7.5.15





Aunque el siguiente texto del doctor en literatura, B. Chédozeau, contiene muchas citas sin referencia y carece de un anexo bibliográfico, su exposición resulta valiosa a la vez que amena.

Según lo entiendo: el espacio múltiple que configura y habita el eremita, posee –de manera innata e histórica- características psicosociológicas de marginalidad, confinamiento e itinerancia. Aunque puede que el eremita se aleje, roce o sitúe en el mundo, jamás se inserta -ni mucho menos diluye- definitivamente en él. Y así, mientras va afirmando esta cualidad liminal de su existencia, el solitario se dedica al cultivo de una íntima espiritualidad invernal y de destierro. 

V.S.




El eremitismo y la organización del espacio cristiano.


por Bernard Chédozeau.


Soy un extranjero sobre esta tierra.


La organización del espacio por parte de los eremitas y anacoretas constituye, desde hace unos dos mil años, el primer eje de organización del espacio cristiano.

Entre los fundamentos teológicos del eremitismo, los más importantes son -sin duda alguna- la condenación evangélica del mundo y la necesidad de hacer penitencia. Al respecto, algunos textos nos son bien conocidos:

- Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a mí antes que a ustedes (Jn. 15:18).
- […] no son del mundo, porque al elegirlos los he sacado del mundo (Jn. 15:19).
- Ruego por ellos, no ruego por el mundo […] (Jn. 17:9).
- Bienaventurados sean cuando los hombres los odien, cuando los expulsen, los insulten y prohíban su nombre como infame a causa del Hijo del hombre (Lc. 6:22).
- No amen al mundo, ni lo que hay en el mundo […] (1 Juan 2:15).

En el eremitismo existen tres puntos que se han de tener en cuenta: la condenación del mundo; esta misma condenación interpretada como un mandamiento a separarse del mundo para hacer penitencia y consagrarse a Dios; y la concepción de tal retiro en el entorno del desierto.

Fuge, tace, quiesce.

Hay una fórmula espiritual que ha resumido desde antiguo tales exigencias: Fuge, tace, quiesce; es decir: retírate del mundo, guarda silencio y entrégate a la contemplación; todo ello dentro de la quietud o hēsikhía. “Huye de los hombres, guarda silencio y serás salvo”, es sobre esta fórmula que reposan las diversas formas de vida eremítica que se han dado a lo largo de los siglos.

Fuge.

Fuge puede traducirse como “huye”, pero en el sentido de “retírate”. Se trata de realizar una retirada, de mantenerse aparte. La permanencia en las ciudades es considerada “una fuente de innumerables males. El olvido de las cosas del siglo es indispensable para quien desea ser santo”. Este retiro con frecuencia es definido como un “alejamiento de los seglares” [de quienes poseen una mentalidad mundana]. De hecho, alguien pudo decir: “Aquellos que han renunciado al mundo y que visten el santo hábito mientras viven en medio de los seglares, viven en la ilusión […]; ellos viven lejos del temor de Dios”.

Tace.

La segunda consigna que ha contribuido a la organización del espacio cristiano es la exigencia del silencio:

- Con frecuencia me he lamentado por hablar, pero nunca por haber callado.
- Si él no se ve edificado por mi silencio, tampoco lo será por mis palabras.
- Cierra tus labios y abre tu corazón.

Pero, ¿por qué el silencio? Solo el silencio permite la concentración y la oración de la contemplación. El silencio es taciturnidad, un término bastante malinterpretado hoy en día, incluso incomprensible (tal como sucede con la discreción y el discernimiento, y aun más con la curiosidad). Existen aquellos a quienes llamamos “los grandes taciturnos”, las personas meditativas y contemplativas. El silencio nos devuelve a la noción de lo indecible, de lo inefable: “El silencio  material nos introduce en el silencio espiritual; y el silencio espiritual logra elevar al hombre hasta hacerlo vivir en Dios”. Para los místicos, el silencio es la única manera de alcanzar a Dios, al Inefable que no ha pronunciado sino una sola Palabra; y la ha pronunciado eternamente: se trata del Verbo, de “la única Palabra del Padre, dicha en un silencio eterno” (san Juan de la Cruz).

En un sentido más habitual, tace se entiende como la voluntad de no hablar más de lo necesario y de hacerlo a través de sentencias, bajo un estilo lapidario, según la sabiduría del oriente. Es desde aquí que surge el género de los apotegmas, de los padres del desierto; y también las sentencias breves o las máximas en general, un género particularmente apreciado por los moralistas (en especial en Francia; incluso hoy en día, como es el caso de Emil M. Cioran).

En suma, tace es otra forma de ruptura con el mundo, es la única relación válida con Dios. Fuge y tace son indisociables; la exigencia del silencio es inseparable de la exigencia de soledad. Uno se encierra a fin de evitar hablar con los demás e incluso consigo mismo, tal como lo muestran muchas expresiones, como: Sedebit solitarius et tacebit, el solitario se mantendrá sentado (evitando vagar inútilmente) y guardará silencio. La soledad está ligada al silencio, es ella quien lo posibilita. A veces, incluso el silencio es considerado superior a la soledad: “Tú buscas el desierto y el ayuno, yo busco el silencio” (san Gregorio de Nacianzo). El hecho de estar sentado, por otra parte, está cargado de connotaciones simbólicas.

Las respuestas arquitectónicas nacidas de la prescripción tace son muy interesantes: la prisa por hablar se ve limitada y organizada de acuerdo a ciertas condiciones, permitida en lugares determinados, bien definidos. En la arquitectura monástica (y en la religiosa en general), los lugares regulares, los lugares que establece la regla de la orden, son aquellos en los que incluso hoy en día uno no puede hablar de manera desenvuelta: la sala del capítulo, la sala de conferencias, el claustro o “paseo místico”, y el refectorio (en donde se realizan lecturas espirituales). No importa qué no se diga, importa qué se dice y dónde se lo hace. Y hay también todo un estudio para poner en escena la Palabra divina; pues vemos, por ejemplo, que se ha de realizar la lectura solemne estando de pie y rodeado de velas.

Dicho esto, y considerando que para todo lo que concierne al monaquismo las críticas han sido fuertes, es necesario reconocer también las ambigüedades de la prescripción tace, de la distancia que ha de mantenerse en relación a la palabra. Por una parte, ¿cómo conciliar la prescripción al silencio con la proclamación de la Palabra, con la lectura y recepción de ésta? Y por otra, ¿cómo hacerlo en relación a la prédica, sobre todo si se recuerda la expresión del apóstol: Fides ex auditu, la fe se transmite por el auditus (un término muy difícil de traducir pero que implica la recepción a través de la escucha)? La exigencia al silencio está en constante tensión con las exigencias del apostolado.

Quiesce.

El término más difícil de definir es el tercero: quiesce, que es también el más importante. Se lo traduce como “vivir en recogimiento” y en contemplación. Quies es el término más conocido en nuestros días; aunque en oriente existe la expresión hēsikhía, a la que se entiende como la “ausencia de toda excitación, ya sea sensible o intelectual”, y también como “la visión de la eternidad” (en la medida en esta exigencia remite al ícono, que es una puerta abierta a lo espiritual). Quiesce implica alcanzar la contemplación mientras se logra la calma y serenidad. Uno no se aísla (fuge) y se mantiene silencio (tace) sino para alcanzar la contemplación de Dios, la deificación, que es el objetivo del cristiano. En este sentido, fuge y tace son las condiciones de quiesce. Cierto lema cisterciense dice: ¡O beata solitudo, sola beatitudo! [¡Oh, bendita soledad, sola beatitud!].

Diversas formas de retirarse del mundo (s. II al XXI).

Para llevar a cabo este deseo de retirarse del mundo y así satisfacer sus tres aspiraciones (fuge, tace y quiesce), los penitentes tuvieron que establecer, definir u organizar su espacio. Y lo hicieron de tres maneras:

1. Los eremitas y anacoretas se alejaron del mundo y huyeron al desierto.
2. Otros se apartaron del mundo mientras permanecían en el mundo, aunque confinados, siempre en mínimos reductos.
3. Y por último, aquellos que se apartaron del mundo mientras dormían en cualquier lugar y se mantenían viajando (los peregrinos).

Al huir, al confinarse o permanecer viajando, cada uno de ellos se alejó del “mundo” y se construyó un espacio diferente.

1. Aquellos que se apartan del mundo y huyen al desierto: los anacoretas y los llamados “padres del desierto”.

En primera instancia, se considera a aquellos que se fueron a vivir a una soledad casi absoluta: los anacoretas.

A partir del s. II, y sobre todo en el III, se fueron multiplicando los eremitas que vivían lejos del mundo, los anacoretas que se apartaban del mundo; ellos vivían “en un mundo aparte”, en donde “llevaban una conducta celestial”. San Antonio se retiró al desierto en el año 271 y murió allí en el 356. Él es el ejemplo más eminente de la práctica de la anacoresis, es quien ha despertado la imaginación de muchos autores. Y lo ha hecho tanto por sus célebres tentaciones como por su atracción por el desierto, ya se trate del desierto material o del “desierto interior”, de aquella “montaña interior” en donde san Antonio estuvo absolutamente solo. A partir del año 306, “en las montañas se crearon eremitorios [llamados monasteria], y el desierto se convirtió en una ciudad de monjes”.

Con estos anacoretas o eremitas surgió una forma de organización del espacio según una perspectiva cristiana.

Los más célebres anacoretas son los padres del desierto, a cuyos herederos uno halla incluso en la actualidad en Egipto y Siria. Ellos lograron multiplicarse y prosperar básicamente en el curso de los s. IV-VII, hasta la invasión musulmana que terminó por dispersarlos.

Ya sea que se trate de uno verdadero o de una metáfora, el retiro al desierto descansa en la interpretación de ciertos textos bíblicos. Por ejemplo, en el Antiguo Testamento podemos leer:

- En el país de la estepa lo encuentra, en la ardiente soledad del desierto. Y lo envuelve, lo sustenta […] Solo Yahvé lo conduce (Dt. 32:10-12).
- Preparen en el desierto un camino para el Señor (Is. 40:3).
- Por eso voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón (Oseas 2:16; y véase también Is. 35:1-2 y 51:3).

Uno encuentra en los anacoretas el tema bíblico e israelita de “la idealización de la permanencia en el desierto”; y es la misma que se encuentra luego en la idealización del monasterio como ciudad de Dios sobre la tierra, como el propio paraíso. Pero el desierto también es valorado de manera negativa, pues en el desierto nadie se establece (Jer. 2:6), es la guarida del Diablo y de sus demonios (como lo evidenció Jesucristo).

En el Nuevo Testamento vemos que Jesús se retira al desierto para orar y ahí se ve tentado. Y san Antonio revivirá tales tentaciones, es por eso que dice que “aquel que vive en el desierto y en la hēsikhía, está libre ya de tres batallas: la de la escucha, la de la lengua y la de la vista, solo le queda la del corazón”; es decir, la batalla contra lo imaginario y lo fantástico.

Tenemos, entonces, que en los primeros tiempos los eremitas se retiraron al “desierto”. Pero, ¿qué entendían como tal?

Los padres del desierto son ascetas, “atletas de la fe”, que con frecuencia han sido vistos con suspicacia por su proximidad con el pelagianismo, pues tenían una extrema confianza en el hombre en sí (aunque le asignaban exigencias muy fuertes a aquel en quien confiaban, le exigían incluso que quebrase su propia voluntad y aceptase una obediencia absoluta). Por otro lado, se dice que: “Nunca se erigió un puente entre ellos y el mundo”, pues vivían solos, con frecuencia de a dos (el abba, padre espiritual o anciano junto al novicio). Y habitaban en una celda siguiendo la ascesis (en principio: comer, dormir, hablar poco, o estar de pie mínimamente), manteniendo el recogimiento, con compunción, con penthos. Este término es muy importante, pues expresa el arrepentimiento por las faltas cometidas, la lamentación, el luto: “Bienaventurados los que lloran […]” (Mt. 5:5). Además: “La grandiosa ocupación del monje es llorar por sus pecados”, es hacer penitencia. Por eso se dice también: “Es necesario que nos lamentemos sin cesar”. Este punto, hoy en día menospreciado, es una constante a lo largo de los Apotegmas; el monje “debe examinar su vida y hacer penitencia”.

Los eremitas se reunían en alguna iglesia tan solo los domingos. Tales “atletas”, además, eran percibidos por los más refinados griegos como “rústicos coptos”, como “etíopes” situados en la parte baja de la escala social. Ellos serán el modelo del monje “penitente” de De Rancé, el abad trapense [† 1700].

Las ascesis de estos hombres también ha sido vista con suspicacia, como pelagianismo:

- Estos rústicos coptos han adquirido sus virtudes por medio de sus propios esfuerzos.
- Ellos cuentan con la oración como medio psicológico para transformarse a sí mismos; no se considera la transformación invisible operada por la gracia a través de los sacramentos.

Sin embargo, una atenta lectura de los Apotegmas muestra varios textos que exigen la presencia de la gracia:

- Un hombre no puede ser bueno aun cuando así lo quiera -y aunque se dedique con todas sus fuerzas para serlo- a menos que Dios habite en él. Pues nadie es bueno si no está en Dios.
- Todos los actos de justicia del hombre son como un sucio lino.

Los anacoretas y su organización del espacio.

En aquellos primeros tiempos, los eremitas se retiraron a los lugares aislados; se situaron primero en las márgenes y luego en el aislamiento absoluto:

- En torno a principios de la era cristiana, los terapeutas “abandonaron las murallas” para irse a vivir a lugares aislados.
- Otros vivieron en un verdadero desierto, como los padres que habitaron en Egipto, quienes vivieron en los desiertos de Nitria, Escete y Kellia (que todavía existen).
- Otros se refugiaron bajo un abrigo natural, sea en cuevas (como san Baume, en la “gruta” de Brantôme) o bosques. Sabemos que san Antonio se retiró al desierto, san Benito (y más tarde san Francisco) lo hizo a una cueva; san Gilles a un bosque, san Martin se asentó entre un río y un peñasco, y san Guilhem habitó el accidentado “desierto” de un arrecife. En Saint-Victor de Marselle, al pie de una ensenada y bajo la abadía construida posteriormente, todavía puede verse la gruta fundacional en donde vivió Juan Casiano. Saint-Victor es un buen ejemplo de las sucesivas etapas que transforman el refugio de un anacoreta: la gruta está situada al fondo de la ensenada y luego se levanta lo que fuera un monasterio rico y poderoso.  
- Otros se retiraron a ciertas zonas altas, en donde todavía existían ciertas ermitas. Lugares como el monte Saint-Loup, Saint-Baudile (sobre Frontignan), Notre-Dame (sobre Saint-Chinian, en donde hubo una ermita hasta el s. XVIII).
- Y también se podría añadir aquí el extremo caso de los estilitas, monjes sirios que vivían sobre una plataforma situada en lo alto de una columna. Se trata de una práctica que tuvo lugar entre los s. IV-XV, como en el célebre caso de san Simeón el Estilita. Todavía existen ejemplos de tales columnas, pues hubieron estilitas hasta el s. XIX (se sabe solo de un caso en occidente). Estos solitarios querían espiritualizar al cuerpo y entendían la columna como una escala al cielo; y al igual de que los padres del desierto, se destacaron por sus hazañas. Pero ya que ellos no buscaban una soledad absoluta, a veces eran considerados guías espirituales (como los startsy de Rusia).
- Estos solitarios subsistirán en el tiempo y serán el origen de numerosos monasterios sobre las ondulaciones y flancos de las montañas y colinas; o en salientes, como en Saint-Germain d’Auxerre.
- Y permanecerán, además, siempre en los monasterios o en las ermitas de sus proximidades (como el starets Zósimo, en la novela de Dostoievski; o como los eremitorios mauristas). Aun hoy en día, los carmelitas siguen yendo “al desierto”.

Uno de los problemas que existía entre los solitarios, y que han sido registrados por los Apotegmas, trata sobre la exigencia de estabilidad en la celda:

- El monje jamás debe salir de su celda, sin importar la razón que lo convoque.
- La fidelidad a la celda convierte al monje en lo que debe ser.

Sin embargo, durante el s. XVII, los benedictinos mauristas suprimieron este voto de estabilidad.

En cuanto al espíritu del eremitismo, los trapenses son los más próximos a los padres del desierto (sobre todo desde la perspectiva de De Rancé); aunque en términos materiales lo sería más bien la cabaña de un cartujo, que cuenta con un oratorio, con dos piezas más y un jardín. Los trapenses, por otra parte, descansaban en un dormitorio en común, en el más absoluto silencio; en tanto que los cartujos y camaldulenses son más bien una agrupación de solitarios. En cierto sentido, uno podría preguntarse si la organización del espacio que sugieren tales celdas, cuevas o cabañas aisladas, no remiten a una teología individualista de las ascesis -a veces teñida de pelagianismo- que deposita una gran confianza en el hombre, en el individuo. La arquitectura se matiza con teología.

En Francia siempre han existido anacoretas y eremitas. Tales amantes de la oración y la contemplación en la soledad viven apartados, ya sea en ermitas o –como sucede hoy en día- en grandes emplazamientos; suelen recibir, además, la visita de algún clérigo, sea un monje de su orden o un sacerdote de su diócesis. Todos ellos viven una ruptura con el mundo tan completa como les sea posible. En las mujeres, el eremitismo a veces asume la forma de vírgenes consagradas.

La revolución francesa suprimió la mayor parte de las ermitas, pero aún hoy subsisten muchas instalaciones. Hay muchas en Provence, cuyos primeros siglos estuvieron marcados por los ecos de la ortodoxia. En la actualidad existen cientos de eremitas en Francia, viven de manera discreta (a veces en apartamentos ubicados en los HLM o condominios de clase media). 

2. Aquellos que se separan del mundo a la vez que permanecen en él de manera confinada: los reclusos de la Edad Media.

En la Edad Media existía otra forma de anacoresis, la de los reclusos. Hubieron muchas reclusas; fueron más que los reclusos, los que de hecho eran raros. Se dice que uno de éstos vivía en una tumba abandonada, otro en una vacía cisterna (como en Mercoirol). En aquel entonces, cualquiera podía acercarse a un reclusorio con el deseo de vivir en la oscuridad. Ciertos historiadores consideran que “la reclusión no era sino la versión femenina del eremitismo”; pero no ha de olvidarse al reconocido Isaac de Nínive y a los reclusos sirios, cuyo apogeo se sitúa en el s. VI. Hasta donde sé, esta forma de anacoresis ha desaparecido por completo.

El recluso se encerraba en un reducto de pocos metros cuadrados del que normalmente no volvía a salir; su alimento los recibía a través de un agujero en la pared. Los reclusorios estaban situados en los cementerios, cerca de las capillas emplazadas en los puentes o sobre las rutas de peregrinaje; a veces estaban situados en un lugar desde donde la reclusa podía asistir a misa, como en la iglesia de Paray-le-Monial. Generalmente la población veneraba a su reclusa, y estas mujeres instaban a la reclusión y a la muerte al mundo, a la penitencia. La reclusión a veces era temporal, aunque era frecuente que las reclusas fueran consideradas como muertas. Se decía que ella “se confinaba a un reducto de por vida, como si ya hubiese muerto”, velut in sepulchro [como en el sepulcro]. Cuando una mujer se confinaba en el “reclusorio”, entonaba el canto fúnebre: In paradisum deducant te angeli [Que los ángeles te conduzcan al paraíso - escuchar]. Su ideal era “languidecer más o menos, según el abrazo de Cristo”, pues su devoción estaba dirigida conscientemente al Cristo crucificado. De hecho, este Cristo no se hallaba lejos de los reclusos(as) ni de los peregrinos, pues ambos rehusaban toda adhesión al mundo; y la relación entre ellos era tal que, en ciertas ocasiones, el que pertenecía a un grupo pasaba a formar parte del otro.

En la arquitectura todavía existen algunos reclusorios, pero difícilmente haya alguien que persista en una opción que hoy en día resulta incomprensible (a pesar de que se trata de una opción similar a la de los actuales eremitas de la India).

3. Aquellos que se apartan del mundo para dormir en cualquier lugar y manteniéndose de viaje (los peregrinos).

Por último, la tercera actitud de los primeros cristianos con respecto al espacio es propuesto por los peregrinos (en constante conflicto con los partidarios de la vida en la celda):

-Padre, ¿qué implica el vivir en un continuo peregrinaje?
- Es mantenerse callado y, dondequiera que se vaya, repetirse a uno mismo: “No me mezclaré con nadie de este lugar”.

Hay tres clases de peregrinos:

a. Los vagabundos, que siempre han sido considerados ambiguos. En el caso de los giróvagos, monjes vagabundos que se presentaban muy predispuestos, fueron vistos con hostilidad; tal como los misioneros itinerantes, que casi siempre son vistos con suspicacia por la institución eclesiástica. En cierto sentido, el ideal de estos vagabundos será institucionalizado por algunas órdenes mendicantes, por aquellos hermanos “colectores”.

b. Como contraste al grupo anterior, están los bien conocidos peregrinos en peregrinaje, quienes desde los primeros siglos han marchado hacia Jerusalén o Roma (y diré que, desde cierto punto de vista, también las cruzadas podrían ser consideradas peregrinaje) y hoy lo hacen a Santiago de Compostela o Lourdes.

c. Y los más representativos de este grupo son los peregrinos-vagabundos que son conocidos en Rusia como “los locos de Dios”, los cuales se rehúsan a echar raíces en cualquier lugar. Ellos le dan sentido al “cualquier lugar”, a la utopía espacial, mientras esperan satisfacer su deseo espiritual en el difícil éxodo que realizan (otra forma de reorganización del espacio). En todo caso, estos peregrinos satisfacen aquel deseo al dormir en cualquier lugar cargado de sentido. Ellos se encuentran en las fuentes mismas de la utopía (considérese a Don Quijote, el caballero errante; y también –aunque peyorativamente- al judío errante).

La organización del espacio por parte de los peregrinos.

La organización del espacio por parte de los peregrinos tiene un doble sentido: en el imaginario colectivo, a causa del “cualquier lugar”, pues se trata de un lugar cualquiera que es sagrado y en donde uno todavía puede seguir avanzando; y en la arquitectura, con la construcción de la imagen de (al regreso del peregrinaje), como en el caso del Santo Sepulcro -que se encuentran en casi todo lugar- o de las cúpulas de Saint-Frog de Périgueux (o de SaintMarc de Venise) que fueron traídas desde Constantinopla [el autor repetirá este párrafo].

En cierto sentido, peregrinaje y eremitismo son dos formas opuestas de una misma actitud cristiana frente al espacio: los dos pretenden huir de los peligros del mundo; si bien el eremita huye de los peligros del espacio, el peregrino va hacia un espacio sagrado, y el peregrino-vagabundo rehúye a toda fijación en un espacio definitivo [el autor repetirá este párrafo]

Los peregrinajes: los “lugares sagrados” y la construcción imaginaria y simbólica de la tierra.

Los peregrinajes conceden ocasión de ampliar el tema del espacio. Los relatos de los primeros peregrinos remiten a cierta concepción del cosmos que giraba en torno a lo que se llamaba “tierra santa”. Para comprenderlo mejor, es necesario recordar que en ese entonces era posible pensar en un espacio cristiano cerrado sobre sí mismo. En ese entonces no se conocían ni las Indias, ni las Américas, ni la China ni Australia; el espacio se reducía al mediterráneo (al mare nostrum) y a las tierras situadas a su alrededor. El espacio era lo que efectiva y verdaderamente se mostraba como un mundo que era cristiano o que se rehusaba a serlo, pues ahí estaban los infieles (los musulmanes) y los pérfidos (en sentido etimológico, los judíos), grupos éstos a los que se había acercado la Palabra de Dios y no la habían recibido. Los hombres de aquellos primeros tiempos gradualmente irían descubriendo (con la aparición de los chinos, japoneses y “americanos”) que existían en su época más paganos que en la antigüedad.  En suma, en aquel entonces era posible concebir el mundo como un universo cristiano al que todavía había que conquistar y convertir; aunque todo cambiaría luego con los grandes descubrimientos.

De esta manera, Jerusalén era concebida como el ombligo del mundo, como el omphalos mundi. En un sistema de pensamiento estrictamente mediterráneo, y en un lugar en donde el hombre era muy pequeño y el mundo vasto, Jerusalén, sus alrededores y su templo eran muy importantes a nivel simbólico. Esa es la razón por la que las iglesias eran construidas mirando al este, hacia el sol de levante a la vez que hacia Jerusalén (no se preocupaban de quienes habitaban al este de la propia Jerusalén, aun cuando los conocieran). Cuando en el año 333, “el peregrino de Bordeaux” se dirige a Jerusalén, inaugura toda una tradición de peregrinajes hacia lo que de ahí en más se conocerá como “los santos lugares” (junto a las reliquias, las indulgencias para el perdón de los pecados y la arquitectura, como en el caso de los laberintos situados en las naves de las catedrales denominados “dédalos de Jerusalén”). Al principio simplemente se trataban de peregrinajes, luego se convertirían en cruzadas para liberar a los lugares santos. Posteriormente, tras convertirse en la nueva Jerusalén, Roma se hallará de continuo en medio de conflictos. Y con Roma y el correr de los siglos, los objetivos de la peregrinación irán cambiando: si durante el s. IV se iba a Jerusalén a visitar los lugares relacionados con la vida y la pasión de Cristo, a partir del s. VI se agrega el deseo de visitar la tumba de los santos y de venerar sus reliquias. Entre los célebres centros de peregrinaje están Santiago de Compostela, el Monte Athos (en los últimos siglos) y Lourdes (en la actualidad).

La organización del espacio tiene, entonces, un doble sentido: en el imaginario colectivo, a causa del “cualquier lugar”, pues se trata de un lugar cualquiera que es sagrado y en donde uno puede seguir avanzando; y en la arquitectura, con la construcción de la imagen de (al regreso del peregrinaje), como en el caso de los Santos Sepulcros -que se encuentran en casi todo lugar- o de las cúpulas de Saint-Frog de Périgueux (o de SaintMarc de Venise) que fueron traídas desde Constantinopla. Toda la imaginación simbólica organiza un universo y mundo cristianos; y es tal concepción la que ha justificado los más antiguos peregrinajes –desde los primeros siglos- y las cruzadas, al menos a partir de su contenido religioso.

En todo tiempo –en especial en ocasión de los puertos realistas del s. XVII además de otras razones- y hasta nuestros días, la noción de una “tierra santa” dará lugar a críticas de cariz violento (en particular a causa de las cruzadas).

En cierto sentido, peregrinaje y eremitismo son dos formas opuestas de una misma actitud cristiana frente al espacio: los dos pretenden huir de los peligros del mundo; si bien el eremita huye de los peligros del espacio, el peregrino va hacia un espacio sagrado, y el peregrino-vagabundo rehúye a toda fijación en un espacio.

La institucionalización del eremitismo.

Durante el s. XI se asiste tanto a la institucionalización del eremitismo como a una recuperación del eremitismo por parte de la Iglesia. Junto a san Bruno aparece la orden de los cartujos, quienes conforman una agrupación de eremitas (al igual que los camaldulenses). Aun en la actualidad, los cartujos tienen una organización muy original del espacio. Entre los s. XVII-XVIII en Francia habían cuarenta casas cartujanas, de las cuales unas pocas todavía subsisten, como la de Valbonne (cerca de Pont-Saint-Esprit) y la de Val-de-Bénédiction (en Villeneuve-lés-Avignon).

Es interesante observar la manera en que están organizadas las instalaciones de una casa cartujana, ya que la misma le concede refugio a una agrupación de eremitas. Su clausura es una de las más estrictas en la actualidad, tanto para el mundo y para las visitas como para ellos mismos. Ni siquiera es posible entrar a la capilla de las hermanas cartujas de Mougéres.

Toda la arquitectura de las casas cartujanas -y a partir de ella, diversos aspectos de la arquitectura de los siglos clásicos- depende de la institucionalización del eremitismo.

Remanentes de este tipo de ruptura radical con el mundo.

El eremitismo y la anacoresis sobreviven:

- en los monjes coptos, que han mantenido aquella ruptura de manera muy firme. En ellos se pueden percibir los ecos de aquellas radicales elecciones que observamos en los Apotegmas de los Padres del Desierto; sin duda, son sus herederos.
- en los monjes del Monte Athos, quienes generalmente son cenobitas, pero hay también anacoretas; y éstos viven más o menos adheridos a un determinado monasterio, pero siempre en la Santa Montaña. En la actualidad, y como sucede en otros dominios de la ortodoxia, el Monte Athos es el mejor ejemplo de respeto a las más antiguas tradiciones. Además, en un mismo lugar cerrado y enclaustrado se congrega a las mujeres (y todo lo relacionado con ellas)  a la vez que a los salvajes anacoretas y a los cenobitas [el monasterio femenino en realidad está a kilómetros del Monte, en la Península Calcídica].
- en los carmelitas, quienes para su recogimiento se retiran al “desierto”; hasta la época de la revolución francesa, muchos de sus conventos contaban con un “desierto”.

El caso de los eremitas de Roussillon de los s. XVII-XX.

Al principio, los numerosos eremitas catalanes de los s. XVII-XIX reclamaban solo el fuge-tace-quiesce. Su ideal era muy simple, se resumía en solo tres funciones: orar, trabajar y colectar.

Con frecuencia, son los laicos los que se entregan a la penitencia y los que efectúan una conversio morum –una conversión de vida- a un cristianismo más estricto, el cual les exige tres cosas: piedad, buenas costumbres y celibato. Estos hombres tienen que estar autorizados por el obispo, quien es el que los consagra; pero aun así, continuamente despiertan suspicacia en la jerarquía y sacerdotes del lugar. Sin embargo, en todo lugar siempre resultan ser populares. En el pasado, con frecuencia se trataba de viudos que vestían de manera simple y llevaban largos cabellos y barba. Su día estaba compuesto -teóricamente- de tiempos de oración según las horas canónicas, de la asistencia a misa y de trabajo manual. Eran reconocidos en su paso por los poblados a donde iban a colectar, pues lo realizan mostrándoles a los habitantes una capelleta -una capilla portátil que se abre y exhibe a la Virgen María- y recibiendo de ellos algunas monedas.

Durante los siglos XVIII-XIX, los eremitas difícilmente continuaron recibiendo ese nombre; eran más bien los sacristanes quienes aseguraban la presencia religiosa a nivel local. A veces simplemente reflejaban el claro agotamiento de un movimiento religioso.

Balance sobre la arquitectura nacida de la anacoresis y el eremitismo.

Fuge-tace-quiesce, se puede ver cómo estas fundamentales exigencias de la anacoresis y el eremitismo han estimulado variados y complejos aspectos de la arquitectura cristiana. Basándose en buena parte en una condenación del mundo, el despliegue del eremitismo no se comprende sino por su estudio en relación al espacio. Los eremitas entendieron, además, que tenían que sustraer sus impulsos y dominarlos. Posteriormente, el desarrollo del cenobitismo integrará estos aspectos y les añadirá otros según los tiempos.

La Iglesia cristiana, luego católica, generalmente se ha mostrado reservada con respecto a los eremitas. Pero todavía subsisten las grutas, ermitas y lugares de retiro absoluto de los primeros tiempos. Con frecuencia tales lugares han servido de apoyo a los recintos monásticos que se han erigido con posterioridad. Y de manera compensatoria, por decirlo de alguna manera, los monasterios benedictinos han conservado ciertos aspectos del ideal eremítico, como es el caso de la “ermita” que suelen tener en sus proximidades para retiros ocasionales.


Fuente: Chédozeau B. (2005). L’Eremitisme et l’organisation de l’espace chrétien. Academie des Sciences et Lettres de Montpellier, sesión del 30 de mayo del 2005, conferencia n. 3910.



Para ver más sobre el fuge-tace-quiesce y sobre el attende:

Soledad y vida contemplativa según el hesicasmo.



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