Hay un hecho en relación a la natividad de la Virgen
que es similar a muchos otros hechos que, aún con tal característica, han
renovado espiritualmente la faz de la tierra: nos es muy poco conocido. Para
Dios, las circunstancias exteriores de los sucesos incluso más serios: su
contexto histórico, los detalles, los nombres, los lugares y todo eso que atrae
y atrapa la atención de los hombres tiene una importancia muy limitada. Lo que
a sus ojos importa es el interior de los hechos y sobre todo de las almas: el
movimiento de su amor brindándose a ellas y la respuesta de las almas que
comprenden ese don, que lo acogen y se brindan [a su vez] tal como él lo hace.
Ver esto es verdadera luz, y vivirlo es verdadera vida.
Precisamente, la natividad de María es la reaparición en nuestra tierra de aquella luz que es la vida misma. He aquí porque la Iglesia le dedica la expresiva palabra del Cantar de los Cantares: “¿Quién es esta que avanza como la aurora que se levanta?” (Cant. 6:9). El nacimiento de María ha sido para el mundo como la aurora que se eleva. Y así ha de seguir siendo.
Precisamente, la natividad de María es la reaparición en nuestra tierra de aquella luz que es la vida misma. He aquí porque la Iglesia le dedica la expresiva palabra del Cantar de los Cantares: “¿Quién es esta que avanza como la aurora que se levanta?” (Cant. 6:9). El nacimiento de María ha sido para el mundo como la aurora que se eleva. Y así ha de seguir siendo.
A esa única luz verdadera que reaparece aquí en la
tierra, el rey-profeta le da un espléndido nombre, la llama “la luz del rostro
de Dios” (Sal. 4:7). El rostro de Dios es su Verbo. La escritura lo dice
expresamente, lo denomina “imagen de su sustancia” (Heb. 1:3); se trata de su
efigie, su impronta, la imagen perfecta de sí que reproduce todos sus rasgos
distintivos; es el espejo sin mancha que refleja tales rasgos y se los muestra
a sí mismo, es el lugar en donde se ve y se reconoce. Y este rostro [del Verbo]
a su vez radiante -un “glorioso esplendor” dice la escritura- surge desde ella
[de María], la ilumina y la manifiesta como un resplandeciente haz de luz eterna,
tal como ella misma manifiesta al príncipe escondido, al padre de toda luz. La
luz del rostro de Dios es este movimiento mutuo, es su recíproco don de sí, su
espíritu de amor.
Mientras creaba, Dios ha depositado esta luz de amor
en el sustrato esencial de nuestro ser. Este es el exacto sentido de la palabra
que pronunciara: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gen. 1:26).
El hombre fue hecho semejante a Dios, a su imagen y semejanza, y la luz del
rostro de Dios ilumina [también] su rostro. Esta luz en el alma es el sello de
Dios en ella, es su firma: “¡Tú elevas sobre nosotros la luminosidad de tu
rostro, mi Dios!” (Sal. 4:7).
Al pecar, el hombre ha perdido esta luz; se ha alejado
de ella para dirigirse hacia un falso resplandor que ha abusado de él. Ese
resplandor ha sido engendrado en él, y él se ha convertido –a su imagen y
semejanza- en hijo de las tinieblas. De aquí provienen las palabras tan
dolorosamente expresivas que encontramos en toda página de los textos sagrados,
como: “Caminar en las tinieblas” | “Estar sentado a la sombra de la muerte”. De
aquí provienen, también, las súplicas de las almas puras que llenan el Antiguo
Testamento, como: “Pon tu rostro en la luz” | “Haz brillar la luz sobre
nosotros” | “Muéstranos tu rostro”; o como las palabras de Isaías que la
Iglesia nos hace repetir sin cesar durante el Adviento: “Haz que llueva tu
rocío” (Is. 45:8), cuya aclaración dice: “Tu rocío es un rocío de luz” (Is.
46:19).
La natividad de María es la primera respuesta del
cielo a estas largas oraciones, es la temprana luz del amanecer, la luz en
rocío, la luz que se divide, se fragmenta, se convierte en pequeñas gotas para
adaptarse a nuestra mirada desacostumbrada a los rayos directos. El resplandor
del Sol de Justicia heriría a nuestra alma; su ternura por nosotros lo sabe.
Por eso él [Dios] se tamiza, pasa a través de esta niña para presentarse a
nosotros bajo una forma atenuada.
La luz del rostro de Dios no brilla de manera mínima
en ella. El aliento de la vida divina, el movimiento que se comunica a los Tres
que son Uno, está presente en ella y la anima, la vivifica, la ilumina. María
ha recibido esta comunicación de la luz de forma plena. Pero esta plenitud no
quiere decir que ella posea toda luz de Dios ni que vea todo lo que Dios ve.
Ella ha recibido toda la luz que su alma es capaz de recibir, por eso está
plenamente llena. Y toda vez que Dios engrandece su alma, vuelca sobre ella una
luz todavía mayor, pues ella siempre es plena; ella no ve a ningún otro, ella ve
todo en Dios y ve a Dios en todo.
He aquí el retrato definitivo, total, perfecto de la
Virgen: un alma totalmente iluminada por la luz que es el propio Dios,
transportada por esa luz que le muestra que es el propio bien infinito y la
belleza suprema. He aquí lo que el ángel, iluminado por esta misma luz,
descubrió y saludó en ella con un gozoso respeto. He aquí a quien canta la
Iglesia cuando la saluda con estas palabras del Cantar: “¿Quién es esta
que avanza como la aurora que se levanta?”. He aquí la luz que ilumina toda su
vida y que ella quiere que redescubramos en su persona bajo toda circunstancia;
pues ella nos da este consejo que contiene una dulce y valiosa promesa:
“Aquellos que saben emplazarme y verme con suficiente claridad, y que descubren
toda la luz que hay en mí, alcanzarán la vida eterna” (Epístola de la Vigilia
de la Inmaculada Concepción, rito romano, según Eclo. 24:31).
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