18.5.15




Rocío de luz.


Hay un hecho en relación a la natividad de la Virgen que es similar a muchos otros hechos que, aún con tal característica, han renovado espiritualmente la faz de la tierra: nos es muy poco conocido. Para Dios, las circunstancias exteriores de los sucesos incluso más serios: su contexto histórico, los detalles, los nombres, los lugares y todo eso que atrae y atrapa la atención de los hombres tiene una importancia muy limitada. Lo que a sus ojos importa es el interior de los hechos y sobre todo de las almas: el movimiento de su amor brindándose a ellas y la respuesta de las almas que comprenden ese don, que lo acogen y se brindan [a su vez] tal como él lo hace. Ver esto es verdadera luz, y vivirlo es verdadera vida. 

Precisamente, la natividad de María es la reaparición en nuestra tierra de aquella luz que es la vida misma. He aquí porque la Iglesia le dedica la expresiva palabra del Cantar de los Cantares: “¿Quién es esta que avanza como la aurora que se levanta?” (Cant. 6:9). El nacimiento de María ha sido para el mundo como la aurora que se eleva. Y así ha de seguir siendo.

A esa única luz verdadera que reaparece aquí en la tierra, el rey-profeta le da un espléndido nombre, la llama “la luz del rostro de Dios” (Sal. 4:7). El rostro de Dios es su Verbo. La escritura lo dice expresamente, lo denomina “imagen de su sustancia” (Heb. 1:3); se trata de su efigie, su impronta, la imagen perfecta de sí que reproduce todos sus rasgos distintivos; es el espejo sin mancha que refleja tales rasgos y se los muestra a sí mismo, es el lugar en donde se ve y se reconoce. Y este rostro [del Verbo] a su vez radiante -un “glorioso esplendor” dice la escritura- surge desde ella [de María], la ilumina y la manifiesta como un resplandeciente haz de luz eterna, tal como ella misma manifiesta al príncipe escondido, al padre de toda luz. La luz del rostro de Dios es este movimiento mutuo, es su recíproco don de sí, su espíritu de amor.

Mientras creaba, Dios ha depositado esta luz de amor en el sustrato esencial de nuestro ser. Este es el exacto sentido de la palabra que pronunciara: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gen. 1:26). El hombre fue hecho semejante a Dios, a su imagen y semejanza, y la luz del rostro de Dios ilumina [también] su rostro. Esta luz en el alma es el sello de Dios en ella, es su firma: “¡Tú elevas sobre nosotros la luminosidad de tu rostro, mi Dios!” (Sal. 4:7).

Al pecar, el hombre ha perdido esta luz; se ha alejado de ella para dirigirse hacia un falso resplandor que ha abusado de él. Ese resplandor ha sido engendrado en él, y él se ha convertido –a su imagen y semejanza- en hijo de las tinieblas. De aquí provienen las palabras tan dolorosamente expresivas que encontramos en toda página de los textos sagrados, como: “Caminar en las tinieblas” | “Estar sentado a la sombra de la muerte”. De aquí provienen, también, las súplicas de las almas puras que llenan el Antiguo Testamento, como: “Pon tu rostro en la luz” | “Haz brillar la luz sobre nosotros” | “Muéstranos tu rostro”; o como las palabras de Isaías que la Iglesia nos hace repetir sin cesar durante el Adviento: “Haz que llueva tu rocío” (Is. 45:8), cuya aclaración dice: “Tu rocío es un rocío de luz” (Is. 46:19).

La natividad de María es la primera respuesta del cielo a estas largas oraciones, es la temprana luz del amanecer, la luz en rocío, la luz que se divide, se fragmenta, se convierte en pequeñas gotas para adaptarse a nuestra mirada desacostumbrada a los rayos directos. El resplandor del Sol de Justicia heriría a nuestra alma; su ternura por nosotros lo sabe. Por eso él [Dios] se tamiza, pasa a través de esta niña para presentarse a nosotros bajo una forma atenuada.

La luz del rostro de Dios no brilla de manera mínima en ella. El aliento de la vida divina, el movimiento que se comunica a los Tres que son Uno, está presente en ella y la anima, la vivifica, la ilumina. María ha recibido esta comunicación de la luz de forma plena. Pero esta plenitud no quiere decir que ella posea toda luz de Dios ni que vea todo lo que Dios ve. Ella ha recibido toda la luz que su alma es capaz de recibir, por eso está plenamente llena. Y toda vez que Dios engrandece su alma, vuelca sobre ella una luz todavía mayor, pues ella siempre es plena; ella no ve a ningún otro, ella ve todo en Dios y ve a Dios en todo.

He aquí el retrato definitivo, total, perfecto de la Virgen: un alma totalmente iluminada por la luz que es el propio Dios, transportada por esa luz que le muestra que es el propio bien infinito y la belleza suprema. He aquí lo que el ángel, iluminado por esta misma luz, descubrió y saludó en ella con un gozoso respeto. He aquí a quien canta la Iglesia cuando la saluda con estas palabras del Cantar: “¿Quién es esta que avanza como la aurora que se levanta?”. He aquí la luz que ilumina toda su vida y que ella quiere que redescubramos en su persona bajo toda circunstancia; pues ella nos da este consejo que contiene una dulce y valiosa promesa: “Aquellos que saben emplazarme y verme con suficiente claridad, y que descubren toda la luz que hay en mí, alcanzarán la vida eterna” (Epístola de la Vigilia de la Inmaculada Concepción, rito romano, según Eclo. 24:31).



Licencia de Creative Commons

0 comentarios: