El Espíritu Santo vendrá sobre ti y su poder te envolverá como una sombra.
Lc. 1:35.
Al abrigo de esta sombra, bajo el velo de lo alto, el gran misterio se cumplirá: el Hijo de Dios tomará la carne de tu carne. Y él será la santidad misma, el objeto sagrado, la realidad sagrada completamente libre de la creación caída que se unirá a ésta para así elevarla; y estará unido a Dios para restablecer nuestra unión con él.
Así nacerá de María aquel a quien llamaremos el
Hijo de Dios. Nacerá debido a una acción divina que será una misteriosa
comunicación del pleno poderío de Dios. Y el agente de tal poder será el
Espíritu Santo, el amor infinito. Todo procede de ahí.
La creación todopoderosa logrará realizar ahí
su obra. El seno de esta Virgen pura entre todas, desprovista de todo y
preparada por este desprendimiento para recibir al espíritu de amor, es el
nuevo abismo en donde el Espíritu Santo hará surgir a la flor suprema y al sublime
fruto de la tierra.
Al igual que Adán, María está hecha del
sedimento de la tierra. Toda creación inferior está en ella, y ella pondrá esta
creación –obra del Espíritu de Dios- a disposición del Espíritu Santo, a fin de
que éste pueda expresar la vida del Verbo hecho carne; y lo hará luego de haber
manifestado sucesivamente las aguas superiores, las plantas, los animales y
finalmente el cuerpo del hombre (Gn. 1:6 y ss.). Esta obra culmina en el
hombre-Dios, quien anteriormente solo había sido esbozado. En ese momento se
cierra el círculo que lo hizo partir de Dios y entrar en Dios.
Este reingreso se hace en María y por María. Es
ahí [en ella] que se enlazan todas las cosas, en este ser que está hecho de las
cosas [creadas] y de Dios; en donde las
cosas y Dios no son sino uno, aunque lo son sin fundirse ni perderse. El
vientre de María es el abismo en donde entra todo y desde donde todo sale
renovado.
El Espíritu Santo la posee. Ella es su esposa
porque es hija del Padre; y lo es de manera plena porque ella es hija del
Padre: está a su servicio, a su disposición. Él es su amo, ella es su sierva
(Lc. 1:38).
He aquí la sierva del Señor.
He aquí porqué desde el principio se complació
en María. Esperó por la voluntad de ella y no actuó sino después de haberla
obtenido. Y obtiene su voluntad mediante una acción en la inteligencia de ella
que logra iluminarla (ibíd. 1:29):
Ella se preguntó lo que tal saludo podría significar.
La Virgen reflexiona, se pregunta en su
interior lo que significa tal saludo del ángel, de dónde es que viene. Y el
Espíritu Santo se suma a esta reflexión, responde a la pregunta del espíritu de
María y le concede la luz que ella reclama (ibíd. 1:30):
No temas.
El ángel primero le asegura que todo será obra
de Dios y le da una señal (ibíd. 1:36):
Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez.
Le recuerda, además, el gran principio que
domina toda la obra divina (ibíd. 1:37):
No hay nada imposible para Dios.
La interrogante que surge no es, por lo tanto,
saber si se trata de algo normal o anormal sino si es Dios [o no], si la firma
divina ha sido inscrita. La firma divina: ése es el milagro. El amor concede el
milagro, luego reclama la adhesión, la sumisión. Le concede satisfacción a la
razón y luego exige la entrega de la voluntad. Lo que la voluntad permite, el
cuerpo lo realiza; es el instrumento que el Todopoderoso opera a su gusto.
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