17.8.14



La Santísima Trinidad con algunos santos - Rusia, s. XV.


Nota sobre la oración en el oriente cristiano.

por Olivier Clément († 2009)

Teólogo ortodoxo, fue profesor en el Institut de Théologie Orthodoxe Saint-Serge, en París. Promovió activamente la reunificación de los cristianos y su diálogo con otras creencias, así como el compromiso de los pensadores de su tradición con las ideas y la sociedad modernas.


Breve introducción teológica.

Creado a imagen de Dios, el hombre está llamado a la semejanza; es decir, a una participación en la vida divina, en donde su humanidad no se ve abolida sino llevada a su plenitud. Desde el principio, el objetivo ofrecido al hombre ha sido la divina-humanidad; desde el principio, la encarnación del Hijo, arquetipo pre-eterno del hombre, ha establecido y amado al universo. La gracia se halla en el acto mismo de creación, la luz increada fluye hacia la raíz de todas las cosas. La oración constituye la esencia del universo, pero solo el hombre convertido libremente en una existencia eucarística puede –en todo el sentido de la palabra- ofrecer esta alabanza universal.

Sin embargo, el hombre ha querido -y siempre lo quiere- ser rey sin ser sacerdote. Mientras que la naturaleza y la gracia normalmente existen estando la una dentro de la otra, la autoidolatría del hombre las separa, hundiendo así a la creación en el infierno y la muerte, formas cotidianas de tal condición separada. Tan solo Cristo, el Adán definitivo y plenamente eucarístico, es capaz de reabrir en el hombre, a través de la propia separación –es decir, de la cruz- y en su cuerpo eclesial, el espacio del espíritu vivificante; esto es, de la adopción filial, de la deificación, de la oración creadora.

La experiencia litúrgica.

Desde esta perspectiva, la experiencia cristiana es ofrecida a todos; principalmente su experiencia litúrgica. Gracias a la mediación de un arte total, en donde el dogma tiene lugar como celebración de la inteligencia y en donde la Biblia es al mismo tiempo actualizada y descifrada en su dimensión de eternidad, la liturgia despierta y purifica todas nuestras facultades, todos nuestros sentidos, frente a la fuerza de la resurrección que concede la eucaristía. Los íconos forman parte integral de esta experiencia litúrgica, son imágenes de presencias personales hechas transparentes por el espíritu. Ellas revelan la belleza transfigurada de la divina-humanidad y nos permiten entrar en la grandiosa alabanza que se eleva desde la comunión de los santos.

De esta manera, el fundamento de la oración ortodoxa es la experiencia -a través de la belleza litúrgica- de los principales sacramentos de la Iglesia; de la Iglesia como sacramento, como misterio del Resucitado. La experiencia personal siempre es una toma de conciencia de nuestra dimensión ontológica dentro de la realidad eclesial.  La vida espiritual es la apertura personal al Espíritu Santo que reposa sobre el Cuerpo de Cristo. Se trata de una eclesiofanía.

La búsqueda del “lugar del corazón”.

Las ascesis tiene por objetivo consolidar y hacer consciente en el hombre tal estado litúrgico a fin de que éste sea capaz, según la orden del apóstol, “de realizar la eucaristía en todas las cosas” (1 Tes. 5:18) [1]. Esta ascesis ignora la oposición entre el alma y el cuerpo, y considera al hombre en su totalidad -hasta en sus ritmos corporales: en los de su aliento y de su sangre- como templo del Espíritu Santo. El corazón, en donde el corazón fisiológico constituye un símbolo en el sentido más realista, designa el centro de integración personal de todo nuestro ser. Ser que está abierto, por una parte, hacia el abismo infraconsciente de la existencia panhumana y de la existencia cósmica; y, por otra parte, hacia el abismo supraconsciente de la gracia, de la oscuridad transluminosa. El hombre comprimido y dilatado en su corazón-espíritu es, de esta manera, microcosmos y microtheos. El corazón-espíritu es el órgano del conocimiento de Dios, del conocimiento integral que es inseparable de la fe, la belleza y el amor. En su condición caída, el corazón se halla oscurecido, el conocimiento se ve extravertido y disociado. Pero cuando el bautismo nos injerta en la humanidad deificada y eucarística de Cristo, la gracia toma posesión de la profundidad de nuestro ser y la inserta en el nuevo ser, en la creación secretamente transfigurada que viene a nosotros, dentro de nosotros, en los misterios de la Iglesia. El método espiritual del oriente cristiano consiste, por lo tanto, en la búsqueda del lugar del corazón; es decir, en desprender poco a poco a la conciencia de su prostitución con los ídolos, despojarla de sus personajes neuróticos, de sus identificaciones ilusorias, a fin de hacer descender sobre el santuario todavía oscuro del corazón –y para reconstituirlo- el fuego de la gracia. Y así, el corazón-espíritu, en donde el hombre logra trascenderse, se unifica y se dilata hasta convertirse por completo en el lugar de Dios, hasta congregar en sí a la eucaristía universal.

Vigilancia y ternura.

El camino es el de las bienaventuranzas: la humildad, la pobreza como una radical desposesión del ser y las lágrimas; en éstas últimas se actualizan aquellas aguas matriciales del bautismo en las que el corazón de piedra se transforma en un corazón de carne. El camino no es destruir al eros –es necesario amar a Dios con todo su eros, dice san Juan Clímaco- sino erradicar su servidumbre ligada a las pasiones para metamorfosearlo en la adoración y la acogida. Desde esta perspectiva, las pasiones son las formas de idolatría; ellas absolutizan lo contingente y, confundiendo la pulsión del ser, finalmente conducen a la nada. A través de la transfiguración del eros, separado de todo para estar solo a solas con Dios, el ser se halla en sí mismo unido a todos. La vigilancia (nēpsis) durante la espera nocturna a la llegada del novio, invierte el inevitable recuerdo de la muerte en recuerdo de Dios; en el estricto sentido de la anámnesis eucarística. Desconcertado con el descubrimiento del loco amor de Dios por él, el hombre se convierte entonces en una ternura infinita (katanyxis) [2]; lo hace a imagen de aquellos íconos de la Virgen de la Ternura, que ya occidente conoce bien luego de que muchas reproducciones de Ntra. Sra. de Vladimir hallasen lugar en sus iglesias.


Theotokos de Vladimir - Constantinopla, s. XII.


La invocación del nombre de Jesús.

El método utilizado, entre los muchos que hay, es la invocación del nombre de Jesús asociado al ritmo de la respiración. El nombre es como un sacramento de la presencia. El nombre de Jesucristo designa a la vez al lógos creador (en quien todo existe) y redentor (en quien todo es recreado mediante la cruz pascual). La invocación es trinitaria, pues el Hijo da testimonio del Padre y de su unción mesiánica por el Espíritu Santo. Siendo portador del nombre de Jesús, el aliento creado se mezcla con el aliento divino; el hombre en oración respira el espíritu sagrado.

La invocación del nombre permite la guarda del corazón; es decir, el control y la gradual penetración del subconsciente. Y cuando aflora un logismos (un pensamiento pasional en estado germinativo) y se convierte en una obsesión, se hace necesario cazarlo mediante una rápida invocación; o sino revestirlo con el nombre de Jesús mientras se crucifica y transfigura la energía que lo anima. El nombre se convierte así en piedra de toque del discernimiento de espíritus. Siendo instrumento de combate durante la acción ascética y penitencial, en la contemplación el nombre constituye el principal medio de adoración mientras se santifican los seres y las cosas.

La fórmula de la invocación quedó precisada en el s. XIV [3], en el Monte Athos, a través de la amalgama de las súplicas evangélicas del ciego y el publicano: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. En la primera parte, se inspira; en la segunda, se exhala. Sin embargo, mientras más elevado es el amor, más se concentra la oración en el solo nombre de Jesús. Y de manera principalmente rítmica se va haciendo lugar al silencio; aunque aquí se hace necesario recurrir a un padre espiritual ya experimentado, a uno a quien se denomina precisamente: silencioso (hesicasta).  

Los espirituales ortodoxos que conocen occidente, aconsejan asociar la invocación del nombre a las técnicas de relajación y detención de la conciencia corporal (como el entrenamiento autógeno o, ¿por qué no?, ciertas actitudes del zen); técnicas inútiles para el hombre de las sociedades rurales, pero indispensables para el habitante desvitalizado e hipernervioso de la tecnópolis. Estos espirituales subrayan, además, que el camino hesicasta no puede ser suficiente en sí mismo sino que es necesaria la inmersión en la vida sacramental y litúrgica de la Iglesia, en la práctica regular de la salmodia y en su interiorización, así como en los diversos combates para observar los mandamientos de Cristo (es decir, las bienaventuranzas). Ellos desaconsejan todo esfuerzo sistemático para asociar las sílabas de la invocación a los latidos del corazón; uno solo debe ocuparse en rezar de todo corazón. Si Dios así lo quiere, llegará el momento en que el nombre abrazará al corazón y se identificará con la pulsión misma de la sangre. Es entonces que la oración se convierte en espontánea, no cesa nunca, reemplaza incluso al sueño profundo. El hombre ya no ora más, sino que él es oración. Este hombre libera la celebración del ser; es alguien que percibe, bajo las máscaras, cicatrices y caparazones, el verdadero rostro del prójimo. Dotado de tal discernimiento de espíritus se convierte así en un “anciano” (staretz, en ruso; geronda, en griego), alguien a quien Dios le revela los corazones de los demás; se convierte en aquel que recibe, libera y sana, en un auténtico padre espiritual. Llevado al límite, no solo el corazón sino también los sentidos y el cuerpo son transfigurados por aquella presencia que es inherentemente luz, fuego, paz, gozo, silencio y perfume. Es la luminosa plenitud (pleroforía) de todo el ser del hombre y de todo el entorno humano y cósmico alrededor de él.

En general, antes que los raptos místicos, esta espiritualidad sobria y discreta prefiere que los mantos de luz penetren lo cotidiano, prefiere descifrar toda la existencia bajo la refulgencia del Resucitado. Por lo tanto, aquellos “liberados en vida” [4] no son hindúes sino cristianos; y éstos no son pneumatofóros (portadores del espíritu) sino en la medida en que son stavrofóros (portadores de la cruz), según estén entregados al misterio y a la vulnerabilidad infinita del amor personal. A veces, la locura de la cruz los invade tanto que se convierten en simples inocentes, en locos por Cristo; y viven a tal punto que el mundo les resulta el reverso de las bienaventuranzas, del evangelio anunciado a publicanos y prostitutas. Estos locos por Cristo erradican de sí mismos hasta el orgullo ascético al atraer sobre sí las burlas y el menosprecio; pero por tales propósitos aparentemente insensatos son capaces de abrir las almas y de profetizar.
  
La antinomia apofática.

Esta deificación paradojal se inscribe en un lenguaje de muerte y resurrección: el lenguaje apofático.   

La apófasis es principalmente una teología negativa que niega toda limitación conceptual al tema de Dios. Pero este exceso que es Dios, está más allá de toda afirmación y de toda negación. El abismo se revela en el amor y trasciende su propia trascendencia para venir a buscar hasta el fondo del infierno a la oveja perdida (a toda la humanidad y a cada uno de nosotros), convirtiéndose por ella en pan de vida.

Contra toda tentación de encantamiento mágico o incluso místico, el nombre de aquel que vive es un nombre expropiado: es sobre la cruz que el amor se revela, es por la cruz que él nos libera (se dice que Yeschouah significa “la salvación o liberación eterna”).

La gran antinomia apofática define así a la revelación del amor, a la cual no podemos corresponder sino muriendo a nuestra propia nada. Toda la oración actualiza sin cesar, junto a los principales momentos que varían para cada destino, el ritmo bautismal de la muerte-resurrección que nos abre a la dialéctica de aquel vivo que está crucificado; en donde el inaccesible se entrega a nosotros de manera total, pero es velado por el desvelamiento mismo de su luz. Mientras más se encuentra a Dios y más se lo busca, la participación nos introduce todavía más en una inagotable reciprocidad. Y esto que es una verdad sobre Dios, lo es también sobre el prójimo, pues el alma deificada se halla en una expansión ilimitada. La ley del conocimiento cristiano, en donde aquel que nos es desconocido da lugar al dinamismo, dice que mientras lo conocido es más conocido, más se revela como desconocido. En este movimiento de éntasis-éxtasis, lejos de saciarse, la plenitud adquirida suscita un nuevo ímpetu. Es por eso que el absoluto no carece de rostro y que la esencia inobjetable de Dios resulta de la plenitud personal carente de fondo.

La oración por la salvación universal.

Tal oración, se entiende, jamás es individual. Es eclesiológica, es personal; es decir, está en comunión. Su alcance es tanto cósmico como panhumano.

Dios está en el corazón de los seres y de las cosas a través de sus energías, las cuales él nos permite descubrir y liberar para restablecer en Cristo, entre la tierra y el cielo (es decir, entre lo creado y lo increado a través de los eones angélicos, que son lenguaje puro), el gran movimiento circular en donde Dios concede su gloria y el hombre se la devuelve.

En la contemplación de la naturaleza, tenemos que “reunir las esencias espirituales de los seres […] para presentarlas a Dios como ofrendas de parte de la creación” (san Máximo el Confesor, Mystagogia 2). De esta manera colaboramos –usando otra expresión de Máximo- en la transformación del universo en un “arbusto ardiente”. La oración anticipa la parusía.

La oración, en efecto, nos hace participar en la forma de existencia de la Trinidad. Recordemos que el dogma central de la Trinidad propone la coincidencia perfecta –en la fuente misma de la vida- de la unidad y diversidad absolutas. De una unidad más plena que la no-dualidad de la India; de una diversidad más completa que la exigencia occidental de reencuentro y de diálogo. Los tres que también son idénticos siendo uno, significan la trascendencia infinita de la oposición; y no por una resorción en lo impersonal sino a través de la plenitud unitiva de su unicidad, en donde cada uno, lejos de oponerse, sitúa a los demás en un inmóvil movimiento de amor.

Por medio de la oración dentro de la Iglesia, dentro de este “organismo en donde la vida de Dios fluye hacia los hombres” (P. Evdokimov), tal forma de existencia poco a poco viene a ser nuestra. Así como existe un solo Dios en tres personas, también nosotros existimos en Cristo –bajo las llamas del Espíritu Santo- y estamos llamados a ser un solo hombre en una multitud de personas. El hombre católico (katholon – según el todo) no solo es semejante a los demás sino también idéntico, consustancial a todos. Incorporados a Cristo, cada uno de nosotros es miembro del otro. De igual manera, el Cristo que cada uno recibe y prefiere -las llamas del espíritu de Pentecostés que se dividen y llegan a toda persona- ilumina desde el interior el carácter único, haciendo que cada rostro sea absoluto; es la certeza de un ícono.

Es por esto que en el oriente cristiano, la oración más elevada, que está arraigada en el silencio del amor trinitario y abarca a todos los hombres y todos los seres, se convierte en oración por la salvación universal. La Iglesia ortodoxa ha condenado la apocatástasis origenista [5] como certeza doctrinal, pero ha hecho de la salvación universal la esperanza y oración de sus más grandes espirituales. El santo, dice Isaac el Sirio (Sentencia 55), es aquel “que arde de amor por toda la creación: por los hombres, las aves, las bestias, por los demonios y por todas las criaturas […] Tal hombre no deja de rezar ni siquiera por los enemigos de la verdad […] Y reza también por las serpientes, impulsado por la infinita compasión que se despierta en el corazón de aquellos que se han unido a Dios”.

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Notas del traductor:

1. El autor se sirve del original griego: en pantí eukharisteíte – En todo den gracias.

2. Este término significa pasmo, asombro o contrición; de hecho, se traduce al latín como compunctio cordis o compunción. En este contexto sería mejor entenderlo como una “ternura dolorosa, temerosa o de desconcierto”. Lo que es también evidente al contemplar el hermoso ícono de la Eleúsa, de la virgen misericordiosa o de la ternura (eleoúsa).

3. Según el parecer del sacerdote, monje y eremita: J. Monchanin († 1957): “Hasta donde sabemos, fue durante el s. V que apareció la invocación llamada ´la oración de Jesús’. Tanto en su forma larga: ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador’; como en su forma corta: ‘Señor Jesús’” (Axes, 1969, p. 18). Y la combinación de la oración con una técnica respiratoria la sitúa en la Grecia de la segunda mitad del s. XIII.

4. Se refiere a los jīvan-mukta, a los seres (jīva) que ya en esta vida han alcanzado la liberación (mukti) del ciclo de nacimientos y muertes. Clément vuelve a repetir este tipo de comparación más abajo, haciendo mención de la perspectiva no-dual (advaita-vedānta) del hinduismo. Se trata de un sesgo teológico que no favorece el diálogo interreligioso. Lo mejor sería, como lo dijo R. Panikkar († 2010), evitar la comparación de dos sistemas mientras se juzga a uno desde adentro y al otro desde afuera. Ambas tradiciones están vivas y cada una sigue su propio curso de evolución. 

5. Orígenes (c. 184-284) sostuvo que la salvación universal implicaba, al final de los tiempos, la restauración en Dios de todos los seres: justos y pecadores, ángeles y demonios. Así, el pecado, el infierno y sus castigos llegarían a su culminación definitiva.

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Clément O., (1972). Note sur la prière dans l’Orient chrétien. Axes, marzo-abril de 1972, pp. 45-51. 


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