30.10.14




El monaquismo: 
herencia del pasado y apertura hacia el futuro [1]

por Enzo Bianchi.

Expresar mis pensamientos respecto al monaquismo del pasado y a su futuro dentro de nuestro contexto occidental es una acción que pareciera temeraria. Pero asumo la responsabilidad, consciente de mis limitaciones y de una contribución que también ha de sujetarse a los imperativos de la brevedad. Solo espero dar lugar a algunas cuestiones, aunque –claro está- no para resolver los problemas. Y cuento con que, finalmente, estas observaciones puedan ser luego completadas a través de la lectura de otras dos contribuciones que he publicado sobre el tema.

1. Las dificultades del presente.

Toda realidad, cualquiera sea, cuando se la quiere interpretar como herencia del pasado y se quiere delinear su probable futuro, conviene que se la descifre según su actualidad; conviene evaluar su vitalidad y expresar para tal propósito un juicio que refleje su estado, su situación actual.

En lo que hace al monaquismo, estamos habituados a esta acción, pues ya desde los años 70 (como lo evidencia una conferencia de Michel Parys Mont-des-Cats en 1971) [2] el tema de la eventual crisis del monaquismo ha sido planteada en repetidas ocasiones y de manera casi obsesiva. Y frente a esta cuestión se han intentado diversas formas de respuesta, con frecuencia nada convergentes.

Sin embargo, es necesario reconocer que la capacidad de interrogarse [sobre este tema] siempre ha acompañado a las vicisitudes de la vida monástica a lo largo de su historia. Un antiguo apotegma da testimonio de ello a la vez que nos advierte contra las interpretaciones demasiado superficiales que pudiéramos realizar:

Los santos padres de Escete hicieron predicciones acerca de la última generación de monjes. Ellos dijeron: “¿Qué es lo que hemos hecho nosotros” Y uno de ellos, el gran abba Isquirión, respondió: “Nosotros hemos llevado a cabo los mandamientos de Dios”. Los demás le dijeron: “¿Y qué será de aquellos que vienen después de nosotros?”. Y él les dijo: “Ellos intentarán alcanzar la mitad de nuestras obras”. Y volvieron a decirle: “¿Y qué será de aquellos que vienen después de éstos?”. Y él les dijo: “Los hombres de esa generación no realizarán ninguna tarea, la tentación vendrá sobre ellos; y los que hayan sido probados en aquel tiempo serán muchos más grandes que nosotros y que nuestros padres” [3].  

De nuestra parte, no haremos una lectura superficial de la evolución de la vida monástica en occidente, sino que intentaremos tomar al menos lo que en ella ha seguido permaneciendo fiel al evangelio, lo que en ella per ducatum Evangelii itinera eius pergere (RB. Pról. 21); es decir, lo que en ella ha transitado por las vías del Señor bajo la vara del evangelio. 

Es innegable: el monaquismo atraviesa hoy una hora de gran dificultad, participa de la crisis de toda la Iglesia. El fin de la cristiandad, la evidencia de que la Iglesia es una minoría, la migración de la fe y la transformación del paradigma cristiano, son realidades que todos reconocemos; y seguirá siendo así porque ellas realmente están cambiando la vida de los cristianos, su lugar dentro de la historia y su compañerismo junto a los hombres. Sin duda, esta hora de dificultad para el monaquismo aparece retrasada en relación a otros componentes de la Iglesia. Fue a partir de los años 80 que se hizo evidente y continuamente es cada vez más punzante, por diversas razones. El envejecimiento de nuestras comunidades continúa haciéndose sentir, el ingreso de nuevos miembros se ha reducido significativamente y hay que reconocer que no es raro que se contravenga la propia stabilitas [la estabilidad monástica] (uno piensa incluso en la partida de hermanos profesos, con frecuencia pocos años después de su definitiva profesión solemne). Es necesario aclarar que esta situación general no pareciera vivirse bajo las mismas dificultades aquí y allá, en uno u otro monasterio. Pero tales casos son realmente raros, y para los mismos convendría valerse de un enfoque más puntual. En occidente, en tierras de vieja tradición cristiana, las dificultades son visibles y se las tolera de manera totalmente consciente. 

Sin embargo, una mirada nada superficial nos obliga a comprender esta hora no como una hora de decadencia de la vida monástica, sino más bien como una hora de pobreza. En los monasterios, mucho más en los últimos siglos, se ha venido llevando una vida marcada por la adhesión a la regla canónica del evangelio, por la fidelidad al propositum [el propósito de vida monástica] y por la preocupación por una vida eclesial adecuada. No se puede afirmar que esta última sea decadente, pero se debe reconocer que ha devenido en difícil, carente de miembros y menos rica en vitalidad y dinamismo.

Existen ciertas comunidades que se hallan en una condición por la que dolorosamente se encaminan hacia la muerte. Podemos decir de ellas que “tienen que cerrar” o que “han llegado a su fin”, pero en verdad ellas todavía “conceden vida”. Ellas viven de forma comunitaria lo que todo monje está llamado a vivir de manera personal: su propia pascua. ¡Y este hecho es más fecundo que el dinamismo de una comunidad rica en miembros!

He aquí, entonces, una situación de indigencia, de pobreza y a veces de miseria, pero no de decadencia; una situación en la que de todos modos es posible vivir el evangelio, más que nunca. Permítanme ahora un ejemplo que me marcó profundamente: el ejemplo del monasterio de Tibhirine, en Algeria. Eran siete u ocho monjes, muy pocos, algunos procedentes de monasterios franceses que habían llegado ahí por razones de oikonomía [de administración/organización]. Era un monasterio que el superior general de la Orden quería cerrar, era un monasterio que estaba luchando por vivir… ¡Sí, era un monasterio pobre y miserable, pero con una sublime capacidad de fecundidad cristiana! Cuando llegó su hora, este monasterio pudo conocer la epifanía de lo que fue una vida escondida, nada brillante e incapaz de [sobresaliente] manifestación…

Pero la dificultad de la hora también está marcada –hasta cierto punto- por la incomprensión de una parte del sistema eclesial, la cual no comprende la originalidad de la vocación monástica, ni la considera tampoco útil ni fructífera en relación a otras manifestaciones, a otros carismas y a otros diaconados de la Iglesia; no es capaz de hallarle un lugar dentro de la comunión eclesial que pueda respetar su particularidad. Existen otras manifestaciones eclesiales que actualmente son atendidas, que son aprobadas, puestas en evidencia y señaladas como ejemplares. Y lo son a tal punto, que no solo obstaculizan la posibilidad de vocaciones monásticas dentro de la pastoral actual, sino que dificultan también la comprensión de la propia vida monástica dentro de la Iglesia, el significado profundo de su presencia.  

El monaquismo, acostumbrado durante siglos a recibir una atención y amor privilegiados por parte de la Iglesia, vive hoy un momento de desarraigo y de sufrimiento por la falta de cuidado eclesial sobre su presencia y su ministerio. Este cambio de época del cristianismo, en efecto, se da bajo el signo de la “nueva evangelización” y pareciera no dar lugar al monaquismo, el cual se siente habitualmente más llamado al testimonio que a la misión y que –de todos modos- cree posible la evangelización sin las palabras y obras de la pastoral común, sin la habitual edificación sacramental.

Es paradójico, pero hoy en día el sistema eclesial pareciera capturado por la eficacia de las formas de vida consagrada –de la secularidad, del dinamismo apostólico, de los movimientos eclesiales, de las “nuevas comunidades”- que pueden presentarse como “formae Ecclesiae” [bajo las formas de la Iglesia] que reúnan a solteros y personas casadas; y cuando se piensa en la vida monástica, se la representa como “femenina y de clausura”, bajo la devota ideología que ignora el carisma monástico o que ve de reducirla a un soporte contemplativo de la acción pastoral y misionaria.

Pero incluso esta dificultad que proviene del contexto actual, le enseña al monaquismo la humildad, el lugar –de hecho- de marginalidad que los diferencia del sistema y que no le permite ser más que un “tertium genus christianorum” [un tercer tipo de cristianos, en medio de dos ya existentes]. Y esto lo autoriza a ser fecundo en esa situación de frontera, en ese lugar marginal, apoyado –como está- en el desierto. Esta hora de dificultad, por lo tanto, es también una hora propicia para la toma de consciencia de la originalidad del carisma y servicio monásticos, porque autē ē asthéneia ouk estin pros thánaton – ¡Esta enfermedad no es para muerte! (Jn. 11:4).

2. Urgencias para el futuro.

En una conferencia que tuvo lugar en el Congreso de Abades, en septiembre del 2000, en Roma, el superior general de los dominicos: Timothy Radcliffe, interpretó con mucha fineza y con afecto –permítanme decir que casi con nostalgia y con rasgos románticos- la vida monástica [4]. Sostuvo que los monasterios son lugares en donde resplandece la gloria de Dios, los tronos en donde se asienta el misterio; y eso en virtud de lo que ellos no son y no hacen, pues el centro invisible de la vida monástica se manifiesta en el “cómo”, en la manera en que viven los monjes. Y para explicar esta convicción, Radcliffe citó un texto del cardenal Basil Hume, en el que éste sostenía que los monjes no hacen nada de especial y no consideran tener una misión o función particular dentro de la Iglesia: ellos están ahí, y simple y gozosamente, continúan estando ahí. Y afirmó todavía que los monjes no solamente no hacen nada de especial, sino que viven una vida que no tiene otro horizonte más que la venida del Señor. Los monjes y monjas simplemente son hermanos y hermanas; ellos no pueden aspirar a ser nada más, y deberían avanzar por la via humilitatis [por la vía de la humildad], pues: omnibus humilitatis gradibus ascensis, monachus mox ad caritatem Dei perveniet illam [remontando todos los grados de humildad, el monje pronto llega a aquel grado de amor a Dios…] (RB. 7.67). ¡Cuando se es un monje o una monja no es necesario ser algo más! Sí, el significado de la vida de un monje consiste en el hecho de que vive, que está ahí, que no avanza sino hacia el Reino de Dios. 

Esta descripción de la vocación monástica, en parte poética además de evocadora, nos resulta convincente sobre todo porque pone el acento en que la vida monástica es estar ahí y no realizar ninguna tarea en particular dentro de la Iglesia y el mundo; además de que tal vocación tiene que ser -y de hecho lo es- una vía evangélica, una vía modelada por el evangelio. Pero esto no siempre es fácil ni tampoco evidente, en especial porque el carácter evangélico de una determinada vida tiene que ser continuamente reinventado y confirmado por completo como la vida de un cristiano. Lo que el monaquismo debe confirmar de modo pleno, ahí donde pudiese haberse perdido o se halle despojado, es el seguimiento de Cristo dentro de la habitual existencia cotidiana, en lo concreto de una vida que se considera humana, en su forma más común y –por ende- más ampliamente compartida por los hombres dentro del contexto en que los monjes se encuentren. Es necesario y urgente que el monaquismo sea rigurosamente cristiano, y por eso mismo antignóstico, fiel a la tierra y eclesial. El ideal monástico debe, por lo tanto, convertirse en una forma radical de existencia cristiana, de una existencia que renuncia a ser un “estado de vida” y busca ser elemental, humana, “humanissime” [muy humana], abandonando así la coartada según la cual ¡es imposible llevar una vida dirigida a la santidad en medio de la normalidad del mundo y de la Iglesia! La vocación a la santidad es única, la esperanza de la Iglesia es única; ha llegado la hora, en verdad, de que el monaquismo combata en cuerpo y alma la batalla todavía inconclusa contra el gnosticismo (tal como lo exige el atento teólogo, Pierangelo Sequeri) [5].

¿Dónde es que se manifiesta la calidad de vida monástica? En el hecho de trabajar con las propias manos, de cultivar la fraternidad, de vivir el mandamiento nuevo, de mantenerse con vida gracias a la Palabra de Dios, en el servicio y entrega recíprocos, en la diaconía al otro; en una palabra: en la manera de vivir y de morir. ¿O será que queremos continuar privilegiando una forma de vida y sus signos externos, buscando a toda costa señalar la diferencia con los demás y así establecer una identidad propia para luego poder exhibirla? Hoy más que nunca, deberían recorrerse con frecuencia textos como el Grandeur et risque de la vie monastique, de Bernardin Schellenberger [6]; textos en donde la búsqueda monástica no se preocupe por conocer “lo que me distingue” o –por desgracia- “lo que tengo de más”, sino por dirigirse a vivir una existencia hacia la noûs [mentalidad], hacia el phrónesis [sentir] de Jesús (cf. 1 Co. 2:16; Fil. 2:5); una búsqueda siempre inclinada por concretizar en la verdadera vida cotidiana aquella vita Jesu [vida de Jesús] que es, contra todo gnosticismo, la vida del hombre. Y más aún, la vida del hombre enviado por el Padre para mostrarles a los hombres cómo vivir la existencia humana. En la Regla de Grandmont, se encuentra esta extraordinaria exhortación: “Si se les pregunta cuál es su orden y qué regla siguen, respondan que su primera y principal regla es el evangelio, fuente y principio de todas las reglas” [7].

La imaginería cristiana -y en consecuencia la imaginería monástica- es demasiado exuberante e impide captar la vida monástica cristiana en su realidad más esencial: ¡una simple vida humana que busca recordar la ordinaria vida humana de Jesús! De hecho, con mucha frecuencia los partícipes de nuestros monasterios esperan percibir “la clausura monástica”, “el encierro”, “las formas solemnes e icónicas del pasado” y “ciertos lenguajes esotéricos”, pero todas estas exigencias, si se viesen satisfechas, se revelarían como una transgresión del sencillo evangelio. Con mucha frecuencia, los monjes se exponen a investiduras que no les conceden nada, salvo demostrarles que pueden resultar gratificantes por saber llamar la atención y recibir el beneplácito de los demás. En tal sentido, conviene ejercer un cuidadoso discernimiento en relación a la actual demanda eclesial que espera que los monasterios constituyan una ayuda a la pastoral de la actualidad; es decir, ¡que se conviertan en “lugares excelsos” según la lógica del santuario!

3. Un signo necesario.    

Para combatir precisamente toda forma de gnosis y para recuperar la vida humana en su condición más sencilla y concreta, es necesario que el monaquismo dedique todas sus fuerzas a la construcción de una comunidad con vistas a la koinonía [comunión]; la cual es condición para el telos [objetivo final], a saber: que el ágape, el amor, haga su epifanía.

Desde siempre, la koinonía ha sido la forma vitae [la forma de vida] del monaquismo, y todos los textos fundadores: de Pacomio, Basilio y Agustín o incluso la Regla de san Benito, declaran haberse inspirado en la koinonía que fue vivida por la Iglesia Primitiva y testimoniada por los Hechos de los Apóstoles. Lograr la koinonía perfecta, ser cor unum et anima una [un solo corazón y una sola alma] (Hch. 4:32), fue percibida como la esencia de la vida monástica, la misma a la que el propio Casiano remonta el cenobitismo de los tiempos apostólicos [8]: y Jerónimo, en su prefacio a la traducción latina de la Regla de Pacomio, afirma que los monjes “viven como en los tiempos de los apóstoles” [9]. Basilio, por su parte, no solo recuerda la comunidad primitiva de Jerusalén como forma de vida cristiana, sino que incluso declara que la vida en común es la mejor y más segura medida del verdadero seguimiento a Cristo [10]. La Regula Benedicti da testimonio de su calidad comunitaria sobre todo en los capítulos 67 al 72 (en donde ya no depende de la Regula Magistri). En tales capítulos, el Christo omnino nihil praeponant, el hecho de no preferir nada sino a Cristo, está lleno del amor recíproco: todo tiene que hacerse sibi invicem, [de manera recíproca], los unos junto a los otros; hacerse según la lógica del syn [de manera conjunta] y del allélon [de manera recíproca] neotestamentarios; es decir, hacerse según el ferventissimo amore, el amor más ardiente (RB. 72.11; 71.1; 72.3).

La stabilitas, por lo tanto, se pone al servicio de la communion; y ahí tiene lugar la communitas de oración, de trabajo, de inteligencia, de fe y de proyecto de vida hasta la commoriendum convivendum [la convivencia conjunta] (cf. 2 Cor. 7:3). El monasterio no es un conventus al cual se regresa después de la missio (según Francisco de Asís), ni tampoco es una statio (según Ignacio de Loyola) ni mucho menos una residentia; el monasterio es y busca ser el medio en el que se vive y se manifiesta la communitas como forma de seguimiento.

Cuando los primeros cistercienses consideraron al monasterio como una schola communionis [escuela de comunión], como una schola et domus dilectionis [escuela y morada del amor], quisieron, precisamente a través de este surgimiento de la communitas, efectuar una renovación de la vida monástica. Sin duda, la koinonía no debe ser ni un mito ni un horizonte idílico, sino el objetivo que se ha de atender a diario y en la existencia concreta; incluso a través de las contradicciones e insuficiencias que marcan la existencia de cada uno.

Es necesario reconocer que el monje ha dispensado bastante energía en su paso por un ideal más bien encrático y ascético antes que evangélico; pero hoy en día las fuerzas, los esfuerzos, deben invertirse y dirigirse sobre todo a la búsqueda de la communitas. Se trata de refundar cada día la auténtica fraternidad a partir de la palabra escuchada, proferida, orada; a partir de la acción proyectada, pensada, realizada en común; a partir de la corrección y del perdón recíprocos, recibidos y ofrecidos. Diría, en suma, refundarse diariamente asumiendo la categoría de “sinodalidad”, en el sentido de syn-odos, de camino realizado de manera conjunta.   

La comunidad nace de la voluntad en común:

Ella vive de la presencia concedida y ofrecida de manera recíproca;
ella engendra la cualidad de la vida humana y cristiana.

Es precisamente por esto que Jesús aseguró que el único medio que permite reconocer a sus discípulos es el amor recíproco, ¡la comunión! (cf. Jn. 13:35).

Juan Pablo II, en un mensaje dirigido el 21 de noviembre de 1992 a la asamblea plenaria de la Congregación para los Religiosos, después de recordar que la vida en común es el signo más elocuente del amor dinámico y difusivo de la santa Trinidad (n.5), pasó a decir que: “Toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de vida fraterna llevada a cabo en común” [11].

Sí, estoy convencido de que la communitas -sobre todo hoy, en una cultura impregnada de individualismo, signada por la lógica del “sin el otro” y afectada por la falta de un horizonte común- es verdaderamente la urgencia hacia donde la vida monástica tiene que canalizar sus fuerzas y su atención; es un signo necesario en la Iglesia y en el compañerismo entre los hombres. Por otra parte, ¿no he escrito ya varias veces [12] que la koinonía no es solo una realidad hecha posible gracias el celibato, sino que éste es una condición esencial para vivir la vida monástica? El celibato y la comunidad son los únicos elementos fundacionales y específicos de la vida monástica.

4. Conclusión.

La vida monástica de la actualidad, principalmente por las dificultades que vive en el mundo occidental, vuelve a entenderse como un pusillus grex [pequeño rebaño], y su presencia con frecuencia asume el semblante de la debilidad y la pobreza. Pero en esta hora, que yo juzgo como pascual, conviene más que nunca recordar la promesa de Dios:

Y dejaré subsistir en medio de ti
un pueblo humilde y modesto,
que buscará refugio en el nombre del Señor (So. 3:12).

Y esto sucederá incluso si este pueblo humilde y débil es un pequeño remanente, del cual no quede sino una décima parte:

Y si este décimo fuera todavía abatido y despojado,
al punto de que solo quedara una cepa,
esa cepa será simiente sagrada (cf. Is. 6:13).

¡Esta revelación nos llena de esperanza!

¡Incluso si solo quedara una cepa del árbol del monaquismo, esa cepa será una simiente santa! Y esto vale para toda comunidad, para todo monasterio: cuando se ve agitado como roble que es abatido, es entonces que se halla dentro de una condición pascual.

En la pobreza y debilidad actuales de la vida monástica se encuentra una riqueza extraordinaria que solo el Señor sabe evaluar. Y en él confiamos nosotros, sabiendo que podemos vivir el evangelio en toda situación: en la fortaleza o la debilidad, en la riqueza o la pobreza, en el incremento o la disminución. Nada ni nadie nos puede impedir que vivamos el evangelio; y si la cepa es santa, la vida logrará renacer y vendrán periodos que serán ricos en flores y frutos.  

............

1. Conferencia otorgada por el prior del Monasterio de Bose en el Congreso de Estudios Monásticos del Pontificio Ateneo Sant’Anselmo, el 01 de junio del 2002, en Roma. Traducido al italiano por Matthias Wirz. Cf. E. Bianchi, «Le monachisme au seuil de l’an 2000», in Collectanea Cisterciensia 61 (1999), pp. 3-21; Id., Quelle spiritualité les moines offrent-ils à l’Église?, Qiqajon, Bose 2001 (Temi di vita religiosa R); reimpreso en mi obra: Si tu savais le don de Dieu. La vie religieuse dans l’Église, Lessius, Bruxelles 2001, p. 238-281.
2. Cf. M. van Parys, «Crise du monachisme? Unité et pluralité», in Irénikon 46 (1973), p. 343-360.
3. Ischurion 1, en Paroles des anciens. Apophtegmes des pères du désert, J.-Cl. Guy (éd.), Seuil, Paris 1976.
4. Cf. Vie consacrée 3 (2001), p. 148-165 (publicado también en La Vie spirituelle 743 [2002], p. 21-37).
5. Cf. P. Sequeri, “Beata solitudo? Monachesimo cristiano e città postmoderna”, en Un monastero alle porte della città, Vita e pensiero, Milán 1999, p. 63-75.
6. Centurion, París 1985.
7. Cf. Règle de Grandmont, Prol. 11, en Regole monastiche d’occidente, Qiqajon, Bose 1989, p. 218.
8. Cf. Juan Casiano, Conferencias 18.5.
9. Cf. Regole monastiche antiche, G. Turbessi (éd.), Studium, Roma 1974, p. 105.
10. Grandes règles 7.4 y 7.1.
11. Informationes SCRIS 2 (1992), p. 165.
12. Cf. par ex. Si tu savais le don de Dieu, cit., pp. 47-55.

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Bianchi, E. (2002). Le monachisme, héritage du passé et ouverture au futur.


Enzo Bianchi es laico y fundador -además de prior- del Monasterio de Bose (1965), una comunidad monástica ecuménica en Magnano, Italia. En julio del 2014, fue nombrado por el Papa Francisco como asesor del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.



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