María es “madre del bello amor”; del amor que está compuesto -como un buqué de flores- por el temor, la fe y la sagrada esperanza. En ella se halla la gracia que conduce al camino y que [nos] mantiene en la verdad, en la fe; en ella está la confianza, la certeza de recibir la vida y la virtud, la esperanza: “Yo soy la madre del bello amor, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza” (Eccli. 24, según Vulgata).
La Iglesia es guiada por el Espíritu Santo
cuando se atreve a poner en labios de la humilde Virgen María palabras como las
citadas. ¡Humilde! Sí, pero es cierto, ya que la humildad es la
verdad. María sabe que ella no es nada, solo reconoce las grandes obras que Dios ha
hecho en ella y que todavía continúa haciendo por ella. Ella es madre y
continúa siendo madre; es la madre de Jesús en [todas] las almas.
He aquí el espíritu de Jesús: ama y se brinda.
Este amor no tiene ninguna mezcla, ningún trazo de egoísmo, de retorno o
repliegue sobre sí. Jesús se brinda tal como es: su amor es el movimiento de su
ser. Su ser es la belleza misma, y su amor es el bello amor. Jesús es el
esplendor ordenado de aquel movimiento al que nada puede limitar y en donde se
revela aquel que es. Ser, belleza y amor son todos uno; son el propio Dios. El
bello amor es el don más pleno del ser. Y Jesús ha venido a revelarlo a la tierra.
La luz grandiosa que el mundo estuvo
esperando y que resplandeció con su nacimiento es ésta: la luz que muestra en
Dios el pleno don de sí mismo; es el movimiento de las tres Personas, en el que
toda la vida consiste en brindarse de manera recíproca la totalidad de lo que
son.
María ha dado nacimiento sobre la tierra a
esta luz y este amor; y continúa alumbrándolo:
Yo soy la madre del bello amor.
María se convirtió en madre del bello amor
al dar nacimiento a aquel que es el propio ser. Y permanece haciéndolo, no cesa
de alumbrarlo. De hecho, jamás dejará de hacerlo, pues luego de haber sido
alumbrado, el niño seguirá siendo el niño de su madre. Su nacimiento, sobre
todo espiritual, ha creado un lazo eterno; y ese lazo es el amor.
María es el instrumento por el que el
infinito se manifiesta dentro de lo finito. Al mismo tiempo, ella completa lo
finito al acunar al infinito, el cual colmó la nada luego de haber llenado al
ser, que es a su vez como un exceso, una sobreabundancia en la plenitud de
Dios que completa lo que había que completar, manifestando la belleza infinita
en esa belleza exterior que no añade nada a la vez que añade esa misma nada: lo
finito al infinito. Pues lo finito se agrega al infinito no para completarlo,
sino para concederle a nuestros ojos un resplandor que no se encuentra en él en
esta forma limitada y visible. Y este es el bello amor, el amor que se ha
irradiado hacia afuera, que no se ha podido contener en su propio seno sin
límites y por eso ¡se extiende más allá de sus límites sin límites!
El amor dado a luz por María es esa
corriente exterior, desbordante. Ella es la madre de la belleza que sin su
presencia no tendría el carácter de realidad externa y realizada, permanecería
siendo aquello que Dios podría hacer y no lo que Dios ha hecho. Sin ella, Dios
podría venir a nosotros en nuestra carne; con ella, Dios ha venido a nosotros
en nuestra carne.
Yo soy la madre del bello amor, del temor […].
La madre del bello amor es la madre del
amor que se brinda sin calcular, pues él es sin medida. Ella ha dado nacimiento
a aquel que ama tal como él es: infinitamente. ¿Cómo fue que sucedió eso? Por
su unión con el infinito:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti.
El amor infinito se brinda a ella y aquel
que nació de ella es el fruto de ese amor. Se presenta, así, con esta doble
característica: es infinito y finito, Dios y hombre [a la vez]. No es ella
quien lo genera, sino que ella se brinda al Espíritu Santo y es éste quien lo
produce en ella. Ella se brinda, y este don de sí la hace madre. El fruto
divino procede del Espíritu Santo y de ella:
Concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María.
La Virgen es la madre del bello amor
porque ella está unida al Espíritu Santo, su rol de esposa realiza esta unidad.
Su título de Madre de Dios deriva de ahí, de tal unidad. Ella entra
junto a Dios en relaciones que implican unidad; la unidad que el Verbo
encarnado ha venido a realizar aquí, comenzando en ella. La cima del sueño [del ideal] está
ahí, en el seno de la Virgen, en donde el misterio eterno se reproduce por
nosotros.
Claro que todo esto es [precisamente] un
misterio. No tenemos ninguna idea de tal unidad ni de las íntimas comunicaciones.
Y no tenemos idea de aquello debido a que el pecado nos ha disociado, nos ha
alejado del principio superior que lo unifica todo en él y que nos constituye
en esa unidad; nos ha separado de él. Y de todo.
María, al igual que Jesús, es hacedora de
unidad: ella reúne, ella es el puente entre dos orillas que permite el pase de
un lado a otro. Ella es madre porque restableció esta unidad; y la restableció
porque la tenía en un grado excepcional.
Esta es la razón por la que ella es madre del
bello amor, de aquel que une y vivifica mientras reúne.
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