con la cautela de Trento, si bien como regla práctica ésta va aún más allá: se mantiene con todo su vigor el anatema contra la enseñanza que quiera hacer de la forma fundamental de la Iglesia un error o una costumbre que debería ser superada. El matrimonio es un sacramento, permanece bajo la fundamental forma irrevocable de la decisiva decisión. Pero esto no significa que la comunidad eucarística de la Iglesia no abrace a aquellas personas que aceptan esta enseñanza y este principio de vida mientras se encuentran en una dificultad particular, una por la que necesitan especialmente de la plena comunión con el Cuerpo de Cristo. La fe de la Iglesia, por lo tanto, seguirá siendo un signo de contradicción; es esencial para ella. Y precisamente por este hecho, sabe que está siguiendo al Señor, quien le anunció a sus discípulos que no deberían esperar estar por encima de su maestro, quien sería rechazado por piadosos y liberales, por judíos y gentiles.    


* Originalmente publicado en alemán como: “Zur Frage nach der Unauflöslichkeit der Ehe: Bemerkungen zum dogmengeschichtlichen Befund und zu seiner gegenwärtigen Bedeutung” en Ehe und Ehescheidung: Diskussion unter Christen, Kösel-Verlag, München, 1972, pp. 35-56.
1. Aquí ha de darse por hecho el análisis del testimonio bíblico. Claro que también sería imposible pretender algún tipo de totalidad respecto a la tradición post-bíblica o (dado los muchos trabajos sobre este tema) respecto a las obras recientes. Sin embargo, este trabajo ha sido compuesto sobre la base de tales fuentes en un intento por expresar su perspectiva de la manera más clara posible.
2. La literatura al respecto se ha incrementado de forma abundante recientemente. B. Kötting ha resumido los principales hallazgos de su disertación sobre este tema -(Bonn, 1940) lamentablemente aun sin publicarse- en su artículo: “Digamus”, RAC III, pp. 1016-1024. Cf. también A. Oepke, “Ehe”, en: RAC IV, pp. 650-666; G. Delling, “Ehebruch”, ibid., pp. 666-677, “Ehegesetze”, ibid., pp. 677-680, y “Ehescheidung”, ibid., pp. 707-719. Para escritos recientes sobre el tema, véase sobre todo a P. Stockmeier, “Scheidung und Wiederverheiratung in der alten Kirche”, ThQu 151 (1971), pp. 39-51; O. Rousseau, “Scheidung und Wiederheirat im Osten und im Westen”, Concilium 3 (1967), pp. 322-334; y de manera especial, sobrepasando a los anteriores, véase el comprensivo estudio de H. Crouzel, L'Église primitive face au divorce, Paris, 1971.
3. Es revelador el hecho de que, según Basilio -en su Ep. 188.4 (PG. 32.673 A) y Ep. 199.18 (PG. 32.717 A-B)- en la Iglesia de Capadocia se imponía uno o dos años de penitencia eclesial al digamista, es decir, sobre aquel que se había vuelto a casar luego de quedar viudo; tres le eran impuestos al trigamista y así por el estilo; cf. Kötting, “Digamus”; Crouzel, “L'Église primitive,” 148ff. La tesis de O. Rousseau que sostiene que la práctica más laxa -que luego sería aceptada por la Iglesia oriental- no deriva de una adecuada interpretación de la cláusula de fornicación, y por lo tanto no de una interpretación del Nuevo Testamento, es –a pesar de las dudas de Manns de esta afirmación (“Die Unauflöslichkeit der Ehe im Verständnis der frühmittelalterlichen Bußbücher”, en: N. Wetzel [ed.], Die öffentlichen Sünder oder Soll die Kirche Ehen scheiden?, Mainz 1970, 47f. u. 280)- completamente congruente con los textos, tal como ha sido posteriormente corroborado por Crouzel. Por lo tanto, tras un examen del material, debo corregir la sospecha que expresara en ThQu 149 (1969), p. 72; en donde sostenía que en la comunidad de la Iglesia representada por Mt.5 y 19, existía la práctica del divorcio y segundas nupcias en caso de adulterio; pero en vistas de la completa unanimidad de la tradición de los primeros cuatro siglos sobre el efecto contrario, esta posición es totalmente improbable.
4. El tratamiento inequitativo que se da al hombre y a la mujer vuelve a estar presente en los así llamados “Cánones de Basilio”, es decir, en las regulaciones de la Iglesia de Capadocia que él registra; aunque la mezcla de perspectivas judías, grecorromanas y neotestamentarias sobre el matrimonio contenidas en ella las hace difícil de interpretar. Basilio fue muy consciente de tal contradicción, tal como lo muestra en el Canon 77: “Aquel que se separa de la esposa que le ha sido legalmente confiada y se casa con otra, ha de ser  –según la palabra del Señor- juzgado como adúltero. Pero a través de nuestros padres se ha estipulado que […] (PG. 32.804f.). Es evidente que la regulación canónica de los “padres” y la palabra del Señor se contradecían entre sí. Qué desafío resulta protestar contra esto. El cásico ejemplo de un tratamiento desigual al hombre y a la mujer es Ambrosiastro: véase a Anm. 10 y 11. Del otro lado está Jerónimo, Ad Oceanum, 3 CSEL 55.39: Aliae sunt leges Caesarum, aliae Christi; aliud Papinianus, aliud Paulus noster praecipit. Apud illos in viris pudicitiae frena laxantur et, solo stupro atque adulterio condemnato, passim per lupanaria et ancillubas libido permittitur; quasi culpam dignitas faciat, non voluptas. Apud nos, quod non licet feminis, neque non licet viris; et eadem servitus pari condicione censetur | Unas son las leyes del César, otras son las de Cristo; algunas son de Papiano, algunas las ha ordenado nuestro Pablo. Entre los hombres, la pureza refrena la soltura y solo se condena la fornicación y el adulterio. Pues en todas partes se permite la lujuria con mujeres lascivas y con siervas, como si la culpa hiciese a la dignidad y no se tratase del placer [carnal]. En cuanto a nosotros, lo que no es lícito para las mujeres tampoco es lícito para los hombres; y lo mismo vale para los siervos con condiciones así estimadas |. Y una afirmación similar se encuentra en Gregorio Nacianceno, Oratio 37.6, PG. 36.289.
5. Véase por ejemplo a Clemente de Alejandría, Stromata 2.23.145, GCS. 2.193: ό δέ άπολελυμένην λαμβάνων γυναίκα μοιχάται, φησίν, έάν γάρ τις άπολύσή γυναίκα, μοιχάται αύτήν, τουτέστιν άναγκάζει μοιχευθήναι | Y esto comprende por completo a la mujer adúltera, pues se afirma que, “en verdad, si alguien deja libre a su mujer, la hace adúltera”; es decir, la fuerza al adulterio |. Un interesante texto se halla en Hilario, en Mt. 4.22, PL. 9.939: Nam cum lex libertatem dandi repudii ex libelli auctoritate tribuisset, nunc marito fides evangelica non solum voluntatem pacis indixit, verum etiam reatum coactae in adulterium uxoris imposuit, si alii ex discessionis necessitate nubenda sit, nullam aliam causam desinendi a coniugio praescribens, quam quae virum prostitutae uxoris societate pollueret | Por lo que, con la libertad que concede la ley, ha de darle el divorcio según el libelo permitido por la autoridad; entonces la fe evangélica del marido no solo proclama su voluntad de paz sino que también impone sobre la esposa adúltera la deuda recabada. Y si desde esa separación necesitase a otra mujer, que la misma sea casadera. No se prescribe ninguna otra causa para terminar con un matrimonio, ya que el hombre con una esposa prostituta deshonra a la sociedad |. Hilario, por lo tanto, entiende el λόγοσ πορνείασ, la palabra “fornicación” de Mt.5:32 y 19:9, como la prostitución de la mujer, que es así el único fundamento válido para el divorcio. La idea de que la separación de la mujer fuerza a ésta al adulterio y convierte al hombre en culpable de la misma falta, también se halla en los Cánones de Basilio; cf. Crouzel, L’Église primitive, 142ff. Jerónimo ofrece una peculiar interpretación de la cláusula sobre la fornicación: “En el caso de fornicación o sospecha de la misma [!], es posible separarse de la parte culpable. Pero a menos que aquella parte separada se sujete a sí misma a la sospecha, no es posible volver a casarse”, In evang. Mat. comm. 3.19.9, PL. 26.135.
6. De bono coniugali 24.32, CSEL 41.226; cf. De nuptiis et concupiscentia 1.10.11, CSEL 42.222.
7. De bono coniugali, ibid.
8. De nuptiis 1.10.11, CSEL. 42.222. A pesar de esta concepción inequívoca, que para Agustín era una expresión de la fe de la Iglesia, en casos muy limitados fue capaz de permitirse cierto grado de manejo práctico de tales observaciones. Como es bien sabido, lo demostró en su De fide et operibus 19.35 (PL. 40.221): aquel que se ha separado de su esposa y se ha vuelto a casar, puede “según mi opinión” y “en este caso”, permitírsele que vuelva a comulgar. Es de esta manera que tenemos que interpretar el término venialiter de este pasaje. Resulta confuso que Manns, en su “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, p. 47, lo traduzca para decir que, según Agustín, es tema de un “error perdonable y comprensible”. Crouzel bien lo dice en su L’Église primitive, p. 333: en De fide et operibus, Agustín habla “avec une certaine attitude pastorale” [con clara actitud pastoral]. Agustín no admite la tesis dogmática que es base de prácticas similares e incluso más radicales en la Iglesia de su tiempo (a saber, la idea de la salvación a través de la fe sin obras), “mais il ne refuse pas absolutement toutes ses solutions” [pero tampoco rechaza por completo todas sus soluciones]. El curso posterior de este estudio, por lo tanto, mostrará que el padre de la Iglesia de Hipona refleja de manera precisa la actitud fundamental de toda la tradición.
9. ήδη δέ παρά τά γεγραμμένα καί τινες τών ήγουμένων τής έκκλησίας έπέτρεψάν τινα ώστε ζώντος τού άνδρός γαμείσθαι γυναίκα, παρά τό γεγραμμένον μέν ποιούντες [...] ού μήν πάντη άλόγως· είκός γάρ τήν συμπεριφοράν ταύτην συγκρίσει χειρόνων έπιτρέπεσθαι παρά τά άπ' άρχής νενομοθετημένα καί γεγραμμένα. | Ahora bien, contrario a lo que está escrito, ciertos líderes de la Iglesia permiten que una mujer se case mientras su esposo está vivo. Así, establecen lo que es contrario a la escritura […] pero no es, en verdad, totalmente insensato. Al parecer, tal indulgencia, contraria a lo que desde el principio ha sido ordenado y está escrito, fue permitida para evitar situaciones peores |, en Mt. 14.23, PG. 13.1245.
10. Así es citado por Graciano, Dec. P2C32q7c17. El original, en PL. 17.218B, de alguna manera es más detallado y matizado, pero la afirmación en sí es reproducida de manera exacta por Graciano. Para notar las consecuencias que este texto tuvo en el Concilio de Trento, véase a P. Fransen, “Das Thema Ehescheidung nach Ehebruch auf dem Konzil von Trient” (1563), en: Concilium 6 (1970), pp. 343-348.
11. Ep. 217.77, PG. 32.804f, se señalan siete años de penitencia eclesial, a saber: un año en la fase de lamentación, dos años como escucha, tres años arrodillándose, y el séptimo año podía –sin recibir la comunión- participar de la misa de los fieles.
12. Cf. Crouzel y la amplia literatura enlistada en la nota 2 –no tocada aquí- que trata sobre la legislación sinodal y la patrística posterior.
13. No conozco ningún estudio satisfactorio de los textos de Graciano que aprecien esto; incluso en  R. Weigand, “Das Scheidungsproblem in der mittelalterlichen Kanonistik”, en ThQu 151 (1971), pp. 52-60, Graciano es tratado solo de manera sumaria. Claro que el siguiente análisis de ninguna manera puede agotar la problemática histórica y material de P2C32q7 del decreto, en donde las múltiples capas de la tradición milenaria vienen a reunirse. Quizás las sugerencias que aquí se dan puedan, sin embargo, indicar la importancia del texto y conceder cierta dirección para mayores reflexiones. Para ver el complicado material de inicios del periodo medieval, desde el cual Graciano tomó los fragmentos que llegarían a tener mayor impacto pero que no detallaremos aquí, véase a P. Manns, “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, pp. 42-75, y pp. 275-302.
14. Decr. P2C32q7c18. La carta data del 22 de noviembre del 726; cf. Jaffé-Ewald, 2174; P. Manns, “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, 52f.
15. Ibid., c24 (cf. los textos aducidos en c20-23, que tratan de casos similares). El texto remite a todo suceso en tiempos de Pipino el Joven e inicialmente se halla –hasta donde puedo ver- en el Capitulario Vermeriense, MGLL.I.23, n. 11. Sobre el texto c23 que está relacionado y que Graciano atribuye al Papa Zacarías, véase a Manns, “Die Unauflöslichkeit der Ehe”, p. 285, nota 93.
16. Graciano, sobre el c18: Illud Gregorii sacris canonibus, immo evangelicae et apostolicae doctrinae penitus invenitur adversum | Estos sagrados cánones de Gregorio, por desgracia, se hallan profundamente en contra de la doctrina evangélica y apostólica.
17. Graciano, sobre el c19-23: [...] Illud vero Gregorii ad Bonifatium Anglicis pro tempore permissum est [...]. | [...] Se trata, en verdad, de un permiso temporal de Gregorio al inglés Bonifacio [...].
18. Sobre este punto, véase la respuesta a la pregunta de Rousseau, “Scheidung und Wiederheirat im Osten und im Westen” (nota 2); así como la presentación sobre el desarrollo del sistema legal en el Imperio Romano de Oriente, en N. van der Waal, “Aspekte der geschichtlichen Entwicklung in Recht und Lehre. Einfluß des profanen Rechts auf die kirchliche Eheauffassung im Osten”, en: Concilium 6 (1970), pp. 337-339. En contraste con esto, Crisóstomo sostuvo con total claridad que: Μή γάρ μοι τούς παρά τοίς έξωθεν κειμένους νόμους άναγνώς […] Ού γάρ δή κατά τούτους σοι μέλλει κρίνειν τούς νόμους ό Θεός έν τή ήμέρά έκείνή, άλλά καθ' ούς αύτός έθηκε | En cuanto a mí, no establezco lo que sea contrario o ajeno a las leyes escritas […] Y por eso ustedes no han de estar en contra de las mismas, pues las leyes de Dios los juzgarán en aquel día; pero ellos han establecido lo contrario (Hom. de libello repudii PG. 51.219) |. Cf. Ambrosius, Expos. Ev. sec. Luc. 8.5 CSEL 32.4 S. 394: Dimittis ergo uxorem quasi iure, sine crimine, et putas id tibi licere quia lex humana non prohibet; sed divina prohibet [...] Audi legem Domini, cui obsequuntur etiam qui leges ferunt [...] | Despide, entonces, a tu esposa como si fuese justo y no un crimen; y piensa que te está permitido porque la ley humana no lo prohíbe, pero lo prohíbe la ley divina […] Atiende a la ley del Señor, a la cual observan incluso quienes acogen a las leyes […].
19. Cf. N. van der Waal, “Aspekte der geschichtlichen Entwicklung” (nota 18).
20. Cf. P. Fransen, Das Thema “Ehescheidung nach Ehebruch” (nota 10).
21. Lo cito de acuerdo a la edición de O. Clemen I, Berlín 6, 1966, p. 496, líneas 23-33. Para la comprensión de Trento, es importante que se comience aquí con la sección De matrimonio (p. 486, 30f): Matrimonium [...] sine ulla scriptura pro sacramento censetur | El  matrimonio […] sin ninguna escritura se considera sacramento |. Por encima del mismo hay abundantes comentarios como estos: Quod si assit eruditio diuinae legis, cum prudentia naturali, plane superfluum et noxium est scriptas leges habere. Super omnia autem Charitas nullis prorsus legibus indiget | Pues si se posee conocimiento de las leyes divinas con natural habilidad, es completamente abrumador y peligroso tener leyes escritas. Ya que, por encima de todo, la caridad no necesita de leyes en lo absoluto (p. 491, 15-18) |. Disce ergo in hoc uno matrimonio, quam infoeliciter et perdite omnia sint confusa, impedita, irretita, et periculis subiecta, per pestilentes, indoctas impiasque traditiones hominum quaecunque in Ecclesia geruntur, ut nulla remedii spes sit, nisi reuocato libertatis Euangelio, secundum ipsum, extinctis semel omnibus omnium hominum legibus, omnia iudicemus et regamus. Amen | Aprende, por lo tanto, en este solo matrimonio, cuán desgraciados y desesperados son todos los demás, cuán impedidos, complicados y sujetos a peligros, a las pestilentes, ignorantes e impías tradiciones que generan los muchos hombres de la Iglesia; y no tienen ninguna esperanza de curación a menos que recuperen la libertad del evangelio, según el cual, una vez extinguidas la totalidad de leyes de todos los hombres, juzgaremos y gobernaremos todo. Amén. (p. 494, 35-41) |. El profundo dolor, desde cuya perspectiva se debe comprender la agitación de Lutero, puede observarse en un pasaje como este: Nihil enim est impedimentorum hodie, quod intercedente mammona non fiat legitimum, ut leges istae hominum non alia causa uideantur natae, nisi ut aliquando essent auaris hominibus rapacibusque Nimbrotis rhetia pecuniarum et laquei animarum, staretque in Ecclesia dei loco sancto Abominatio ista [...] | En verdad, no hay nada que sea un impedimento [para el matrimonio] en la actualidad, pues la intercesión de la riqueza no lo hace legítimo y estas leyes tuvieron a los hombres y no otra causa para venir a surgir; y algunos de aquellos son, además, rapaces hombres avaros de Nimrod, que cazan el dinero y atrapan a las almas. Estar en la Iglesia de Dios, en el santo lugar, es una abominación […] (p. 490, 33-38) |.
22. Véase p. 496, 19f.: [...] digamiam [...] an liceat, ipse non audeo definire | [...] la digamia [...] si es lícita, no me atrevo a delimitarla |. Y la línea 40f.: Ego sane, qui solus contra omnes statuere in hac re nihil possum [...] | Yo, en verdad, que en este asunto estoy solo y contra todos, nada puedo [...] |.
23. DS. 1807, can.7, Canones de sacramento matrimonii.
24. P.497.13-16: Sola autoritate Papae aut Episcoporum hic diffiniri nihil uolo, sed, si duo eruditi et boni uisi in nomine Christi consentirent, et in spiritu Christi pronunciarent, eorum ego iuditium praeferrem etiam Conciliis [...] | Por la sola autoridad del Papa o de los obispos me rehúso a finalizar esto aquí. Pues si dos sabios y bondadosos consintieran aparecer en nombre de Cristo y se pronunciaran en el espíritu de Cristo, yo preferiría aceptar su juicio al del Concilio [...] |.
25. Cf. P. Fransen, “Das Thema Ehescheidung nach Ehebruch”, p. 345 y 347.
26. Sobre la noción de la “decisiva decisión”, véase a H. Schlier, Das Ende der Zeit, Freiburg 1971, pp. 297-320; sobre la idea del carácter definitivo, véase a J. Ratzinger, “Zur Frage nach dem Sinn des priesterlichen Dienstes”, en: GuL 41 (1968), pp. 347-376; sobre este punto en 373ff.
27. Véase mi “Theologie der Ehe”, en: ThQu 149 (1969), pp. 53-74, y sobre este punto las pp. 54-60.
28. Cf. N. van der Waal, “Aspekte der geschichtlichen Entwicklung” (nota 18), p. 337; y para un examen más detallado, véase a Delling, enRAC IV, 712 f.





Retractio.

por el Papa emérito, Benedicto XVI.

2014.

La Iglesia es la Iglesia de la Nueva Alianza, pero vive en un mundo en el cual sigue existiendo inmutada esa “dureza del corazón” (Mt 19, 8) que empujó a Moisés a legislar. Por lo tanto, ¿qué puede hacer concretamente, sobre todo en un tiempo en el que la fe se diluye siempre más, hasta el interior de la Iglesia, y en el que las “cosas de las que se preocupan los paganos”, contra las cuales el Señor alerta a los discípulos (cfr. Mt 6, 32), amenazan con convertirse cada vez más en la norma?

Antes que nada, y de manera esencial, debe anunciar de manera convincente y comprensible el mensaje de la fe, intentado abrir espacios donde pueda ser verdaderamente vivida. La curación de la “dureza del corazón” sólo puede llegar de la fe y sólo donde ella está viva es posible vivir lo que el Creador había destinado al hombre antes del pecado. Por ello, lo principal y verdaderamente fundamental es que la Iglesia haga que la fe sea viva y fuerte.

Al mismo tiempo, la Iglesia debe seguir intentando sondear los confines y la amplitud de las palabras de Jesús. Debe permanecer fiel al mandato del Señor y por lo mismo no puede ampliarlo demasiado. Me parece que las denominadas “cláusulas de la fornicación” que Mateo añadió a las palabras del Señor transmitidas por Marcos, reflejan ya dicho esfuerzo. Se menciona un caso que las palabras de Jesús no tocan.

Este esfuerzo ha continuado en el arco de toda la historia. La Iglesia de occidente, bajo la guía del sucesor de Pedro, no ha podido seguir el camino de la Iglesia del imperio bizantino, que se ha acercado cada vez más al derecho temporal, debilitando así la especificidad de la vida en la fe. Sin embargo, a su manera ha sacado a la luz los confines de la pertinencia de las palabras del Señor, definiendo así de manera más concreta su alcance. Han surgido, sobre todo, dos ámbitos que están abiertos a una solución particular por parte de la autoridad eclesiástica.

1. En 1 Cor 7, 12-16, San Pablo –como indicación personal que no proviene del Señor, pero a la que sabe estar autorizado– dice a los Corintios, y a través de ellos a la Iglesia de todos los tiempos, que en el caso de matrimonio entre un cristiano y un no-cristiano éste puede ser disuelto siempre que el no-cristiano obstaculice al cristiano en su fe. De aquí, la Iglesia ha derivado el denominado privilegium paulinum, que continúa siendo interpretado en su tradición jurídica (cfr. CIC, can. 1143-1150).

De las palabras de San Pablo la tradición de la Iglesia ha deducido que sólo el matrimonio entre dos bautizados es un sacramento auténtico y, por consiguiente, absolutamente indisoluble. Los matrimonios entre un no-cristiano y un cristiano sí que son matrimonios según el orden de la creación y, por tanto, definitivos de por sí. Sin embargo, pueden ser disueltos en favor de la fe y de un matrimonio sacramental.

Al final, la tradición ha ampliado este “privilegio paulino”, convirtiéndolo en privilegium petrinum. Esto significa que el sucesor de Pedro tiene la potestad para decidir, en el ámbito de los matrimonios no sacramentales, cuándo está justificada la separación. Sin embargo, este denominado “privilegio petrino” no ha sido acogido en el nuevo Código, tal como era -en cambio- la intención inicial.

El motivo ha sido el disenso entre dos grupos de expertos. El primero ha subrayado que la finalidad de todo derecho de la Iglesia, su metro interior, es la salvación de las almas. De aquí se deduce que la Iglesia puede y está autorizada a hacer lo que sirve al logro de tal finalidad. El otro grupo, al contrario, defendía la idea de que los mandatos del ministerio petrino no deben ampliarse demasiado y que es necesario permanecer dentro de los límites reconocidos por la fe de la Iglesia.

Debido a la falta de acuerdo entre estos dos grupos, el Papa Juan Pablo II decidió no acoger en el Código esta parte de las costumbres jurídicas de la Iglesia y siguió confiándola a la Congregación para la Doctrina de la Fe que, junto con la praxis concreta, debe examinar continuamente las bases y los límites del mandato de la Iglesia en este ámbito.

2. En el curso del tiempo se ha desarrollado de manera cada vez más clara la conciencia de que un matrimonio contraído aparentemente de manera válida, puede no haberse concretizado de verdad a causa de vicios jurídicos o efectivos y, por lo tanto, puede ser nulo. En la medida en que la Iglesia ha desarrollado el propio derecho matrimonial, ella ha elaborado también de manera detallada las condiciones para la validez y los motivos de posible nulidad.

La nulidad del matrimonio puede derivar de errores en la forma jurídica, pero también, y sobre todo, de una insuficiente conciencia. Respecto a la realidad del matrimonio, la Iglesia muy pronto reconoció que el matrimonio se constituye como tal mediante el consentimiento de los dos cónyuges, que debe expresarse también públicamente en una forma definida por el derecho (CIC, can. 1057 § 1). El contenido de esta decisión en común es el don recíproco a través de un vínculo irrevocable  (CIC, can. 1057 § 2; can. 1096 § 1). El derecho canónico presupone que las personas adultas sepan por sí mismas –a partir de su naturaleza- qué es el matrimonio y, por consiguiente, que sepan también que es definitivo; lo contrario debería ser demostrado de manera expresa (CIC, can. 1096 § 1 e § 2).

Sobre este punto, en los últimos decenios han surgido nuevos interrogantes. ¿Se puede presumir hoy que las personas sepan “por naturaleza” sobre lo definitivo y sobre la indisolubilidad del matrimonio, asintiendo con su sí? ¿O acaso no se ha verificado en la sociedad actual, al menos en los países occidentales, un cambio en la conciencia que hace presumir más bien lo contrario? ¿Se puede dar por descontada la voluntad del sí definitivo o se debe más bien esperar lo contrario; es decir, que ya desde antes se está predispuesto al divorcio? Allí donde el aspecto definitivo sea excluido conscientemente no se llevaría a cabo realmente el matrimonio en el sentido de la voluntad del Creador y de la interpretación de Cristo. De esto se percibe la importancia que tiene hoy una correcta preparación al sacramento.

La Iglesia no reconoce el divorcio. Sin embargo, después de lo apenas indicado, ella no puede excluir la posibilidad de matrimonios nulos. Los procesos de anulación deben ser llevados en dos direcciones y con gran atención: no deben convertirse en divorcios camuflados; sería deshonesto y contrario a la seriedad del sacramento. Por otra parte, deben examinar con la necesaria rectitud las problemáticas de la posible nulidad y, allí donde haya motivos justos en favor de la anulación, expresar la sentencia correspondiente, abriendo así una nueva puerta para estas personas.

En nuestro tiempo han surgido nuevos aspectos del problema de la validez. Ya he indicado antes que la conciencia natural sobre la indisolubilidad del matrimonio es ahora problemática y que de ello derivan nuevas tareas para el procedimiento procesal. Quisiera indicar brevemente otros dos nuevos elementos:

a. El can. 1095 n. 3, ha inscrito la problemática moderna en el derecho canónico allí donde dice que no son capaces de contraer matrimonio las personas que “no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica”. Hoy, los problemas psíquicos de las personas, precisamente ante una realidad tan grande como el matrimonio, se perciben más claramente que en el pasado. Sin embargo, es bueno poner en guardia sobre edificar la nulidad, de manera imprudente, a partir de los problemas psíquicos; haciendo esto se estaría pronunciando fácilmente un divorcio bajo la apariencia de la nulidad.

b. Hoy se impone, con gran seriedad, otra pregunta. Actualmente hay cada vez más paganos bautizados, es decir, personas que se convierten en cristianas por medio del bautismo, pero que no creen y que nunca han conocido la fe. Se trata de una situación paradójica: el bautismo hace que la persona sea cristiana, pero sin fe ésta es sólo -a pesar de todo- una persona pagana bautizada. El can. 1055 § 2, dice que “entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento”. Pero, ¿qué sucede si un bautizado no-creyente no conoce para nada el sacramento? Podría también tener la voluntad de la indisolubilidad, pero no ve la novedad de la fe cristiana. El aspecto trágico de esta situación se hace evidente sobre todo cuando bautizados paganos se convierten a la fe e inician una vida totalmente nueva. Surgen aquí preguntas para las cuales no tenemos todavía una respuesta. Es, por lo tanto, más urgente aún profundizar sobre ellas.

3. De cuanto dicho hasta ahora surge que la Iglesia de occidente (la Iglesia católica), bajo la guía del sucesor de Pedro, por un lado sabe que está estrechamente vinculada a la palabra del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio; sin embargo, por el otro, ha intentado también reconocer los límites de esta indicación para no imponer a las personas más de lo que es necesario.

Así, partiendo de la sugerencia del apóstol Pablo y apoyándose al mismo tiempo en la autoridad del ministerio petrino, para los matrimonios no-sacramentales ha elaborado ulteriormente la posibilidad del divorcio en favor de la fe. De la misma manera, ha examinado en todos los aspectos la nulidad de un matrimonio.

La exhortación apostólica Familiaris Consortio, de Juan Pablo II, de 1981, ha llevado a cabo un paso ulterior. En el número 84 está escrito: “En unión con el sínodo, exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia […]. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza”.

Con esto, a la pastoral se le confía una tarea importante, que tal vez no ha sido suficientemente transpuesta en la vida cotidiana de la Iglesia. Algunos detalles están indicados en la propia exhortación. Se dice que estas personas, en cuanto bautizadas, pueden participar en la vida de la Iglesia, que incluso deben hacerlo. Se enumeran las actividades cristianas que para ellos son posibles y necesarias. Sin embargo, tal vez sería necesario subrayar con mayor claridad qué pueden hacer los pastores y los hermanos en la fe para que ellas puedan sentir de verdad el amor de la Iglesia. Pienso que sería necesario reconocerles la posibilidad de comprometerse en las asociaciones eclesiales y también que acepten ser padrinos o madrinas, algo que por ahora no está previsto por el derecho.

Hay otro punto de vista que se difunde: la imposibilidad de recibir la santa eucaristía es percibida de una manera tan dolorosa sobre todo porque, en la actualidad, casi todos los que participan en la misa se acercan también a la mesa del Señor. Así, las personas afectadas aparecen también públicamente descalificadas como cristianas.

Considero que la advertencia de San Pablo a autoexaminarse y a la reflexión sobre el hecho de que se trata del Cuerpo del Señor debería tomarse otra vez en serio: “Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo” (1 Cor 11:28 y ss.). Un serio examen de uno mismo, que puede también llevar a renunciar a la comunión, nos haría además sentir de manera nueva la grandeza del don de la eucaristía y -por añadidura- representaría una forma de solidaridad con las personas divorciadas que se han vuelto a casar.

Quisiera añadir otra sugerencia práctica. En muchos países se ha convertido en una costumbre que las personas que no pueden comulgar (por ejemplo, las personas pertenecientes a otras confesiones) se acerquen al altar, pero mantengan las manos sobre el pecho, haciendo entender de este modo que no reciben el Santísimo Sacramento, pero que piden una bendición, la cual se les otorga como signo del amor de Cristo y de la Iglesia. Esta forma ciertamente podría ser elegida también por las personas que viven en un segundo matrimonio y que por ello no están admitidas a la mesa del Señor. El hecho que esto haga posible una comunión espiritual intensa con el Señor, con todo su Cuerpo, con la Iglesia, podría ser para ellos una experiencia espiritual que los fortalezca y los ayude.



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