9.11.15

Reflexiones junto al solitario de la Torre Bollingen.



Reflexiones junto al solitario de la Torre Bollingen.

por Vāyu-sakha.


Et quærebam unde malum et non erat exitus.
Y buscaba de dónde proviene el mal y no encontraba solución.

Confeſſionum, XVII.7.11.


Carl Jung fue un hombre de espíritu renacentista. Y a través de un recorrido por diversas disciplinas, trató de entender las raíces de una desapercibida presencia global que emergió para dañar cada vez más a la sociedad: el mal.  

Mientras leía Últimos pensamientos, el capítulo final de su obra autobiográfica, decidí explorar parte del mismo -sin rebasar demasiado sus límites inmediatos- a fin de delinear las impresiones que me causara [1]. Se trata de una lectura netamente personal, ya que encuentro en la teoría clásica de Jung ciertos aspectos que me resultan interesantes y me impulsan hacia la reflexión; como en este caso.

La paradoja cristiana: el mal existe sin existencia.

En relación al mal, Jung divide al mito cristiano en tres grandes momentos. En el primero, la divinidad dio lugar a la serpiente: su propia sombra, la causante de la expulsión de Adán y Eva [2]; en el segundo, acaeció la caída de los ángeles: el ingreso de la sombra -y demás contenidos inconscientes- a la región humana; y en el tercero, ocurrió la encarnación de la divinidad, por medio de la cual ésta erradicó su sombra de sí misma y pasó a convertirse en el summum bonum o bien supremo de sus elegidos, libre de toda mácula del mal.

Más tarde, a partir del s. XI, el mito del cristianismo gradualmente comenzará a decaer para dar creciente lugar a la desestabilizadora racionalidad del antropocentrismo moderno. La plenitud humana ya no será un estado arraigado en un horizonte mítico y ultramundano, sino tan solo en la inmediatez racional y tangible. A pesar de estos sucesos, el cristianismo continuará haciendo uso de incompletas explicaciones teológicas para negar un principio que desde comienzos del s. XX se le viene presentando de manera frontal, drástica e irrevocable: la existencia del mal. Las enseñanzas sobre la privatio boni –manifiestas desde las primeras lecciones origenistas del s. III- ya no pueden sustentarse [3]. Es necesario aprender a convivir con tal principio de maldad que vino para quedarse. Y para extenderse.

Jung posee su debido sitial de observación: la emergente psicología. Aunque tocó temas de la teología en los que resultó confuso y hasta controversial, en repetidas ocasiones expresó que de ninguna manera pretendía adentrarse al terreno propio de la metafísica cristiana [4]. Lo cual no le impedía, por supuesto, interpelarla desde su sitial; si bien hay argumentos que no parecieran estar exentos de sesgos cognitivos y que responden más a un fuerte conflicto interno antes que a una auténtica búsqueda de la verdad. Al margen de este punto, es a partir de sus propias afirmaciones que su teoría queda situada en un estadio intermedio entre la consciencia inmediata del individuo y su espiritualidad más profunda.  

Basándose en los hallazgos de su labor profesional y siendo consciente de los acontecimientos y consecuencias de las dos Guerras Mundiales, Jung buscaba que se aceptase la existencia o realidad del mal en la dimensión psíquica del ser humano; en particular de la del hombre occidental. Yendo tras la posible génesis del mal, en su recorrido por la primitiva literatura cristiana encontró, sin embargo, que ésta sólo lo admitía como privatio boni: como ausencia del bien, negándole toda existencia propia.

El tema es ciertamente amplio, por lo que aquí solo esbozaré la manera en que admito las ideas de Jung en general. Para hacerlo, tomaré como base unas palabras de Diadoco de Fótice († c. 500), las cuales componen la tercera de sus centurias en su Kephalaia Gnōstika [5].

Tò χaχòν oὔτe ὲν φὑσει ἑστίν oὔτe μήν φὑσει τίς ἑστι χaχός χaχòν γἁρ τι ὁ θεὸς οὐχ ἐποἱησεν. Ὃτε δἐ ἐν τῇ ἐπιθυμίᾳ  τῆς χαρδίας εἰς εἶδός τις φέρει τὸ οὐχ ὂν ἐν οὐσία, τότε ἄρχεται εἶναι, ὃπερ ἂ ὁ τοῦτο ποιῶν θέλοι. Δεῖ οὖν ἀεὶ τῇ ἐπιμελείᾳ τῆς μνήμης τοῦ θεοῦ ἀμελεῖν τῆς ἕξεως τοῦ χaχοῦ δυνατωτέρα γἁρ ἑστιν ἡ φύσις τοῦ χαλοῦ τῆς ἕξεως τοῦ χαχοῦ,  ἐπειδὴ  τὸ μὲν  ἔστίν, τὸ δὲ οὐχ ἔστίν, εἰ μὴ μόνον ἐν τῷ πράττεσθαι.

Ni el mal existe en la naturaleza ni nadie es malo por naturaleza. Pues Dios no ha hecho nada que sea malo. Sin embargo, cuando en su corazón alguien desea intensamente una cosa, genera la aparición (εἶδός) de lo que no existe (οὐχ οὐσία); y entonces comienza a existir (εἶναι) aquella cosa que la persona genera con su deseo. Por lo tanto, es preciso cuidar siempre el recuerdo de Dios y ser indiferentes al hábito del mal; pues la naturaleza de lo bueno es más fuerte que el hábito del mal, ya que aquel existe (ἔστίν) y éste no existe (οὐχ ἔστίν) sino solo cuando se lo realiza. 

En esta centuria, Diadoco distingue tres niveles de existencia: la naturaleza última, el corazón del hombre y los actos concretos. En el nivel ontológico, el mal no existe, pues carece de οὐσία | ousía – sustancia, esencia (reservada solo a la Trinidad); en la interioridad del ser humano, el mal es real y existe solo como εἶδός | eidos – forma, aparición, manifestación internamente perceptible; y en la experiencia inmediata, el mal es mucho más real porque es el individuo quien despliega su existencia en el concreto mundo de los sentidos. Es por esto que se dice correctamente que el bien existe: ἔστίν | estin; y que el mal no existe: οὐχ ἔστίν | ouk estin. O dicho de manera paradójica: el mal existe sin existencia.

En otra de sus centurias, en la 83, Diadoco dirá que en el corazón del hombre pueden generarse dos tipos de maldad: la propia y la inducida por los demonios. La primera no pertenece a su naturaleza sino que es resultado del recuerdo impreso en el alma de la primera mentira expresada por Satanás. En la segunda, los demonios siembran -en el fértil terreno del hábito a lo que no es bueno- diversas semillas de maldad por medio de sutiles pensamientos (πνευμάτων λογισμῶν – pneumatōn logismōn) que van depositando en el corazón.

De esta manera, Diadoco niega la existencia última del mal. Pero acepta su realidad tanto a nivel interno: como una interacción entre los eidos personales y los logismoi provenientes de entes con capacidad de influjo intrapsíquico; como a nivel externo: como la puesta en práctica de la conjunción de tales creaciones. Admite, además, que desconoce (οὐχ οἴδαμεν – ouk oidamen) la manera exacta en que se da esta forma de intercambio entre la psiquis (ψυχήν - psykēn) y el organismo (σώματος -sōmatos). 

Desde una perspectiva moderna, ¿no corresponderían estos hechos a la ocupación de la psicología analítica, en especial a una con decidida orientación cristiana? Es en este territorio intermedio entre la consciencia inmediata y la elevada espiritualidad, que ciertos aspectos de la teoría de Jung me resultan admisibles y de posible provecho.

En la ética elusiva, el mal es creativo.

Jung pasa luego al nivel ético. Y considera necesario un cambio de consciencia en el individuo, de tal manera que éste no sucumba ante el mal ni tampoco ante el bien. Pues si se deslizara sin más hacia cualquiera de estos polos, ya determinados socialmente, anularía la característica inherente de su condición moral. La ética no consiste en dos polos antagónicos; el bien y el mal son partes complementarias de una sola totalidad paradójica. 

Esta metanoia que Jung pretende, implica que el individuo haga uso de su capacidad de discernimiento y libre elección; o de su autoconocimiento, como dirá más adelante. De esta forma, antes de resolverse por una opción, el individuo habrá logrado sopesar primero aquella unidad de los opuestos presente dentro de sí, en su dimensión psíquica.  

De acuerdo a Jung, el bien y el mal han dejado de ser autoevidentes. De ahí que el individuo continuamente tenga que establecer juicios, sustentándose siempre en su código moral vigente y sabiéndose proclive a cometer errores. En determinadas ocasiones (alemán unter Umständen), sin embargo, se verá enfrentado a encrucijadas que irremediablemente habrá de resolver bajo un criterio por completo subjetivo [6]. En tales momentos, habrá de involucrarse íntegramente en el acto ético creativo. Y cualquiera sea su resolución, la misma no estará exenta de sus correspondientes repercusiones psicológicas.

Estas afirmaciones resultan muy sensatas y oportunas. Pues en la actualidad, sobre todo en los espacios interculturales, es cada vez más evidente que la realidad no es nada dicotómica; existe toda una vasta gama de grises que la constituyen [6]. Las leyes morales, elaboradas en gran medida a partir de patrones bitonales y antagónicos, no pueden abarcar ni prever todos los matices de esta compleja realidad. Quien se rija inflexiblemente por el antagonismo que aún pervive en tales patrones, sin duda se predestinará a cometer actos propios del extremo que no acepta. Por consiguiente, es preciso aprender a distinguir entre las varias tonalidades existentes. Y dentro de este contexto, la idea de un ocasional acto ético creativo merece la bienvenida.  

Ahora bien, ¿quién está realmente capacitado para este acto? La idea de un juicio moral bajo un principio subjetivo, conlleva a relativizar la esfera misma de vincularidad del individuo, la cual –desde su nivel religioso hasta el más ampliamente cultural- establece las bases de su identidad en medio de la sociedad. En la medida en que tal individuo cuestione o se desligue de esta raíz identitaria, habrá de soportar el correspondiente juicio y condena social; con toda la carga psíquica que ello implica. Sin duda, aquel que pueda hacerlo será un individuo enfrentado al colectivo; la fuerza de su fidelidad intrasubjetiva estará desafiando al poder de la alianza intersubjetiva. Por consiguiente, ¿quién será capaz de sondear, de manera objetiva, los inseguros fundamentos (al. unsicher die Grundlage ist) de su instituido código moral para dar lugar a una conducta de ética creativa? A esta idea habrá que evaluarla, además, sumándole el peso de la cotidianeidad que ahora veremos.

Jung pareciera, luego, algo molesto por la presencia de autoridades morales (¿eclesiales?) excesivamente idealistas, por un sistema educativo deficiente (en relación al autoconocimiento, que mencionará después) y por la acentuada aprensión humana, todos los cuales impiden que la mayoría de los individuos se atrevan a ejercer los criterios éticos que surgen desde su experiencia personal. Aunque es comprensible la disconformidad de Jung con el establishment y la conducta media de los ciudadanos de su tiempo, ¿no habrá idealizado demasiado su expectativa reformadora? ¿Se habrá detenido a considerar lo que implicaría una comunidad de individuos de moral subjetiva?, si es que éstos fuesen capaces de conformarla, claro. Pues, ¿a quién le gustaría recibir un mal debido a la sola certeza de ser un bien por parte de quien se lo concede?

A menos que uno desee engañarse: en el terreno práctico y cotidiano de la actualidad, es evidente que solo una minoría idealiza en sobremanera algún tipo de código moral o ética profesional, muchos menos una norma religiosa. En general, sin alejarse demasiado de las delimitaciones que son más graves, cada quien aplica con astucia sus propias valoraciones y juicios de forma negativa; es decir, carentes del autoconocimiento y pautas psicológicas que a Jung le habría gustado exigirles, y que mencionará a continuación. Esta tendencia se ve perfectamente condensada en la expresión latina: Inventa lege, inventa fraude; más aclamada popularmente como: “Hecha la ley, hecha la trampa”. ¿Previó Jung esta naturalizada inclinación popular hacia las tonalidades grises de la moral con un agudo espíritu mómico?

¿De qué trata la ética mómica? De una ética elusiva en la que el mal es creativo. Pues Momo no es un trickster; mucho menos es Mercurio. Es posible que la ocasional –y no frecuente- decisión moral de carácter subjetivo contenga un tono lúdico, pero el placer del Momo es la continua sátira e inculpación de las autoridades, normas y ciudadanos morales para así mantener su irregular conducta. 

Entonces, si soy satíricamente autárquico, ¿cómo reconocer a esta sombra dentro de mí mismo y alcanzar la certeza de un ethische Entscheidung zu einer subjektiven schöpferischen Tat, de una decisión ética a partir de un subjetivo acto de creatividad?

La autoexploración terapéutica: un teatro de sombras.

Jung menciona luego la necesidad del autoconocimiento. Los pocos individuos que quieran hallar respuesta al problema del mal habrán de recurrir al conocimiento de sí mismos de manera plena, registrando tanto el bien como el mal que los conforma, sabiendo que el primero es tan real como el segundo. Se trata de un proceso difícil, ya que requiere acercarse al centro mismo de la naturaleza humana, lugar en donde habita la sombra. Ella forma parte del conjunto de factores inconscientes que rigen las decisiones éticas de la consciencia y que son esencialmente esquivos a la razón.

Para Jung, entonces, el mal es constitutivo del ser humano. Pero ya que no habla en términos ontológicos, sería mejor decir que: el mal es constitutivo de la dimensión psíquica del ser humano. Aun cuando solo sea ínfimamente potencial, el mal dentro de uno mismo es real. Por eso el autoconocimiento no es nada fácil, pues conduce al reconocimiento primero de la sombra individual. Pero la regencia e influencia de la sombra sobre las decisiones éticas conscientes, pareciera demasiado pronunciada, parcial e imprecisa en Jung. ¿No serían necesarios conceptos cualificadores y armonizadores al respecto? Pues, desde la perspectiva cristiana, los estadios claramente espirituales se ven regidos por una luminosa fuerza superior, numinosa. La tradición cristiana alienta el acceso a estos estadios y asegura incluso la iniciativa que toman los agentes presentes dentro de los mismos, quienes vienen en auxilio de la interioridad del individuo.

Además del autoconocimiento, Jung considera imprescindible la “ciencia de la psicología. Si bien podemos justificar la efusividad o confianza de Jung en su inaugural disciplina, ¿hasta qué punto la psicología actual es una ciencia? Sumida en el cenagal de su fragmentación y hasta con secciones innegablemente acientíficas, ¿cuál de sus múltiples ramas podría conceder lo que Jung con buena fe pretendiera? ¿Serían solo las varias escuelas que mantienen su legado? ¿Sería solo la escuela clásica que preserva su teoría o se incluiría también la de orientación transpersonal que la tensa in extremis?

De vuelta al terreno práctico de la posmodernidad, es posible observar en él un entramado de legalidad muchas veces ambivalente y de moral cada vez más relativista, en donde la torpe transgresión per se fácilmente se confunde con el sapiente paso hacia la trascendencia; en donde la primera es causa de hybris (orgullo) y la segunda de aiskynē (vergüenza). En este contexto, la autoexploración, bajo múltiples formas de terapia con marca registrada, pareciera transformar la sombra –según lo conciba cada una de ellas- en simple objeto de transacción, de ostentación, de pasatiempo o de rápida integración. Por lo tanto, si es que la teoría de Jung no ha sido devorada ya por su rapaz apetito, ¿hasta qué punto puede librar al individuo de ser engullido por el espíritu mómico del mal? [8].   

La posible restitución psíquica del mito cristiano.    

Jung considera que parte del mundo se halla dividido en dos: los cristianos con un mito incompleto y diestros en agitar el dedo contra el mal presente en los demás (Mt. 7:3-4); y los seglares con una racionalidad dominante y expertos en invisibilizar ese mismo mal. Sin embargo, a pesar de su trazado crítico sobre el segundo eón, Jung reconoce la vitalidad, potencialidad y complejidad todavía alojadas en lo que concibe como el antiguo mito cristiano. Su cita del texto evangélico de Mt. 10:16, apunta a ese contenido, a esa latente unidad paradójica que tanto reclama: la coexistencia del bien y el mal. La restitución de ese mito, a su entender, podría responder a la pregunta gnóstica que todavía resuena: “¿De dónde proviene el mal?”; podría consolar al alma del hombre y podría evitar futuras desgracias en este mundo. Todo lo cual, por supuesto, es muy valioso.

Lamentablemente, hay mucho de cierto en lo que dice Jung. Pues tanto los cristianos ultraconservadores como los seglares fundamentalistas, los unos anulando la fe en la religión y los otros reforzando la confianza en la sola ciencia, nos aseguran en la actualidad un mundo totalmente desencantado. Lo cual explica un hecho todavía peor: el denodado esfuerzo que se realiza por su falso reencantamiento. Como sea, la falta de totalidad en el mito a la que se refiere Jung es solo a nivel psíquico, no metafísico. Y el versículo evangélico que utiliza, marca la pauta conductual -o norma ética- que Cristo les indica a sus seguidores para su paso por este mundo, pues su fe en la absoluta paradoja de la cruz concentrará sobre ellos el rechazo de los miembros de la sociedad; no implica que la dualidad de la imagen deba prolongarse hasta la región más elevada.

“¿De dónde proviene el mal?”. La respuesta del cristianismo está esbozada en la mencionada centuria de Diadoco: es posible abordar el mal a nivel físico, moral y metafísico [9]. Y quizás alguna vez se logre desarrollarla a nivel psicológico, en armonía con los otros tres niveles. Dentro de la esfera metafísica, la génesis de todo cuanto existe halla una lógica satisfactoria que finalmente hunde sus raíces en una dimensión infinita, en una que requiere de una mirada especial para poder contemplarla: el insondable reino de la fe.

“¿De dónde proviene el mal?”. Jung dirá que el Creador es una totalidad divina que contiene tanto al bien como al mal; y que así también lo es su más preciada criatura: el ser humano [10]. Es así como condensa su respuesta y da por resuelto uno de los mayores misterios de la existencia humana. Sin embargo, se trata de una concepción que se limita a su esfera profesional. Jung pretendía del cristianismo una concisa definición racional para una inabarcable realidad espiritual, una definición reveladora para un hombre carente de fe; o con una fe atormentada. ¿Por qué un autodefinido empirista, marginado como místico por los científicos y como gnóstico por los creyentes, le reclamaba con insistencia certezas sobre el mal al cristianismo? ¿A qué obedece su necesidad revisionista de la teología, de subjetivismo ético, de autoafirmación profesional, de distanciamiento social y de experiencias psíquicas de connotación sui generis? ¿No se trata, al fin, del hybris como sutil impronta?

Ergo noli quærere intellegere ut credas, ſed crede ut intellegas | “Por lo tanto, no busques comprender para creer sino cree para que comprendas”, le habría aconsejado Agustín [11].  

Consideraciones finales.

A través de una parte de su texto autobiográfico, Carl Jung se esfuerza por recordarnos la reveladora existencia del mal a nivel interno y su inevitable correlación con la exterioridad. Dado que para alcanzar el mundo concreto el mal requiere del accionar del individuo, Jung considera que el autoconocimiento propiciado por la psicología puede ayudarle a éste a reconocer la contraparte del bien dentro de sí; de tal manera que lo haga antes de que el mal irrumpa y despliegue su poder de destrucción sobre su propia psiquis y sobre su entorno. Sin embargo, en su generosa oferta Jung subestima la capacidad insidiosa del mal, pues le otorga poca atención a la esfera de vincularidad y acentúa el potencial contrario; favoreciendo así los aspectos negativos del individualismo, según ha sucedido.

Aunque no es una línea que destaque en el mainstream de la psicología actual, la teoría de Jung sigue vigente. Y en vistas de las particularidades del presente contexto psicosocial, la práctica del autoconocimiento debiera precaverse de las astutas maniobras de Momo, manifiesto incluso bajo el atractivo ropaje de la espiritualidad posmoderna. Precisamente, para prevenir este peligro, quizás algunos de sus seguidores puedan integrar en sí aspectos más profundos de la milenaria tradición cristiana. Pues, después de todo, aun con la restitución del mito psicológico, el alma continuará intranquila hasta que escuche por sí misma las sublimes palabras del Cristo vivo.


1. Jung, C. (2001). Recuerdos, sueños, pensamientos. Seix Barral: Barcelona, pp. 383-390 y ss. El original, Erinnerungen, Träeume, Gedanken, fue transcrito y editado por la analista Aniela Jaffé, edit. Walter Verlag: Zúrich, 1971; y dentro de la controversia suscitada en torno a esta obra, se admite la clara autoría de Jung –ya octogenario- de los tres primeros capítulos y del que exploro aquí.

2. Según Jung: “La sombra personifica todo lo que el sujeto se rehúsa a reconocer de sí mismo pero que siempre está impeliéndolo de manera directa o indirecta; por ejemplo, los rasgos inferiores de su carácter y otras tendencias incompatibles”, ‘Psychological Aspects of the Mother Archetype’, en Collected Works, 9/1, § 513. Para más detalles, véase: Aión – Contribución a los simbolismo del sí-mismo, Paidós: Barcelona, 1996, pp. 245 y 279-280.

3. Se trata de un hecho que Jung aborda con más detalle en: Aión, op. cit. pp. 49-81.

4. Algunas de su afirmaciones al respecto se hallan a largo de Aión, op. cit.; y algunas otras son: “Todas mis afirmaciones, descubrimientos, etc., no tienen la más remota conexión con la teología sino que son, como ya lo he dicho, solo aseveraciones sobre hechos psicológicos”, carta a Josef Goldbrunner del 08 de febrero de 1941, Letters of Carl G. Jung: Volume I, 1906-1950, p. 294, edic. de G. Adler y A. Jaffé (1973); “El tema del bien y el mal, en lo que a mí respecta, no tiene nada que ver con la metafísica; es sólo una preocupación desde la psicología. No hago afirmaciones metafísicas […]”, carta a Víctor White del 31 de diciembre de 1949, ibid. pp. 539-541.

5. Dentro del corpus de J.P. Migne se halla solo la versión latina, traducida por Francisco Turriano, s.j. (1584): Capita centum de perfectione ſpirituali. PG 065, col. 1168.

6. Para apoyar su idea de superación de la dualidad moral, Jung se sirve del término sánscrito: neti-neti – ni esto ni aquello. Sin embargo, el mismo corresponde a la dimensión ontológica; no se ajusta a su perspectiva psicológica sobre la ética del individuo. La cita proviene del Bhadārayaka-upaniad 2.3.6, que más adelante (5.2.3) establece los tres pilares éticos del yogi, conocidos como los tres da: dama (autocontrol), dāna (donación) y dayā (compasión).

7. Quizás parezca fuera de lugar, pero para refrescar nuestra noción de gama, veamos que la colorimetría computacional normalmente utiliza 256 intensidades de grises; y se estima que el ojo humano puede percibir entre 700-900 de tales sombras. ¿Cuánta diversidad existe en las múltiples situaciones humanas que exigen nuestras más delicadas valoraciones y juicios morales?

8. La desviación ética que perturbó al legado de Jung es innegable: “Del lado adeudado, se halla también la aparente inhabilidad de nuestra particular rama de la profesión psicoterapéutica para convencer al más vasto público de que los analistas junguianos no cometen más faltas sexuales que las que cometen los miembros de alguna otra escuela de psicoterapia [en particular los freudianos]. Hace 25 años, las indebidas conductas sexuales eran un claro problema en el análisis junguiano. Pero ahora hemos puesto la casa en orden”, Samuels A. (1998). “Will the post-Jungians survive?”, en Post-Jungians Today – Key papers in contemporary analytical psychology. Routledge: New York, p. 16. Aquella vieja amenaza, ¿no podría haber asumido ahora otro rol de carácter mómico? En la Argentina, por cierto, una autoevaluación tan sincera sería poco posible. Aunque aquí la escuela de Jung nunca destacó como fuerza académica; apenas ha logrado ser parte de los seminarios de extensión dentro de la Universidad de Buenos Aires. Y en el caso de la instituida por su colega, Sigmund Freud, es curioso que su impronta de alguna manera generara que sus discípulas argentinas –valga el genérico femenino dado el alto porcentaje de su prevalencia- regularmente propicien o se sometan a verdaderos “feudos” tendenciosos antes que a dignos centros de saber científico. Para más detalles, véase a: García L. (2009). “La disciplina que no es: los déficit en la formación del psicólogo argentino”. Revista Psiciencia, vol. 1, núm. 2.

9. Véase al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica, 309-324 [+] y 385-421 [+].

10. Wie der Schöpfer ganz ist, so soll auch sein Geschöpf, also sein Sohn, ganz sein. “Tal como el Creador es una totalidad, así también su criatura –y por lo tanto su hijo- tiene que ser una totalidad”. La manera en que lo expresa sugiere la posibilidad de que también lo haya tomado del Bhadārayaka-upaniad (5.1.1), en donde se dice: pūrātpūramudacyate, la fuente de plenitud da lugar a emanaciones igualmente plenas. Si fuese así, nuevamente toma un principio ontológico para ajustarlo a su mirada psicológica. Lo cual hace con frecuencia con la herencia cristiana.

11. In evangelium Ioannis tractatus centum viginti quatuor, XXIX.6. PL 035.   


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