14.5.15




Plenitud de gracia.


Inmaculada.

Cuando Bernadette le preguntó su nombre, la Virgen le respondió como ya lo sabes: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

¿Por qué, entre los muchos títulos que posee, a los cuales tiene derecho y que también la pueden designar, María eligió [precisamente] ése? Sin duda, ella quería aprobar, confirmar con su propio testimonio, el dogma de su límpida concepción que la Iglesia venía de definir. Pero es evidente que también nos ha querido decir que este hermoso nombre le es muy preciado, que ella siente placer al recolectarlo de nuestros labios, que le es dulce a su corazón y que para conocerlo mejor y amarlo más tenemos que penetrar su sentido, que es muy rico, a fin de poder vislumbrar algo de su grandeza representada en este privilegio.

Esa grandeza es inmensa, es la grandeza misma –no digo igual sino semejante- de aquel que es el “más Alto”. Este Dios grandioso ha querido que, desde el primer instante de su existencia (desde aquel instante en que toda criatura humana está envuelta en tinieblas, sumergida en lo que la escritura llama la “sombra de la muerte”), una sola criatura entre todas: la Virgen, surja iluminada por su propia luz, animada por su aliento de amor, adornada por su belleza y admitida a aquellas misteriosas relaciones que son su vida.

La Virgen ha sido creada para proveer la materia del Verbo Encarnado [quien nació]: “de la Virgen María”. Este rol la sitúa junto a Dios en relaciones muy particulares: Madre del Verbo y Esposa del Espíritu Santo. Tales relaciones exigen disposiciones tanto del cuerpo como del alma. Y ambas han de estar por completo en manos de Dios: “He aquí la esclava del Señor”. Es necesario que el Espíritu Santo, cuando venga a ella, encuentre un instrumento que pueda usar según su placer; uno en perfecta conformidad consigo mismo y en perfecta conformidad con la acción divina que se llevará a cabo. Y la Inmaculada Concepción alcanza tal conformidad. Ella no es absolutamente indispensable sino que es la más indicada para un plan de sabiduría y amor.

El pecado original deposita en el fondo del ser humano un principio que lo envenena. Se trata de una semilla de muerte, su esencia es antidivina. Desde tal fondo envenenado surge un movimiento que va directamente en contra del espíritu de Dios. El espíritu de amor, el movimiento de Dios, golpea contra él y encuentra ahí una oposición que es normal que no cese con facilidad aquí en la tierra [1]. Los lamentos de san Pablo todavía perduran: “¡Quién pudiera liberarme de este cuerpo mortal!” (Rom. 7:24). Y la respuesta es conocida: “Mi gracia es suficiente” (2 Cor. 12:9) | “La verdad los hará libres” (Jn. 8:32). La gracia es el amor; la verdad es la luz. El amor y la luz, presentes en un [determinado] corazón, maestros de ese corazón, le aseguran la victoria. Pues se trata de una batalla; es, al menos, una guerra con sus posibles batallas.  

La obra que el Espíritu Santo quiere realizar en María requiere de la paz perfecta, de la armonía, del orden humano, de la total sumisión del cuerpo al alma y del alma al Espíritu Santo, pues María tendrá que comunicar la vida. Y la vida es una síntesis: concentra varios elementos, los ordena y los sujeta unos a otros según su relación con Dios.

El fiat no es, entonces, una palabra aislada en la vida de María; es un término que resume y corona todo lo que ella le ha dicho a Dios, pues ella le habla. Esta unidad me resulta encantadora: la unidad de la acción divina prepara en el espíritu la encarnación futura; y la unidad de la Virgen responde a esta acción -como preparatoria- a medida que va respondiendo a su realización. Ella responde con su espíritu; la unión todavía es espiritual y por eso el nombre de “encarnación” no le puede ser aplicada. Pero su carne es tan obediente al Señor todopoderoso que la hizo, tan dócil a todas las órdenes del alma, que ya se puede apreciar el acto en sus preparativos. La Virgen solo vive por aquel que será su Hijo divino. Todos sus actos tienden a recibir y a ser [solo] para aquel que quiere que ella sea; él quiere que ella sea su madre; y ella lo es, lo es porque él quiso que en ella se desbordasen los tiempos.

Desde el primer instante de la concepción de María, su alma está completamente desprendida de cualquier otro objeto que no sea él; está totalmente vuelta hacia él y frente a él. La relación divina comienza de inmediato. Su alma es una morada, es el hogar de una familia: las tres Personas divinas la habitan, vienen a ella, se brindan entre ellos y se brindan a ella; y ella misma, llena de ellos, también se brinda. No hay absolutamente nada en ella que no sea para/por él, completamente para/por él: “He aquí la esclava del Señor – Fiat”; pues ella es “llena de gracia”. Ella se ve totalmente colmada por el movimiento divino que la hace agradable a Dios; ella está llena de encanto y él está encantado. Y por eso viene; y vienen los tres.

He aquí, me parece, la grandeza de este misterio.

La Inmaculada Concepción es una simple conveniencia, pero maravillosamente convenida; tan conveniente que, luego de meditar en ella, difícilmente se la puede concebir de otra manera y suponer que el aliento del enemigo hubiese podido profanar tal santuario.


1. El autor utiliza con frecuencia la expresión “movimiento” para señalar las relaciones divinas. No se ha de confundir, por lo tanto, el sentido que quiere conferirle; pues en otro lugar afirma: “Su movimiento no es nuestro movimiento. Me encuentro en un mundo totalmente nuevo. Nuestras rectilíneas mentes se ven desconcertadas desde el principio: creemos que avanzar es ir de un punto a otro, lo cual es verdad cuando el punto de partida es la nada y la indigencia. Cuando se trata del propio ser [supremo], el desarrollo no puede realizarse sino en él, en la comunicación de su propio ser” (Hauteurs sereines, II ed., 1959, pp. 23-24). El autor, indudablemente, tomó esta expresión de su recuerdo de la perichoresis de san Juan Damasceno; o de la circumincessio de san Buenaventura, quien también posee una dinámica de la circulación de la vida, de la interacción vital y del recíproco don de sí (cf. R. P. Dondaine, Somma théologique de S. Thomas, la Trinité II, nota 121, edit. Revue des Jeunes).


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