El acto de la Madre y el acto de su Hijo son igualmente espontáneos. Nadie les impone ese curso. Ambos están por fuera y por encima de lo que prescribe la ley judía; pertenecen a un orden diferente. La ley es fruto del pecado, pero ellos están conectados con la gracia y el amor. Aunque callan su superioridad. Su grandeza consiste, precisamente, en preocuparse por parecerse a los demás y en hacer lo que todo el mundo hace.
Dios quiso esta semejanza, la que sitúa a su
Hijo a nuestra medida. Aun así, y como siempre, los destellos de la luz
penetran el velo de lo creado y revelan lo increado. Pero no se trata del prestigioso
brillo que provoca la admiración de los hombres; Dios difícilmente se sirva de
tales procedimientos violentos y artificiales. Su manera de actuar posee un
carácter más discreto y más íntimo. Se trata de revelaciones hechas a las almas
simples y que, para beneficio de esas mismas almas, sitúan a Jesús bajo [la luz
de] el pleno día. Ellas ven a Dios en el hombre y este contacto con Dios las
transporta y las transforma.
En todos sus misterios, Jesús es el amor y él
lo revela; en todos se brinda y nos muestra su don de sí, que es la vida, a fin
de que lo podamos reproducirlo. Es ahí, en esa realidad verdadera y profunda,
que la grandiosa luz que Isaías y los profetas vieron se revela sobre Jerusalén
y sobre toda la tierra sumida en las sombras de la muerte.
Y su claridad resplandece de súbito ante la
mirada del viejo Simeón, haciendo surgir en su corazón el cántico de alegría
(Lc. 2:29-30):
Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse lleno de paz, pues mis ojos han visto la luz.
Pero, ¿qué es exactamente lo que vio? ¿Cuál fue
el hecho que le hizo sentirse pleno y en paz? Lo explica de inmediato él mismo
(ibíd. 1:34):
Este niño está destinado a ser causa de caída y de elevación para muchos hombres de Israel, y una señal que producirá contradicción.
He aquí, claramente expresado por él mismo, lo
que contempló al ver a Jesús; he aquí lo que sumergió a su alma bajo la
impresión de una alegría plena, de una paz sin nombre que no lo fue posible
contener: la contradicción, la lucha; la espada de dolores que atravesará a
estos dos seres [María y Jesús] tiene para él de una claridad tan deslumbrante,
que logra envolverlos en una aureola que hace que toda la historia se vea
iluminada.
El velo que mantenía a los rayos en las
tinieblas se rasga, y la humillación del vencido y sumiso pueblo de Israel se
transforma en gloria: el niño es la luz que lo iluminará, aliviará,
engrandecerá y glorificará (Lc. 1:32):
Luz para alumbrar a las naciones, gloria de tu pueblo Israel.
Pero, ¿por qué y cómo será eso? Bajo estas
características, bajo las características de la contradicción y el sufrimiento,
Simeón reconoce a aquel a quien servía, a aquel a quien todo el mundo servía:
al Cristo del Señor, al Ungido del Señor, a aquel en quien el Señor se había
asentado y a quien había impregnado de tal manera que lo hizo uno con él.
La luz que emana de este niño es la luz del
Dios que es el verdadero Dios, porque él es el Dios bueno, el Dios de toda
bondad, el Dios de la caridad, el Dios-amor. En él, el nombre, la definición,
el acto único y la vida es el amar, el brindarse; hacerlo aun cuando se lo
rechace, se lo deteste, se lo combata, pues Dios enfrenta tal oposición, tal
odio, para conquistarlo.
La contradicción, la lucha, la espada, la cruz,
no son sino realidades superficiales. Simeón las rebasa, va hasta la realidad
más profunda que ellas recubren; la luz que lo ilumina se lo muestra. Simeón ve
lo que verá el propio Jesús en el momento de la gran contradicción, cuando le
dice a sus desconcertados apóstoles (cf. Jn. 14:30-31):
“El príncipe de este mundo viene […] es necesario que el mundo sepa que amo a mi Padre”, para que el mundo vea que el movimiento que me hace salir de mí mismo -que arrastra a mi alma y a mi cuerpo- es el movimiento del amor que me es comunicado por mi Padre y que me impulsa fuera de mí para hacerme entrar en él.
Al lado de Simeón, llevando a Cristo en brazos
–y sobre todo en su corazón- se encuentra una mujer. La anima el mismo
movimiento, la impregna la misma unción, la llena el mismo Espíritu y le
aguarda la misma contradicción. Los golpes de odio que le asestarán al cuerpo
de su Hijo resonarán en su seno y la traspasarán como una espada.
En el mismo momento en que el viejo Simeón veía
sus deseos cumplidos, María escuchó el primer anuncio del martirio que haría de
ella la Señora de los Dolores.
Dios pareciera gustar de las contradicciones. Él
nos acerca con frecuencia la alegría y la tristeza; y las almas a quienes él aprecia,
en todo momento reconocen aquellas quebrantadoras alternativas que las suavizan
y las hacen dóciles a la acción del cielo.
María disfruta de un gozo y un orgullo
maternales [bastante] profundos como para poder entender lo que ese viejo
sacerdote judío le canta a Aquel a quien ella podía llamar: “mi hijo”. Aunque
ese gozo fue muy breve. Cuando apenas termina de pronunciar las últimas
palabras del Nun dimittis, el tono de voz de Simeón se altera. Viendo a
la madre, luego de contemplar al Hijo, le dice (Lc. 2:35):
Tu alma misma será traspasada por una espada.
Aunque él se cree capaz de revelar el porvenir,
Dios no lo deja penetrar por completo en el misterio. Sus más claras
predicciones permanecen más o menos envueltas en las sombras. Y esta amenaza de
Simeón se sitúa en tales sombras, haciéndola más impresionante todavía. Y la Virgen
hundió en el silencio de su torturado corazón aquella espada cuya punta había
de traspasarla un día de lado a lado. Ella vivirá treinta y tres años en tal
espera, sufriendo de antemano el misterioso martirio.
Todos los partos son dolorosos. Y en el
sufrimiento íntimo del delicado corazón de la Virgen Madre, infligido por el
recuerdo de las palabras de Simeón, se preparaba ya nuestro nacimiento
espiritual. Nosotros somos resultado de todas las miradas que su inquieto amor dirigía
a Jesús durante su larga preparación al sacrificio; somos hijos de ese
sacrificio siempre aceptado.
Simeón la mira al mirar al Hijo, la ve a ella
al verlo a él: ¡ellos no son sino “uno”!... Simeón la ve en la misma luz,
reconoce en ella a la reina que está junto al Príncipe (Sal. 44), a su derecha,
en primera fila, recibiendo de lleno la plenitud de gracia y de verdad,
recibiéndolas para así concederlas.
Él la ve en su rol de intercesora, de canal de
luz, de amor y de vida. Y ella lleva ante él, le presenta a él, a todas
aquellas almas a quienes el propio Espíritu [Santo] ha apartado y ha hecho
transparentes (Sal. 44, según Vulgata):
Y tras ella, son presentadas al Rey de las vírgenes.
Ellas conforman su séquito, la corte del Rey
divino. El Salvador les ofrece a todas su corona: una corona de espinas antes
que una corona de alegría y de gloria. Y la libre elección que ellas realizan –su
[libre] aceptación del amor-, hace que fluya en ellas la unción santa, la
unción del Espíritu que ilumina y vivifica.
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