por Dom Augustin Guillerand, o.cart. († 1945)
Introducción del autor.
Es difícil escribir sobre María. Ella conduce de
inmediato a las vastas profundidades en donde una palabra lo dice todo. Pero esa
palabra no es expresable por nosotros.
Personalmente, encuentro en ella todo el abismo de
aquel divino misterio que me atrae desde hace mucho y con mucha fuerza:
encuentro a los Tres que no son sino Uno. Y, frente a ellos, a esta alma de
simple aldeana de Galilea, elegida por ellos para hacernos participar a través
de su mediación de lo mismo que ellos se brindan [recíproca y] eternamente: la
naturaleza divina.
En las relaciones de María con la santísima Trinidad,
la vida se despliega en su corazón desde el primer instante en que su alma se une a su cuerpo; y ese movimiento confuso y pleno
se incrementa sin cesar para llevarla al corazón de Dios, quien la tiene ligada
a sí, sumergida en sí mismo. Y Dios, en todos sus miramientos y deseos, en
todos sus pensamientos y sentimientos, quiere derramarla en nuestros corazones,
comunicarnos esa unión y esa vida [con ella], hacernos “uno” con ella; y por
ella, unirnos a Jesús y por Jesús al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. ¡Qué
tema de meditación, de prolongada apreciación, que recomienza sin cesar y se
renueva en cada comienzo!
Evidentemente, no podemos ni tenemos que pensar en la
penetración en ese abismo; es un misterio, es el misterio de los misterios. Aunque
no debemos temer apreciarlo, pues es un misterio de luz y de amor. Dios quiere
que se aprecie ese misterio; y que tal aprecio se prolongue lo más que se pueda
y que se renueve con frecuencia. Dios se brinda según la medida de tal aprecio
y de su pureza.
Estos textos no son sino los balbuceos de un niño. Pero
han de lograr satisfacernos. Pues la propia Virgen María, aun siendo muy
elevada en su contemplación, aceptó seguir nuestros oscuros caminos de la vida en
la fe. Y nosotros tenemos que seguirlos como ella, con ella; con nuestra mano
en su dulce mano, con nuestro corazón en su muy puro y bondadoso corazón.
...
Prefacio.
Tal como existen familias de aves o de flores, existen
también familias de almas. No todos los espíritus tienen las mismas tendencias
ni tampoco los mismos gustos. Y el presente texto está hecho para una de tales
familias espirituales; pues posee características que lo distinguen de las
demás y que lo hacen original. ¿Cómo definir a aquellos quienes esta obra
complacerá, a quienes encontrarán aquí su alimento, su alegría y su sustancia?
Es al propio autor a quien tenemos que preguntarle. Al hablar de aquellos que -mucho
más que los demás- se sienten muy cerca de María, nos dice:
Hasta el fin de los tiempos, los discípulos de Jesús –y muy especialmente los de naturaleza íntima, interior, contemplativa, los seres de ternura, de concentrada sensibilidad- tendrán con María una relación de hijos y de Madre. Y el Maestro les comunicará su espíritu a través de ella; se los comunicará al pie de la cruz. Ellos no tendrán que luchar o sufrir más que los demás. Será así debido a un conjunto de circunstancias muy particulares; se mantendrán con facilidad [...]
Amigo lector, ¿te reconoces en esta descripción? Si es
así, lee este breve texto. Está hecho para ti, está escrito en un estilo que te
agradará y te proporcionará consideraciones, perspectivas e alusiones que
responderán a las más secretas disposiciones de tu alma.
Y no temas perderte entre las nubes, pues el autor te
llevará muy alto y muy lejos de las planicies de la vida presente. Pues, tal
como se gusta decir hoy en día, existen dos tipos de realismo: el realismo –el
supuesto realismo, deberíamos decir- de aquellos que se rehúsan a ver más allá
de los sentidos, más allá de la vista y del tacto, más allá del alcance de los
instrumentos que prolongan los sentidos; y el realismo alado y audaz de
aquellos que saben que existen cosas que “el ojo no ha visto, el oído no ha
escuchado y el corazón del hombre no puede ni suponer”, las cuales, sin
embargo, ¡Dios ha preparado para sus elegidos!
Escuchemos de nuevo al autor de este texto:
Tenemos la tendencia a rechazar como irreal todo aquello que nos excede. Cuando la realidad desborda nuestra mente, la negamos o vivimos en relación a ella como si no existiera. Esto no es solo un acto de desinteligencia, es también una inmensa pérdida en el terreno práctico. Nuestra relación con el mundo de lo alto, con toda aquella familia celestial que constituye –desde aquí abajo- nuestra verdadera vida y que prepara al florecimiento pleno, le concede a la viva fe una dulzura y fuerza que serán su tesoro sobre la tierra.
Es con tal realidad, insospechada para una vasta
cantidad de personas, que el autor de estas Contemplaciones Marianas
viene a familiarizarnos. En una palabra, viene a enseñarnos lo único que puede
concederle a la vida humana su valor y precio: ¡el amor!
Esto es lo que él busca en María: a “aquella que ama”,
a quien ama más que a los demás, a quien fue creada por el Amor y para el amor,
a quien creció en el amor a tal punto que ha llegado a ser para nosotros
“inconmensurable”. Tal como dice nuestro autor: “No se expresa el amor con
cifras; no se puede confinar la vida en fórmulas aritméticas”. ¡Cuánta razón
tiene! Y por eso aplaudimos cuando intenta señalar ciertas etapas de este
grandioso amor de María.
Sin embargo, ¿podríamos expresar aquí una suerte de
lamento? Nuestro autor bien sabe hablar del amor, bien ha visto que el amor de
María tuvo un incremento invisible; por ejemplo cuando dice:
Al momento de la encarnación, cuando ella pronuncia su fiat y cuando en su interior contiene vivo a aquel que desde entonces lo será todo; o cuando deposita su primer beso de Madre sobre la frente de su Dios; o cuando intercambia con él cierta mirada, más penetrante y expresiva, como al estar junto a la cruz; o cuando, en Pentecostés, el Espíritu de su Hijo le es comunicado en su plenitud por el bien de sus hijos adoptivos.
Entonces, si podemos afirmar que el autor ha visto
todo esto, ¿porqué no intentó, siguiendo a san Buenaventura, darle nombre a las
doce estrellas que siempre coronan la frente de María y que son precisamente -así
lo creemos- los rayos que brotan de su puro corazón en cada etapa de su vida
terrestre?
¿Podemos intentar nosotros, de acuerdo a nuestra
capacidad, nombrar aquellas doce estrellas según el orden de su aparición? ¡Que
se nos perdone este atrevimiento! He aquí cómo las vemos resplandecer y cómo, según
nuestro parecer, se suceden las etapas de crecimiento del amor en el alma de la
Virgen Madre: su Inmaculada Concepción; su dulce nombre de María; la plenitud
de la gracia en ella; su voto de virginidad eterna; la intervención en ella del
Espíritu Santo, quien la cubrió con su sombra al momento de la encarnación; el
alumbramiento puro de su divino Hijo en Belén; el primer beso de la Madre de
Dios a su Hijo; su muy sublime contemplación; su inmenso amor; su maternidad
universal adquirida a los pies de la cruz; su gloriosa asunción y su título de
Reina del Universo.
Si las contamos, ¡tenemos las doce estrellas! Ellas
resplandecen en su momento ¡y no se apagan jamás! Nuestro autor ha enumerado a
algunas; pero consideramos que podemos faltar a su pensamiento para así
completar su enumeración y llegar hasta el sagrado número doce. Aunque diremos
con él, después de arriesgar esta lista de estrellas místicas:
Lamento mucho poder notar y aún así pasar por alto las líneas en donde se detiene la prudencia. Sin embargo, ¿no existe –acaso- en toda palabra de la escritura un reflejo de la luz infinita que, tras observarla y seguirla por largo tiempo, hace normal que uno mismo retorne al hogar del que ella procede?
Lee, entonces, este texto. Su verdadero tema es el
amor y es tratado con amor, ¿qué necesidad hay de algo más?
Mons. Léon Cristiani. [† 1971]
...
Fuente: Dom Guillerand A. (1959). Contemplations
Mariales. Benedittine di Priscilla, Roma. II edición.
Para una biografía del autor:
Dom Augustin Guillerand, o.cart.
Nota de V.S.: Para las subsecuentes entradas utilizaré el código: CM-01; y al finalizar la tarea, situaré un índice con enlaces directos a los títulos de la obra. Por otra parte, es posible que, una vez publicada la entrada, con el paso de los días realice muy ligeras modificaciones -sea a signos de puntuación, una palabra o frase- a fin de dejar mejor terminada la traducción.
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